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Nacido de un error. Volumen I
Nacido de un error. Volumen I
Nacido de un error. Volumen I
Libro electrónico922 páginas15 horas

Nacido de un error. Volumen I

Por Cosán

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Los hechos que se narran, como exposición de acontecimientos pasados, tuvieron su arranque en un pueblo de Extremadura, años después de haber dejado atrás la "gran vergüenza", insuficientes aún para dejar limpias las respectivas conciencias.
Fueron ciertos, como la vida misma, si bien con aportes de fantasía y buen humor de los que el autor no quiso desprenderse, al plasmar sobre el papel una historia que a la gente que la conoció no dejó en nada indiferente.
Paca, Paquita la llamaban, por ese hábito tan común en muchos lugares de empequeñecer lo natural, como si con ello lo hicieran más próximo, fue la víctima propiciatoria que le tocó padecer la acción vil nacida al socaire de la irracionalidad. Y, para más inri, tuvo que sufrir en sus propias carnes la incomprensión de una sociedad aldeana, anclada en el pasado más rancio, fruto de la "educación" impuesta por el color de moda, el azul, en comunión diaria con el púrpura, cual patricio romano, bajo el palio ganador.
Igual que a una yegua la montó, sin pedir permiso a nadie, tan solo a la inhumana conciencia. Y, al final, lo que no debió ser, se convirtió en triste realidad; y, con esta, la mala fama la acompañó para no separarse jamás, extendiéndose a los dos: a la madre, sin tener culpa de nada y, al hijo, por la misma sinrazón.
¿Ah...! la maledicencia…, la más veloz de las plagas, que en su expansión ensucia a la inocencia sin que esta pueda hacer nada, mientras el causante del mal campa libre y a sus anchas.
Al final, el amor pudo borrar la "mancha", y lo que antes fue negro, se convirtió, como por arte de magia, en blancura inmaculada. Cómo si no podía ser aquel amor generoso, de entrega total hacia aquella poquita cosa, cuando con su mirada transparente, de pura inocencia, parecía querer decirle: "y, yo, ¿qué culpa tengo…?"
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2023
ISBN9788411816922
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    Nacido de un error. Volumen I - Cosán

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Consán

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-692-2

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    Dedicatoria a Alejandro:

    Con gran sorpresa llegaste,

    Y en tu caso mayor no pudo ser,

    No fue poco lo que esperaste,

    Antes de ver la luz del amanecer.

    Día gris, sí, aquel que te vio sufrir,

    Carita de inmensa pena al poco de tu despertar,

    Dolor, tristeza y desazón en un continuo fluir,

    Inacción, inquietud y desconcierto fue mi malestar.

    Entre dudas y extrañeza mi corazón me reprendía:

    ¿No eras tú —me decía—, quien la viste sufrir?,

    ¡Tiempo ah, de mucha aflicción!, respondía,

    Y al evocar, un nuevo amor volvió a resurgir.

    INTRODUCCIÓN

    Este libro es un homenaje a aquellas Mujeres (con mayúsculas, porque así son de grandes) que tuvieron el coraje de defender a contracorriente el germen de aquello que se convertiría en su tesoro más preciado, a pesar de que el deseo de tenerlo no hubiese anidado en ellas previamente. Mujeres valientes que, por amor, lograron superar los convencionalismos sociales imperantes en la sociedad que giraba alrededor de ellas, al contravenir las normas estereotipadas ancladas en el pasado más rancio, gracias a lo cual pudieron vencer los obstáculos que les impedían llegar al final del recorrido. Un camino en cuyo transitar se vieron obligadas a lidiar, cual amazonas, en pos de lo que a no tardar les compensaría sobradamente de aquellas penas.

    Y, cuando más tarde, al palparlo con sus propias manos, percibiendo la nueva realidad, posaban su mirada, escéptica, en aquellos grandes ojos que les correspondían, entregados, henchidos de candor y bañados por la más pura inocencia, un cambio brusco, irracional, irradiaría todo su ser, apoderándose de ellas una nueva fuerza, incontenible, desconocida hasta entonces, transmutándolas. A partir de aquel instante dejarían de ser unas mujeres dominadas por las dudas y la ansiedad, para transformarse, en la complejidad de su propio instinto, en seres tiernos y entrañables, pero capaces de convertirse en fieras, ante el menor indicio de inseguridad que pudiera alterar la paz de una parte de ellas. Una vez más contemplarían la mirada, limpia y sin doblez, de aquella poquita cosa, recordando en su presente el pretérito para poder gritar, finalmente, a los cuatro vientos, sin ambages ni atisbo alguno de dudas: ¡Sí, ha valido la pena!

    Por último, sería bueno recordaros, a todas vosotras, madres, aun a costa de que sea una obviedad, que no deberíais dejar pasar un solo día sin que los atolondrados oídos de vuestros hijos dejen de escuchar, cual melodía, dos simples palabras, a veces fáciles de olvidar, pero que en su simplicidad llevan implícita toda la grandeza:

    "Te quiero".

    *****

    La historia que se narra a continuación, como exposición de acontecimientos pasados, tuvo su arranque en un pueblo de Extremadura, años después de haber dejado atrás la gran vergüenza, insuficientes aún para dejar limpias las respectivas conciencias. Bien es cierto que, aderezada de aportes de fantasía y algo de humor, con el propósito de hacerla más amena. El epicentro, la vida de un niño, Juan Jerónimo; Jeromín, mientras fue niño; Juan, cuando se hizo mayor; porque, según él, Jeromín lo hacía más chico; sin embargo, para la madre siempre fue su Jeromín.

    Por aquel entonces, un poso de encono y resentimiento, seguía anidando todavía en el interior de los corazones de aquellos que se llevaron la peor parte, en una locura difícil de describir. No solo hubo que lamentarse por los muertos, también muchos de los vivos tuvieron su particular calvario pues, además de llorar a los que se fueron sin ningún derecho, sufrieron, injustamente, un doble castigo. Una lucha diaria, encarnizada, para superar la abundancia de miseria, mientras presenciaban en silencio el bienestar del que se rodeaban unos pocos. Un sinsentido fue todo aquello, convirtiendo aquella victoria o derrota, según el color de aquellos tiempos, en vergüenza y oprobio para quienes se lucraron, gracias a la suerte del ganador.

    Mientras estos últimos vivían sin estrecheces, otros muchos tuvieron que emigrar a ciegas, como suele ser lo habitual cuando la desesperación no ofrece otra salida que no sea el desarraigo, lejos de la casa que los crio.

    Los que se quedaron tuvieron que sustraerse de sí el orgullo de casta, propio de aquella gente de raíces extremas, acostumbrados a lidiar con el ardor y la crudeza, una exageración, en aquel trozo de la maltrecha España. El miedo y la incultura, de la que la mayoría iban sobrados, fueron el caldo de cultivo que convirtió aquel pequeño mundo en un infierno para muchos, un paraíso para unos cuantos.

    Mientras en las ciudades se daban pequeños pasos, en pos de una mayor libertad, en los pueblos, en cambio, apartados de la modernidad, seguían anclados en el pasado, aislados y sometidos al dogmatismo de una cultura auspiciada por la implacable censura que, como vigilante fiel, ejercía un papel sin luces y, sí, mucha oscuridad. Los poderes imperantes, donde lo político y lo religioso iban cogidos de la mano, confluían por un igual cual corriente que arrastraba voluntades, hasta hacerlas recalar en un mar de sabor incierto, denso de ignorancia. Las desgracias concatenadas que se sucedieron al principio de esta historia no fueron del todo aisladas, para cebarse tan solo en unos pocos; antes bien, el verdadero drama que se dio en los primeros años, de paz la llamaban, cubría por igual a una gran mayoría de gentes, los desheredados de casi todo. Si a esto se añadía la ausencia del hombre de la casa, por razones que no es necesario explicar, lo que pudo ser una comedia costumbrista, se transformó de la noche a la mañana en un verdadero drama, convirtiendo la luz del día en una larga noche de despertar incierto.

