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El revólver, el hacha y la faca
El revólver, el hacha y la faca
El revólver, el hacha y la faca
Libro electrónico724 páginas9 horas

El revólver, el hacha y la faca

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Un grupo de chicos homosexuales empoderados españoles y americanos se encuentra en San Francisco, tras viajar desde sus lugares de origen, en el Este americano y España por tierra y mar. En un momento en el que el Oeste está aún por colonizar, siendo una tierra sin ley, donde el poder del gobierno de Washington casi no se hace presente. Nuestros personajes se aprovechan de una tierra virgen e incluso del oro que se descubre en gran cantidad, no sin tener que pelear, matar y defenderse de una sociedad carca y violenta, que los acosan por su diferente opción sexual.
Es un anti western, porque se hace una revisión de todo lo contado por las películas del género por Hollywood, basándonos en los estereotipos y clichés que la industria cinematográfica ha creado para este tipo de largometrajes indios, vaqueros, soldados, caballos, vacas etc.
Aunque la diferencia de esta historia radica en la defensa de los nativos americanos y su tierra, la existencia de un Oeste queer en un mundo mayoritariamente masculino, la lucha contra la esclavitud y a favor de la mezcla interracial.
Destacar que es una novela canalla, en la que abunda el sexo y que aún tratando temas muy importantes y de cierta complejidad a veces el autor utiliza un lenguaje vulgar, rayando lo humorístico, para dar verisimilitud a la forma de tratarse de los gais, vaqueros y mineros, individuos las más de las veces sin la más mínima cultura, en una tierra cuya única ley es el revólver.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 mar 2024
ISBN9788410683068
El revólver, el hacha y la faca

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    El revólver, el hacha y la faca - Francisco Javier Romero Sánchez

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Francisco Javier Romero Sánchez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Ilustraciones: Antonio Carmona Vega

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-306-8

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    PREFACIO

    Es una novela de ficción cuya acción se desarrolla entre España y Estados Unidos en pleno siglo XIX. Los muchos personajes, con sus pocos medios, intentan sobrevivir en unos tiempos muy convulsos, pero en el que se crean las bases para todo lo que sucederá en el mundo en el siguiente.

    Entre el costumbrismo español, país donde existe una pequeña clase alta adinerada y el resto de la población sumida en una pobreza y analfabetismo extremos, con unos gobiernos continuamente en crisis, lo que hace que duren poco al frente de la consumida nación, que intenta mantener con poco éxito los restos de un imperio, que se desmorona, perdiendo su última colonia en América al final de siglo, dejándola en una tremenda bancarrota y una crisis profunda en todos los ámbitos de la vida.

    Frente a un Estados Unidos que se encuentra en plena expansión en su zona este, con una pujante clase alta y media; un gran contingente de inventores que, a lo largo del siglo, descubrirán el coche de combustión, la utilización del petróleo, la electricidad, los barcos a vapor y de hierro, el teléfono, las grandes líneas ferroviarias, etc. Y un oeste salvaje casi despoblado, sin ley, en el que sobrevivirá el que más rápido apriete el gatillo o utilice los puños. Pero que debido a la Ley del Destino Manifiesto y al descubrimiento de oro en Carolina del Norte y California, multitud de pioneros, tramperos, mineros o ganaderos emigrarán por tierra o mar en grandes oleadas humanas, arrinconando a los verdaderos pobladores de las inmensas praderas, los nativos americanos.

    El país no estará exento de conflictos en este momento de su casi incipiente nacimiento, una guerra civil de varios años que desangrará la nación, debido al intento de abolir la esclavitud por el norte, no siendo aceptado por los secesionistas estados sureños, que incluso llegan a matar al presidente Abraham Lincoln; otra con los nativos que acabarán perdiendo su libertad, siendo obligados a vivir en reservas donde la yerma tierra no permite crecer ni la más mínima brizna de hierba, por lo que su principal fuente de alimentación, los bisontes, no pueden subsistir en esos territorios, aunque serán también exterminados obscenamente a tiros por los blancos incluso de las grandes praderas. En las que ya no se verán más las enormes manadas de cientos de miles de estos animales emigrando por el inmenso oeste; una guerra con México al que al ganarla le usurparán una gran parte del país y una última con el minimizado imperio español, que con un atentado causus vellis le arrebatará Cuba, última colonia del continente, llegando a hundir los antiguos navíos de madera al ser atacados por los modernos de hierro de los estadounidenses.

