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Leones británicos y águilas mexicanas: Negocios, política e imperio en la carrera de Weetman Pearson en México, 1889-1919
Leones británicos y águilas mexicanas: Negocios, política e imperio en la carrera de Weetman Pearson en México, 1889-1919
Leones británicos y águilas mexicanas: Negocios, política e imperio en la carrera de Weetman Pearson en México, 1889-1919
Libro electrónico616 páginas11 horas

Leones británicos y águilas mexicanas: Negocios, política e imperio en la carrera de Weetman Pearson en México, 1889-1919

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Esta obra aborda la función de Weetman Pearson en las relaciones comerciales que se establecieron entre México e Inglaterra durante el Porfiriato; su papel en el desarrollo de comercios globales y en la modernización del territorio mexicano y las condiciones de posibilidad que le permitieron consolidarse como uno de los mayores empresarios de la época.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 mar 2014
ISBN9786071618733
Leones británicos y águilas mexicanas: Negocios, política e imperio en la carrera de Weetman Pearson en México, 1889-1919

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    Leones británicos y águilas mexicanas - Paul H. Garner

    Cowdray.

    I. WEETMAN PEARSON EN EL CONTEXTO

    HISTÓRICO E HISTORIOGRÁFICO

    Relaciones entre Gran Bretaña y México,

    imperio informal, desarrollo nacional mexicano

    y surgimiento de la globalización

    a fines del siglo XIX

    Si la República Mexicana está preparada para avenirse a los usos comunes entre las naciones civilizadas, este país será el primero en darle la bienvenida a su reaparición entre ellas. Podría resultar beneficioso para Inglaterra. Sería, indudablemente, de gran beneficio para México.

    The Times, Londres, 14 de agosto de 1884

    EN ESTE capítulo se explora el contexto histórico e historiográfico del surgimiento y consolidación del imperio comercial mundial de Weetman Pearson en México a partir de 1889. Comienza con una perspectiva general de la historiografía del capital, el comercio, los empeños empresariales y el imperio informal británicos en el mundo del Atlántico del siglo XIX y su impacto en el desarrollo nacional en América Latina y, específicamente, en México. Asimismo, se reflexiona en la relación entre la globalización de los negocios internacionales y la expansión imperial en la segunda mitad del siglo XIX con el propósito de poner en contexto las estrategias adoptadas por las compañías trasnacionales (como la firma S. Pearson and Son de Weetman Pearson).

    Incluso un examen somero de los marcos de interpretación adoptados hasta ahora para explicar el impacto de las relaciones exteriores de América Latina en el desarrollo de la región revela un cisma fundamental. A lo largo de la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX, la explicación del bajo rendimiento y el subdesarrollo de América Latina debía encontrarse en el impacto negativo que tenían en la región la estructura y el funcionamiento de la economía internacional, explicación predilecta de las corrientes de la interpretación basada en la dependencia y el nacionalismo y ampliamente compartida por los historiadores imperiales que simpatizaban con el punto de vista de que América Latina formaba parte del imperio informal de Gran Bretaña. Esas interpretaciones más negativas contrastaban con la interpretación, basada en el liberalismo y el desarrollismo, de la construcción progresiva del Estado y la nación difundida y promovida por las élites políticas y sociales contemporáneas de América Latina a fines del siglo XIX a medida que buscaban atraer y aprovechar la experiencia, la tecnología y el capital extranjeros en la ejecución de su estrategia. Para fines del siglo XX, la rueda historiográfica parecía haber dado una vuelta de casi 360 grados y esas interpretaciones más positivas (y ahora con una base más empírica) de la función de los inversionistas y empresarios extranjeros en las economías receptoras han sido revividas y modernizadas y ahora forman parte de la fuerte crítica que se hace del paradigma de la dependencia y el nacionalismo.

    Asimismo, en este capítulo se ofrece una perspectiva general de las relaciones entre Gran Bretaña y México a partir de la Independencia de este último con el propósito de establecer el contexto de la llegada de Pearson a México en 1889. Se hace el examen de las consecuencias del persistente enfrentamiento de México con los tenedores británicos de los bonos de deuda mexicanos en el transcurso del siglo y de la ruptura de relaciones formales en 1867, a consecuencia del apoyo británico a la abortada aventura imperial de Francia en México (de 1862 a 1867). Se presta una atención especial a la reanudación de las relaciones diplomáticas (en 1884), a la reestructuración de la deuda inglesa (en 1886) y a las nuevas oportunidades que se presentaron a las empresas británicas en México generadas como consecuencia de esos acontecimientos. Esa favorable coyuntura fue la que generó el contexto para que, en 1889, Weetman Pearson obtuviera su primer contrato de obras públicas del gobierno mexicano.

    IMPERIO INFORMAL Y NEGOCIOS MUNDIALES

    A lo largo de casi todo el siglo XX, en especial durante la segunda mitad, cuando la historiografía nacionalista y estructuralista predominaba en la academia a ambos lados del Atlántico, se suponía en general que la preeminencia comercial británica en el Atlántico del siglo XIX y la evolución del imperio informal de Gran Bretaña en América Latina (de acuerdo con Robinson y Gallagher) eran una explicación adecuada del éxito comercial británico.¹ La tesis nos es familiar. La mayoría de los libros de texto y las historias generales sobre América Latina escritos antes del decenio de 1990 (y algunos después) describían una región esclavizada por un proceso de explotación neocolonial y desarrollo distorsionado que tuvo como consecuencia una grave pérdida de soberanía económica y política. Dado que Gran Bretaña, la potencia marítima predominante en el mundo atlántico del siglo XIX, era defensora del libre comercio, los aranceles bajos y la moneda fuerte en un entorno económico mundial claramente asimétrico y divergente, su complicidad en la perpetuación del subdesarrollo de América Latina ha sido siempre de capital importancia para esa tesis.²