    Cuando los humos del resquemor y de la vendetta, seguían todavía expulsando al exterior su natural pestilencia, a través de las chimeneas de cada hogar, como impronta de una mala guerra -mala, porque todas lo son y, ninguna buena; inmensamente dolorosa, porque quienes la sufrieron, antes próximos y amparados por el mismo cielo, se convirtieron en un abrir y cerrar de ojos en seres extraños, sujetos de no fiar y portadores de todos los males-, los pobres que, lo fueron antes, siguieron siendo lo mismo en su familiar escasez, en tanto que los ricos, nuevos y añejos, cebaban a diario sus respectivas despensas a costa del sudor de quienes tuvieron la mala fortuna de perder.

    Estos nuevos conquistadores patrios, impositores de ideas y de conductas ajenas, convirtieron a este martirizado país en una diáspora, para vergüenza de propios y, de quienes, recelosos, a lo lejos nos observaban; quizá porque no éramos de fiar.

    La sinrazón de aquel despropósito, a repartir entre unos y otros; pocos, para la gran masa que lo sufrió. La culpa, ¡pues qué, si no los males de siempre!: la estrechez de miras, el dogmatismo, confundiendo lo laico con lo religioso, el egoísmo periférico de dos o tres, sin descuidar a la envidia y a la maledicencia, parejas e imperecederas, las cuales se extienden como ondas, propagándose en el fluido cristalino, para teñirlo de oscuridad y ensuciar lo más. Y, finalmente, la penitencia, olvidadiza en extremo, pero que aplaca conciencias, aunque siga sin resolver los males que nos aquejan.

    ¡Dios, qué buen vasallo, si oviesse buen señore!

    La nueva sociedad se fue aclimatando al devenir del tiempo, a pesar de las razones que esgrimieron unos y otros en los albores de aquel sinsentido, conduciendo a los más a perder la libertad, don del cielo, para supeditarla al dogmatismo más extremo de los menos. Un cambio de color, en el que el púrpura y el azul irían parejos durante mucho tiempo, enseñando sus excelencias a grandes y, a huérfanos de maldad, los más pequeños.

    En aquel pequeño mundo, un simple pueblo -entre los muchos que se extendían por toda la geografía nacional-, de nombre Mahadal, vio crecer a un niño que, de no ser por lo que fue, habría sido uno de tantos. Sin embargo, la canalla, siempre dispuesta a hacer leña del árbol caído, no tuvo reparos en convertirlo en objeto directo de los escrúpulos dominantes en aquella sociedad sin mudanza y torticera, extendiendo a su alrededor una mancha, capaz de contaminar la proximidad mal pensada.

    Y, fue pecado, según las beatas conciencias, convencidas o simuladoras; por lo que el penitente sin nada poco podía esperar, salvo purgar con el credo de aquella sociedad pueril y atrasada, cuyos espíritus satisfechos dormitaban en la faz de una iglesia casada con el azul del cielo.

    El fariseísmo se daba con total frescura en medio de la más absoluta impunidad. Una sociedad amansada pero alerta al qué dirán, dispuesta a aceptar el pecado natural, si este se lavaba a tiempo, lejos de casa.

    No es más ciego el que no ve, porque no puede, que el que pierde la vista, porque quiere.

    Lo llamaban Jeromín, su segundo nombre, porque así lo dispuso quien tuvo autoridad sobre él para ponerle el nombre que cogió de un personaje, a quien no conoció, pero que supo de él por boca de otros. Del primero, Juan, se sirvió él cuando ya fue mayor y pudo escoger entre los dos.

    Bregando con la nada y, nadando en ella con suma familiaridad, se encontraba Jeromín, quien embebido por el ambiente que lo rodeaba, no hallaba en nada extrañas las palabras oscuras y de cielo encapotado que le endilgaban sus educadores por la derecha. Gente dogmática, salvo virtuosas excepciones y, tradicionalista, en comunión diaria bajo el palio, siempre ganador.

    La primera etapa de este muchacho, se vio fuertemente influenciada por un paisaje de escasez sin límites, en cuyo escenario, retrógrado, convivían dos sociedades que compartían vicios y virtudes; servidora de propiedades, la mayor de ellas, dueña y señora de estas, la más pequeña.

    Entre sombras y luces se fue forjando un espíritu sensible y desconfiado, dejando a un lado al ser sociable y comunicativo, acorde con los de su edad, para convertirse en otro bien distinto, en el que el individualismo y, la soledad, inseparable compañera de viaje, no le dejarían respirar. Sin embargo, tras la careta aparentemente inmutable y mohína que dejaba traslucir, se encontraba un ser con deseos de amar, y sentir lo que de bueno podían darle los demás. Una vez lo tuvo, sin necesidad de irlo a buscar, generoso, dispuesto a dar, antes que a recibir.

    Durante la infancia y parte de su juventud, Jeromín se movió entre el pueblo y la capital de la provincia que lo vio nacer, lejos de la modernidad y de los aires de libertad que se extendían por gran parte de Europa, salpicando a las grandes ciudades de una renqueante y dolorida España. Posteriormente, todavía en plena juventud, al igual que les ocurrió a muchos otros españoles, también él se vio obligado a embarcar en un tren llamado esperanza, para huir de una sociedad anclada en el pasado, cuyos guardianes, implacables, no tenían prisa por hacerla mudar.

    Después de no pocas desazones, al final pudo salir de aquella oscuridad exterior, en busca de nuevos aires, donde no le cortasen la respiración.

    Un mundo nuevo se transformaba rápidamente ante sus ojos, con el lastre de claroscuros y dificultades sinfín.

    Finalmente, la ansiada libertad, de nuevo el aire fresco; atrás quedaba el luto por una democracia que nunca se debió perder. El lugar de la esperanza no fue otro que, la ciudad Condal; lugar de destino de muchos pueblos que llegaban desde lo más recóndito de una castigada España. El nuevo paisaje urbano tenía poco en común con el rústico, en contenido y maneras que acababa de dejar atrás; siendo la cultura, la gran causante de que los nuevos aires invitasen a pensar que, no en todas partes las cosas continuaban siendo inmutables.

    En su nueva andadura, el amor sería una parte esencial de su vida, tanto, como el aire que necesitaba para respirar. Bajo el paraguas protector de su segundo amor, el dar y el recibir formarían un todo homogéneo, consiguiendo con ello que lo imposible se convirtiera al final en lo más fácil de todo.

    Jeromín pues, tuvo la suerte de pasar de la maledicencia más ignominiosa, por ser, lo que decían, un producto del pecado, al respeto que se le suponía, por lo que realmente era, un simple ser humano. En aquella, su nueva patria chica, desarrollaría todo lo que llevaba dentro, para extrañeza de propios, que no de extraños, a pesar de que la marca de aquella vergüenza le seguiría acompañando a todas partes.

    Al final pudo encontrar lo que tanto deseó, otro amor que, al igual, creyó imperecedero, sin reflexionar en que, lo bueno que suele ofrecernos la vida, acostumbra a fiarlo poco en el tiempo, siendo su fragilidad un elemento a tener en cuenta, antes de forjarnos ilusiones a más largo plazo. En tal sentido, tal como llegó, un día se marchó, sin garantías para volver.