    Un pequeño país como España, ya agotado por las continuas guerras para mantener un imperio en descomposición, cederá su hegemonía en el mundo a favor de Reino Unido y la incipiente nación.

    Varios personajes gais, por una u otra causa, emigran al oeste de Estados Unidos, en busca de nuevas oportunidades o huyendo de alguna mala experiencia con sus familias, justicia o vida personal, encontrándose en San Francisco. Allí, colaborando unos con otros consiguen sobrevivir e incluso triunfar en una ciudad a la que, a diario, llegan hombres de todo el mundo. Bailes gais, sexo, negocios, peleas, póker, indios, bandidos, renegados, vaqueros, pioneros y una frenética fiebre del oro que hará enriquecer a unos pocos y empobrecer a la mayoría coexisten en un mundo violento, donde el noventa por ciento de la población son hombres y el otro prostitutas y mujeres de los pioneros de estricta moralidad. Por lo que se puede concluir que donde hay muchos hombres y pocas mujeres, el sexo homosexual, rechazado socialmente, se incrementa en cantidades exponenciales. A diferencia de los nativos, que no conocían la propiedad privada, aceptaban perfectamente a los homosexuales e, incluso, permitían a las mujeres participar y votar en los consejos, siendo el origen del sufragio universal.

    Los muy varoniles mineros y vaqueros bailaban sin reparos entre ellos e incluso tenían un hombre que en la casa hacía las veces de esposa y figura femenina. Por eso, es un Anti-Western, porque intenta desmontar la historia de hombres machos, siempre rodeados de bellas mujeres y que no les va lo gay ni cuando llevan varios meses en los largos viajes de miles de millas a pie, en caravana o a caballo, según Hollywood o el espagueti western español.

    Por último, dedicamos el libro a todas aquellas mujeres cuyo único pecado fue enamorarse del hombre equivocado, teniendo que aguantar palizas, violencia vicaria, infidelidades e incluso, en el peor de los casos, siendo atiborradas de drogas, llevándolas muchas de las veces a la locura, diagnosticadas erróneamente de la supuesta enfermedad mental denominada histeria femenina, por la que esos maridos desalmados para quitárselas de encima las ingresan en psiquiátricos o, si son pobres, pueden llegar incluso a matarlas.

    .

    CAPÍTULO 1: CHICAGO

    —Hola, John.

    —¿Qué tal, Henri? Felicidades.

    —Gracias, señor.

    —Mozo, ve a ayudar a las damas a bajar del coche y cúbrelas con este paraguas.

    —Sí, jefe.

    —Pase usted y sus amigos, le he reservado la mesa de siempre. Por cierto, ¿sus padres?

    —En casa, ellos tienen una cena de compromiso, el mío, pero sin mí, ja, ja, ja.

    —Ah, vayamos a su mesa. ya tienen preparado su champagne preferido y al chef con las ostras y varios entrantes.

    —Muy bien, Henri, tome una propina por lo bien que nos trata siempre a mí y a mis amigos.

    —Gracias, señor. Cuando vea a su padre, lo felicita de mi parte.

    —Bueno, lo siento, si eso le hace feliz, va a ser que no.

    El gerente de la más lujosa sala de fiestas de Chicago hizo como que no se había enterado y los llevó a la mesa. En su casa, el padre de John estaba arreglado para la cena de compromiso, con reloj de bolsillo y gemelos de oro, de gran peso y de dudoso gusto por el intenso barroquismo en el tallado, entró sin llamar a la habitación de su mujer Madeleine, que se encontraba acostada en la cama, sin arreglarse.

    —¿Cómo es que no estás preparándote para la cena?

    —Lo siento, tengo mucha jaqueca, no me puedo levantar.

    —¿Qué? ¿Intentas dejarme en ridículo delante de la prometida de John y de su familia de banqueros?

    —Primero, mi hijo se ha ido, no va a asistir y, segundo, yo no aguanto a esos impertinentes y maleducados nuevos ricos.

