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Del Circo Hermanos Muerte: Secretos
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Del Circo Hermanos Muerte: Secretos
Libro electrónico319 páginas4 horas

Del Circo Hermanos Muerte: Secretos

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DEL CIRCO HERMANOS MUERTE: SECRETOS. El escritor Rudy S. Almorán ha desaparecido, sin dejar más rastro que un manuscrito en el que devela la escabrosa intimidad de los personajes extravagantes que pueblan un circo extraño. Colman las páginas relatos engarzados, de artistas, dioses y magia, de crímenes y traiciones; pero también hay en ellas amor y esperanza y, a lo mejor, las claves para que el lector descubra el oscuro destino del autor... Aunque para ello deba dar con otras inquietudes: ¿Cuál es el secreto de la sobrenatural longevidad de algunas de las artistas? ¿Podrá salvar el mago a la diosa del mar? ¿Ocultará la dueña sus manos manchadas de sangre? ¿En verdad hay un demonio redimido? ¿Qué tiene que ver la china cuentacuentos con el día de la resurrección? ¿Por qué la domadora se comporta así? ¿En qué consiste la nostalgia de la contorsionista mulata? ¿Qué hay de los libros malditos y el templo en el desierto? ¿Quién es Muerte en realidad? ¿Qué busca la bruja gótica? ¿Qué tienen que ver la trapecista y la equilibrista con el escritor? ¿Quién se oculta en la librería? Quizá en los sombríos significados de palabras y gestos, o de algún nombre propio, estén las respuestas a tales interrogantes... Será el lector atento el que ponga punto final a este libro.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 abr 2020
ISBN9780463777886
Del Circo Hermanos Muerte: Secretos
Autor

Francisco Vallejo Fernández

Francisco Vallejo Fernández, autor del libro "Del Circo Hermanos Muerte: Secretos", primer volumen de la serie Delirium Dei. Nacido en San José, Costa Rica. Licenciado en Derecho, egresado de la Universidad de Costa Rica. Desde el año 2000 ha publicado relatos en distintas antologías, así como en revistas digitales.El día 5 de febrero del año 2020, el libro fue presentado oficialmente en el Instituto Cultural de México en Costa Rica, por los reconocidos escritores José León Sánchez y Adrián Díaz, quienes valoraron muy positivamente la calidad literaria de la obra, recomendando su lectura como imprescindible.

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    Del Circo Hermanos Muerte - Francisco Vallejo Fernández

    Al tercer día de la desaparición de nuestro colaborador, Rudy S. Almorán, en circunstancias aún no esclarecidas, recibimos, sin fecha ni remitente, el manuscrito suyo que aquí se transcribe. Se conforma de relatos narrados por distintas voces, que develan relaciones de personajes y situaciones.

    En apariencia, Rudy quiso hacer un estudio alegórico de la muerte como soledad última del alma, a través de la inquietante vida en el circo, lo que arroja alguna luz sobre su estado mental y emocional para aquellas fechas y, a lo mejor, de su destino final, el cual tememos… Quizá usted, atento lector, logre desentrañarlo en las siguientes páginas.

    Nos damos a la tarea de publicarlas a manera de tributo para Rudy, esperando que, de estar aún entre nosotros, sepa regresar a quienes lo extrañan. Sabemos que en estos confusos tiempos finales han acontecido cosas impensables, por lo que conservamos la buena esperanza de verlo otra vez.

    Así sea…

    I-ÁNGEL DE RESURRECCIÓN

    El elefante agonizaba volcado sobre el asfalto, entre la iglesia y el parque. El escaso tráfico detenido, y yo mirándolo desde la acera con mis ojos de niño, en un lluvioso suburbio latinoamericano desacostumbrado a tales criaturas y circunstancias. Es uno de los recuerdos más antiguos que llevo conmigo, por momentos, tan confuso como un sueño.

    Evoco a la delicada muchacha que, dolida, le acariciaba la panza para darle consuelo, trataba de hacerle sentir en sus últimos momentos que no estaba solo bajo el aguacero tropical, tan lejos de su tierra y hermanos. A veces, levantaba la trompa levemente, no sé si agradeciendo el gesto o intentando tomar aire, para luego dejarla caer sin esperanza.

