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Isabel la Catolica. La mitica reina que forjo una Espana grande y poderosa
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Isabel la Catolica. La mitica reina que forjo una Espana grande y poderosa
Libro electrónico145 páginas2 horas

Isabel la Catolica. La mitica reina que forjo una Espana grande y poderosa

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Isabel I de Castilla fue sin duda la reina más importante de España. Desde joven tuvo que resistir la adversidad, tras la muerte de su padre y los ataques de locura de su madre. Contrajo matrimonio con Fernando de Aragón, a quien realmente amó, y una vez en el poder hizo gala tanto de decisión guerrera como de habilidad diplomática. Terminó con la inestabilidad política de Castilla, recuperó las tierras ocupadas por los musulmanes y tuvo la intuición de apoyar el arriesgado proyecto de un marino genovés. Delfina Gálvez da un retrato de la reina, la esposa, la madre y la mujer que fue.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ene 2014
ISBN9781939048837
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    Sólo leído los dos primeros párrafos del primer capítulo y me encuentro con un fallo. No hubo nunca una corona CATALANO-ARAGONESA. Es la corona de Aragón no de Cataluña. No jueguen el juego de los separatistas.

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Isabel la Catolica. La mitica reina que forjo una Espana grande y poderosa - Delfina Galvez

Si a instancias de Isabel I se unió dinásticamente la corona de Castilla con la de Aragón, encarnada en su consorte Fernando, esta realidad integradora lleva a otras de notable alcance. Puede decirse que la propia historia de una España moderna, poderosa y anticipada a su tiempo, comenzó con el reinado de los Reyes Católicos. Mediante ellos se pudo avanzar no sólo en la unificación de los territorios en que se había dividido la vieja Hispania romana, sino también en dar un salto que reconfiguraría la idea de humanidad en sus aspectos filosóficos, geográficos y hasta anatómicos.

En este contexto, la figura de Isabel resulta fundamental. Gracias a ella, esa España vanguardista y unificada da paso a un hecho portentoso: el descubrimiento de América, con consecuencias políticas, científicas y comerciales abrumadoras, de un peso que pocos acontecimientos mundiales pueden equiparar.

El protagonismo de la reina Isabel en todos esos hechos alcanzaría para inmortalizarla. Pero fue su figura íntegra la que conmovió con mayor intensidad a sucesivas generaciones de españoles. Pedro Mártir de Anglería diría de la soberana:

¿Quién me encontrarías tú entre las antiguas, de las que empuñaron el cetro, que haya reunido juntas en las empresas de altura estas tres cosas: un grande ánimo para emprenderlas, constancia para terminarlas y juntamente el decoro de la pureza? Esta mujer es fuerte, más que el hombre más fuerte...

Aquella fortaleza de la que habla el cronista no sería fruto de la mera contingencia. Para comprender el vigor que a tantos sorprendería resulta necesario remontar el duro camino que llevó a Isabel a forjar su templanza desde la niñez más temprana, cuando la joven infanta debió atravesar condiciones de vida sumamente adversas, minadas de confabulaciones cortesanas. Así, la propia familia, empezando por los desequilibrios mentales de su madre y los manejos de su hermanastro, fue el primer gran desafío a superar.

Vivió poco más de cincuenta años, pero ellos bastaron para que su figura gravitara en toda una etapa de la historia europea y universal que excede con creces ese medio siglo, y para que no pocos y en reiteradas veces propiciaran su canonización. Para no caer en anacronismos ni en juicios apresurados, su figura, en especial, merece ser analizada en su lugar, en su época, con sus circunstancias personales e históricas.

Este volumen hace pues, en sus primeras páginas, un repaso imprescindible de los hechos que enmarcaron los largos años previos a la consolidación política y psicológica de Isabel como un paradigma de mujer firme, independiente a su manera -dentro de lo que permitían los cánones de la época-, plena de determinación y coraje ante los asuntos personales y públicos.