    El marido, de un manotazo, tiró todos los productos de belleza y utensilios que se encontraban encima de la coqueta para el aseo de Madeleine, rompiendo de la furia el espejo, tal fue el ruido formado que como una exhalación apareció Nanny.

    —¿Qué ha sucedido, señores?

    —Fuera de aquí, negra entrometida, estoy harto de tus encubrimientos y mentiras hacia mí. Cualquier día te vendo con varios de los esclavos inútiles que os aprovecháis de la toxicómana esta miserable y pastillera. Ve a la habitación de John y comprueba si es verdad que se ha ido. Y tú —añadió girándose hacia su mujer, ya puedes arreglarte o, si no, bajarás en bata con esa pinta de loca que tienes, aunque te tenga que arrastrar de los pelos escaleras abajo y cuidado con dejarme en ridículo delante de mis amigos.

    Llegaron los invitados con la hija casadera, de nombre Alice, teniendo que disculpar la ausencia de John, alegando motivos de trabajo urgente en otra ciudad. Madeleine, casi sin probar bocado, peinada y arreglada por Nanny, se mantenía callada, mientras los familiares de la susodicha prometida comían y bebían, alabando entre rumia y rumia, más que entre bocado y bocado, la plata y repujado de la cubertería y la fina vajilla con los adornos grabados en oro.

    —Pero, futura suegra, habla usted muy poco.

    —Déjala, Alice, ella no es de hablar mucho.

    —Perdone, solo quería entablar una conversación amistosa, no quería importunarla.

    Mientras, Madeleine se miraba en el barroco espejo del salón, en el que se reflejaba su cara en otros tiempos feliz y bella junto a la de su marido pintado por un artista de medio pelo y que se encontraba a sus espaldas presidiendo el enorme salón, convertido desde el primer momento de la boda en su peor verdugo.

    En la gran sala de fiestas se aproximaba la medianoche, el momento de abandonar el viejo año, para dar entrada a uno nuevo, así que el maestro de ceremonias alzó su copa de champagne, invitando a hacerlo a todos comenzando la cuenta atrás:

    —¡10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2,1… ¡Feliz Año Nuevo 1848! ¡Brindemos por todo lo bueno que nos deparará este nuevo tiempo en los negocios! ¡Por el oro encontrado en Carolina del Norte y en California!

    —John, vamos al lavabo a tomar el elixir con la nueva droga que te has agenciado, no seas rata y compártelo.

    —Venga, Ronald, ya tardabas. ¿Venís con nosotros?

    —Yo también.

    —Nosotras pasamos, ya estamos muy cargadas.

    —Pues os vais a perder el mayor estimulante de todo Chicago, solo al alcance de los ricachones, traído directamente de Sudamérica, fabricado a base de hojas de una planta de nombre coca.

    —Cómo eres, John, capaz de mover lo que sea para obtener todo lo mejor.

    —Es lo que tiene odiar al hombre más rico de este estado, me tendré que gastar su sucio dinero en vicios, ja, ja, ja.

    —Ten cuidado y no os paséis, tu padre ya te ha avisado varias veces, cualquier día cumple su promesa y te retira la asignación o, peor, te manda al ejército, ya te ha amenazado muchas veces con esos castigos por tus muchas pasadas.

    —No seas aguafiestas, Adeline.

    —Ese viejo avaro vive en sus mundos imaginarios, cree que nosotros tres estamos enrollados con vosotras, ja, ja, ja.

    —John, esa mentira cada día cuela menos.

    —Nos vamos, al final, como siempre, nos vas a amargar la noche y estamos comenzando un nuevo año con muy buenas perspectivas, donde todo cambiará para mejor, estoy seguro.

    —Pero ¿qué va a cambiar en vuestras vidas, la cantidad de alcohol, droga o sexo? Si sois unos auténticos viciosos, unos verdaderos vividores conocidos en los bajos fondos de esta podrida ciudad.

    —Vale, Adeline, ni en Año Nuevo dejas de ser un pájaro de mal agüero.

    —Joder, vámonos ya, esta Adeline todo lo que tiene de guapa, lo tiene de cargante.

    —Allá tú, John, sabes que te quiero mucho y te lo digo por tu bien.

    —Venga, si quieres, te doy un repaso en los servicios, si es lo que deseas.