    El circo había llegado minutos antes y los vecinos curiosos, entre ellos mis padres, provistos de sombrillas y paraguas, salieron a ver el tradicional desfile. Los coloridos payasos lo encabezaban, bromeaban con la gente que se arremolinaba en el cordón de la acera. Los rabiosos felinos se mostraban en jaulas sobre ruedas, tiradas por negros caballos percherones. Los malabaristas hacían maromas que finalizaban extendiendo los brazos para recibir el aplauso del gentío, cuando reventó el frío mundo de agua.

    Un grupo de músicos empapados amenizaba el carnaval, mientras pasaban blancos corceles montados por elegantes jinetes que saludaban al público y, cerrándolo, tres elefantes poderosos. La joven montada sobre el líder, el más grande. No lo vi caer, cuando mis ojos lo descubrieron estaba tendido en el asfalto, cercado por la hediondez de las boñigas. Alguien dijo que se le atoró en la garganta una bolsa plástica que le acercaron con maní.

    Quien hablaba decía que aquellos monstruos la tenían muy estrecha, pero no creo que fuera cierto. Otro culpaba a la lluvia, «agua mala», murmuraba. Durante los últimos meses el diluvio había causado inundaciones, acabado con viviendas y cosechas por igual. Ahora dudo si fue mi padre el que dijo aquellas cosas, dolido ante el sufrimiento del animal. Resulta difícil separar fantasía de realidad con recuerdos tan remotos.

    Fuera cual fuera la causa, fue sepultado en el basurero municipal, aunque no tengo idea de cómo fue removido del parque, donde el gentío curioso se arremolinaba viéndolo agonizar. La mayoría en silencio, pesarosa, viviendo un signo de tiempos oscuros.

    Solía ir de la mano de mi madre a la que le fascinaba la magia del circo. Ahora pienso que, por entonces, ella también debía ser una niña llena de ilusión, aunque lucía, a mis ojos de pocos años, tremendamente grande. Recuerdo tablas superpuestas entre charcos que conectaban las carpas y el rugido de motocicletas en una esfera de metal.

    El espacio interior se me hacía enorme, cerraba los ojos cuando los trapecistas daban aquellos saltos vertiginosos. Me atemorizaban los vacíos entre las tablas de las graderías, llenas a reventar, pero sentía mucha paz al percibir a mi madre apretando mi pequeña mano. Ingenuamente la sentía eterna dando por sentado que siempre estaría para mí.

    Es tan difícil recordar en detalle aquellos años, como si una parte de nuestra vida se perdiera, quizás la más valiosa, donde todo era perfecto y estábamos ajenos a la tiránica maldad del mundo, al decepcionante conocimiento de la muerte. Seguramente, aquel elefante agonizante en el asfalto fue la primera experiencia mortal que tuve, aunque no resultó suficiente para romper el mágico escudo de la inocencia.

    Tiempo después, siendo ya un adulto, cuando mis padres habían muerto, regresé al circo, aunque no era igual, sin ellos no se sentía de la misma manera. Este se ubicaba en un enorme terreno baldío al final de la calle Lombardo. Algunos decían que aquel campo alguna vez fue un cementerio indígena y, por eso, durante años nadie se atrevió a construir ahí.

    La calle estrecha pertenecía al antiguo pueblo, alguna vez muy próspero a causa de un milagroso falo espinado que atrajo ricos visitantes, según contaban los más viejos, pero aquello duró poco. Luego fue convertido en suburbio de Ciudad Nueva, a la que me mudé iniciando la adolescencia, y en cuyo centro vivo hasta hoy, tras terminar mi última relación, sin más compañía que los libros que escribo y no termino.

    Era una mañana de sol, caminaba entre las viejas carpas mayormente azules saboreando un algodón de azúcar. Pensaba que, a lo mejor, el destino de un escritor era estar solo con la complejidad de su alma. Cercano se escuchaba el rugido del león y la risa hipócrita de las hienas. Me acerqué al elefante atado a una frágil estaca, se miraba tan pacífico, tan cansado de aquel destierro forzado. Me recordó al otro, al muerto en el parque, tan lejano en el tiempo.

