Noche entera
Por J. D. Victoria
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¡Es excepcional!
Con malicia narrativa y mucho oficio,
el lector se transporta.
Pedro Ángel Palou
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Noche entera - J. D. Victoria
J. D. V I C T O R I A
Noche entera
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© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© J.D. Victoria
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de cubierta: Rubén García
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1068-225-2
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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Y cuando esta agua oscurezca por completo,
poseeré la noche entera con el número integral
de las estrellas visibles e invisibles.
PAUL CLAUDEL
1.
Por la indolencia de su padre, Giacomo Alfieri, al que llamaban malamente «el viejo» o «el viudo» en las minas de azufre de Lercara, Marco Antonio aprendió a interpretar el silencio. Él y su hermano Sebastián ya lo conocieron con reumas, entumecimientos vespertinos y una jaqueca insidiosa que se prolongaba durante frecuentes insomnios, manifiestos en párpados hinchados que a ratos disimulaban las ojeras permanentes. Como las canas prematuras, los desmoronamientos del cuerpo y el espíritu se le habían precipitado de súbito.
No era común que conversara; menos aún con las mujeres abandonadas que lo abordaban apostando a recobrar el sostén del hombre que habían perdido, pues el vecchio Giacomo jamás elegiría el exilio por la ilusión de América o de la anexión al continente; aunque Sicilia ya no era una isla habitable, pero nada lo unía con los italianos: ni siquiera la esperanza de otra vida posible. Por ello se empecinó en criar a sus hijos solo, en esa comarca cuyo destino compartía, porque él también, alguna vez, había sido ostentoso y magnífico.
A la reticencia del padre se sumaba la irregular educación que se podía recibir en aquellos años en la ínsula, empobrecida y quebrantada en el orgullo; después de ser considerada el Estado más próspero de la maltrecha geografía latina, la patria en el recuerdo de los críos era un rosario de privaciones acumuladas. Para los dos hermanos, la nación terminaba a unos cuantos kilómetros de donde plantaban los pies cada mañana, exhaustos en las labores del campo, aun cuando no contaban con edad suficiente para explorar los contornos del feudo donde estaban contratados por un sueldo miserable, que solo servía para acrecentar la conciencia de que nada bueno podrían esperar en esta vida. No obstante, la recreación de las jornadas garibaldinas, que conseguían enardecer los odios más recónditos de su progenitor, obraba de manera inversa en ambos niños, proporcionándoles un panorama de épicas hazañas y logros sin reservas.
En dos semanas de insomnio bajo la tutela de su padre aprendieron a leer y escribir, además de las operaciones aritméticas elementales; pero es por medio de narraciones orales de los sobrevivientes de la exigua resistencia de Francesco II, empleados después como labriegos, mineros o capataces, que Marco Antonio y Sebastián quedaron cautivados por la gesta de los Mil. La expedición de los camisas rojas se convirtió en obsesión para los dos hermanos, que invertían las noches en sumar episodios inventados en los que participaban a la par de aguerridos revolucionarios, abriendo zanjas anacrónicas en la historia, en donde concurrían los más dispares acontecimientos de su saga particular. En ella, su padre encabezaba todos los asaltos, anticipaba los asedios y rompía sitios impuestos por huestes sanguinarias; lo contrario a las que pacíficamente entraron, un día soleado de 1860, al caserío donde habitaba el joven Giacomo, al que llamaron desde lejos en un dialecto incomprensible. Al acercarse, los mercenarios a caballo le señalaron la leche que Alfieri acarreaba en cántaros, al confundirla con vino. Cedió los contenedores sin aprehensión, y después del malentendido, celebrado con guasas y empujones, aquellos húngaros «libertadores» a sueldo partieron hacia el este, de donde llegaría el plebiscito para la incorporación al Piamonte. Su pappà votó un ¡No! rotundo que le valió sanciones como enemigo de la patria: embargos, decomisos, requerimientos y confiscaciones que arruinaron la mediana fortuna familiar y amargaron a sus viejos, hasta extinguirlos antes de que mediara esa década, con solo unos meses de diferencia.
Tras abandonar a su suerte las tierras incautadas, Giacomo erró sin asideros, escabulléndose a la leva y ofreciendo sus servicios de bracero en las más disímiles tareas durante quince años. Tras los primeros meses, halló sus manos encallecidas y agrietadas, por lo que se acostumbró a la aspereza de su tacto y las caricias malogradas que brindaba a ocasionales concubinas, hasta encontrar a la mujer que Marco Antonio imaginaba rubia, y Sebastián, trigueña, ya que los chicos jamás habían tenido un referente claro de la apariencia de su madre, cuyos ojos azules apaciguaron de cualquier tribulación al guardés recién llegado a la estancia donde ella se desempeñaba como dame de compagnie de la patrona.