    —Eres un mal amigo, no sé ni por qué salgo contigo y con estas compañías que te ríen las gracias por tu dinero.

    —¿Nosotros? Somos sus verdaderos y casi únicos amigos.

    —Vosotros no le lleváis la contraria por motivos egoístas, si no fuese el hijo del hombre más rico y poderoso de Chicago ya habríais pasado de él.

    —Dejadla, amigos, vamos a por nuestra particular dosis del elixir mágico, hoy es Año Nuevo y tengo en mi bolsillo lo mejor para colocarnos de este maldito lugar.

    —Sí, John, dejemos a esta pava, que no sabe ni divertirse en estas fiestas tan señaladas.

    Se fueron a los servicios los tres amigos a drogarse, cuando orinando había un guapo joven de unos treinta años. Los chicos, muy revueltos a causa de todo lo ingerido, intentaron ligárselo, cuando violentamente cogió por el cuello al que más cerca tenía, gritándole para, sin darse cuenta, sacarse una pistola y ponérsela en el pecho.

    —¡Yo no soy maricón, capullos!

    Mientras los dos amigos se apresuraron a ayudarle, cuando ya lo tenía levantado un palmo del suelo, lo soltó por el ataque de los otros dos y salió de los servicios refunfuñando insultos contra, según él, el grupo de invertidos. Ellos, muy colocados, rieron a carcajadas, mosqueando más, si cabe, al atractivo macho que, en voz alta, seguía amenazándolos.

    —Qué pena que a estos sitios tan exclusivos solo se puedan traer armas pequeñas y no un buen revólver, capullos.

    Mientras los tres le seguían gritando:

    —¡Hombretón, no te asustes y móntanos a los tres como seguro lo harán tus sementales a las yeguas!

    —Maricas, malnacidos, ¡deberíais estar en la cárcel! —Se secó las manos y abandonó precipitadamente los servicios.

    Regresaron con sus amigas muy excitados por el encontronazo.

    —Joder, yo me hubiera dejado pegar por ese hombretón si antes me hace el amor.

    —Hija, tú siempre tan arrastrada.

    —Pero ¿qué ha pasado, que venís tan escandalosas?

    —Adeline, que a Robert lo ha tocado el hombre más erótico de esta aburrida sala.

    —¿Tocado, nada más? Me ha levantado del suelo como un pelele, con lo grande que soy, aunque me quisiera pegar estoy enamorado de sus ojos negros, de sus enormes pectorales debajo de su inmaculado esmoquin, de su paquete y de esa enorme herramienta que lució mientras meaba.

    —Sois incorregibles, cualquier día encontraréis vuestro merecido.

    —Sí, pero antes que nos penetren.

    —John, ya es casi de día, nosotras tres nos vamos.

    —Nosotros también, pero no a casa.

    —Ya me lo imagino, seguro que os vais al parque central en busca de hombres.

    —Cómo nos conoces, Adeline.

    —¿Pero no habéis tenido ya suficiente fiesta por hoy?

    —Qué va, empezar el año sin sexo es un signo de mal augurio.

    —Entonces, ¿nosotras vamos a tener mala suerte?

    —Ya sabéis lo que se dice los hombres, que somos más promiscuos, y los maricas aún más.

    —Vete a la mierda, John, mañana me avisas para que te anime de tu bajón de drogas, alcohol y sexo indiscriminado, que te diré que no.

    —Sabes, mi bella amiga, que te tengo en mis redes y a estos enormes ojos azules no puedes negarles nada.

    —Eres un abusón, te aprovechas de mí.

    —Es lo que tiene ser dueño de tu corazón.

    —Vete a la mierda, engreído.

    John la besó en sus finos labios rojos mientras la envolvía con sus fuertes brazos, recibiendo la enamorada Adeline el calor del joven en la helada noche de Chicago.

    —Anda, tonta, sé que me amas y, si me gustaran las mujeres, te haría mi esposa, pero sabes que la única en mi vida es mi bella madre, es la que ocupa por completo mi corazón.

    —Debería dejar de verte, niño malcriado, eres un cínico y te aprovechas de mi debilidad.