    —¿Le gustan los paquidermos? —La súbita pregunta matizada por un raro acento oriental. Me volví hacia la voz y distinguí una vibrante mujer de negros ojos rasgados y pelo lacio oscuro. El sol le iluminaba el rostro de frente jugueteando en el intenso escarlata de sus labios.

    Sonreí maravillado. Después, vi que ella provocaba la misma reacción en todos los que la rodeaban. Era etérea como un ángel y penetrante como una lanza. —Me causan ternura, recuerdos de la niñez —dije sincerándome. Ella vestía falda corta y botas blancas, era extraño que no se ensuciara en aquel polvazal. A nuestro alrededor los tramoyistas apurados preparaban los aparejos para la primera función del día, y vi a la que, supe después, era la dueña girando instrucciones junto a un hombre alto.

    —¿Trabaja aquí? —pregunté a la asiática, pero sonó un petardo y el animal barritó nervioso. Ella se le arrimó—. Tranquilo, tranquilo —le susurró dulcemente cerca de la oreja y le puso la mano en el cuello. Sentí que un breve resplandor se desprendía de ella, seguramente el sol jugando entre los dedos, me figuré.

    —Sí, soy parte del circo. —Su sonrisa tan blanca era un suave laberinto de luz que me confundía.

    —¿Y participa en algún número? —Ella volvió a sonreír. Su nariz era minúscula y su rostro redondo, de pómulos altos y hermosos. No tendría más de veinticuatro años—. Sí, en aquella pequeña carpa, por algunas monedas le contaré una historia y mi relato será tan poderoso que verá y sentirá los hechos narrados con sus ojos y su propia piel. —Y tras terminar la golosina la seguí a la carpa; la hubiera seguido al infierno si me lo hubiera pedido.

    En la penumbra interior distinguí dos rústicos bancos separados por una pequeña mesa en la que brillaba un cirio. Me invitó a sentarme. Tomó mi mano y sentí un suave estremecimiento a su contacto. Una peregrina felicidad olvidada en la lejanía del tiempo. Comenzó a hablar y, efectivamente, fui transportado por la paz de su voz hipnótica.

    Relató que alguna vez un monstruoso reptil alado revoloteó voraz en el patio mayor del palacio del Dalai, en las frías montañas del Himalaya, en el distante Tíbet, al otro lado de la India. Los monjes agitados lo vieron devorar los restos de un buey, para luego alzar el vuelo y desaparecer entre los fríos picos nevados.

    —Aquella noche rara fue una señal del fin de los tiempos. Todos se preguntaban cómo y por qué había llegado ahí aquella bestia prehistórica, extinta millones de años atrás. Tiempo después se develó el misterio.

    Yo podía ver las frías montañas, la fortaleza entrampada por acantilados abismales, los asustados monjes tibetanos y el sangriento reptil emplumado al levantar el vuelo. Podía sentir el frío de la hora, la extrañeza del momento, el temor reverencial de los presentes.

    Dijo que el Dalai, en el exilio, conocía la respuesta para tal misterio. Una niña sagrada habitaba alguna de las casas del poblado vecino. Recién nacida, su madre alarmada notó que al tocar una hormiga se duplicaba, y al volverlas a tocar se multiplicaban. Luego, al tantear animales algo más grandes pasaban cosas horribles, se materializaban miembros descarnados, patas, colas, huesos cubiertos de vísceras y sangre, y, alguna vez, un pequeño corazón de conejo palpitante.

    Conforme fue creciendo su poder pareció ampliarse. Las criaturas que manipulaba comenzaron a multiplicarse íntegramente, solo que no semejaban múltiplos exactos del animal tocado. En una ocasión, al acariciar un perro blanco, apareció uno moteado de la misma raza. Al verlo el abuelo lo reconoció como la mascota que tuvo de niño. ¡El tocado era descendiente de aquél!

    Entonces, con horror al principio y esperanza después, entendieron que la niña al palpar a los descendientes, milagrosamente, traía de vuelta a sus antepasados; pero ¿podría hacerlo a voluntad? Infinidad de veces entró en contacto con otros animales y el fenómeno no siempre se dio, y tampoco había traído ningún ancestro de la familia. Sin embargo, el abuelo quiso ver los ojos de su padre, otra vez, y las manos de su madre.