    Quizá fue una combinación de circunstancias, tal vez previstas en su vencimiento; aspecto este que no previó, inmerso como estaba en lo que él creyó eterno. ¿O, por qué no pudo ser el destino, caprichoso y rocambolesco, pero no imposible, el que finalmente lograría sacarle de sus dulces sueños?

    Se ha procurado dar unas pinceladas de ironía a esta historia, sin desvirtuar el nudo de la cuestión que, como bien se ha apuntado al principio, fue en parte verídico y no solo producto de la fantasía del narrador.

    Por último, advertir que, si bien los nombres de los personajes que intervienen a lo largo de esta historia, son ficticios -evitando de este modo herir, por alusiones, la sensibilidad de aquellas personas que pudieran tener algún vínculo afectivo con los mismos-, no por ello estos dejaron de existir, aunque el narrador se haya podido permitir, deliberadamente, introducir alguna excepción pero, sin que esto quepa interpretarse como falta de rigor o motivo suficiente para desvirtuar la exposición de la historia, acorde, por otra parte, con la realidad de los hechos que fueron sucediéndose a lo largo del tiempo; en definitiva, que no se aparta mucho de lo justo o conveniente, siendo la ironía y la metáfora los pilares, alrededor de los cuales gira, adecuándose, la narración de lo sucedido.

    Finalmente decir que, cualquier coincidencia con alguno de los lugares o personajes, solo sería atribuible a la mera casualidad, nunca al propósito perseguido por el autor.

    PRIMERA PARTE

    1. El Santo Patrón

    Los mahadenses se disponían, como cada año, a celebrar su tradicional romería, en honor de su santo patrón, San Bartolomé. El día señalado, lunes de Pascua, día devoto por excelencia y, por ende, jornada festiva y de guardar.

    La forma más habitual de dirigirse a él era llamándolo cariñosamente San Bartolo; de este modo lo hacían un poco más suyo. Tampoco es que fuese el único en santidad, ya que al parecer había tres más en competencia con el primero, no desmereciendo de aquel si no fuera por la chunga que se montaban los lugareños durante la procesión por los alrededores de la ermita. Esta distaba dos leguas más o menos del pueblo. Su proximidad con la carretera que nacía en Mahadal y moría en Cáceres o, al revés, servía como calzada de acceso fácil, salvo cuando el tiempo se encaprichaba y le daba por llover, al convertir lo difícil en un imposible, hasta llegar al punto de transmutar la provincial en vía pastoril.

    El lugar gozaba de un microclima especial, gracias a su vecindad con el Búrdalo. Cuando llovía y, esto ocurría muy de tarde en tarde, extendía a ambos márgenes de su largo recorrido una gran humedad, gracias a la cual hacía que brotase una frondosa vegetación.

    Los lugareños lo llamaban río, por lo usual en aquellas tierras de exaltar lo propio; hábito vanidoso a lo que se presta a menudo la exageración por parte de quienes nada tienen y con mucho sueñan, quizá porque en su fantasía anida el deseo de parecer lo que la realidad, tozuda, constantemente les niega.

    Su imagen era la fiel representación de una tortuosa garganta horadada en la tierra, insignificante en cuanto a profundidad; un camino con muchos rodeos y, seco hasta el alma, si no fuera por los pequeños islotes de aguas estancadas que se quedaron sin fuerzas para seguir su recorrido hasta la meta final. Dicho paisaje se repetía año tras año, por culpa del cielo extremeño, roñoso hasta la saciedad.

    Al definirlo como río y, suyo, además, excluían al arroyo por defecto, al ser este nombre común y de clase baja; dotando al pueblo, al llamarlo de este modo tan particular, de unos atributos cuya realidad moraba solo en la mente de sus pobladores, sin tener en cuenta la distancia que los separaba.

    Quizá hubo un tiempo que la memoria más longeva no llegaba a recordar, durante el cual el cauce del río Búrdalo sirvió de guía a alguna riada de agua otoñal. Lo habitual era que corriese por aquel estrecho vacío el aire seco y polvoriento, origen probable de algún ramal desprendido de su pariente el siroco.

    Sin embargo, aquel año fue toda una excepción, el más lluvioso de los que se recordaban. El agua pasaba sin entretenerse, mientras las lindes restaban cuanta de ella podían para saciar la sed de años de sequedad extrema. En alguno de sus tramos, el lecho se extendía, lo que aprovechaban las aguas para desperezarse, convirtiendo lo que antes fue un erial en continuas lagunas entrelazadas. En su lento peregrinaje bajaban con calmosa mansedumbre, horadando un poco más el sendero terroso que dejaron abandonadas sus antepasadas, las que hicieran el mismo recorrido, hasta llegar exhaustas al final de su etapa.

    Los cardos, plantas carnosas comestibles, emparentadas con el borriquero, no comestible, pero de apariencia similar, y cuya diferencia más notable parece radicar en el color de sus respectivas flores, azules en el primer caso, púrpuras en el segundo, se desviaban al consumo humano, como primer plato, por su sabor próximo a las acelgas, para contento de los más desafortunados. Abundaban en las zonas de sombra, al abrigo protector de los chaparros, muy abundantes por aquellas heredades, protegiéndolos del calor que por dichas fechas empezaba a amagar. Aprovechaban la humedad que les ofrecían ambas orillas del río, cooperando la fertilidad de aquellas tierras, a las que solo las bastaba el agua, para convertir el terreno en un verdadero vergel. Al principio de su crecimiento, sus tallos, tiernos, servían a muchas familias para llenar el vacío tradicional.

    Ese día, de Pascua, transitaba un gentío; unos llevaban carros, adornados con guirnaldas y abarrotados de gente festiva, junto con animales de carga, en lógica compañía. También acudían a la fiesta quienes, no poseyendo nada de lo anterior, lo hacían a su natural manera, es decir, a pie que, eran la inmensa mayoría; si bien, con la alegría reflejada en sus rostros, a lo que se prestaba un día tan señalado como aquel.

    En su pesado trayecto, si algún coche tenía la mala ocurrencia de circular, coincidiendo con la algarabía, no lograba pasar hasta que a la gente no le daba la real gana, viéndose obligado el conductor y su transporte a añadirse como dos más a la riada humana, sin que le viniese la intención de rechistar. Entre dimes y diretes, los del pueblo solían ser únicos y principales, criticando a los de enfrente y dejando a los próximos para mejor ocasión.

    A la ermita se la conocía también como El Santo, dando por sentado a qué santo se referían. A este lugar sagrado acudían en peregrinaje los habitantes de Mahadal, -porque así se llamaba el pueblo, cuyo origen se remontaba a los primeros asentamientos árabes que se extendieron por gran parte de la Península, al principio del medioevo. De ahí la h intercalada, pero no por ello muda, puesto que el dialecto no la esquiva, convirtiéndola en j cadenciosa-, después de recorrer demasiados kilómetros en un solo día, teniéndolos que hacer muchos a pie, sin dejar de pensar en la vuelta, la cual tenía la misma medida.

    A la llegada al santo de su devoción, los fieles iban acudiendo al interior, antes de dar comienzo la Santa Misa. Finalizada esta, iniciaron el recorrido de la procesión por los alrededores del santo lugar. La encabezaba el impávido Santo, por ser el primero en el orden jerárquico y, lógicamente, por ser el homenajeado. Lo llevaban en volandas cuatro fornidos mozos, que a no tardar serían llamados a quintas. A su lado, otro grupo de ellos, igualmente gallardos por su mocedad, en un constante rozamiento provocador, incordiaban adrede y, todo lo que fuere menester, a los sufridos costaleros, con tal de hacerles desistir y tentándolos a pedir el relevo.