    Las tres jóvenes tomaron un carruaje, mientras los chicos, ya clareando el día, se encaminaron a lo más intrincado del parque, donde diversos hombres hacían sexo entre la foresta, se separaron, encontrando John que ligaba mucho, un corpulento muchacho que se tocaba ardorosamente la bragueta, dejando evidenciar una enorme sorpresa. Ambos se fueron aproximando disimuladamente, como si no les interesara lo que el otro ofrecía, hasta que el bello John le cogió el paquete, recibiendo el potente abrazo y beso con lengua del brutal joven. Se unieron en una vorágine de caricias, besos y penetraciones, hasta que los dos, sudorosos, bajo una copiosa nevada se separaron yéndose cada uno por su lado, como si el sexo salvaje debajo de la alta araucaria nunca hubiese existido, ni nombres, ni palabras, ni siquiera una caricia, solo el deseo más primario bajo la intensa nevada de Año Nuevo entre las tétricas sombras de la gélida noche invernal. John más relajado, fue en busca de sus amigos, que también habían tenido los mismos encuentros anónimos.

    —Chicos, me apetece opio. ¿Vamos al fumadero en Chinatown?

    —No tienes fin, John ,siempre nos arrastras a tus tremendos excesos.

    —O venís o me voy solo, no tengo ganas de ver el bigote de mi padre maldiciendo el día que engendró a tan depravado hijo.

    —Te acompañamos, en nuestras casas nos espera lo mismo.

    —Hombre. Ronald, lo mismo no, él si no quiere verlo en esa mansión enorme donde vive puede evitar tropezarse con él, pero tú y yo en nuestros cutres apartamentos de las afueras de la ciudad nos los encontramos siempre, incluso mi padre tiene una vara con la que me pega al grito de «maricón» y «degenerado». Cualquier día acabaré con ese viejo cristiano irlandés.

    —Ja, ja, ja, bonita, pero si tu padre mide dos metros, es boxeador y estibador del puerto, antes te hace carne picada.

    —Mal amigo, porque vas muy bebido y drogado, si no, te arañaría.

    —No ves como jamás podrás evitar los palos del bruto de tu padre.

    —Mirad, maricas pobretonas, dejaos de tantas chorradas, paremos un carruaje y vayamos a fumar, necesito estar más drogado aún, hace mucho frío en esta jodida ciudad.

    —Oye, niñata rica, porque nos pagues las juergas y nos hayas prestado los esmóquines y zapatos no tienes derecho a insultarnos.

    —A mí sí, es mejor ser amigo de un rico que de los pobres desarrapados de tu calle.

    —Pero, Ronald, debemos tener algo de dignidad.

    —Sí, ahora con una buena pipa del mejor opio.

    —Chicos, os quiero, solo os lo he dicho de broma, somos amigas, ¿no?

    Ok, guapa, tu padre tiene la pasta y nosotras dos te ayudamos a gastarla, ja, ja, ja.

    —Encantado de que me ayudéis a tal fin.

    Llegaron al barrio chino, entrando al fumadero, donde se reunía lo más granado y no de la gran ciudad, aquellos que no querían que la fiesta acabara en los estirados y lujosos clubs, sobre todo teniendo que regresar, tras sus cierres, a una vida que no estaba dispuesta a aceptar su condición sexual. Muy bebidos, drogados y fumados se largaron a sus casas, pues ya solo había abiertas cafeterías en las que las familias tomaban chocolate y dulces tras la tediosa y repetitiva noche. Señoras con grandes joyones, con algún que otro postizo algo caído, labios de carmín de colores imposibles y caballeros con chisteras y esmóquines que parecían más enterradores que hombres de negocios pedían su bebida caliente para, luego, llegar a casa contando mil inventos de la mágica noche del fin de año.

    —Hola, John. ¡Vaya hora de volver!

    —No me riñas hermosa Nanny, que te quiero mucho.

    —No seas zalamero, niño, cualquier día no te cubriré más.

    —No me lo creo, tú me has criado y mimado, me amas como a tu verdadero hijo.

    —Anda, sube por las escaleras de servicio, tu padre está en casa y, como siempre, no de muy buen humor.

    —Y mi madre, ¿dónde está? quiero darle un beso y felicitarle el Año Nuevo.

    —En su dormitorio, y ¿a tu padre no?

    —A ese ogro que le zurzan, me odia.

