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La versallesca
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La versallesca

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André Le Roy es un niño amable y contemplativo que nace en Nanterre bajo comprometidas circunstancias.

A pesar de que su suerte no mejora, las inteligentes elecciones que toma pronto le hacen valedor de una posición de poder.


Basada en la historia de la Revolución Francesa, La Versallesca es una historia que no busca moralizar, sino confrontar dialécticamente los vanos odios de sus personajes a través de una historia de amor introspectiva de dos jóvenes enfrentados por las circunstancias.

Utilizando el calendario Republicano Francés se logra cierta atmósfera onírica, que unida a lo convulso del periodo histórico en el que se enmarca el relato y a la formalidad del lenguaje, adquiere un matiz de fantasía distópica ligeramente orwelliano, sin abandonar la belleza de la narrativa provenzal.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jun 2022
ISBN9788412510331
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    La versallesca - Juan Rivas Santisteban

    Juan Rivas Santisteban

    Primera edición: mayo de 2022

    © Copyright de la obra: Juan Rivas Santisteban

    © Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

    Código ISBN: 978-84-125103-2-4

    Código ISBN digital: 978-84-125103-3-1

    Depósito legal: B 3941-2022

    Corrección: Teresa Ponce

    Maquetación: Celia Valero

    Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez

    ©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com

    Derechos reservados para todos los países

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

    A los desamparados de tierra y época,

    pues vuestro esfuerzo de leer justifica el mío de escribir.

    LIBRO I

    De la historia de ambas infancias

    I

    Un prólogo

    En el fulgor de la esperanza, de lo promiscuo del humano y en la desazón del errante; en la hojarasca del barro retozado, de la calavera putrefacta y del aguardiente amable (es posible, quizá); en las horas afectuosas donde el amor templa mi ánimo, posponiendo el horror y renunciando a la dura exigencia cotidiana; en todo esto es en lo que podríais percibir algún atisbo de la fuerza que me impele ―o que me exhorta― a relatar los eventos que acontecieron a la más desgraciada y triste de las personas.

    La acechante muerte siempre pugna por desbaratar ese sentido lábil que los vivos construyen en torno a su temporal ausencia.

    En el tiempo donde se busca el mal ajeno y los pastorcillos azuzan sus bienes, afloró en el seno de una familia burguesa venida a menos el lozano y paupérrimo don André Le Roy, uno de los personajes menos dichosos que la nodriza tuvo la obligación de amamantar ―aunque tal hazaña no era impropia de aquella urbanidad asimétrica, crecida entre los meandros del Sena―. El día que nació, los callejones que lo guarnecían, y que estaban repletos de musgo y delincuencia, parecían resonar con una dulcísima melodía triunfal, pues el destino de muchos franceses pronto estaría entrelazado con el caprichoso devenir de André.

    En el primer estertor vital de la criatura, su madre, la sonrojada Mariette, se deshizo en primorosas miradas que el ambiente, a pesar de su naturaleza hostil, no era ya capaz de atenuar. Las pisadas del transeúnte no eran más que prodigiosos atropellos auditivos, las luces del burdel no albergaban más pecado que la propia pulsión de vida, y los carruajes ya no tenían aquella febril prisa por averiguar el inminente futuro. La cuadra donde alumbró al benjamín ya no era hedionda e infecta, la sequía de los campos era el caballo de Apolo lavando el cielo. La pobreza no era sino la ausencia de lo amado y la riqueza ahora residía en sus tenues brazos.

    El día era gracioso, pues permitía admirar todo cuanto tiene uno, y la noche le seguía igualmente hermosa, pues da esa añoranza de lo que no podemos ya ver.

    La vida del joven muchacho floreció entre los esfuerzos de sus familiares por mostrarle lo bello que ellos veían del mundo, a pesar de que este parecía esforzarse en no verlos. La destartalada casucha en la que malvivían permitía algunos recuerdos de infancia sosegada, rodeado de sus hermanos y otros vecinitos hacinados en un salón crujiente, que, de tanto crujir, alguno podría pensar que las almas de los árboles eran lamentosas, expresándose con ondulantes alaridos y astillando los viejos maderos.