    Por supuesto, la ortodoxia de la dependencia y la del imperialismo informal nunca han tenido el campo completamente para sí y han estado sometidas a un ataque sostenido. En un principio —y, quizá, previsiblemente— hubo una respuesta defensiva de los historiadores británicos empíricos de la economía, quienes argumentaban no sólo que la especialización en las exportaciones era una consecuencia natural de la ventaja comparativa, antes bien que de la coerción imperial, sino también que el gobierno británico se rehusaba constantemente a intervenir para proteger los intereses de los empresarios o los tenedores británicos de los bonos de deuda mexicanos.³ Más recientemente, en Estados Unidos, los historiadores de la economía, que son defensores de la corriente empírica de la historia económica de la economía del crecimiento, han intentado dar el coup de grâce al análisis de la dependencia, desestimándolo como imposible de probar, acientífico y contrario a los hechos.⁴

    Al mismo tiempo, el crecimiento exponencial de los estudios sobre la historia empresarial de América Latina que han sido llevados a cabo en Estados Unidos, Gran Bretaña y, más recientemente, en la propia América Latina durante los últimos 20 años ha proporcionado un análisis detallado del destino de algunas empresas individuales y empresarios cuya fortuna no fue siempre determinada exclusivamente por las estructuras impuestas por el imperialismo occidental formal o informal.⁵ En realidad, como argumentaba recientemente Geoffrey Jones, las empresas comerciales fueron claves para la globalización.⁶ Durante el periodo en estudio, al que Jones llama primera globalización, entre 1850 y 1929, la empresa comercial estableció la infraestructura bancaria y comercial mundial y las redes mundiales de transporte y de comunicaciones (ferrocarriles, transporte marítimo, cable y telégrafo). En la búsqueda de las materias primas y los productos alimenticios que demandaba el Occidente industrializado y urbanizado, se encauzó a los países subdesarrollados una inversión directa extranjera en cantidades sin precedente en comparación con la escala de la economía mundial. En esas operaciones, las empresas comerciales trasnacionales del periodo disfrutaron de un gran número de ventajas y se beneficiaron de un conjunto de circunstancias muy favorables: desde el punto de vista de la economía política, los empresarios extranjeros recibieron ayuda en forma de políticas puestas en práctica por los gobiernos coloniales y no coloniales de la periferia de la economía mundial (en el último caso, los estados independientes de América Latina) con el propósito de generar un entorno más favorable para el comercio —incluida la exención de impuestos—, mejorar su entorno institucional y legislativo y desarrollar su infraestructura económica y social, con el objetivo fundamental de proteger su soberanía económica y política. Al mismo tiempo, los empresarios extranjeros enfrentaban poca competencia (o ninguna) de los empresarios locales, que tenían una experiencia limitada y un acceso igualmente limitado a la tecnología o el capital; sin embargo, como lo aclara Jones, los empresarios extranjeros enfrentaban enormes obstáculos logísticos a la ejecución de sus proyectos y empresas, obstáculos que sólo podían superarse con tecnología, capacidad organizativa y administrativa, flexibilidad y adaptación a los diferentes contextos legales, de mercado, políticos y culturales; por ejemplo:

    Encontrar petróleo cuando las técnicas de exploración era primitivas, transportar el petróleo del lugar donde se encontraba a donde pudiera ser embarcado a los consumidores, construir puentes y ferrocarriles en terrenos inhóspitos y físicamente peligrosos y convertir tierras tropicales infestadas por la malaria en plantaciones plataneras eran, todas, tareas tecnológica, financiera y organizacionalmente gigantescas.

    Por consiguiente, la empresa comercial que tenía éxito en los países subdesarrollados durante ese periodo combinaba sus conocimientos político, financiero y cultural con su capacidad organizativa y administrativa para poder superar los grandes problemas logísticos. Ésos fueron precisamente los retos que enfrentó Weetman Pearson en México y los conocimientos y el talento de que se valdría para resolverlos. Asimismo, como se explica más adelante, Pearson se beneficiaría de una configuración particular de circunstancias del decenio de 1880 que le daría claras ventajas sobre sus rivales potenciales; pero lo crucial para explicar su éxito es precisamente la importancia de su eficiencia individual y su visión para los negocios. Pearson compartía y entendía, lo cual era más importante, muchos de los valores y preocupaciones de la élite política porfiriana; en especial, entendía cabalmente el compromiso de esta última con el proyecto de construcción del Estado y la nación, proyecto que él apoyaba del todo. Asimismo, comprendía sus temores de llegar a ser excesivamente dependientes del capital y las inversiones que provenían de Estados Unidos y de las oportunidades que ello generaba para los empresarios europeos. Además, Pearson ofrecería sus servicios de diversas maneras en la puesta en práctica de la estrategia desarrollista del gobierno mexicano en cuanto agente —tanto oficial como no oficial— de este último, porque comprendió que al hacerlo beneficiaría claramente a sus propios intereses. En resumen, Pearson poseía la pericia tecnológica, la visión para los negocios, el compromiso, la confianza, la empatía, las habilidades personales y la sensibilidad política —incluso la nacionalidad— que convenían a las necesidades de la élite política porfiriana en el decenio de 1880. En resumidas cuentas, sus relaciones con dicha élite se basaban menos en la afinidad cultural o de clase que en el cálculo práctico (y quizás incluso despiadado) de las oportunidades comerciales que estarían a su disposición y de las ganancias que podría obtener. Por consiguiente, sus objetivos eran más personales que los de un gran (o incluso inconsciente) designio imperial. No era, por lo tanto, para parafrasear a Jones, simplemente un polizón en los faldones del imperialismo británico.