    En la infancia ella no sintió extrañeza de su don, pues le era algo natural. De adolescente, ante el silencio de la familia, y al comprender que nadie más hacía lo que ella, comenzó a sentirse rara, diferente al resto, excluida en ocasiones. Si ya era difícil ser parte de una minoría cristiana en el Tíbet, se tornaba peor teniendo una habilidad como la suya.

    Cuando el abuelo con lágrimas en los ojos insistió que lo tocara, cuando tuvo esa loca idea de querer ver a sus padres, ella sintió horror. Llorando le dijo a la madre que no quería ver gente muerta, que no deseaba traerlos de sus tumbas. La madre le explicó que poseía el don de la resurrección, que el Creador tenía un propósito para ella y debía aceptar su divina voluntad.

    Finalmente cedió y se concentró profundamente, pero no aconteció nada. El anciano se mostró defraudado, rabioso con ella. Sin embargo, aquella noche llamaron a la puerta del humilde hogar y él pudo verlos, llenos de lodo, con las uñas sangrantes por el esfuerzo al salir de las tumbas. Lloró de alegría, pero había algo raro en ellos, parecía que sus almas estuvieran incompletas. El abuelo no aguantó la impresión y murió. La madre, pese al dolor, al ver lo acontecido con los ancestros prefirió dejarlo partir tranquilamente, sin pedir la intervención de la muchacha.

    Algún vecino descubrió el secreto y pronto su casa se llenó de gente que quería revivir a sus muertos. Le imploraban que los tocara, la acosaban a todas horas, y su don se trastocó en maldición. Cuando cumplió catorce años llegaron monjes tibetanos surgidos del oscuro frío de la nieve, con sus cantos extraños y sus vestimentas naranjas. Le hablaron de un deber celestial y de duros años enclaustrada dedicados a la meditación trascendental.

    Horrorizada ante aquel solitario destino huyó buscando la alegría del mundo y, desde entonces, no se ha vuelto a saber de ella, nadie en la aldea del Tíbet se imagina dónde se oculta aquel joven ángel capaz de regresar los muertos a la vida…

    Así, la oriental finalizó su relato. Yo había visto y sentido todo cuanto me dijo. Se ganó las monedas que le di, aunque estaba un tanto desencantado por no conocer el final de la historia, el destino de la muchacha. Deseé que no soltara mi mano; la suya me recordaba otra perdida en el tiempo, la que ya no volvería a sentir nunca más. Ella pareció notar tristeza en mi mirada. —No pierda su fe, recuerde que estamos en los días finales y ahora todo es posible. Solo debe perseverar en la esperanza; el momento llegará.

    Sus ojos rasgados eran grandes y profundos, quise besarla, pero interpuso su mano. —Lo siento, soy ajena a eso. —Me sentí un poco avergonzado, me retiré disculpándome y dándole las gracias—. ¿Cuál es su nombre? —pregunté al salir de la carpa. El sol hirió mis ojos con la intensidad de su resplandor. Una melodía alegre resonaba a lo lejos. Al recuperarme vi a un hombre pasar apurado, ataviado con un pañuelo gitano seguido por una chispeante rubiecita—. Ling-Tai —dijo la oriental poniéndose unos sedosos guantes blancos, su nombre pareció un conjuro mágico—. Significa muchas cosas relacionadas con la medicina, el alma, los espíritus y la muerte. En castellano me conocen por Resurrección Domínguez. —Y sonreí al sentir que se burlaba de mí.

    Me fui embargado de una enorme nostalgia, mientras pensaba en la historia recién escuchada, o vivida, para ser preciso. Evoqué la leyenda del Ángel de la Resurrección: en la catedral de Saint Finbar, en la ciudad irlandesa de Cork, yacía la escultura dorada de un ser celestial tocando dos flautas; se decía que el día que cayera sería el fin del mundo. «¡Qué lindo vivir el día de la resurrección de los muertos!», pensé más optimista, pero que hubiera un ángel en la tierra encargándose de eso, no era más que un relato fantástico ajeno al canon religioso.

    Cerca de la carpa principal distinguí una elástica mulata estirándose, seguramente se preparaba con vistas a la primera función, próxima a comenzar. Consideré comprar el tiquete de entrada pues vi la fila que ya se hacía para el ingreso, el sol rabioso seguía ardiendo y sentí algo de hambre. Iba por una manzana gratinada, cuando el sonoro barritar de un elefante me arrancó violentamente de mis cavilaciones.

