Dile siempre lo que debe hacer, pero nunca lo que es capaz de hacer…, porque si un león conociera su propia fuerza, sería difícil para cualquier hombre controlarlo”. Se atribuye a Tomás Moro este consejo a Thomas Cromwell. El león era, por supuesto, Enrique VIII, tal vez el más indomable de los príncipes del Renacimiento. Sin embargo, Cromwell desoyó el consejo. Al apoyarle en su empeño de repudiar a Catalina de Aragón, mostró al león el alcance de su fuerza, y la primera en pagar las consecuencias fue, paradójicamente, Ana Bolena, la mujer por la que el monarca plantó cara al Vaticano. Una vez Enrique descubrió que podía quebrantar las leyes divinas, las costumbres humanas y las reglas de juego geopolíticas sin sufrir represalia alguna, no hubo vuelta atrás. Repetiría la jugada tantas veces como fuera necesario.
Prohibido criticar
No obstante, una cosa era, para el rey, ejercer su soberana voluntad y otra, muy distinta, hacerla respetar. De ahí que el Acta de Sucesión, promulgada en 1534, obligara a los nobles y al alto clero a prestar juramento a la nueva soberana, estableciendo castigos para cualquiera que hablara mal del rey, de la reina o de su enlace. Esta necesidad de intimidar demuestra que la lealtad de los súbditos no se podía dar por sentada.
Ese mismo año, una nueva ley llevó la censura más lejos: desear o incluso imaginar cualquier mal que pudiera sobrevenir al monarca, su consorte y sus descendientes pasaba a estar penado con la muerte. Ya no era necesario conspirar contra la familia real para cometer alta traición, bastaba con una palabra imprudente. A partir del año siguiente fue obligatorio renunciar a la obediencia al papa,