    CAPITALISMO DE CABALLEROS Y DESARROLLO NACIONAL MEXICANO

    En 1993, Peter Cain y Anthony Hopkins, en su libro British Imperialism, hicieron una contribución importante y refrescante al debate sobre el impacto de la expansión imperial británica en el desarrollo de las economías receptoras del planeta.⁹ En el caso del contacto británico con América Latina en el siglo XIX, Cain y Hopkins sentían, en general, simpatía por el campo estructuralista o dependendista, pero su interpretación era más matizada. Examinaron los casos específicos de Argentina, Brasil y Chile en el siglo XIX, países en los que, hacia 1914, se concentraba 85% del comercio británico con América Latina y 69% de las inversiones británicas en la región. Aun cuando los autores reconocen la contribución positiva de la inversión comercial extranjera al desarrollo de la infraestructura económica y la construcción de los Estados y las naciones en la América Latina decimonónica, llegan a la conclusión de que el control británico del comercio y las finanzas en esos países era tal que infringía su soberanía nacional, y, en consecuencia, durante la segunda mitad del siglo, Inglaterra ejerció en esos países un dominio honorario —una versión ligeramente diluida, según parece, del imperialismo informal—.

    Significativamente, Cain y Hopkins se rehusaron a agrupar las relaciones entre Gran Bretaña y América Latina en un solo paradigma estructural y, por el contrario, hicieron énfasis en el hecho de que, como siempre lo han sabido los historiadores latinoamericanos, en el siglo XIX América Latina no constituía —ni entonces ni después— un mercado indiferenciado para la inversión y el comercio británicos. Y aún más significativamente, en el contexto de este estudio, México no formaba parte del paradigma imperial de Cain y Hopkins. Aunque esa ausencia nunca fue explicada ni justificada, fue una omisión significativa, ya que las pruebas sugieren que México no corresponde muy bien a dicho paradigma.¹⁰ En realidad, se podría argumentar que no corresponde en absoluto. Según Cain y Hopkins, para ser aptas para la condición de sujeción al imperialismo británico, las economías receptoras tenían que ser marcadamente dependientes del comercio y el crédito británicos y estar obligadas a adaptarse al liberalismo político y económico británico,¹¹ lo cual, claramente, no fue el caso de México en ningún momento del siglo XIX ni, especialmente, durante el auge del poder imperial británico a partir de 1850. Ello se debió a dos razones fundamentales: la primera fue el aislamiento impuesto a México de las fuentes de capital y crédito de los mercados financieros europeos desde el decenio de 1830 hasta finales del decenio de 1880; la segunda, el desarrollo, a partir de 1867, de lazos económicos cada vez más estrechos con su vecino Estados Unidos.¹²

    Aparte del breve apoyo de Gran Bretaña a la abortada incursión imperial en la soberanía de México por parte de Francia en 1862, la cual se analiza más adelante, existen muy pocos indicios de que Gran Bretaña hubiese podido valerse exitosamente de lo que Cain y Hopkins definen como su poder estructural (financiero o militar y naval) o de su menos formal poder relacional (presiones, coerción, intimidación) para obligar a la élite política mexicana a ajustarse a los intereses de la City de Londres, mucho menos a copiar aspectos de los procedimientos constitucionales británicos ni, sin duda, a adoptar los valores culturales de la refinada élite de Gran Bretaña.¹³

    Como se argumenta más adelante y en los subsecuentes capítulos, a pesar de la demostrable anglofilia de algunos de los miembros de la élite social del México decimonónico, a esta última la impresionaba más por lo general la cultura francesa que la británica, y lo más significativo es que estaba aún más interesada en discutir la naturaleza de la propia cultura e identidad nacional incipiente de México y la senda que debería seguir el desarrollo de la nación. El grupo más influyente de la élite política mexicana estaba comprometido en la estrategia de desarrollo de la infraestructura nacional y de industrialización como componentes fundamentales del proyecto de construcción del Estado y la nación. En su afán por aplicar dicha estrategia, sin duda es verdad que México adoptó una serie de medidas con el propósito de (para citar a Cain y Hopkins) dar una base sólida a la política monetaria y fiscal durante ese periodo, y así poder reunir fondos en Londres y otros mercados financieros europeos para sus proyectos de infraestructura; pero, sin duda, no fue únicamente porque la City de Londres o la Foreign Office británica (el Ministerio de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña) hubiesen decidido que así debía ser. En su búsqueda del elusivo objetivo del desarrollo nacional, el régimen porfiriano de México buscaba aprovechar las nuevas oportunidades económicas y capitalizar los cambios estructurales y tecnológicos que se estaban produciendo en la economía internacional en los últimos decenios del siglo XIX. En otras palabras, el empeño por llevar a cabo los cambios estructurales de la economía mexicana durante el periodo en estudio fue tan nacional como internacional.

    Uno de los aspectos más influyentes y, al mismo tiempo, más controvertidos de la hipótesis de Cain y Hopkins ha sido su uso del término capitalismo refinado para describir el conjunto de patrones de conducta y valores culturales y morales británicos que entrelazaban los intereses de la aristocracia rural, el establishment político y la City de Londres para constituir el corazón palpitante de la expansión imperial. En ese contexto, es de capital importancia la dominante influencia de un código de conducta que apuntalaba lo que ellos describen como la ética de caballerosidad y que funcionaba sobre la base de los valores suaves de orden, deber y lealtad, honor y obligación en las transacciones comerciales de la City y en las interacciones y encuentros políticos en los pasillos de Whitehall y Westminster.