    La estrategia no iba mal encaminada, pues perseguía desequilibrarlos, obligándoles a hacer acopio de sus ya de por sí mermadas fuerzas, para mantener en vilo al Patrón. Los resignados sufridores, sentían la mordedura lacerante en sus respectivos hombros, cada vez que el meneo se hacía más persistente. A pesar de sufrir lo indecible, dejándose incordiar por el grupo de pejigueras, no por ello cejaban en su empeño de seguir con el Santo a cuestas, soportando, con verdadero estoicismo y natural bizarría, todo lo que les echaban encima, para evitar que se pusiera en cuestión su bravura, como hombres de buena raza de la que se sentían portadores. Y es que…, el Patrón pesaba lo suyo... Madera consagrada, pero madera recia y maciza, al fin y al cabo, a lo que cabía añadir el ornato que llevaba como signo de distinción, lo cual no ayudaba, precisamente, a aligerar el duro paso, en tanto que el tiempo parecía detenerse, viendo pasar la procesión.

    La comitiva que seguía al Santo, iba precedida por el párroco, don Juan, porque así se llamaba el clérigo, a quien acompañaba a corta distancia otro de menor rango y abolengo, al no ser su parroquia tan principal. Próximo a los dos, flanqueándolos por el lado izquierdo, el sacristán, quien hacía las veces de sustituto del primero en algunos oficios en los que no era menester la presencia ineludible de su superior. Detrás del maestro de ceremonia y sus dos ayudantes, otros tres, de menor edad y condición, seguían sus pasos a una prudente distancia; eran los monaguillos, imagen fiel de la picardía, aparentemente ingenuos en su modo de proceder en público, pero que a poco que el cura y el sacristán se relajaran, darían rienda suelta a sus típicas fechorías.

    A continuación, y según el orden establecido por la costumbre de cada año, las autoridades civiles y militares. Las primeras la formaban un nutrido grupo, encabezado por el señor alcalde, quien ostentaba su cargo gracias al apoyo interesado de la gente más principal. A su lado, codo con codo, como dos viejos camaradas, don Jenaro, representante dual en lo civil y en lo cultural, al ostentar, por igual, la cualidad de jefe de la falange en el pueblo –si bien este cargo lo era solo en el recuerdo- y, de director de la escuela de balde -nombre este con el que se la conocía-, gracias a los buenos oficios llevados a cabo en el entorno del señor gobernador, virrey omnipotente en el ámbito general de la provincia. A su alrededor, los alguaciles, quienes abundaban, enchufados a la corriente del ayuntamiento, sucediéndose dichos cargos de padres a hijos, al ser dinero fácil de ganar, fijo y, bien vestido, pues el uniforme, de dominio público en cuanto a su coste, lo era, pero también privado, respecto al uso que se le daba, ya que nadie en el pueblo los conocía con otra prenda que no fuera la oficial.

    Las segundas, primeras en lo militar y de policía, correspondían a la Guardia Civil. Acompañaban a la comitiva con sus uniformes de gala, portando los tradicionales máuseres de repetición, los cuales, después de darlos tanto brillo relucían más que el sol, hasta llegar al punto de deslumbrar a la gente que los observaba en la distancia, mientras los más pequeños, prendados de aquella imagen exterior, se quedaban pasmados, viendo avanzar aquel pequeño ejército de relumbrón.

    Quienes, al parecer, no sentían tanta querencia por dicha autoridad, eran los que se encontraron en el otro bando, en un tiempo todavía presente en el recuerdo de los mayores; pero, como supieran de sobras cómo las gastaba, nadie osaba sacar a colación, ni siquiera en privado, la menor referencia que tuviera como destinataria a la distante y omnipresente Benemérita.

    En primer lugar, iba el sargento, como comandante de puesto; a su izquierda, el cabo, en calidad de segundo en el escalafón; completando el grueso del Cuerpo dos números rasos, cuya sola presencia haría recular al más atrevido del pueblo. A esta autoridad, cívico-militar, de la que se recelaba más que de ninguna otra, por el modo tan inflexible de interpretar la norma escrita y oral, cuya representación más autorizada en Mahadal la ostentaba el sargento, se la temía como a la peste; aunque en esta cuestión sería preciso matizar. Los ricos, muy necesitados de ella, especialmente en época de escasez, como la que se vivía en aquel presente, y cuya causa culpable se encontraba en años pretéritos de enfrentamiento ciego entre propios, la necesitaban imperiosamente, por ser los únicos que podían garantizar la propiedad infranqueable de las respectivas haciendas; mientras que los pobres, que eran la inmensa mayoría, trataban de esquivarla como mejor podían.

    Detrás de dichas autoridades, algo revueltos, iban quienes más perras tenían y, cuya riqueza, en particular, se omite, dejándolo para más adelante. Su número, los mayores -puesto que los chicos, en un día tan festivo como aquel, no reparaban en distinciones, yendo y viniendo entre los de su edad-, contando a sus respectivas mujeres, no llegaba a superar la cifra de ocho personas, sin contar a los hijos mayores de edad, nimiedad en la que pocos reparaban, pues sus respectivas haciendas daban para alimentar muchas bocas. Esta casta tan mirada y, de observancia fiel a todo lo que hiciese referencia a cuestiones materiales, que en su contenido pudiera ser objeto de una valoración económica, disponía, en libre propiedad, de la mayor parte de las tierras del término municipal de Mahadal. La razón de que tal distribución recayera en tan pocos dueños o, amos, pues lo mismo les daba que los llamasen de una u otra forma, cuando se referían a ellos, habría que buscarla en el acatamiento estricto de un código no escrito, que impedía a los de más baja condición social, integrarse en sus respectivas familias. Fieles a estas maneras de conducirse en su vida diaria, ignoraban por lo general a los portadores de estrecheces. En este tejemaneje, sus pupilos -una vez alcanzada la edad requerida para el cortejo- eran presentados en sociedad, con la esperanza de cazar alguna ganga; poco importaban los respectivos sentimientos. No obstante, siempre había algún rebelde quien, enfrentándose a la obligada obediencia, se resistía a asumir las razones esgrimidas por sus mayores, obstaculizando el acuerdo o, contrato verbal, al cual se le presumía dogma de fe, por sentirse hombres de palabra -las mujeres no contaban en la forma, salvo en el fondo, donde tenían mucho que decir-. Ante tal disyuntiva, se le enviaba, cual desterrado, al olvido, a una casa de la finca, alejado de todo aquello que supusiese ventaja y holgazanería, muy propio en el entorno familiar, para ofrecerle la oportunidad de reflexionar, hermanado con la más íntima naturaleza. La mayoría de ellos claudicaban al cabo de poco tiempo. Su romanticismo de joven idealista se resentía, al comprobar de primera mano la imposibilidad de subsistir por cuenta propia.

    Finalmente, la gente de a pie, compuesta por el gentío de grandes y pequeños, acompañando en animada conversación -que no era, sino gritar-, al homenajeado. Los cuchicheos de las mozas y de quienes pasaron de moda hacía ya una eternidad, a los que se unían en asilvestrada camaradería los mozos, en su etapa de mayor fertilidad, traían a maltraer a la cabecera de la procesión.

    Entre los atrevidos, deseosos de mantener viva la fiesta, siempre había uno que sobresalía, con más ganas de juerga de lo habitual quien, incitado por sus amigos, la emprendía a pellizcos contra las posaderas de la moza, ajena esta a lo que se barruntaba por detrás. Tal acoso y descaro merecían una respuesta contumaz, las más de las veces, pues la sorpresa, agravada por el escozor de una parte de la propiedad más íntima, invitaba a reaccionar como el rayo. El guantazo, mayúsculo, no siempre acertaba a impactar en la cara del desvergonzado, el cual infligía un daño colateral de difícil reparación. Las imprecaciones e insultos se sucedían por doquier, haciendo necesaria la presencia de la autoridad religiosa; cuando no, enviaba a su ayudante, el sacristán, a quien nadie hacía caso.

