Polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga”. Estos versos de Manuel Machado sintetizan la vida de Rodrigo Díaz de Vivar a partir de su destierro. Apartado de la corte de Alfonso, recorre los kilómetros que separan Castilla de Barcelona en busca de un empleador para su espada. No lo encuentra, así que vuelve grupas y desciende hasta Zaragoza, una taifa musulmana.
Allí, esta vez sí, es bien recibido. Está a punto de forjarse la leyenda del guerrero que conocemos. Del estratega imbatible, azote de sus enemigos. Pero detengámonos en las visitas que Rodrigo ha hecho en busca de trabajo. Ha ido a lugares que no parecen molestar a Alfonso, justo en el momento de su mayor enemistad. Es más, durante esos primeros años no quiere cruzar sus armas con las del rey, probablemente porque en Castilla ha dejado sus posesiones, vigiladas por el monarca, pero aún intactas. Ambos debían de comprender que, en aquellos turbios momentos, el brillante político y el genial soldado estaban condenados a entenderse.
El Cid cabalga
En Zaragoza, Rodrigo Díaz de Vivar se transforma en el Cid. Apelativo honorífico que se gana a fuerza de victorias con la tropa híbrida que le sirve, compuesta de cristianos y musulmanes. Al-Muqtádir es el rey de Zaragoza cuando aquel empieza a batallar por la soldada y el botín, pero pronto le sucederá su hijo, Al-Mutamin. Este también tiene en gran estima al guerrero, sobre todo porque el Cid muestra rápidamente su capacidad para frenar los ambiciosos avances de los aragoneses de Sancho Ramírez.
Pero Rodrigo también tiene que hacer frente a un problema interno. A la muerte de Al-Muqtádir, su, resulta confuso, pues, por un lado, parece que Alfonso ofreció a Rodrigo el regreso a Castilla, pero, por otro, le instó a permanecer en el exilio. David Porrinas, probablemente uno de los mayores ex- pertos de nuestro tiempo en la historia del Cid, especula con que esas decisiones contrapuestas tal vez demostrarían que Rodrigo Díaz de Vivar pudiera ser una especie de agente doble que actuaba para Zaragoza, pero manteniendo el vínculo con Castilla. O bien que un Alfonso poco enemistado con el Cid, y consciente de su valía, viera en su mejor guerrero al hombre capaz de mantener viva la taifa zaragozana, en forma de Estado tapón frente a los aragoneses. Fueran esos planes reales o no, Alfonso siempre demostró tener una frescura de mente capaz de facilitar ese tipo de acrobacias políticas. Luego llega 1085, el año que iba a cambiarlo todo. Es entonces cuando Toledo pasa a manos de Alfonso VI, junto con otras ciudades clave de la frontera del Tajo. Las taifas, aterradas, piden ayuda a sus colegas africanos. El problema es que aquellos hermanos musulmanes de África eran los almorávides, un fortísimo ejército liderado por el peligroso Yúsuf ibn Tasufín, que, aparte de excelentes guerreros, eran unos fanáticos religiosos de primera clase. Todo un Estado Islámico de la época que iba a cruzar el estrecho de Gibraltar dispuesto a no pararse hasta llegar a los Pirineos.
