El dragón blanco y otros personajes olvidados
Por Adolfo Córdova y Riki Blanco
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El dragón blanco y otros personajes olvidados - Adolfo Córdova
Córdova
El nacimiento del
alado Rey Mono
El fruto era como un pequeño sol. Si es que era un fruto. El mono lo arrancó de la última rama del árbol. Era suave como el pelaje de una cría y frío como un manantial de montaña. Tenía el tamaño de una naranja y un aroma dulce, pero brillaba como una estrella amarillenta.
El mono lo miraba sin parpadear.
Si hubo alaridos, advertencias, parloteos de otras criaturas, no los oyó. Sólo veía el fruto que ardía sin arder, que se acunaba en sus manos sin quemarlas, que encandilaba sus ojos sin cegarlos. Un fruto, tal vez más diamante que sol, más mineral que luz; con vetas como diminutos ríos, tan cristalinos, que debían calmar toda el hambre, toda la sed, todos los deseos que llenaban de saliva la boca del mono.
Tenía que morderlo. Quería comérselo.
No podría morderlo. Lo quería entero.
Iba a devorarlo.
Cuando lo acercó a su boca y lo olfateó, sus pupilas se dilataron tanto que cubrieron todo el interior de sus ojos.
Cuando se lo tragó, sintió que lo invadía la delicia del néctar de una fruta madura, la picazón del calor del mediodía, la gelidez del viento en las cimas. Su pelaje negro comenzó a brillar y adquirió una negrura azulosa. De cuervo. Dos halos anaranjados iluminaron el fino iris de sus ojos, que parecieron dos soles eclipsados.
Y empezó a gritar.
Los otros monos no sabían si aquellos gritos eran de placer o de agonía. El mono saltó de una rama a otra, quiso reunirse con ellos, pero cuando vieron su pelaje resplandeciente y los eclipses en sus ojos, lo desconocieron y huyeron.
Sintió que le enterraban algo en el lomo.
Giró.
No había nadie detrás.
Otro desgarramiento debajo del hombro.
Giró.
Nada. Estaba solo.
Nadie lo hería. Era otro efecto del fruto, del sol, del diamante, de la esfera de fuego que se había tragado.
Sus huesos se torcieron, escuchó tronidos y estiramientos, pero sólo le dolía el dorso en dos heridas gemelas, dos grietas, dos llagas: dos alas negras que iban creciendo de su lomo, húmedas; más grandes que sus brazos y piernas, tan negras y azulosas como su pelaje.
Y pudo agitarlas, como agitaba los brazos.
Y sintió que eran fuertes, como su cola prensil.
Y cuando dio un salto, ya no cayó nunca.
El primer mono alado de la tierra.
Inmediatamente oyeron un intenso parloteo, acompañado de un gran batir de alas. Era la bandada de los Monos Alados que acudía a la llamada.
El Alado Rey Mono hizo una profunda reverencia ante Dorothy y preguntó:
—¿Qué ordenas?
—Deseamos ir a la Ciudad Esmeralda —dijo la niña.
L. FRANK BAUM, El maravilloso Mago de Oz, 1900
La Hermosa Niña
de Pelo Turquesa
A su paso, los guerreros se convierten en árboles.
Suelo adentro, los dedos de los pies atraviesan los cueros del calzado y se estiran sedientos, como raíces, a las profundidades de la tierra.
Cielo arriba, los brazos se alargan y se unen al follaje de antiguos cabellos. Las pálidas pieles van tornándose morenas y duras. Un solo tronco son las piernas. Las costillas se ramifican hacia la luz. Y el corazón de resina empieza a bombear una sangre fría, transparente.
Los guerreros se miran con horror; hombres plantados, casi árboles por completo.
Antes de que el encantamiento los ensordezca para siempre, algunos escuchan los gritos de sus compañeros en la retaguardia. Es la niña que sigue avanzando.
A su paso, el viento hace remolinos, se alzan los caballos, el polvo se quiebra. Los hombres no entienden, no saben de quién defenderse, por dónde seguir. Basta que ella los roce. Y luego, nada más.
Oyen un último crujido antes de que una capa de corteza se extienda sobre sus orejas.
Árboles.
El hada, la Hermosa Niña de Pelo Turquesa, sonríe. Armaduras y yelmos son por fin carcasas dignas. Serán refugio, nido, leña, alimento. Los hombres vivirán más de lo que dura una guerra.
Atardece. Algunos caballos galopan libres entre las primeras sombras que dan las hojas tiernas. Varias espadas duermen entre la hojarasca. Lleva el viento centenares de gritos en ecos siniestros.
Más tarde, la noche truena.
Y una tormenta baña el bosque nuevo.
Pero no siempre fue así.
***
La Hermosa Niña de Pelo Turquesa abre los ojos por primera vez. Está tendida sobre un pastizal. Escucha un llanto, se levanta y lo encuentra. No es la hierba que llora, es un recién nacido. Ya el rocío se secó sobre su frente y su cuerpo luce amoratado. Ella lo arrulla, él deja de llorar. Busca a la madre, al padre, la casa. Nada. No hay nadie alrededor.
La niña es un hada, nació con el llanto del niño, y ha de cuidarlo siempre, para que no se asome a los abismos, para que no resbale al río, para que no coma bayas escarlata.
De pronto, una agitación entre la hierba. La niña gira, teme. Lo sabe… tarde. Los lobos anuncian su presencia apenas una respiración antes de lanzarse sobre sus presas. Devoran al niño y al hada, que muere, igual que el pequeño, justo después de haber nacido.
La maleza ondea con suavidad y en silencio.
Un hilo de viento levanta los restos de la niña-hada y la teje otra vez con la forma de una loba. Su pelaje es color turquesa y sus ojos, blancos.
Antes de dar el primer paso, el hada-loba olfatea la sangre del niño, lame la tierra enrojecida y hace brotar un enebro. Luego rodea el retoño de árbol, lo arrulla con un aullido y se va.
Mientras el enebro crece y crece, ella se interna en el bosque, sin despertar a nadie.
Una luna albina brilla en el centro de la noche.
Durante mucho tiempo vaga el hada como loba. No tiene una manada. No duerme.
Busca en los huecos de los troncos, en cualquier manchón de hierba, cerca de hogueras extinguidas. Hasta que una noche, por fin, encuentra a otro niño. Es otro hijo abandonado, está muerto.
La loba lame la piel del pequeño y al instante lo hace echar raíces.
Tarde escucha al cazador. Una flecha la sorprende entonces, atraviesa su pelaje azul turquesa.
Junto a la loba muerta, brota un alerce.
Un hilo de viento levanta a la loba, la desteje y la teje otra vez, de plumas negras y blancas, y la corona azul turquesa. Un pájaro.
Vuela el hada convertida en carpintero imperial.
Y cuando el cazador, arrepentido, busca al hijo que ha abandonado en el bosque, no encuentra su cuerpo entre la hierba ni el rastro de la loba que ha flechado.
En su lugar, mira alzarse un alerce del que ya brotan flores rosáceas. Y escucha el toc-toc del picoteo de un hermoso pájaro con la corona azul turquesa.
Durante mucho tiempo vuela el hada como carpintero