    Otro día, por ejemplo, recuerdo como un jovencísimo don André intentó imitar la costumbre de algunos conciudadanos más favorecidos por el capricho de Fortuna y se dirigió ávidamente al parque del Areté para nada en concreto. A sus cinco años, André no tenía inquietudes ni otro tipo de intereses más allá de los impuestos, o bien por sus progenitores, o bien por su propia naturaleza: gustaba de comer un plato que no fuera solo mendrugo, también disfrutaba del equilibrado parfum que usaba Mariette o con el inocente juego fraternal. Había muchos placeres que ya conocía. Lo que no sabía hasta aquel agradable día era que, a pesar de lo que sus padres o genes le dictaran, había cosas de las que uno podía disfrutar en soslayo, cosas que eventualmente llegaría a estudiar en profundidad.

    A pesar de su nula familiaridad con las principales áreas del conocimiento humano ―aún estaba limpio de prejuicios, como una tabula rasa―, se solazaba en una materia que había tenido la agudeza de desarrollar: la contemplación. Paseó por entre los árboles repletos del miasma solar que embargaba todos los sentidos del veleidoso caminante, hasta que llegó a una veranda más interna y algo lóbrega del parque. Lo que primero allí captó fue un bello patrón sonoro, el cual ya era mucho más remarcable que toda imagen en la memoria de su corta vida.

    Replicaba el agua rezumante en un continuo delirio circular que, sin ser consciente de ello, la contenía en el laberinto de estanques cuya envergadura se extendía hasta conformar una recta línea de final indistinguible. Entonces, la distancia de los montes, antes infinita a sus tiernos ojos, le pareció acortarse súbitamente. Corrió pronto hacia un estético balcón desde el que se veían multitud de lugares escarpados que nunca tendría la oportunidad de visitar, solo para darse cuenta de cuánto le gustaría poder hacerlo. Nadie puede pisar cada imagen que ve en la lejanía, pues en una vida no hay tiempo ni motivaciones suficientes.

    Había un hombre de espalda severamente ajada labrando la tierra, y los campos que se amontonaban en el horizonte del incipiente atardecer daban paso a la majestuosidad de las colinas ―ya doradas de secas, pues tuvieron que soportar un estío anómalo en Nanterre―. El pequeño André no tenía aún las facultades para entender la profundidad de lo que vio ese día, pero aquella escena anidaría muy dentro en sus sienes. Años después, la estampa emergía a la superficie de su consciencia mediante una recurrente pregunta: ¿acaso ese labrador sabría que trabajaba infructuosamente unos suelos estériles?

    He de confesar que yo soy el mismo André Le Roy del que hablo, aunque no faltaría un ápice a la verdad si digo que ahora también soy otro. La historia que me aventuro a escribir no está exenta de sesgos y otras abducciones de lo real, y aun así siento que no es un error narrarla. Desde esa calmosa tarde mantuve una difusa convicción de que me aguardaba un destino elevado o, al menos, mucho más remarcable que el de aquel anciano, un honesto y sin embargo simple dueño de suelos ingratos e infecundos por igual.

    II

    De los siempre entrañables años de la niñez no recuerdo mucho ni bien. La escolarización fue tardía y algo precaria, y puede decirse que no aprendí nada de utilidad en la escuela. Hice algunos amigos de los que ninguno el tiempo mantendría, a pesar de haber compartido tantos momentos de diversión nerviosa y fútil.

    El colegio tenía un aire sombrío, ladrillesco y poco amable con los que allí se internaban. La fachada emanaba aquella fragancia que uno siempre encuentra en las cosas torcidas y rocambolescas, que junto al aspecto mortuorio y monumental de sus aulas me persuadían cada mañana a huir de aquella institución. El profesorado estaba compuesto por ilustres y nobilísimos incompetentes de bigotes airados y grandilocuentes, además de torpes en las materias relacionadas con la bondad humana. Recuerdo de forma muy precisa la contrariedad que aquellas personas manifestaban cuando un alumno hacía gala de la inocencia propia del infante. No obstante, en vez de hastiarme como la mayoría de los desafortunados niñitos que coincidieron conmigo, pude estudiar durante largas sesiones en la biblioteca. El dantesco hedor también era perceptible allí, pero los quebradizos tablones de roble que conformaban el piso me fueron casi amigables, por familiaridad.