Hasta su enamorado ignoraba que, huérfana por ambos lados desde los cinco años de edad, la moza había conseguido labrarse una vida con mínimos contratiempos, amparada desde la infancia y hasta la adolescencia por dos tías paternas que la notaron diestra en las tareas adecuadas para una joven doncella. Fue recomendada a presentarse en Palermo ante una opulenta dama de apellido Scorza, quien le mostró su buena voluntad desde el principio, al advertir a una señorita dedicada y dócil, sin mayores pretensiones económicas ni sociales, lo que la alejaba de las galanterías de sus dos hijos, cuya única virtud que les reconocía era acrecentar el ya menguado patrimonio de una larga estirpe de ministros y obispos a través del fraude, la extorsión y el tráfico de influencias.
Sin juramentos ni convenios, aquella muchacha de mirada celeste cubrió a Giacomo de mimos ya olvidados, engendró a dos hijos suyos y desapareció sin avisar, una mañana, poco después de destetar al segundo crío. Él no la buscó ni alimentó tampoco la imaginación de los niños con la mínima imagen de quien quiso desterrar de su memoria, hasta dejarla reducida a un nombre falso con el que convocaba lo perdido: Grazia.
Envejeció de pronto, y Alfieri no podía verse al espejo más que para rasurarse y acicalar su hirsuta cabellera, grisácea y abundante.
2.
En febrero del 93, cuando aún laboraba como spisalora en lo más hondo del infierno en la mina, el padre no participó activamente en la primera revuelta, derivada del altercado entre un joven vagonero, quien hablaba en dialecto a un corro de mineros exultantes, y el capataz romano que le escupió en la boca por hacerlo. La gresca devino en golpes a mano abierta, por un lado, y azotes despiadados, por el otro, mientras los compinches del hombre mancillado con el fuete lo alentaban a recobrarse y alzar al fin los puños en contra de su agresor. Como sanción para todos, se colgó al humilde subalterno de cabeza, a un costado de las letrinas comunes, pues se pretendía obligar a que sus compañeros continuaran empleando ese espacio acotado para aliviar sus necesidades corporales, conjugando el suplicio impuesto por los jefes con la humillación de sus pares. Pero eso no sucedió.
Dos jornadas y media permanecieron medianamente pulcras las cercanías del muladar en donde, ya descolgado pero aún sujeto, el reo velaba sin recibir líquidos ni alimento, aunque satisfecho por la adhesión de los demás trabajadores. Para provocar al señor Renzi, el administrador, tres de ellos acondicionaron una vasija antigua hallada en las profundidades de la tierra para contener las aguas menores, que acumulaban para después vaciarlas en el aljibe del gerente, y utilizaron un socavón cercano para las mayores. Cuando uno de los supervisores descubrió y reportó la triquiñuela a Dirección, el vagonero fue echado sin ninguna retribución y se suspendieron durante una semana las licencias para comer y el descanso dominical de todo el personal, incluyendo los mandos medios.
Los estragos del agotamiento no mermaron los ánimos opositores entre ambos bandos, por lo que tres días después el conflicto escaló y la covacha donde se almacenaban los aperos amaneció envuelta en llamas. Y aunque la explicación más verosímil señalaba a un capataz como responsable del sabotaje, por la dificultad de acceso al queroseno utilizado para avivar el fuego, la medida correctiva fue ampliada a un mes de privaciones para los condicionados al pago por jornal, que era lo habitual en la contratación de los estratos más bajos.
Giacomo lo resintió en silencio, como era su costumbre, pero un mayoritario contingente de empleados hambrientos, desarrapados y furiosos instaló esa tarde un ruidoso cerco alrededor de la intendencia, con una pira al frente nutrida de restos inflamables del incendio que originó la disputa. Los cinco elementos de guardia a cargo de mantener el orden fueron sometidos por un centenar de hombres recios y vociferantes, armados con sus propias herramientas y unos toletes que les arrebataron, pues sus carabinas, ya inútiles, ardían en medio de la hoguera.
El patrón, incapaz de contener la embestida de los rijosos, que amenazaban con saquear las arcas bajo su custodia, ofreció la garantía de revocar las penas y mejorar las condiciones generales si los instigadores del alzamiento se entregaban a las autoridades. Las deliberaciones continuaron durante toda la noche, y al asomo del alba, cuando ya la noticia había llegado a los cuarteles, un piquete de soldados hizo su aparición para disipar la asonada.