    Lástima que solo sea un día al año, se lamentaban algunos, más por diversión y la chanza que suponía el acoso y derribo entre los más jóvenes que por puro fervor religioso. En definitiva, que todos sin excepción estaban predispuestos a pasar un día de asueto en el campo, aprovechando al mismo tiempo la ocasión que se les ofrecía para observar más de cerca a los patronos.

    Por ser acontecimiento religioso de especial vistosidad, la fanfarria seguía el trazado imaginario, marcado por quienes llevaban a hombros al Santo Patrón, ensalzándolo sin desmayo, con vítores y, a saber, si con devoción. Detrás de las autoridades y, de los ricos, salvo en liberalidad, seguían, fieles a lo suyo, los jóvenes libertinos, quienes habían cogido el gusto al pitorreo, concienzudos y muy metidos en la práctica de la guasa.

    Agotada la paciencia del mandamás de la procesión, lo cual era mucho decir, pues por naturaleza iba muy falto de ella, lanzó varias andanadas de improperios al grupo de revoltosos, quienes a buen seguro se encontrarían en el medio de la zaga procesional. Cuando las cosas parecieron querer salirse de madre, dio media vuelta y, esperó, resoluto, cual estatua, a los canallas, quienes concentrados en la juerga mañanera que se traían entre ellos, incordiando a más no poder, no se percataron a tiempo de su presencia, topándose de sopetón con su autoridad. La sorpresa, por otra parte, mayúscula, dado el pronto fantasmal de su vestimenta, los hizo enmudecer, transformándose al instante en unos buenos muchachos, de carácter inocente y de ardor religioso. El pescozón que recibieron los primeros zagales, a los que había puesto el ojo previamente, sin que fueran conscientes de ello, fue de tal contundencia, que a partir de aquel preciso momento, más que a una fiesta a campo a través, creían asistir a un entierro. A estos ya los he convertido, se dijo entre dientes, después del golpe traicionero, al tiempo que, satisfecho y seguro de su buena vista para el ojeo y mejor tacto. Mientras tanto, el Santo, en volandas, llegaba de vuelta el primero, al final.

    Lo que más entusiasmo causaba al párroco durante la procesión, colmándolo de gozo, tenía que ver con la subasta de las extremidades del Santo Varón -costumbre muy arraigada desde que lo sacaron por primera vez al campo; hábito este que nadie pudo erradicar, pues el cura afirmaba que las cosas de la religión, por ser lo que eran, pura tradición espiritual, debían mantenerse en el devenir del tiempo, a pesar de los descontentos, ingratos y, para alegría de la Iglesia que, somos todos, añadía-. De forma simbólica, don Juan iba ofreciendo al mejor postor, un dedo y, después, otro, hasta completar los diez, porque los tenía todos y ninguno le faltaba. Acabada la ofrenda, brazos incluidos, repetía el mismo ceremonial con respecto a los de las extremidades inferiores, otros diez, más las dos piernas, no dejando ninguno al azar.

    Cuando notaba que el griterío amainaba, echaba una mirada incisiva, a modo de rayo celestial, que amenazaba con enviar un castigo divino a quienes se congregaban a corta distancia, siendo sus destinatarios los del sombrero de paño y levita. Los otros, los de paja y chambra, no pujaban, no obstante disfrutar de lo lindo, al ver cómo a sus respectivos amos los desplumaba aquel cura tan vivaz.

    Alguna que otra vez, la puja finalizaba después de un largo periodo de ofertas y contraofertas, cada vez más elevadas: ¡yo ofrezco tanto...!, gritaba uno de los fieles, con cara compungida, esperando que otro elevara la puja. ¡Pues, yo, un poco más...!, respondía otro, más desprendido, elevando por igual el tono de voz, hasta concretar la cantidad, a la vez que exonerando al anterior del compromiso pecuniario. Estos piques entre principales causaban una alegría contenida en el cura y, en el de su ayudante, quien con papel y lápiz apuntaba a lo que se comprometía cada cual, no perdiendo de ojo a quien se quedaba con la patata caliente entre las manos. Los ganadores en la puja, adquirían la propiedad figurada durante un año, recibiendo, por parte del párroco, parabienes y deseos de felicidad para él y su familia. La felicitación personal del cura, matiz importantísimo a tener en cuenta, por la división de poderes implantada en la comunidad, suponía el reconocimiento de facto de ciertos privilegios a los que se podía acudir en caso de necesidad; cuestión, esta, de suma importancia, dado los tiempos que corrían.

    Acabada la subasta, se introdujo al Santo con toda solemnidad en el recinto sagrado; no le faltaba ningún dedo, ni extremidades que sumar pues, las cuatro seguían unidas al tronco, reservándolos para el próximo año. Acto seguido, el cura, contento por haberse desarrollado los recientes acontecimientos acordes con sus intereses, procedió a impartir la eucaristía, ayudado en tal menester por el compañero de profesión.

    "¡Absténganse los que no se hayan confesado antes, a no ser que quieran pecar todavía más...!", advertía a la concurrencia, desgañitándose en exceso. ¡Hay que ver qué conciencia la de algunos...! y, ¡la mala fe que llevan prendida a la espalda...!, no te creas tú…, susurraba una devota al oído bueno de la amiga, puesto que el otro, el cual no respondía desde hacía tiempo a ningún requerimiento, ni aun gritando, fue el que le cogió más próximo a las advertencias del cura. Por eso le respondió, sin saber a santo de qué le venía con aquello, en un tono de voz que a ella se le antojaba apagado: Pues, ahí está Dios, para repartir suerte y, nosotras, mientras tanto, con nuestro ángel de la guarda. La otra la observó, extrañada, barruntando que estaba peor de lo que ya conocía.

    Los de la Benemérita presentaron armas, en cuanto vieron la intención del sacerdote, quien se disponía a abrir la puerta del Sagrario.

    Mientras esto sucedía, los más chicos y, los que no lo eran tanto, pero que no comulgaban con las ideas del representante de la iglesia, se entretenían en el exterior. Los primeros jugaban, los últimos se distraían fumando o haciendo cada uno un resumen de su particular historia, las más de las veces, exagerando.

    La comida, acorde con la celebración del día, consistía, por lo general -entre la gente que llegó caminando y que después se marcharía de la misma forma en que lo hizo, es decir, andando-, en la popular tortilla de patatas, a repartir; aderezada con un buen vino negro de elaboración casera y, por tanto, muy artesanal; igualmente, repartido con solidaridad, por ofrecerse entre iguales, yendo y viniendo el cuero de manos a bocas. Chorizos, torreznos y morcillas, completaban el primer plato de sencillez tal que, si no hubiesen colaborado las sandías, rodando por los suelos antes de llevárselas a la boca, los respectivos estómagos se habrían ido de lleno medio vacíos. No sucedía lo mismo con quienes podían permitirse un buen mantel extendido en el suelo, llegando el olor de las suculentas chuletas de cordero a las narices de quienes estaban muy hartos de ellos.

    El verdadero festín era el que se prometía el señor cura. Mientras repartía hostias por doquier entre los devotos -ese día acudieron muchos-, calculaba mentalmente la cantidad que había logrado sacar a los más creyentes. No, no se olvidaba de la cara de los dadivosos. Buen fisonomista, gozaba, además, de una memoria portentosa y, si no, allí estaba el notario, sacristán, para dar fe. Así que, finalizada la ceremonia, pasó a saludarlos uno a uno.