Luego se busca reflejar aquellos apasionantes vericuetos en el camino de una luchadora que, desde su desbordante carácter, superó todo tipo de adversidades en la lucha por sostener el primer trono y en pro de la cristiandad.

CAPÍTULO I

UNA INFANCIA DIFÍCIL

La noche se cierra sobre Madrid y el bullicio de las calles va menguando con la oscuridad. Unos pocos mercaderes cargan sus bultos sobre una carreta desvencijada, frente a la guardia del palacio. Un mensajero a caballo atraviesa el sendero a todo galope y se detiene frente a las rejas. Los centinelas le dan paso de inmediato. El viajero viene cansado y sediento, ha atravesado bosques y llanuras sin siquiera detenerse a beber un trago de agua. El rey está reunido con sus consejeros cuando entra el emisario a anunciar la buena nueva: ¡la Reina ha dado a luz!

Es un Jueves Santo, 22 de abril de 1451. Ha nacido, en la localidad abulense de Madrigal de las Altas Torres, la infanta Isabel de Castilla, hija de los reyes Juan II de Castilla e Isabel de Portugal. La niña, descendiente directa de la dinastía de Aviz, que dominaba el reino desde 1385, llevaba en sí lo mejor de la sangre ibérica.

El matrimonio entre aquella princesa portuguesa y el rey castellano había sido acordado cuatro años antes del nacimiento de Isabel por el condestable don Álvaro de Luna, mano derecha de Juan II y artífice en las sombras de la política real. La dama es una bella joven de diecinueve años de edad, mientras que el rey de Castilla, con sus cuarenta y seis, parece a su lado un verdadero anciano.

Don Álvaro ejercía una gran influencia sobre su soberano, hombre débil para la gobernación y los asuntos de Estado. Frente a su propuesta de que contrajera nuevo matrimonio, el Rey no se mostró muy entusiasmado. Se había casado siendo muy joven y en primeras nupcias con María de Aragón, con la cual había tenido cuatro hijos. De esa familia, todos habían fallecido, menos el hijo llamado Enrique. Viendo que el heredero al trono estaba asegurado por ese vástago sobreviviente, Juan II no veía necesidad de turbar su paz más de lo que ya estaba a su alrededor. La debilidad de los últimos soberanos de Castilla había alentado la ambición de los nobles del reino, que se dedicaban a conspirar entre sí para alzarse con el favor real.

Las razones expuestas por don Álvaro al Rey consiguieron, sin embargo, convencerlo de lo ventajoso del enlace propuesto, que por cierto contribuiría a afianzar los lazos políticos que unían a Castilla y Portugal contra el enemigo común: la Corona catalano-aragonesa. Un segundo argumento, no menos efectivo, era que su hijo, quien luego sería Enrique IV de Castilla y que era llamado con malicia el Impotente, no había podido engendrar un heredero que lo sucediese.

Pese a las continuas ausencias del soberano, Isabel de Portugal volvería a quedar embarazada al año siguiente de haber dado a luz a Isabel. Esta vez sería un varón, Alfonso, quien haría temblar al inestable heredero. A la distancia, Enrique no vería con buenos ojos este nuevo alumbramiento. Su hermana Isabel tenía ya dos años cuando nació Alfonso, en Tordesillas, Valladolid, el 15 de noviembre de 1453. Demasiados herederos para un trono.

El rey que no quería reinar

Juan II de Castilla, el padre de Isabel, había sido declarado mayor de edad siendo un adolescente. Con apenas quince años, el infante tuvo que ceñir la corona que lo encumbraba en el poder y lo cargaba de obligaciones. Una de las primeras a cumplir era la de asegurar su descendencia, motivo por el cual se había casado con su prima hermana María de Aragón.