    Durante los primeros meses de este calvario fortuito, definiría mi entrenamiento intelectual como difuso y forzado. Sin ninguna figura a la que admirar, mis contemplaciones y reflexiones se guarnecían tan lejos de los dogmas vertidos en clase que no podía verle importancia a la vida. Nacemos sin ser preguntados, arrojándonos a una singladura sufrida y miserable. Puedo decir, una vez que ya soy viejo y he errado tanto de pies como de espíritu, que jamás conocí alma alguna verdaderamente en paz con su existencia. Aunque reconozco que una vez sentí este milagro ocurrir, es un ánimo eternamente temporal. Más eterno que la primavera.

    Recuerdo de manera atropellada algunos de mis encuentros con los que yo llamaba amigos necesarios. Si bien es cierto que ninguno perduró, su compañía hizo que mis ansiedades no ocuparan un mayor lugar en mis reflexiones taciturnas.

    «¡Siempre dices cosas tan raras!...», me decía Francesco, un individuo aborrecible de nueve años que resultó ser mi compañero de clase y también mi amigo. Luego de su acometida (pues siempre era rápido en el agravio), todos reíamos al secundar nuestras réplicas elocuentes e ingeniosas, tanto que cualquier novelista falto de ideas iría raudo al patio de aquel infame colegio.

    Finalmente, obtuve cierto refugio en algunos volúmenes de la biblioteca que no tocaban el tema religioso o, mejor dicho, lo evitaban inteligentemente. Durante este periodo me abstraje de mi suerte y terminé volcándome en el riguroso estudio de las leyes naturales. Hacía no demasiados años que un ilustrado Isaac había conseguido refutar la intuición humana en lo que al movimiento de los cuerpos respecta, y mi mente siempre juvenil devoraba todos los postulados recopilados en su trabajo. Naturalmente, mi individualidad y mis ambiciones comenzaron a florecer en este punto, pues es bien sabido que el humano que posee algo siempre requiere más cosas que poseer. Tanto me desvirtué de mis originales pretensiones contemplativas e inocentes que nunca más volví a pensar como cuando tuve tierna edad.

    En cuanto la Tierra hubo completado trece veces su ciclo mayor, y a pesar de llevar tan solo cuatro años escolarizado, mis notables progresos académicos eran ya tan prominentes que fui recompensado con una beca de estudios. Sin mucho tiempo para pensar y agradecido con el mundo por poder librarme del suplicio de hospedarme una noche más en aquel lugar, empaqué mis breves pertenencias y me dirigí a la biblioteca. Mi incipiente pubertad hacía que buscara con ahínco algo en lo que gastar mi esfuerzo, y entre los libros de aquel lugar había descubierto en días previos una interesante lectura del duque La Rochefoucauld que incendiaba los rebeldes deseos de cualquier joven desgraciado ―aunque yo no lo era todavía por completo, mi atracción por él fue clarividencia premonitoria―. Esta obra abiertamente manifestaba la necesidad de guiarnos bajo unos preceptos morales comunes a nobles y a pobres. En ese entonces, estoy seguro de que no comprendí ninguna de las intenciones del autor, pero me sedujo algo del misticismo en torno a su vida. Multitud de contradicciones y circunstancias variadas terminaron por hacerlo tomar parte en la Fronda ―así es como se conoce a ciertas insurrecciones contra el creciente poder de la monarquía francesa― a pesar de su relación amistosa con Ana de Austria. Ojeé una vez más el tomo antes de irme y, aunque estuve muy tentado de sustraerlo de aquella colección polvorienta, terminé arrepentido en el último instante. Me fui de aquel odiado colegio con cierta inquietud en el pecho. No deja de sorprenderme cómo de vívidas se tornan las cosas en el momento en que las abandonamos, aunque sea para mejorar nuestra circunstancia y por buenos motivos.