    Quien destacó más por su generosidad, pujando con cierta cabezonería y sobrada arrogancia, por el brazo izquierdo de San Bartolo, hasta una cifra que se les antojaba a todos desorbitada y, a la que ningún otro pudo o no quiso llegar, fue Cardoso, quien fue objeto de un trato especial por el representante de la iglesia. Tenía el mérito de ser el más acaudalado de los terratenientes, aunque en este aspecto existían ciertas divergencias, insistiendo algunos en "que no, que, en todo caso, el segundo". Quienes no entraban en estas lides, eran el director del banco y, por aproximación, el cura; los dos únicos que no solían desprender los labios, para no destemplar a ninguno de ellos, poniéndolos en contra de la interesada armonía.

    Al finalizar los festejos, se procedió a preparar los aprestos de los animales –los que dispusieron de ellos-, para poner punto y final de regreso al pueblo. Así terminaba un día festivo y de asueto, para la mayoría de hombres y mujeres que malvivían del campo, mientras una minoría se solazaba, viviendo a costa de él. Todos se sentían algo mejores. Muchas comulgaron, más bien pocos fueron entre ellos y, entre estos últimos, solo quienes lo tenían por hábito. Respecto a los que no se decidieron, por ser otras sus necesidades más perentorias, unas lenguas afirmaban que, por vergüenza, otras que, por cabezonería, salvo los propios interesados, quienes en silencio seguían viéndolas pasar, sin dejar de observar de reojo al Cuerpo.

    Al día siguiente tocaba pasar por caja; nadie faltó a la cita y, es que…, en esto de la ira celestial, de la que el cura, don Juan, hacía gala, recordándolo, en cuanto presentía el menor indicio de duda, hacía desistir del posible arrepentimiento a quienes, amainado el ardor festivo del día anterior, se les pasaba por la cabeza eludir la deuda contraída a viva voz, con el inconveniente añadido de haberse retratado, ante una multitud de testigos que no tenían nada de anónimos. Todos se conocían, incluso cuando se los veía venir de lejos, adivinando enseguida quién era quién.

    A continuación, lo que se hiciera con el dinero recaudado a través de dicho sistema, harina de otro costal cabría añadir o, misterio divino, pues a la claridad solo se podía llegar por la fe, contraria esta a la razón. No se prodigaba mucho la desconfianza, exponiéndola al exterior, cuando de poner en cuestión al representante de la Iglesia se trataba.

    2. Paca

    Paquita –así la llamaban quienes más la conocían-, mujer trabajadora hasta la extenuación, tuvo la mala fortuna de enviudar cuando más necesitaba en su casa el jornal. Se ausentó muy pronto, sin darle tiempo a saborear las mieles de los primeros días.

    El hombre de Paca, después de tontear durante un largo periodo de tiempo con ella, lo que solía ser habitual entre la juventud, se convertiría al final en su primer y único marido. Antes de dar el paso definitivo, comprometiéndose para toda la vida, compró, no sin esfuerzo, una sencilla casa, para convertirla más tarde en el hogar familiar. Por la misma razón que sus iguales de la calle de San Marcos, pertenecía a la parroquia de San Jaime, siendo considerada como una calle negra, dentro de un barrio blanco.

    El matrimonio en cuestión duró menos que los esponsales, efímero, como suele ser la felicidad en casa de pobres. Fue suficiente un sobrio decir te quiero, para que se pusiera en marcha el engranaje costumbrista que regía las bodas entre la gente del pueblo.

    Se casaron con suficiente dignidad, palabra esta de uso habitual, para suplir la miseria o exceso de estrechez. Paca provenía de familia no necesitada de jornal, pero tuvo la mala suerte de nacer entre una abultada prole de hermanos, viéndose obligada a compartir heredad.

    Antes de que le diera tiempo a asentarse en su nueva vida, como dueña y señora de su casa, al lado del que por ley no escrita, sustentada en el derecho consuetudinario, le correspondía ser proveedor principal de las necesidades familiares, la irracionalidad fratricida llamó a su puerta, trastocando su presente y futuro más inmediato. Como recuerdo, le dejó la semilla de un amor que quiso ser imperecedero, consumándose solo en parte. La falta de una convivencia más prolongada en el tiempo, le impediría discernir entre lo bueno y lo malo que suele acompañar al amor.

    De su matrimonio con el único hombre al que entregó el más preciado tesoro, su corazón, nació su hija, Filomena; nombre con el que fue bautizada y que, para abreviar, se quedó tan solo en la mitad. Filo le gustaba más; fue el único recuerdo agradable que le dejó la maldita guerra entre hermanos.

    Al principio, madre e hija se abrigaron mutuamente. Entre susurros y dulces caricias la arrullaba entre sus brazos, pensando en lo poco y mucho a la vez que le quedó de aquel amor fugaz, suficiente para poder continuar.

    La vida de ambas carecía de lujos, tirando con lo puesto, como correspondía a casa de pobres, pero honrados, tal y como solía decirse. Esta letanía la remarcaba la gente sencilla, en cuanto les brindaban la menor ocasión, como único consuelo de su impotencia, al no poder estar a la altura. En las noches de invierno, la pequeña Filo dormía acurrucada, recibiendo el calor que irradiaba el cuerpo de su madre, mientras desde el exterior, el aire gélido fajaba, en un pulso permanente con las rendijas de la puerta que daba al corral.

    La fue sacando adelante, sin saber cómo ni de qué manera. Más tarde, recién cumplidos los once y, sin esperar a su mayoría de edad, que en casa de insuficiencias acostumbra a presentarse muy temprano, lograría colocarla como sirvienta en el hogar de una familia pudiente, de aquellas que solían hacer del ocio profesión de fe. Gracias al nuevo trabajo, se pudo quitar un buen peso de encima; la economía en su casa no daba para muchas alegrías.

    Paca gozaba de una merecida fama como buena trabajadora. La seriedad con la que se guiaba en casa ajena, sin dar de qué hablar y su conocida laboriosidad, fueron la carta de presentación que hizo innecesario tener que llamar a cada puerta en busca de trabajo. Llamaban a la suya y, como mejor convenía, se apalabraba, siendo imposible porfiar en el precio, ya que este solía estar tasado de antemano.

    Por lo general, la requerían para limpiar en casa de algún rico y, para lavarles la ropa en el pozo; lugar al que acudían todas las mujeres que tuviesen algo que lavar. Como era municipal, el agua les salía gratis, menos el jabón que, este lo tenían que comprar o fabricar cada una en su casa como buenamente podían. Las llamaban las lavanderas del pueblo. Se las distinguía por su marcada inclinación hacia delante, al igual que, por sus manos, finísimas, como las de las señoritas, metidas en su papel y dando de qué hablar; así pues, no era de extrañar que a veces les sangraran de tanto raspar en la piedra caliza.

    En algunas ocasiones, acudían a ella para que entrase a formar parte del servicio doméstico temporalmente. Como criada, lo era para todo: cocinaba bastante bien, a decir por los que tuvieron a bien probar sus guisos, limpiaba la casa de arriba abajo, cuidaba, como niñera de abundante prole, infantes sobrados de muchas cosas, faltos, hasta le indecencia, de las más esenciales; había excepciones, insignificantes a todas luces, irrelevantes entre tanto cigoñino traído al nido con la ayuda de las plumíferas migratorias. En fin, una forma de seguir adelante, pero sin ninguna esperanza de hacerse rica con todo aquello. Gracias a su dedicación, las dos comían caliente todos los días, lo cual, en aquellos tiempos solía ser todo un lujo. Hasta que pasó lo que pasó, dándole la espalda todos, con la honrosa excepción de una buena persona, quien llamaría varias veces a su puerta, lo cual no era lo más corriente.