    La noción de capitalismo de caballeros y el argumento de que una ética de caballerosidad dominaba las mentes, condicionaba las actitudes y determinaba los actos de la élite social y política de Gran Bretaña es claramente pertinente a un estudio como este, con el que se busca comprender y explicar la manera de actuar de uno de los empresarios más exitosos de Gran Bretaña en el extranjero, que había sido aceptado en las filas de la nobleza, en una época en la que el poder imperial, la influencia y el prestigio británicos estaban en su punto más alto.

    Ahora bien, ¿cómo y en qué grado entra Weetman Pearson en el molde del capitalista caballero? No hay duda de que existe una correspondencia razonable entre el caballero arquetípico y la figura de Weetman Pearson, en especial cuando se encontraba en la cima de su carrera, después de mediados del decenio de 1890, pero tuvo que luchar arduamente durante toda su vida por la condición de caballero, una posición que ciertamente no le vino por derecho de nacimiento. La correspondencia, por lo tanto, está lejos de ser perfecta. Los orígenes de clase media de Pearson y su provinciano lugar de nacimiento, Yorkshire, su poco importante educación en una escuela privada menor y los antecedentes manufactureros de la firma familiar bien podrían excluirlo realmente de que se le considere como un verdadero caballero, dado el énfasis que, en el modelo de la caballerosidad, se ponía en la base metropolitana de Londres, la importancia de el vínculo con la vieja escuela y el prejuicio que se tenía respecto a las vulgaridades conjuntas del comercio y la manufactura.¹⁴ Según parece, entonces, Pearson enfrentó un buen número de obstáculos en la adquisición de la condición de caballero, algunos de los cuales nunca logró superar.

    Se podría argumentar que el primer obstáculo se salvó como consecuencia de la transformación de la firma familiar en una empresa constructora, en lugar de la basada en la manufactura, después de que Pearson se unió a ella como socio en 1879; sin embargo, también se podría argumentar que, por su propia naturaleza, la empresa constructora retenía sus lazos tanto con los servicios (a través de su acceso a las redes financieras) como con el sector manufacturero (del que el constructor dependía para obtener el equipo, la maquinaria y las herramientas de su oficio). No se sabe bien a bien si la feroz competencia en el negocio de la contratación suavizó o agudizó algunos de los bordes más ásperos de la conducción de sus asuntos comerciales. El hecho de que Pearson era resuelto e implacable en la defensa de sus intereses comerciales está fuera de toda duda. El lema que añadió a los blasones de su escudo de armas en 1910 fue Hazlo con tu poderío, lo cual sugiere, aparte de la clara referencia al apoyo de la intervención divina, una escala de valores más brutal que la que se asocia al código de conducta refinada.

    El segundo obstáculo importante para la adquisición de la condición de caballero fue superado más exitosamente mediante los sucesivos ascensos de Pearson por los peldaños de la escala social británica. La primera etapa fue su acceso a los pasillos de Westminster, después de su elección a la Cámara de los Comunes como diputado liberal al parlamento por Colchester, en 1895, y dos subsecuentes defensas exitosas de su escaño parlamentario antes de 1910; no obstante, no obtuvo la confirmación de su condición de caballero hasta que se le otorgó el título de sir en 1894, si bien, según Cain y Hopkins, ese honor apenas representaba, según parece, el nivel más bajo de la escala de la movilidad social ascendente británica. Su promoción a la Cámara de los Lores como barón (en 1910) y, posteriormente, como vizconde de Cowdray (en 1917) bien pudo haber satisfecho cualquier duda persistente sobre su condición de noble, aunque, si el relato de Cain y Hopkins es preciso, debe de haber habido muchas entre las filas de los caballeros capitalistas más aristocráticos, que siempre describían desdeñosa y condescendientemente los títulos de Pearson como los del comercio y el dinero nuevo y parecen haberlo tratado como un advenedizo provinciano al que, como hacía notar un comentarista contemporáneo, animaba toda la avaricia de la época.¹⁵

    Donde el modelo corresponde mejor es en las relaciones de Pearson con los principales políticos y financieros, banqueros y corredores de la City. En cuanto diputado liberal del parlamento de 1895 a 1910 y, posteriormente, como par liberal de la Cámara de los Lores después de 1910, así como mediante su patrocinio (y posterior propiedad) del periódico del Partido Liberal, la Westminster Gazette, estuvo muy bien conectado con los peldaños superiores de dicho partido, en especial con el grupo conservador de los Imperialistas Liberales, encabezados por los primeros ministros Archibald Primrose, conde de Rosebery, y Herbert Henry Asquith.¹⁶ A pesar de que Pearson era un contratista, no un financiero, es evidente que tenía excelentes contactos con los bancos y banqueros de la City. Un buen ejemplo de la fuerza de sus contactos políticos y financieros es cuando, en 1903, Pearson organizó en Londres una recepción a José Yves Limantour, el ministro de hacienda de México, a la que asistieron el primer ministro Balfour y los presidentes del Banco de Inglaterra, William Deacons, de Glyn Mills and Co., del Chartered Bank of India, del Dresdener Bank, del London Bank of Mexico, lord Rothschild, y los señores G. Baring y D. A. Seligman.¹⁷

    Por el contrario, donde Pearson se desvía marcadamente del modelo es en su relación con los guardianes del imperio —los representantes en el extranjero de la élite imperial británica— y los miembros de la élite política mexicana con quienes estableció sus relaciones comerciales. De acuerdo con Cain y Hopkins, el funcionamiento mismo del capitalismo de caballeros como sistema mundial era predicado mediante el establecimiento de alianzas con grupos de gobernantes con ideas afines y Estados simpatizantes que estaban destinados a ser aliados fiables en una campaña mundial para reprimir el republicanismo y la democracia mediante la demostración del ideal liberal del progreso.¹⁸ Lo anterior exige una reflexión más profunda.