    —No seas así, niño, cualquier día te manda al oeste o al ejército a luchar contra esos malditos demonios pieles rojas.

    —No los insultes, son también seres humanos, luchan por conservar sus tierras y proteger a sus familias.

    —Anda, no me comas la oreja, para ser humano hay que ser hijo de Dios y esos salvajes no saben ni quién es.

    —Uff vaya, con el dolor de cabeza que tengo no puedo rebatir tus argumentos de exaltada religiosa.

    —No me insultes que yo te he amamantado y cambiado los pañales, desagradecido, puedo contar cómo es tu reblancuñio culo y blanca minina.

    John, cariñosamente, le dio un beso, cambiando el rostro de su amada Nanny por una larga sonrisa de amor.

    —Anda, ve y saluda a tu madre, está sola, como siempre.

    Subió por la escalera de servicio para no encontrarse con su padre, su estado actual no era el mejor para tener un rifirrafe de desaprobación, ni lo deseaba, ni siquiera ya, después de muchas trifulcas, le importaba lo más mínimo. Llamó a la puerta, permitiéndole su hermosa progenitora entrar.

    —Hola, madre. ¿Todavía acostada?

    —No me encuentro muy bien y no deseo estar cerca de tu padre, lleva toda la mañana de mal humor por tu ausencia.

    —Un beso, feliz Año Nuevo, te he traído un ramo de tus rosas blancas favoritas.

    —Son preciosas, John, pero, si me quieres tanto, ¿por qué nos das tantos disgustos? He tenido que cenar con esa impostada familia, incluso ha venido tu futura prometida, la bella Alice, todos han preguntado por ti.

    —Ya os he dicho que no me gusta, que por mucho que arregléis nuestro compromiso, yo me niego.

    —Hijo, yo te quiero mucho y siempre te protegeré ante tu padre, pero él está empeñado en casarte con ella, será muy difícil y doloroso para todos que la repudies.

    —Sabes cómo soy, nunca cambiaré, es mi diferente condición.

    —¿Ni por tu querida madre lo harías?

    —Eres, con mi Nanny, las únicas mujeres que quiero, con eso me basta por parte del sexo femenino.

    —Hijo mío, vas a acabar con mi delicado estado de salud, cada uno tenemos un sitio en esta sociedad y debemos aceptarlo con resignación.

    —Lo siento, madre, por mucho que te ame, no puedo cambiar.

    —Pero será una vida muy complicada para ti.

    —Afrontaré lo bueno y lo malo que me depare el destino, me voy a mi habitación a dormir.

    —¿Pero no vas a felicitar a tu padre, ni en Año Nuevo?

    —A ese monstruo que lo felicite el pastor.

    —Cómo eres, hijo, me dejas abrumada.

    —No te preocupes, aunque me veas vulnerable, sé cuidarme.

    —Ten cuidado, por lo menos, abandona los excesos.

    La besó en las mejillas, cogiendo suavemente sus delicadas manos y se fue a dormir entrando por la zona del servicio para que no lo vieran.

    John se levantó tarde, llamó a su Nanny.

    —Prepárame el baño, voy a salir.

    —Pero, niño, debes cumplir con tu padre, cada vez que paso por la salita de estar hay más restos de puros y la botella de whisky está más vacía.

    —Que le den a ese idiota nuevo rico, el dinero era de mi madre y él se casó para ascender socialmente.

    —No hables así, es tu padre y el dueño de todo, mío e incluso de tu madre, si no lo saludas, lo ofenderás y lo pagará con quien tu más quieres.

    —Si lo veo, discutiremos como siempre, será lo mismo; además, eres muy insolente.

    —Niño, no me maltrates, tu madre te parió, pero yo te salvé la vida amamantándote cuando tu progenitora agotada, por el duro parto y la multitud de tranquilizantes, se quedó seca.

    —Siempre con lo mismo, tráeme los utensilios de aseo, que me tengo que afeitar.

    —Vale, amo.

    —No te pases, Nanny, sabes que te quiero mucho, pero no eres más que una esclava.

    —Sí, mi niño, perdona, mi amor de nodriza algunas veces me hace olvidar lo que realmente soy.

    —De todos modos, te quiero mucho, perdona, pero la resaca y ese maldito padre me sacan de quicio.