Marco Antonio ascendió solo por la escarpada vereda del monte, pues su padre había velado en la mina, impedido para retornar la víspera, más rehén que testigo en los desmanes. Sebastián lo acompañaba hasta medio camino, pero una mujer que descendía a la carrera les vedó el paso, fuera de quicio y con las manos ensangrentadas. Forcejearon con ella hasta que el hermano menor se arrojó en sus brazos, para que el otro pudiera escabullirse.
Al llegar a la boca de la primera veta, encontró una aglomeración de carusi, resguardados por un hombre armado, sin insignias. Ninguno rebasaba los catorce años, pero su corta estatura delataba las cargas a las que eran sometidos, equivalentes a su propio peso. Descalzos y en harapos, los chiquillos valoraban el ocio recostados en las piedras o formando corros para comentar el incidente. De entre ellos destacaba un chaval muy inquieto, que al instante se ganó la simpatía de todos cuando le arrebató la escopeta a su custodio mientras orinaba de frente a los niños, que de súbito recobraron la algarabía de la infancia viendo cómo el travieso pilluelo lo retaba, amagando a carcajadas con dispararle en la cabeza, el pecho o los genitales. El celador frustrado clamaba por auxilio y piedad con gritos destemplados y llorosos, ante la bulla general, hasta que Renzi acudió al llamado, seguido por tres capataces con sendos garrotes.
El intendente sacó de su cintura una pistola y le apuntó al caruso granuja, que cedió el arma al celador víctima de escarnio sin dejar de reír, quien de inmediato tornó la gemebunda súplica de compasión en coraje desbocado y arremetió a culatazos sobre el chico, relevado por los demás gañanes, que lo molieron a golpes hasta dejarlo inconsciente.
Marco Antonio consiguió que despertara tras untarle arcilla sulfurosa debajo de la nariz. Había perdido cuatro dientes frontales y le aquejaba una punzada en el costado izquierdo, que quedó expuesto cuando el crío se enconchó en el suelo, como un caracol, para recibir la andanada.
Y ambos sonrieron al reconocerse en el otro.
—Yo soy Alonzo, ¿y tú?
—Marco Antonio.
—… como l’amante d’Egitto.
La historia del romano seducido por una faraona era aun mejor que la de los Mil de Garibaldi.
Antes de que su familia entregara a Alonzo al dueño de la mina a cambio de unos cientos de liras, como prenda por un crédito impago, la madre le narraba la vida de Cleopatra, quien postró a dos jerarcas con la ciencia de algún encantamiento que él no comprendía; sin embargo, la muerte por propia mano lo obsesionaba desde entonces.
Le mostró con orgullo sus gruesas pantorrillas, quemadas en continuas reprimendas con las lámparas de aceite que los picadores empleaban en los antros oscuros de las vetas, de donde desgajaban sudorosos, en total desnudez, aquellos minerales que los carusi debían acarrear en sacos y cestas, ascendiendo diariamente varios cientos de metros en la densa tiniebla, por pasillos estrechos de peldaños gastados y resbalosos, hasta alcanzar la superficie. Vertían luego su abultado cargamento, de treinta a cincuenta kilos, que era triturado para fundirse en enormes calcaroni, los hornos cónicos de donde emergía el nauseabundo tufo que quedaba impregnado incluso debajo de la piel.
Marco Antonio y Alonzo compartían ya a solas el frugal almuerzo dispuesto para el padre todavía retenido, una manzana pequeña y dos tiras magras de carne salada, cuando un hombre enjuto se aproximó dando gritos, babeante e ininteligible; sus rodillas nudosas y retorcidas sostenían un tronco aun más deforme, de pecho hundido y hombros desnivelados. La severa escoliosis de su joroba lo encogía otros ocho centímetros, por lo que apenas superaba la altura de Marco Antonio, que lo vio avanzar en declive con pasos despatarrados pero firmes. Estaba totalmente chimuelo y sus ojos miopes escudriñaban al rapaz desconocido como un animal que olfatea el peligro. Con menos sorpresa que curiosidad, el joven Alfieri le cedió un bocado de la fruta, y el sujeto lo engulló parsimoniosamente, después de sopesarlo con manos ansiosas.
—Mira, Fiasco, ¡ya estoy como tú! —intervino Alonzo con regocijo, mostrándole las encías desnudas en una mueca exagerada.
El giboso se encorvó más para tocar con dedos cochambrosos la boca que se le ofrecía, lacerada pero aún sonriente… hasta que Fiasco empezó a gemir sin consuelo, con secos sollozos que lo atragantaban cuando Alonzo intentó reconfortarlo con gesto de contrición.
—No