    En primer lugar, es importante señalar que la élite política y social del México porfiriano realmente compartía la escala de valores del desarrollo liberal del progreso material y social que predominaba en el mundo cada vez más globalizado del decenio de 1880; sin embargo, aunque la integración en la economía mundial se consideraba como un prerrequisito del desarrollo de México como una nación moderna, antes bien que como la expresión de una fe ciega en los mercados y el libre movimiento del capital, la modernidad de México debía construirse conforme a un programa de construcción del Estado y la nación que requería que aquél protegiera la soberanía económica y política y mantuviera a raya las tendencias más peligrosas de los mercados. Los líderes políticos del México de fines del siglo XIX, en cuanto representantes de un Estado-nación moderno, liberal, republicano y laico que, como ellos lo veían, había conquistado en 1867 los obstáculos internos al progreso —los demonios combinados del imperialismo, la monarquía y el clericalismo conservador—, tenían muy poco interés en fomentar la monarquía o la supresión del republicanismo. Si acaso, se trataba de lo opuesto.

    La élite política mexicana con la que Pearson desarrolló tan estrechas relaciones endosaba ampliamente los objetivos del liberalismo mexicano decimonónico: la eliminación de la monarquía absolutista, los privilegios corporativos y la restricción colonial y la creación de una república federal basada en instituciones representativas por elección popular que fomentaran y protegieran la ciudadanía, la igualdad ante la ley y la laicización de la sociedad civil. Al mismo tiempo, también es cierto que preferían una forma de liberalismo más conservador, desarrollista y autoritario —una adaptación mexicana de la versión adoptada por el positivismo de Comte— que, por sobre las nociones más metafísicas y abstractas de la democracia pura, propugnaba el principio de la administración política científica por una élite educada para un país como México, con grados muy bajos de alfabetismo y grados igualmente altos de estratificación social y étnica.¹⁹ Con todo, en ningún momento endosaban la noción de suprimir la democracia; por el contrario, argumentaban que, como célebremente lo expresara el propio presidente Porfirio Díaz en 1908: la democracia era el único principio verdadero del gobierno justo y verdadero, mientras que, al mismo tiempo, por supuesto, convenientemente para sus propios intereses, argumentaba que en la práctica, sólo es posible para las naciones con un suficiente grado de desarrollo.²⁰

    En segundo lugar, también es cierto que, al mantener una política general de reconciliación política pragmática con los antiguos enemigos del liberalismo —en especial con la Iglesia—, el régimen de Porfirio Díaz aprovechó exhaustivamente el talento lingüístico, social y cultural de los últimos aristócratas de México en el cuerpo diplomático con el propósito de que representaran la república mexicana en el extranjero y, por lo tanto, presentaran la imagen de un rostro respetable en las cortes aristocráticas y en los mercados financieros de Europa;²¹ pero ello no significa que la élite política porfiriana compartiera universalmente o aspirara a compartir los hábitos de deferencia para con los valores aristocráticos esperados de las élites coloniales de acuerdo con el modelo descrito por Cain y Hopkins. La incorporación de los aristócratas mexicanos en las filas de los aliados y partidarios del régimen, como la de otros antiguos enemigos del liberalismo, como el episcopado mexicano, fue una estrategia política exitosa para subordinar a todos los actores políticos y sociales a la autoridad presidencial o, como lo describió José Valadés hace muchos años, a la voluntad del patriarca.²² Por consiguiente, consistía en una alianza política estratégica, antes bien que una afinidad ideológica o cultural; aunque, por supuesto, no necesariamente excluía esta última.²³

    Cuando se reflexiona bien en ello, Pearson parece haber ocupado una posición intermedia en los márgenes de la élite capitalista caballerosa. Sin duda, compartía su espíritu y su escala de valores y era capaz de funcionar con eficacia en esos círculos de la élite, en especial los de Westminster y la City. Al mismo tiempo, como se muestra en los capítulos subsecuentes, su capacidad para influir y mucho menos dictar la política exterior británica para México, ya fuese en Westminster o la Foreign Office, era en extremo limitada. También se mantuvo a cierta distancia del círculo interno de los grupos de la élite, debido en parte a su afiliación al Partido Liberal, pero, sobre todo, porque se mantuvo resueltamente como un empresario independiente y oportunista que vivió de su ingenio, experiencia y talento empresarial, lo cual le permitió explotar tanto las oportunidades que se le presentaban como las que él mismo se ingeniaba para procurarse. Lo que erigió en México fue un asombroso imperio empresarial personal que, es evidente, aprovechó exhaustivamente las circunstancias predominantes: primero, el deseo de la élite política mexicana de modernizar su infraestructura material y social; segundo, las oportunidades que se presentaban a los empresarios británicos en el extranjero en una época de globalización sin precedente, y, tercero, el vertiginoso aumento de la demanda de petróleo a partir de 1912 como consecuencia del cambio tecnológico mundial y los tiempos de guerra. El caso del petróleo, campo en el que no contaba absolutamente con experiencia antes de 1910, es, en realidad, un ejemplo clásico de su capacidad para identificar y explotar las oportunidades para hacer negocios nuevos.