    —Si no desea nada más el señorito, me retiro.

    John, trajeado, engominado y con su mejor perfume pidió un coche largándose, como siempre, por la puerta de atrás.

    —Cochero, lléveme a este número de North Lawndale.

    —Pero, caballero, ese barrio es muy peligroso para un joven de bien como usted.

    —Le he dicho que me lleve o cojo otro coche.

    —No se preocupe, lo llevo.

    El cochero enfiló la lujosa avenida donde vivía John para, después de ir dejando atrás los barrios más lujosos de la ciudad, llegar a su destino. Un distrito de edificios semiderruidos, negros sentados sin nada que hacer en las escaleras de salida de los sucios portales, callejas inmundas repletas de basura, ratas y mucho trapicheo de personajes con muy malas pintas que negociaban con personas bien arregladas, sentadas dentro de sus lujosos coches, la compra de algún estupefaciente.

    —Tome, cochero, su dinero.

    —Por última vez, ¿lo devuelvo a su mundo?

    —Qué pesado eres, la próxima vez que te vea, no te contrato, por plasta.

    —Yo lo he intentado. Hasta pronto, señorito.

    John subió los cuatro escalones de la entrada esquivando a varios negros que lo miraban de arriba abajo, sabiendo que ese dandi iba al apartamento de la sexta planta número 224 en busca de sexo invertido, ellos estaban sobornados por el dueño para avisar si aparecía la Policía o algunos de los delincuentes del peligroso barrio intentaba asaltar a sus elegantes clientes.

    —Hola, John.

    —¿Qué tal, zorra?

    —Bien, aquí, como siempre, vigilando que estos chulos follen bien y roben poco.

    —Así, no sé cómo te funciona el negocio.

    —Porque tengo los más machos, viciosos y mejores dotados de la ciudad, además de la mejor morfina, heroína, opio y el novedoso elixir de hojas de coca, aunque solo para los más paguen.

    —Eso es el evangelio, Peter la Madame.

    —Además, tengo un nuevo chico para estrenar, venido directamente de una granja cercana, es un mandinga de los de rasca y lomo.

    —Pues preséntamelo, ya sabes que me ponen mucho los estrenos.

    —Te lo he reservado porque yo sé que tú los aleccionas muy bien y no te arrugas ante un buen macho.

    —Cómo me conoces, bueno, antes me voy a meter algo para entonarme.

    —Toma lo que quieras, también tenemos el mejor whisky escocés, venido directamente de la madre patria.

    Se fue a tomar una copa y un poco del nuevo elixir a la sala donde se encontraban varios clientes haciendo lo mismo.

    —¡Hola, señor juez!

    —Aquí, de fiesta.

    —Vaya, sí que viene a menudo.

    —Es lo único que me hace olvidar tantos delincuentes mandados a la horca.

    —Me lo imagino, si yo estuviera en su pellejo, me pasaría lo mismo, por las noches padecería múltiples pesadillas siendo perseguido por los ajusticiados.

    —Sí, es duro el pago por ser quien soy. Por cierto, ten cuidado con tu padre, sé de buena tinta que está llegando al límite de su paciencia contigo.

    —Ese gordo impotente solo piensa en el dinero de mi madre y su título.

    —Pero sabes que legalmente lo que él mande es lo que la justicia apoyará.

    —No me interesa ni el dinero de mi madre ni su idiota existencia.

    —Estás avisado, si él quiere, puede desheredarte.

    —Bueno, gracias, pero me voy a cepillar al nuevo mandinga, a ver cómo la tiene y se maneja en la cama.

    —Eres un marica incorregible.

    —No más que usted, señor juez.

    Se fue a la habitación donde lo esperaba un chico negro como el ébano, de unos dieciocho años, los mismos que John, igual de alto, musculado y con unos ojos negros que transmitían todo el pavor que la anómala situación le estaba produciendo.

    —Tranquilo, hombre, te trataré con cariño, no tiembles, si aquí el macho eres tú.

    —Sí, amo.

    —No me llames así. Soy John, ¿y tú?

    —Willi.

    —Encantado, Willi. ¿Te has aseado?

    —Sí, estoy listo.

    —Bueno, dame un beso.

    —Lo siento, nunca he besado a un hombre.