    Sobresaltado me di vuelta pues lo tenía a mis espaldas. Era enorme, intimidante. El astro resplandecía tras él, semejando una corona solar, y me sentí avasallado por aquel rey africano elevado sobre las patas traseras. Se notaba sucio, polvoriento, con basura atascada en la piel rugosa, y manchas de líquidos espesos en el cuerpo. Los colmillos alargados con restos de neumáticos en ellos, las piernas, pesadas y fuertes, arrastraban cintas largas y rotas, con bolsas plásticas atoradas en las pesuñas.

    Unos tramoyistas se acercaron rápidamente para dominarlo. Alguno me empujó violentamente apartándome. Me había quedado inmóvil producto de mi sorpresa, pues aquella bestia se me hacía escalofriantemente conocida. Me sentí en una extraña pesadilla y miré hacia la tienda de la muchacha de rasgos orientales.

    Me observaba tranquila a la distancia. Recordé que, antes, acarició al otro ejemplar encadenado, evoqué su relato de la niña milagrosa, ángel de resurrección que traía de vuelta a los ancestros, y rememoré al elefante muerto en el asfalto del parque, sepultado en el basurero municipal años atrás, ¡aquella imponente masa parda!

    Comparé el joven rostro de la cuentista Ling-Tai con el de la niña de la historia, el estremecimiento ante el contacto de su mano en la mía, ¡su nombre castellanizado!, y sentí miedo, miedo de aquella mujer angelical...

    ¿Truco o realidad? No me quedé a investigar. Apurado me alejé de aquel demencial sitio, del temible Circo Hermanos Muerte, sin querer saber más del asunto, añorando tan solo el olvido y la ignorante seguridad de mi hogar.

    II-AMOR INMORTAL

    Los grandes amores son eternos porque duran poco; eso dicen. Generalmente, interrumpidos por la muerte, se inmortalizan en el más allá. Los amores que duran toda la vida, tristemente, pronto se olvidan. Hay una sombra de ironía en tal afirmación. No sé si el mío será inmortal, pero yo también viví un amor muy breve al que quisiera regresar, cuyo recuerdo vibrante me entrampa en las noches de insomnio.

    Nací en la espesura de la jungla, al arrullo de intensos tambores africanos durante una calurosa madrugada de invierno. Mi madre, en la creencia de su tribu, me consagró al astro lunar y me llamó Kamaria, que significa «semejante a la Luna». Mi padre, americano, me encomendó a un Cristo en el que no creía.

    Un hombre matizado por constantes contradicciones. Sus padres blancos fueron profundamente creyentes, pero optó por no creer. Amaba las costumbres de Occidente, sus lujos extraordinarios, las ropas elegantes y la rigurosidad del conocimiento científico; pero admiraba aún más la natural armonía de mi pueblo, la rudimentaria existencia de mis gentes, el empírico aprendizaje que da la diaria lucha por la supervivencia, y la añeja sabiduría de sus almas.

    De origen sureño, ambicionaba a las mujeres blancas; pero se enamoró de una negra y tuvo por hija una parda. Creció en una estable plantación algodonera de Luisiana, pero la abandonó tras la vida nómada del circo, para, después, afincarse en otra hacienda en el África septentrional.

    Me crie a la luz de su protección, al menos durante los primeros años que disfruté intensamente, y bajo la tutela de mi pueblo, con el amor de mi amada madre que me enseñó el valor de la libertad, la pasión por aquella tierra bravía y sin fronteras, de pocos, pero extensos ríos, vastos como el Nilo y el Congo.

    Ella cultivó en mí la creencia en un supremo Creador de todo cuanto existe y en el señorío de los espíritus en nuestro mundo, habitantes de las bestias y las cosas inanimadas. A los cinco años me enseñó a verlos y hablar con ellos.

    África era la música de la naturaleza, el nicho del sol, el corazón del mundo. África, el imperio del león, la antigua sabiduría del elefante, la sagacidad de las panteras y la veloz inquietud de las gacelas. Una inmensidad bañada por mares tranquilos y océanos revueltos, por golfos y lagos, a la vista de altos picos silenciosos, como el Batián en el monte Kenia o el volcán Kibo en el Kilimanjaro.

