Relatos de la conquista de América
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5es el primer libro que leo de esta clase me parecio bastante bueno aunque tampoco soy lector critico.
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Relatos de la conquista de América - Gonzalo España
Presentación
L
a conquista de América fue reseñada por un tipo muy particular de corresponsales de guerra: los llamados cronistas de Indias. Ellos acompañaron las expediciones que tocaron el Caribe y las que se adentraron en tierra firme, y al paso que marchaban iban tomando notas y consignando los hechos. No hubo crónica aborigen, o fue muy escasa: la historia siempre ha sido escrita por los vencedores. Pero si los indígenas hubieran reseñado aquel episodio habrían anticipado la invasión marciana ideada por H. G. Wells: la llegada de seres a quienes creían dioses, que suponían inmortales, que imaginaban parte corporal de los caballos en que venían montados, de los cuales, sin embargo, podían separarse a voluntad, como la lagartija de su rabo. Seres insólitos, barbudos, aviesos, sedientos de oro, que llevaban las piernas vestidas, que navegaban en casas flotantes y que a ratos, en momentos de distracción o descanso, metían las narices en unas pequeñas talegas de hojas cosidas y amontonadas que llamaban libros, para comunicarse con otros seres invisibles y ocultos que les hablaban bajito y les decían cosas. Seres, en fin, a la vez poderosos y estúpidos que poseían el poder del rayo y del trueno, pero que pedían adoración para un dios macilento, crucificado y vencido.
El encuentro de estos dos mundos constituyó un episodio brutal. Algunos investigadores han calculado en 60 millones la población americana al momento del descubrimiento: toda ella fue arrastrada al holocausto de las guerras de conquista en el curso de un periodo relativamente breve. Centenares y aun miles de pueblos acudieron al palenque con sus armas rudimentarias, con sus emblemas guerreros pintados sobre sus cuerpos desnudos, con sus particulares concepciones de guerra. Estas últimas fueron factor decisivo en el choque. Gran parte de los aborígenes lucharon haciendo gala de formalismos ingenuos, alardeaban para intimidar, pregonaban sus planes y no tenían por objetivo en la batalla el exterminio del enemigo en el campo, sino su captura para ofrendarlo a los dioses. El europeo, en cambio, era despiadado y cazurro. Sus armas resultaron sorprendentes y demoledoras: las corazas donde rebotaban las flechas, los caballos, los dientes de los perros carniceros —bárbara tortura para las carnes desnudas del indio—, pero ante todo la pólvora, definieron el conflicto. Por contera, los invasores hallaron un mundo dividido, un magma de pueblos en pugna buscando acomodo y poder, donde les fue fácil contar con aliados. Por esta razón, las principales civilizaciones precolombinas, la azteca y la inca, que eran las más fuertes en número y las que pisaban un estadio superior de organización social, cayeron con relativa facilidad.
No obstante, la conquista se prolongó mucho más allá de las fechas convencionales en que se ha querido delimitar el proceso. Paradójicamente, mientras los conquistadores consolidaban con rapidez su dominio sobre populosas naciones, los pueblos más atrasados y periféricos, que dependían en menor grado de una agricultura estable y sabían moverse con habilidad por parajes inhóspitos, opusieron una resistencia prolongada y tenaz por décadas y aun siglos. Los guerreros del norte de México y de los actuales Estados Unidos, cazadores por naturaleza, no miraron al caballo como un amenazante monstruo mitológico, sino como un suculento banquete montado en cuatro patas. Muy pronto, el solípedo fue incorporado a su arsenal ofensivo, donde se le honró con una nueva y singular forma de ser cabalgado, y recibió el regalo de la típica silla india de montar, que solo tiene una argolla por estribo para engarzar los pulgares.
En escala reducida, las armas de fuego también fueron adoptadas. Al sur del continente, los araucanos realizaron un aprendizaje semejante y libraron una guerra interminable. En el centro de la Nueva Granada, los belicosos pijaos mantuvieron durante décadas enteras amenazadas y temporalmente interrumpidas las comunicaciones entre Santa Fe y Popayán. Infinidad de pueblos lucharon hasta el exterminio a lo largo y ancho de América. Por último, confinados a las selvas y a los desiertos, o apaciguados por la perseverancia de los misioneros, silenciaron sus aullidos de guerra, fumaron por última vez sus cachimbos y enterraron sus hachas.
No resulta difícil imaginar la diversidad de acontecimientos, circunstancias y heroísmos de este agitado periodo. En su día, los cronistas reseñaron la escena como una gran cruzada contra la gentilidad. Algunos de sus relatos gozaron de una gran difusión, como La Florida del Inca Garcilaso. Otros durmieron el sueño del olvido por siglos, y solo han visto la luz gracias al encomiable esfuerzo de los paleólogos. Como fuera, el mundo dobló hace mucho tiempo la doliente página de aquel avatar. Pero ahora que América ha cumplido quinientos años como un nuevo mundo, bien vale poner en escena algunos de los episodios y de los actores de la guerra general que la consumió entonces, salvados de la desmemoria por la pluma de los corresponsales de la época.
El homenaje es merecido, pues en definitiva el resultado de la batalla no desdice para nada la honra de los primitivos americanos. Todo lo contrario: ellos estaban condenados a la derrota, pero fueron lo suficientemente locos y audaces como para enfrentarse a los dioses, para intentar comprenderlos y engañarlos o incluso para burlarse de ellos, y eso es mucho más de lo que se puede pedir a un valiente.
Gonzalo España
Gloria e infortunio en Petén
Guatemala
M
arroquí amaneció cojo. Mientras lo vestía, Abelardo alcanzó a percibir que le costaba cierta dificultad apoyar el casco de una de las patas delanteras. El ejército expedicionario estaba entrando en movimiento; no había tiempo de examinarlo con detención, acabó de enjaezarlo y montó. Una hora después, la cojera era manifiesta.
Al confirmar la anomalía, saltó a tierra y auscultó detenidamente el estado del bruto sin esperar a que el camino mostrara un rellano. El continuo roce de cantos y guijarros había descarnado el casco por delante, y dejó el nervio al descubierto. Marroquí notificó a su dueño el fastidio que esto le causaba emitiendo un relincho mujeril. El jinete le acarició la cabeza y maldijo una por una todas las piedras de aquella senda infernal.
—¿Qué opinas? —preguntó a Pacho el Largo, que se había detenido a su lado.
El endurecido compañero sopesó las palabras antes de responder. Decirle a Abelardo lo que estaba pensando le pareció horrible.
—En este desgalgadero, sinceramente no sé.
Levantó la cabeza y contempló el pronunciado perfil de la Sierra del Alabastro, que llevaban tres días remontando. Luego haló las riendas y continuó su camino.
Por lo pronto, Abelardo concluyó que no debía volver a montar sobre Marroquí, y lo tomó de cabestro. Durante la siguiente hora muchos otros jinetes desfilaron a su lado y lo dejaron atrás, sin que él perdiera ocasión de agarrarse a la cola de sus cabalgaduras para ayudarse a caminar sobre el inestable pedregal.
Al mediodía afrontó la verdad. La cabalgata se había detenido para conceder un rato de solaz a jinetes y animales, y Abelardo pudo adelantarse hasta