CASADOS POR RAZÓN DE ESTADO
Hasta el siglo xx, los enlaces entre miembros de las casas reales se debieron prácticamente siempre a la razón de Estado. Para las diferentes Coronas europeas, los matrimonios fueron el medio idóneo para sellar alianzas, establecer armisticios, ampliar territorios o afianzar las dinastías. Unas premisas de las que infantas, princesas o archiduquesas eran víctimas propiciatorias, reducidas a la condición de monedas de cambio a merced de la vorágine política o la ambición de sus mayores. Un destino muchas veces cruel, pero para el que se las educaba desde la cuna. Aun así, cabe pensar que en su fuero interno algunas se rebelaran ante una situación que las condenaba a ser “una muñeca que debe aguantarlo todo y encima estar siempre sonriente”, como escribió Elisabeth del Palatinado, cuñada de Luis XIV.
Las consecuencias eran terribles; aberrantes, en ocasiones. Los pactos matrimoniales, nunca motivados por el amor, se suscribían sin que generalmente hubiera conocimiento previo entre los contrayentes. Muchas veces ni siquiera hablaban el mismo idioma, y tampoco era extraño que se uniera a niñas con hombres adultos. Por ejemplo, en el siglo xii, Petronila de Aragón –que ya había sido concebida con el único fin de dar continuidad a la dinastía– contaba solo 14 años en el momento de su matrimonio con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, que había cumplido los 37 y a quien estaba prometida prácticamente desde su nacimiento.
Ese también fue el caso, un siglo más tarde, de Isabel de Aragón, la de Portugal, casada
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