    Amaba al continente y sentía que el continente me amaba. Aquella tierra que se deshacía húmeda entre mis manos, bajo algún aguacero mortal de rayería interminable, de caudales desbordados y cosechas arruinadas, era mi propia sangre, la rica savia de la selva fundida en mí.

    Todo fue perfecto hasta que llegaron ellos, Darko y Dragan Ángel, hermanos de origen balcánico que adoraban la caza silvestre. Un mal día dejaron las ardientes costas del Mar Adriático y se embarcaron hacia el continente negro. Recorrieron las extensas junglas de Kenia, Tanzania y Uganda, y, libremente, dieron caza a variedad de animales: rinocerontes, leones y guepardos, ciervos e hipopótamos.

    Sumamente fornidos, se cuenta que luchaban con cocodrilos puñal en mano, cuerpo a cuerpo, y se liaban a puños con los osos del norte de África, ahora extintos, y en los follajes del Serengueti volcaban a los ardientes ñus con el poder de sus abrazos. Sus proezas encontraron eco entre las tribus que vieron en ellos a unos endemoniados; su apetito por la cacería nunca se saciaba, mataban inmisericordemente solo por diversión, por el placer de la sangre.

    Entre mi pueblo los hermanos Ángel fueron conocidos bajo el mote de los hermanos Muerte, por la pestilente negrura de sus almas. Lejos de enfadarse con aquel apodo, lo adoptaron y lo hicieron propio, a causa de un malentendido orgullo guerrero.

    Alguna vez conocieron a mi padre, de apellido Richardson, por entonces reconocido en América por ser empresario del mundo circense. Los contrató con el fin de que atraparan algunas bestias que embarcaría hacia el circo que financiaba. Que les pagaran por algo que disfrutaban hacer, les pareció fantástico a los granujas, que cometieron las peores atrocidades. Llena de lágrimas, a los siete años los vi matar una leona que protegía a sus cachorros, solo por robárselos.

    Como hija de Richardson recibí una adecuada educación occidental, pero crecí en la libertad de la hacienda africana. Con la inocencia de las bestias caminaba desnuda en los pastizales y convivía a diario con ellas, alimentándome de los frescos frutos de la tierra bajo el ardor sensual.

    Sin embargo, un día los hermanos Muerte discutieron fuertemente con mi padre, les debía algún dinero, según entendí. Al parecer no tenía para pagar las últimas piezas de caza, pues su buque mercante se había hundido frente al cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur del continente.

    Estaba en la ruina, no le quedaba por patrimonio más que el viejo Espectáculo Claridad en algún emplazamiento de América, manejado por un socio de confianza, y la hacienda en África que tendría que vender. Los hermanos lo obligaron a escriturar el circo a su nombre, mi padre, en su desesperación, se suicidó. Dragan había tomado especial afecto por mí, su «linda mulatita», me llamaba, por lo que me arrancó de mi madre, de la tribu antigua, del continente amado, llevándome con ellos a América. Por entonces, contaba yo doce años; si me preguntaran hoy dónde queda exactamente mi aldea, no sabría decirlo.

    —Pequeña, ¿añoras regresar? Deberás ganarte ese derecho —decía Dragan al verme desconsolada durante el viaje al nuevo mundo. Llegaron con los papeles firmados por mi padre y se adueñaron de todo el espectáculo, rebautizándolo Circo Hermanos Muerte. Lloré al ver los pobres animales enjaulados, la dignidad del elefante reducida a una cadena y una estaca que, intimidado por la violenta costumbre, no rompía. Sin embargo, también encontré gente afectuosa: el payaso Ayala, su familia de enanos, y me hice amiga de Eileen, una de las bellas trapecistas que tenía mi edad.

    Despreciaba a la joven domadora por el maltrato que daba a las bestias y me enamoré secretamente del hombre fuerte del circo, un apuesto yanqui de veinticinco años, diestro en las artes marciales, aprendidas de un inmigrante chino. Era flaco como una palmera seca, pero fuerte como un rinoceronte.

    Pasó algún tiempo y entré en la

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