    A pesar de todos los pesares, la nueva viuda decoró su casa, la cual no pudo ser nido de complicidades, aportando grandes dosis de imaginación, debido a las limitaciones económicas de las que partieron los dos. Si, al principio, las expectativas de futuro presagiaban un hermoso amanecer, cuando solo quedó ella, el presente y el futuro quedaron hipotecados por la oscuridad borrascosa del día después. En aquella casa, construida para el amor, tuvo a su hija, herencia de una realidad que se esfumó sin avisar.

    Se fue y no volvió; ni tan siquiera tuvieron el rasgo cortés de advertirla que no lo esperara más. Se lo llevaron a la fuerza, para defender a la Patria, afirmaron, sin que le dieran tiempo a preguntar a cuál de ellas se referían, pues al parecer, existían dos. Quiso llorarle en alguna cuneta, pero no fue posible, porque cayeron muchos bajo el plomo que nadie extrañaba; tampoco era cuestión de abrir zanjas y llenarlo todo de agujeros, ya que de estos había muchos a lo largo y ancho de una Piel de Toro ensangrentada. Así que, acabó consolándose debajo de la almohada, donde las lágrimas se ocultan y los lamentos se apagan.

    Al principio, negándose a asumir lo inevitable, creyó en los milagros. Un ruido en la puerta de entrada, reavivaban sus ya de por sí menguadas esperanzas. Siempre en alerta permanente: "tal vez vuelva, ¿por qué ha de ser él?", se preguntaba con egoísmo. Después llegó la ansiedad, más tarde, la tristeza y, al final, el desconsuelo. Sin embargo, Paca, mujer fuerte por naturaleza, no podía flaquear en aquellos momentos; comprendió que debía superarlo, tenía una hija como único y entrañable recuerdo del que se fue. Su hija no pudo conocer al padre. Nació nueve meses después, sin llegar a traspasar el límite divisorio marcado por la vergüenza; plazo lógico, por esperado, pero demasiado para no fiarlo a la maledicencia. A pesar de todo, pudo inscribir, sin mayores problemas, la legitimidad paterna.

    La entrada disponía de una puerta de madera de encina, árbol muy común en aquellas tierras. En su parte alta, disponía de un postigo que les permitía ver antes de abrir del todo. Al igual que sucedía en su casa, también en las vecinales, cualquier ruido extraño impulsaba a sus moradoras a asomar las cabezas, a ver qué pasaba; pero, el milagro se disipaba al instante, cerrando, una vez más, el paso a la esperanza, para dejarlo abierto a la curiosidad ajena; una forma como otra cualquiera de matar a ratos el aburrimiento. Dicha práctica, como ejercicio, solía practicarse a menudo, en especial, por parte de la gente de edad más avanzada.

    Una vez dentro, lo primero que aparecía ante los ojos del visitante era un espacio apocado -por lo limitado del mismo-, el zaguán, el cual servía para recibir a las visitas y, excepcionalmente, como comedor; caso este poco frecuente para su práctica, porque los invitados lo eran para el hablar y no para el yantar que, esto último no se practicaba en casa de Paca desde que se quedó sola, descompuesta y sin marido, como diría por proximidad el refranero. Una mesa redonda, llamada camilla, de diámetro escaso, podía albergar no más de tres personas en condiciones normales, respetando el espacio vital de cada uno; no obstante, cuando las visitas aumentaban, podían sentarse a su alrededor todas las que quisieran, con ampliar el círculo a su alrededor se solucionaba el problema y, si no, para eso estaba el corral, dando mucho de sí. Las sillas, en cambio, nunca escaseaban; el usufructo, sin contraprestación, se podía adquirir en casa de los vecinos; para esto se mostraban desprendidos, pues al ser de encina anciana no llegaban a gastarse, antes bien, aumentaba el brillo de las mismas, lo que las hacía ganar en apariencia.

    En la exigua extensión del pasillo y, como decoración costumbrista, sobresalía el chinero, lugar donde aparecían expuestos varios vasos de vidrio, junto con platos de barro, adornados con toscas filigranas, elaboradas por manos de aprendices en sus primeros años de oficio, clara señal de que salieron baratos.

    Semejante caudal de abundancia solía formar parte del ajuar de las casamenteras, cuyo nivel no destacaba mucho del de Paca, atesorado a lo largo de los años, hasta que el galán enamorado daba la mano y la palabra -que lo uno sin lo otro no valía, ya que habría olido a trampa-, al máximo dirigente de la casa, cuya representación la ostentaba, sin ninguna traba, el omnipotente e incontestable hombre, páter familias. En cualquier casa que careciesen de él, por pura cuestión de ideas o, por alguna otra causa, que también se daba -si bien en lo primero se hizo más mella, motivo por el cual, el color que más se adaptaba a la ocasión tenía que ver con el negro-, le sucedía en autoridad y representación la mujer –madre, en su caso y, dueña de la casa, a no ser que la tuviera empeñada-. La costumbre del apretón de manos, garante de la palabra dada, impedía al enamoradizo galán volver sobre sus pasos, so pena de buscarle una desgracia de por vida a la pobre moza despechada y a los familiares de esta; una mancha que no se borraría jamás; lo que equivalía a decir, enemistad manifiesta y enconada entre las dos familias, llevándolas a maltraer de forma tal que, la parte ofendida, retendría la ofensa en su memoria, propagando los gérmenes, hasta lograr contagiar a toda la familia, próxima y no tanto, lo cual podría durar hasta la eternidad. Así se mostraba la particular forma de ser de la gente de Mahadal, rencorosos hasta la hartura.

    Enfrente de aquel museo rústico, en una oquedad habilitada al efecto, descansaba fresco y lozano un depósito de barro cocido, de un metro y medio de altura, la tinaja, en donde podían saciar la sed madre e hija. Se ponía especial cuidado en ella, ora evitando golpes innecesarios, ora procurando hacer un uso racional del preciado líquido, puesto que la lejanía de los pozos suponía un esfuerzo extra en los cuerpos sufridos de aquella gente del campo. Cuando menguaba el nivel, Paca, al igual que todas las mujeres de su condición, acudían al medio de locomoción más habitual, el burro, animal noble, dotado de una simplicidad tal, que aceptaba, sumiso, la espontánea violencia irracional de sus respectivos dueños. Con su natural estoicismo, daba sobrado ejemplo de mansedumbre, mostrando una más que notable diferencia con el pensar animal de sus amos. Había quienes lo tenían en propiedad, otros, en cambio, debían acudir al favor del familiar o vecino; los más, se veían obligados a ir con el cántaro a la fuente, tal y como le ocurría a Paca.

    De barro cocido, como todo el utillaje utilizado para estos oficios, descansaba en las cabezas de las sufridas mujeres, sirviéndose del rodete –por rodilla era más conocida que, a modo de pequeño colchón sobre la cabeza, aliviaba lo suyo durante el traqueteo del camino, manteniéndolo en equilibrio en sus idas y venidas al pozo y cuya distancia era más propia de penitentes. A las mujeres que, por distintas razones se veían obligadas a realizar el viaje más de una vez al día, las llamaban las tostadas, por ser visible en sus caras caldeadas los efectos causados por el exceso de horas, soportando al tedioso.