El joven rey no era en absoluto un estratega ni un diplomático ni un orador, y lo agotaban los vericuetos de la política. Le interesaban la poesía y la música, a tal punto que no dudó en delegar las labores de gobierno en Álvaro de Luna, quien se movía en las intrigas como pez en el agua. Esto atrajo el disgusto de los nobles, pues consideraban nociva esta influencia sobre el monarca y, evidentemente, contraria a sus intereses.

Don Álvaro conocía a Juan como a la palma de su mano, así como también sabía el terreno en el que aquél se desenvolvía. Había crecido en la corte bajo los cuidados de su padre, ayudante del rey Enrique III, y la mirada atenta de su tío, el prelado y años más tarde papa Benedicto XIII. Don Álvaro era un buen jinete, excelente cazador y hábil en el manejo de las armas, además de mostrar un porte altivo y extraordinario talento e inteligencia.

A los dieciocho años, el joven Álvaro entró en la corte de Juan II en calidad de paje y compañero de juegos, y con el correr del tiempo, ambos fueron cultivando una profunda camaradería. Finalmente, Álvaro fue nombrado Condestable de Castilla. Su influencia resultaría determinante -aunque oscura- en el futuro del rey. Cuando falleció María de Aragón, la primera mujer del monarca, rumores cortesanos señalaban a don Álvaro de Luna como el responsable del crimen, dada su clara enemistad con la difunta.

El nuevo enlace real con una descendiente de la dinastía portuguesa fue estratégicamente impulsado por don Álvaro en función de una red maquiavélica de alianzas por él calculadas. Sin embargo, tal como había sucedido con la primera esposa de Juan II, Isabel de Portugal desarrolló desde su llegada a la corte castellana una inocultable animadversión por este personaje. A diferencia de la primera esposa del monarca, Isabel consiguió romper el cerco que don Álvaro mantenía en torno del rey, adquirió sobre éste una gran influencia y contribuyó, con sus maquinaciones, a la caída del Condestable.

Cuando la infanta Isabel tenía apenas dos años, su madre, la nueva Reina, conspiraba desde la alcoba para destruir a don Álvaro. Temiendo perder los favores de su joven esposa, el soberano no se atrevía a negar su petición, y el Condestable resultó detenido, para acabar decapitado públicamente en 1453, a instancias de los muchos enemigos que se había hecho entre la nobleza. Esto sucedió en ausencia de Juan II, que estaba en Valladolid.

Al saber de aquella muerte, el rey Juan II quedó devastado. Sentía una orfandad que lo desconcertaba, que lo obligaba a gobernar por sus propios medios, lo cual lo sumía en desaliento. A tal punto se deprimía y debilitaba espiritualmente, que apenas dos años después, falleció; algunos dirían que de tristeza.

Lo cierto es que Juan II dejó un testamento en el cual sobresalían las cláusulas relativas a la educación, dotación y conducción de la Corte de sus dos últimos hijos:

"... Mando que la dicha Reyna, mi mujer, sea Tutriz y administrador de los dichos Infantes don Alfonso y doña Isabel, mis hijos e suyos, e de sus bienes, fasta tanto aquel dicho Infante sea de edad cumplida de catorce años, e la dicha Infante, de doce años e que los rija e administre con acuerdo e consejo de los dichos Obispos de Cuenca e Prior fray Gonzalo mis confesores e del mi Consejo [...] E quiero y mando que los dichos Infantes mis hijos se críen en aquel logar o logares que ordenase la dicha Reyna mi muy cara e muy amada mujer... "

Aunque la reina viuda tenía el señorío de la ciudad de Cuenca y las villas de Arévalo y Madrigal, en el testamento se confirma expresamente la posesión de la villa de Arévalo.

Muerto su marido y tras la ascensión al trono de Enrique, la viuda Isabel sintió tanto su pérdida, que fue supuestamente acometida por una enajenación mental.

La pequeña Isabel

Instalado en el trono, el nuevo soberano estudió con sus consejeros el panorama político

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