    Hasta este momento, ninguna experiencia grandiosa había acontecido en mi vida, y sus etapas grises no dejaban un resquicio para que una vicisitud mayor me atormentara. Sin embargo, desde el reencuentro con mi amada madre y hermanos, previo a la marcha hacia París, el mundo ahora era de color eleusino; sospecho que fue la primera vez que sentí tener verdadero arbitrio sobre las decisiones de mi vida. Pero, como sea que las cosas buenas se quieren retener para siempre siendo esto imposible, cuando se nos arrebatan sufrimos por el deseo de tenerlas.

    III

    Durante el 26 de mesidor del año III a. R., día de la salvia, el modesto carruaje en el que viajaba fue interceptado ―ya muy cercano al final de su trayecto― por fuerzas revolucionarias populares. El clima político en la capital no parecía nada sosegado y, según lo que pude escuchar, estaba a punto de acontecer un gran enfrentamiento. Habían logrado robar toneladas en armamento gracias a la permisividad de algunos colaboradores de la guardia. Recuerdo cómo, en mi jovencísima mentalidad, no entendí por qué querrían matar a los que, según los rebeldes, mataban. Uno termina por comprender que la imposición a los demás siempre puede justificarse si se buscan razones con suficiente alevosía. Sea como fuere, finalmente decidimos volver por recomendación de las milicias francesas. Hablo en plural porque mi tutor, que me acompañaba, decidió por mí. Yo acaté y fingí estar contrariado. Fue este mi primer contacto con personas disidentes, y tan razonables como erradas.

    La eterna travesía de vuelta comprometió mi ánimo por parsimoniosa y absurda. Me habían robado una ilusión, y también mis horas. Pero, a pesar de perderlas y no encontrarlas nunca, tuve tiempo suficiente de observar el mismo paisaje lineal con distinta iluminación, en contraria dirección y opuesto sentido. Era la misma lejanía que esa mañana, pero la imagen era otra. ¿Y si fueran aquellos páramos, ya escabrosos a la puesta de sol, los que no pude pisar ocho años atrás? Tampoco serían ya los mismos, pues el tiempo mantiene celosamente el mismo desapego con todas las entidades naturales. Esta fue la primera vez que pensé en lo abominable de la muerte y lo injusto de la vida. Imaginé entonces que cada elemento de mi anatomía se lividecía, y que a cada jalón equino sufrido en la cabina mi pálpito vital perdía su firme ritmo, mientras mis ojos se cerraban con la última de las luces de la tarde, de un verdor intenso y fugaz.

    Puesto que mi consciencia estaba a medio camino de lo onírico, la percepción del cuerpo había cambiado por completo. Lo describiría como una palidez de lo vivo frente a lo inerte, como el irremediable triunfo de la muerte sobre el orden cárnico y como un rechazo a tu propio ser. No pude encontrar ninguna razón para volver, aunque terminé volviendo. A eso es a lo que se le llama vivir, por supuesto.

    Desperté muy lentamente en completa oscuridad, aliviada únicamente por los astros mayores de la noche. Al estar aún muy entumecido, mis sentidos no terminaban de encontrar la vigilia. Todos a excepción del oído, pues el jadeo deshonroso de los caballos era a todas luces lo más llamativo de la escena. Pude comprobar a lo largo de mi vida cómo los fenómenos menos inteligentes son los más ruidosos. Por ejemplo, la erupción de un volcán o el estruendo de una tormenta son procesos carentes de libertad, que se ven abocados a ser, por lo que no pueden ser inteligentes. Después, las bestias y los estúpidos compiten, sin saberlo, por ser el animal más molestoso. Por último, la entidad más silenciosa suele ser aquella que es buena conocedora de las consecuencias del ruido. Pero no se confundan: los inteligentes jamás seremos nosotros, pues, por más que aprendí y estudié, en toda mi vida dejé de sentirme como aquel caballo tirando de una cabina; sin siquiera saber por qué estoy haciéndolo. Todos nosotros estamos sometidos a las mismas leyes biológicas y de la física, que nos delimitan y que de mil variadas maneras mutilan nuestra libertad. No creo

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