    Por consiguiente, es muy difícil argumentar que la pertenencia de Pearson a la élite de caballeros fue lo que le procuró sus contactos sociales y las oportunidades comerciales que lo hicieron uno de los empresarios británicos más exitosos en el extranjero. En todo caso, el proceso fue inverso: su éxito comercial fue lo que le permitió ser admitido en las filas de la élite política y social británica, lo cual, a su vez, le proporcionó oportunidades de hacer nuevos negocios que él explotaría exhaustivamente. Y, aun cuando su relación con la élite política y social mexicana se basó en parte indudablemente en las afinidades sociales, de clase y político-ideológicas, éstas no constituyeron el único ni el más importante aspecto de la relación. Como se verá en los siguientes capítulos, para su éxito en México fue mucho más importante su función como agente de la modernización y la construcción de la nación mexicana a fines del siglo XIX.

    PERSPECTIVA GENERAL DE LAS RELACIONES

    ENTRE GRAN BRETAÑA Y AMÉRICA LATINA, DE 1860 A 1914

    Una de las desafortunadas consecuencias de la adopción del imperialismo informal o del dominio honorario como modelos para explicar la naturaleza de la relación entre Gran Bretaña y América Latina durante el siglo XIX ha sido la simplificación excesiva de las que fueron, en realidad, formas complejas y heterogéneas. En el transcurso de ese siglo, los intereses británicos en América Latina, ya fuesen estratégicos, comerciales o políticos, no fueron homogéneos ni uniformes. Dadas las variables geográficas, políticas, comerciales y demográficas existentes en la región y los otros empeños imperiales de Gran Bretaña, los grados de la presencia y la influencia británicas en la región variaron considerablemente según la época, el lugar y las circunstancias.²⁴

    Ahora bien, es un hecho que, durante el periodo que nos ocupa —desde el decenio de 1860 hasta el estallido de la primera Guerra Mundial en 1914—, el comercio y las inversiones británicos en América Latina aumentaron exponencialmente. Como ya se ha subrayado, cierto número de factores contribuyó a ese importante cambio, entre otros: la creciente demanda de productos alimenticios y materias primas para el mundo industrializado, la revolución de las comunicaciones y el transporte mundiales, el empeño de Gran Bretaña en el libre comercio, el empeño de América Latina en el incremento de las exportaciones y el restablecimiento del crédito de América Latina en los mercados financieros londinenses. Gran Bretaña estaba particularmente bien colocada para sacar provecho de esas tendencias internacionales: dominaba el transporte marítimo comercial mundial y la preeminencia de Londres como centro financiero significaba no sólo que era la principal fuente de capital sino también que la libra esterlina era el principal medio de intercambio comercial internacional.²⁵

    Como resultado, entre mediados del siglo XIX y la primera Guerra Mundial, Gran Bretaña proveyó más bienes de capital y manufacturados, más préstamos y más inversiones de capital a América Latina que ningún otro país.²⁶ Para 1913, 10% de las exportaciones británicas iba a América Latina, y Gran Bretaña recibía una proporción similar de las importaciones totales de América Latina. Para poner en perspectiva esas cifras, los porcentajes del mercado eran superiores que los de cualquier otro continente o país dentro de la esfera del imperio británico, a excepción de la India.²⁷ La impresionante magnitud del comercio entre Gran Bretaña y América Latina era aún más significativa desde la perspectiva de las principales repúblicas latinoamericanas, dado que representaba una media de entre 25 y 35% de sus importaciones y exportaciones totales.

    Al mismo tiempo, la proporción de las inversiones británicas en el extranjero que llegaban a América Latina era aún más espectacular: en una región donde Gran Bretaña tenía pocas posesiones coloniales formales, sus inversiones alcanzaban un asombroso 25% de las inversiones británicas en el extranjero. Dichas inversiones eran tanto directas —en tierras, minas, molinos, refinerías, obras públicas y, sobre todo, ferrocarriles— como de cartera —en obligaciones emitidas tanto por los gobiernos nacionales como por los provinciales y, cada vez más a partir de 1895, en acciones minoritarias en compañías por acciones no británicas—. Hasta 1895, las inversiones de cartera (el grueso de las cuales consistía en préstamos a gobiernos nacionales) eran mucho más considerables que las inversiones directas. Entre 1895 y 1913, cuando se registró el incremento más marcado de las inversiones británicas, las inversiones directas representaban aproximadamente 40%. Las inversiones totales, tanto directas como de cartera, pasaron de 80 millones de libras esterlinas en 1865 a más de 1 100 millones en 1913.²⁸

    En vísperas de la primera Guerra Mundial, la preeminencia británica en América Latina parecía indisputable; sin embargo, un análisis más detallado revela que, aun cuando el comercio y las inversiones de Gran Bretaña estaban en su apogeo, su posición como el principal mercado de capital internacional y como el principal proveedor de bienes de capital y manufacturados se veía amenazada. El desarrollo de los mercados de capital de Nueva York, París, Berlín, Ámsterdam, Bruselas y Hamburgo durante la segunda mitad del siglo XIX se reflejaba en los crecientes grados de inversiones extranjeras directas tanto de Estados Unidos como de otros países de Europa. A pesar de que la magnitud de las inversiones británicas aumentó velozmente entre 1895 y 1913, lo más significativo es que no lograron igualar el ritmo de incremento de las inversiones directas de Estados Unidos, que aumentaron espectacularmente de 308 millones de dólares en 1897 a 1 600 millones en 1913; no obstante, sería erróneo llegar, a partir de ello, a la conclusión de que el aumento de la competencia era sintomático de la pérdida de coraje comercial de los inversionistas británicos antes de 1914, puesto que es evidente que, cuando se les presentaban nuevas oportunidades comerciales, hacían inversiones directas en empresas del extranjero, más considerablemente en compañías independientes, aunque también en acciones minoritarias de empresas norteamericanas (de Estados Unidos y Canadá) y europeas.²⁹