    A la higiene la dedicaban especial atención el fin de semana, todos, por un igual. El agua, poca y reciclada, con el fin de darle brillo al siguiente de la familia. En la misma palangana de latón se introducían moros y cristianos o, lo que era igual, toda la familia. Primero, los más pequeños, por ser sus carnes nuevas; seguidamente, las mozas, al ser las más escrupulosas, disputándose entre ellas el privilegio de ser las primeras, a causa de la poca transparencia que iba adquiriendo el líquido elemento y cuyo color se iba asemejando cada vez más al del terruño. Finalmente, los padres, juntos no, porque no cabían y, por el natural pudor que comportaba contemplarse desnudos, tan juntos y, entre ellos…; no estaban para tales frivolidades.

    Las abuelas que vivían de prestadas en casa de los hijos, no aceptaban tan fácilmente bañarse en el agua; toda vez que ya había tomado el color de cada cual, alegando como excusa, que "la memoria se pierde con los años y, ante la duda, lo mejor es dejar pasar una semana más. No es que fuesen personas poco predispuestas a la higiene semanal, sino que estaban convencidas de que, a ciertas edades, no era sano someter al cuerpo a tanto cambio de color y de temperatura. Ocurría también que, perezosas ellas, por su poca agilidad, sometían a la consideración de algún voluntario, implicarse en su aseo personal, cosa que no entusiasmaba en demasía a la concurrencia. Por dichas razones, el baño no se hacía reclamar, dejándolas nadar" al final, a su particular manera.

    En cambio, las suegras, solo cuando la residencia la tenían fijada en casa de la hija, la cosa cambiaba, dándose con frecuencia al gruñido y al capricho de la edad. Después de mucho discutir, al final las hijas realizaban la ingrata tarea aunque, a decir verdad, no se veían impelidas a hacerlo muy a menudo pues, no era frecuente ver a las primeras reclamar la conveniencia del baño, por la simple razón de que el desnudo integral era sometido a la visión de las más jóvenes, saltando a la vista los estragos de la antigüedad que acababa delatándolas. Eso sí, su agua solo la usaban ellas, nadie osaba discutirlas este privilegio, toda vez que, la autoridad, por el devenir de los años, nadie la ponía en duda en casa de la hija. En la de Paca, el lugar de los respectivos baños se acomodaba en el corral.

    En un lateral del exiguo pasillo, un espacio de reducidas dimensiones y en penumbra constante, se encontraba la alacena, nombre que debemos a nuestros ancestros, los árabes, como muchas otras palabras al uso en aquellas tierras. Se utilizaba como despensa de todo tipo de alimentos aunque, a decir verdad, en casa de Paca no se daba el regadío; bien al contrario, pues siendo de secano, permanecía en barbecho permanente. Cualquiera que reparase en ella, afirmaría que estaba por estrenar. La puerta se dividía en dos secciones, presentando, en la parte superior, un entramado de láminas finas que dejaban al descubierto pequeños espacios en forma de rombos y cuya función no guardaba relación con la de servir como elemento decorativo, ya que su único y primordial objetivo tenía como misión ventilar el interior, evitando de esta forma el deterioro de los alimentos. En cambio, en la casa de Paca había pocas cosas que ventilar; si acaso, la miseria que les rodeaba por todas partes.

    Siguiendo por el pasillo -a lo sumo, tres zancadas, sin exagerar, lo cual lo hacía más creíble-, en dirección al corral y, a la derecha, se encontraba la única habitación de la casa. Carecía de ventanas, por ser estas innecesarias, máxime, cuando el frío que, se las traía en invierno, arreciaba, convirtiendo el aire en escarcha, a consecuencia de su especial crudeza. La entrada al dormitorio ejercía pues, una doble función: la que le era propia y la de servir como ventilación, especialmente, en las noches de estío y de aire perezoso, cuando los cuerpos se prodigan, exhalando, con generosidad, sus esencias naturales.

    El mobiliario estaba compuesto por dos camas. La más grande estaba reservada al matrimonio -su marido no tuvo oportunidad de disfrutarla mucho tiempo, por culpa de los creyentes y de quienes renegaban de ellos, poseedores ambos de la verdad absoluta-, siendo la más utilizada por las que quedaron, sobre todo en invierno. Lugar de reposo, en donde Paca bañaba, con sus lágrimas, las noches oscuras de un futuro que preveía incierto.

    La cama, desnuda, era de material de latón con baño de cinc. La conocían como la cama sonajero, apelativo con el que se la bautizó, debido a que recogía los más leves movimientos con un sonido similar al típico juguete de entretenimiento. El colchón, de lana ovejuna, merina, para más señas, era incapaz de mantener la horizontalidad de sus moradoras, debido al poco grosor de aquel, a lo que cabía añadir el doble peso de madre e hija, buscando instintivamente el calor en la proximidad de sus cuerpos, cuando la severidad de la estación lo hacía de todo punto más necesario. Sin embargo, como la cercanía no solía ser todo lo eficaz que se requería, hacían acopio de las mantas, las cuales resultaban del todo insuficientes; ardua tarea y no poco empeño que ponían, sin remedio alguno para poder mantenerse calientes.

    Después de una noche de dudoso reposo, los cuerpos dejaban marcadas unas pequeñas concavidades; sin embargo, como ya tenían hecho el cuerpo al hueco, el problema se resolvía, buscando en la siguiente la oquedad de la noche anterior. Otro inconveniente que se sumaba al primero guardaba estrecha relación con el somier, más concretamente con los muelles sueltos, muy abundantes en los bajos, no quedando otro remedio que tratar de evitarlos a toda costa, porque si se llegaban a clavar en alguna costilla entonces la víctima sufría el escozor del pescozón durante varios días. Se daba pues el caso, de que, al quedar el cuerpo de Paca absorbido, esta tenía la sensación, en sueños, de haber sido atrapada en uno de los muchos agujeritos que abundaban en el campo, aquellos que servían de trampas mortales de moscas y hormigas incautas, cuya curiosidad las perdía en la oscuridad del subsuelo.

    Enfrente de la habitación, unas estrechas escaleras que, para subir o bajar, había que hacerlo de lado, conducían a la buhardilla o, doblado, más conocido como doblao, por ese afán de abreviar, evitando consumir palabras innecesarias. El nombre, en ningún caso baladí -al ser de altura limitada e inadecuada, incluso para Paca que, aunque no muy alta, por la falta de abono, resultaba del todo insuficiente para mantenerse erguida-, conjugaba perfectamente con la postura de Paca, obligada a permanecer agachada o, a doblarse más de la cuenta y quedando en aquella postura hasta que conseguía salir de la cueva-trampa. Este espacio hacía las veces de depósito, donde se acumulaban parte de los víveres de la familia. Cereales, sandías y melones, al igual que pimientos y tomates, abundantes en Mahadal -la mayor parte de ellos cultivados en tierra de ricos, quienes se prestaban, gustosos, a ceder temporalmente una pequeña parte de su propiedad a cambio de que el sufridor de la tierra pagase en especie el precio del arrendamiento-, esperaban pacientes, su destino final. Sin embargo, en el doblao de Paca, se podía jugar a la gallinita ciega sin temor a tropezar con nada, salvo con el techo, a poco que le diera por desperezarse.

    A la vista de lo dicho, se podría concluir que, tanto el doblao como la alacena, ofrecían similar servicio. La desnudez de ambos espacios llegaba a tal extremo que, incluso las malas lenguas, abundantes como el aire que se respiraba, al visitar los aposentos de Paca, afirmaban que, "como la pobre es tan limpia…, basta con observar cómo tiene de inmaculadas ambas estancias. Para muestra, dos botones" decían, con cierto deje zumbón.

    Al final del pasillo se encontraba la entrada que conducía al patio

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