    Ahora bien, en el caso del comercio, era inequívocamente cierto que Gran Bretaña había comenzado a perder su proporción del mercado en aquellas regiones que eran los principales objetivos comerciales y estratégicos de los comerciantes, fabricantes y políticos estadunidenses: México, el mar Caribe y América Central; pero ello había ocurrido mucho antes de 1914. Al mismo tiempo que Estados Unidos estrechaba su control en las regiones que bordeaban el Mar Caribe —lo que más adelante se percibiría como una región geopolítica de capital importancia conocida como el lago estadunidense—, Alemania también empezó a centrar su atención en el comercio latinoamericano a partir del decenio de 1870 en un intento por poner en práctica su propia versión del imperialismo informal y romper lo que se consideraba como el collar de fuerza comercial y financiero de Gran Bretaña en la región. Las exportaciones alemanas a América Latina aumentaron rápidamente: se triplicaron entre 1873 y 1889 y volvieron a hacerlo entre 1889 y 1913.³⁰

    En respuesta al incremento de la competencia, los inversionistas y exportadores británicos concentraron sus esfuerzos y su atención en los países de la región donde Gran Bretaña tenía con mucho la mayor proporción del mercado: Argentina, Brasil y Chile. En 1914, esos tres mercados representaban 85% del comercio británico y 69% de las inversiones de capital británicas en América Latina.³¹ La magnitud de la influencia directa e indirecta de Gran Bretaña como principal acreedor de esos tres países —mucho mayor que su influencia en cualquier otro país de la región— fue precisamente lo que llevó a Cain y Hopkins a argumentar que Gran Bretaña era culpable de ejercer un dominio honorario y, en consecuencia, de violar las soberanías argentina, brasileña y chilena.³²

    En general no hay duda de que la presencia e influencia británicas en América Latina se encontraban en su punto de mayor penetración en los 20 años anteriores a 1914. El contraste con el periodo posterior, en especial a partir de 1929, no podría ser más descarnado: durante el transcurso del siglo XX, una combinación de cambios estructurales de las economías nacionales, tanto de Gran Bretaña como de los Estados latinoamericanos, provocados y condicionados por el impacto de una serie de choques externos —dos guerras mundiales y la gran depresión—, alteró profundamente las relaciones entre Gran Bretaña y América Latina. El rompimiento de los antiguos lazos con Gran Bretaña en el transcurso del siglo contrastó agudamente con el fortalecimiento de las relaciones militares, diplomáticas y económicas entre los gobiernos latinoamericanos y Estados Unidos durante el mismo periodo. Como comentó Eric Johnson, presidente de la Cámara de Comercio estadunidense, al finalizar la segunda Guerra Mundial, si el siglo XIX había sido un ‘siglo británico’ en América Latina, el siguiente sería un siglo estadunidense.³³

    En retrospectiva, la escala y el alcance de la reestructuración de posguerra de Gran Bretaña (incluida la desaparición de su imperio formal), el ascenso de la influencia de Estados Unidos y la consolidación del nacionalismo económico en América Latina dieron un aspecto de inevitabilidad al debilitamiento de la presencia británica en la región en la segunda mitad del siglo XX. Por consiguiente, es posible identificar una simetría general, si no precisa, con la historia de las relaciones entre Gran Bretaña y América Latina a lo largo de los dos últimos siglos: el lento ascenso a la preeminencia en el siglo XIX fue, si no una imagen en espejo, ciertamente la contrapartida de la ininterrumpida decadencia en el transcurso del siglo XX.

    En resumen, los 20 años que antecedieron al estallido de la primera Guerra Mundial ofrecieron nuevas y considerables oportunidades a los empresarios británicos en América Latina, y Weetman Pearson sería uno de los principales beneficiarios. En realidad, como se explica más adelante, se le presentó una coyuntura de circunstancias particularmente favorables para desarrollar sus intereses en México.

    LAS RELACIONES ENTRE GRAN BRETAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

    Es posible identificar tres fases en la evolución de la presencia británica en México después de la Independencia (en 1821) hasta 1889, el año en que Pearson se embarcó en su primera aventura comercial mexicana. La primera fase (de 1821 a aproximadamente 1850) corresponde al periodo de la especulación frenética y la burbujo-manía del decenio (de 1820), estrechamente relacionada con la extensión del reconocimiento diplomático británico, organizado en 1823 por George Canning, secretario del Exterior. La quiebra que siguió a ese primer auge especulativo requirió que los comerciantes británicos, los tenedores londinenses de bonos de deuda y sus agentes en México se reajustaran pragmáticamente a la dura realidad de la vida política en el periodo posterior a la Independencia de México.

    La segunda fase (de aproximadamente 1850 a 1880) representó el punto más bajo de las relaciones entre Gran Bretaña y México durante el siglo XIX. Los tres años de enconada guerra civil (las guerras de reforma de 1858 a 1861) llevaron a la decisión del gobierno del presidente Benito Juárez de suspender en 1861 el pago de toda la deuda exterior pendiente con el propósito de destinar lo que quedaba de los magros fondos de la hacienda mexicana a la reparación de los daños a la infraestructura nacional. La decisión provocó una predecible reacción airada de todos los acreedores extranjeros de México. Además, algunas de las reclamaciones de compensación pendientes hechas por los súbditos británicos en contra de los arbitrarios actos del gobierno mexicano desde 1826 contaban ya con el apoyo (a partir del decenio de 1840) de una serie de convenciones diplomáticas. La violación de esas convenciones provocó que Francia, Gran Bretaña y España aprobaran una acción militar conjunta para ocupar los principales puertos y aduanas mexicanos con el propósito de obligar al gobierno del país a cumplir con sus obligaciones. La decisión tuvo consecuencias de gran alcance para las relaciones entre Gran Bretaña y México. Aunque Gran Bretaña (al igual que España) se retiró de la acción militar una vez que las intenciones imperiales de Francia se pusieron en evidencia, el daño ya estaba hecho: México rompió relaciones diplomáticas y comerciales en 1867 y así permanecieron durante los diecisiete años siguientes.³⁴

    La fase final (de 1880 a 1889) corresponde a la reanudación de las relaciones diplomáticas en 1884 y la liquidación final de la deuda inglesa en 1886. El restablecimiento del crédito internacional de México le permitió negociar nuevos préstamos por primera vez desde 1825, nuevos préstamos que formaron parte de una emergente estrategia interna de desarrollo nacional que coincidió con el resurgimiento de los esfuerzos internacionales (entre ellos los de los comerciantes y financieros británicos) por incorporar los recursos económicos y las materias primas de México a la creciente red internacional de comercio y finanzas mundiales. La reanudación de las relaciones de México con Gran Bretaña echó los cimientos para la recuperación y expansión de las inversiones y el comercio británicos en el decenio de 1880, lo cual fue crucial para la determinación de las circunstancias favorables para el primer viaje de Weetman Pearson a México en 1889.

    El patrón general de las relaciones entre Gran Bretaña y América Latina en el siglo XIX se aplica también a las relaciones entre Gran Bretaña y México, si bien hubo algunas diferencias importantes. En primer lugar, la presencia británica en México fue más inmediata y, sin duda, más profunda que en otros países latinoamericanos. La magnitud de los primeros préstamos (y su rápida conversión en deuda), el grado de las inversiones británicas en la minería mexicana y la concentración de más de 50 casas y agencias mercantiles para 1835 dan prueba de la solidez de la presencia británica.³⁵ Una estimación sugiere que más de la mitad de las importaciones de México durante el periodo de 1821 a 1860 provinieron de puertos británicos y más de 75% de sus exportaciones (de las que 70% era de lingotes de plata y oro) tuvieron como destino Gran Bretaña.³⁶ Durante el mismo periodo, más de la mitad de las inversiones británicas en la minería en América Latina se hicieron en las minas de plata mexicanas.³⁷

    En segundo lugar, también se podría decir que el impacto del prolongado endeudamiento de México con los tenedores británicos de bonos de deuda a lo largo de la mayor parte del siglo XIX fue más pernicioso para México que para sus repúblicas hermanas de América Latina: no sólo le negó el acceso a nuevas fuentes de capital durante un periodo de más de 60 años —con un importante paréntesis durante los años de la intervención francesa— sino que llevó también a una invasión militar a gran escala en 1862. Además, la vulnerabilidad de México después de la Independencia hizo del país un blanco particular de las represalias postcoloniales de España, su antiguo amo colonial, y de la ambición neocolonial de Estados Unidos y Francia. Ninguna otra nación de América Latina experimentó las invasiones extranjeras a las que México se vio sometido a mediados del siglo XIX. Estas invasiones tuvieron consecuencias profundas, aunque paradójicas, para el errático avance de México hacia la construcción del Estado y la nación a lo largo de ese siglo: por una parte, tuvieron un efecto claramente perjudicial sobre la capacidad del país para defender y proteger su soberanía y para poner en práctica el objetivo último del proyecto liberal, la construcción de un Estado laico y una nación unida, y, por la otra, imprimieron un carácter conflictivo a las relaciones internacionales del país y, debido a ello, contribuyeron al desarrollo y la articulación tempranos del nacionalismo mexicano. En consecuencia, el aislamiento de México del comercio y las finanzas internacionales hasta el decenio de 1880 contrasta con el redescubrimiento y la integración de otras regiones del continente en la economía internacional y la reanudación del comercio internacional a partir de 1850.³⁸

    En tercer lugar, cuando finalmente se restablecieron las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña —suspendidas entre 1867 y 1884—, y se liquidó la antigua deuda inglesa, hubo una notable confluencia de intereses empresariales, comerciales y diplomáticos que, se podría afirmar, no era común en las prácticas británicas en cualquier otro país de la región.³⁹

    En cuarto lugar, a pesar de que el restablecimiento de los lazos financieros y diplomáticos provocó un considerable incremento de las inversiones y el comercio británicos en México a partir de 1886, sería un error suponer que Gran Bretaña hubiese ejercido un dominio honorario, mucho menos un imperialismo informal, sobre México durante ese periodo: no sólo las inversiones y el comercio británicos tuvieron una escala y un carácter diferentes de las inversiones en cualquier otro país de América Latina sino que la presencia británica en México después de 1880 fue siempre menos importante que la de su vecino norteño, Estados Unidos. Esos factores intervinieron en gran medida en la determinación de los parámetros y restricciones —así como de las ventajas— conforme a los cuales operaron en México los intereses británicos, incluidos los de Pearson, durante ese periodo.

    EL RESTABLECIMIENTO DE LAS RELACIONES DIPLOMÁTICAS EN 1884

    Las consecuencias de la participación de Gran Bretaña en la invasión militar de México en 1862 y de su subsecuente apoyo a la abortada instauración del poder imperial francés hasta 1867 fueron poco menos que desastrosas. A pesar de que las tropas británicas se retiraron una vez que se hicieron evidentes los ambiciosos planes de Napoleón III de añadir México a las aventuras francesas en Indochina y el norte de África, el triunfante gobierno liberal de la República Restaurada bajo Benito Juárez fue implacable: la resolución mexicana de resistir a la imposición del dominio neocolonial quedó simbolizada en la ejecución del emperador Maximiliano en 1867.⁴⁰ Incluso los liberales moderados

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