    —De acuerdo, a ver, desnúdate. —El chico se quitó la ropa Vaya, debajo de esa inmunda camisa tenías al dios Marte escondido, bájate los calzones.

    —El joven mandinga, que continuaba muy nervioso, dejó libre todo su miembro, aunque las piernas eran verdaderas columnas, su brutal herramienta no resaltaba menos.

    —Genial, te voy a estimular, así, cuando estés muy caliente, me besarás, es una obligación para cobrar y darle a Peter la Madame mi ok.

    —Pero, amo, es que no soy marica,

    —Chico, todos los prostitutos de este sucio burdel lo son. No hables hasta que yo te lo mande.

    John le agarró el pene masajeándoselo y llevándoselo a la boca, cuando hubo comprobado que el joven dejó de temblar, le obligó a besarlo y a que lo penetrara en la cama. Se corrió Willi dentro casi de las entrañas de John gimiendo como un caballo, era su primera vez, nunca había follado con mujeres ni hombres, solo muchas pajas y algún que otro roce con la mula vieja propiedad de su padre.

    —Lo de penetrarte a ti lo dejaremos para otra vez, con lo de hoy tienes suficiente.

    .

    CAPÍTULO 2: MADELEINE Y LA NANNY

    John regresó a la salita de espera.

    —¿Qué tal, cómo es el nuevo?

    —Un semental de los buenos, ya lo querría yo para mis cuadras.

    —¿Pero se deja hacer?

    —Todavía tomar por detrás no, es muy joven, pero llegará a desearlo, estos machos son muy celosos de sus traseros, pero cuando lo prueban nada más quieren que les den, me dijo que solo le gustaban las mujeres, pero se corrió entre gemidos y mordiscos, mira cómo me ha dejado la espalda.

    —Es verdad, chico. Bueno, otro día lo intentaré yo.

    —Cómo eres, viejo juez, solo te gusta lo mejor.

    —Pues como a ti, zorra, no vas a ser la única.

    En eso estaban cuando entró Peter la Madame.

    —¿Te gustó, le ves maneras? Si no, mañana lo vendo para arar el campo, a mi exclusiva clientela siempre le ofrezco lo mejor.

    —Se ha portado y, cuando tenga más práctica, te hará ganar mucho dinero.

    —Eso espero y, ahora, ¿te vas o quieres una copa y algo más?

    —Te acepto la invitación, para lo carera que eres, vieja avara, para una vez que invitas, es una tontería no aprovecharse. De todos modos, lo que me espera en casa es una mierda.

    Ya era había oscurecido cuando John, algo perjudicado, abandonó la casa de citas, marchándose solo, sin protección alguna, de hecho, en las escalinatas de la entrada ya no había ningún negro vigilando. Intentó coger algún coche, pero a esas horas casi ninguno se atrevía a circular por las peligrosas calles de ese barrio. Al volver una esquina, tres negros con grandes cuchillos lo pararon.

    —¡Blanco de mierda, danos todo lo que tengas!

    John, con el colocón, se envalentonó.

    —Chicos no os pongáis nerviosos, puedo con los tres.

    —¿Ah, sí? Pues vas a probar el filo de nuestros cuchillos en tu asqueroso cuerpo de mantequilla, rico vicioso. Sabemos que vienes del tugurio de maricas de Peter la Madame

    —¿Es que queréis mamármela, capullos?

    Uno se adelantó intentando clavarle la brillante hoja de su machete, que destellaba a la luz de la luna, John, de un salto, se retiró sacando una pistola y con suma rapidez disparó una certera bala que dio con el pesado cuerpo del atacante en el pavimento, momento que aprovechó para un segundo disparo que acabó con otro de los ladrones. En ese instante, llegaron varios policías apresando al tercero, pegándole tal cantidad de palos con sus porras que los dientes de oro del desdichado refulgían dispersos sobre el negro pavimento.

    —Pero, joven, ¿qué hace usted en este barrio abandonado de la mano de dios?

    —He venido a ver a una antigua Nanny que se está muriendo y he acabado muy tarde.

    —Vaya, pues se ha librado de una muerte casi segura de casualidad, ni nosotros nos atrevemos a pisarlo tan tarde.

    —Gracias, agentes. ¿Tendré que ir a comisaría a declarar?

    —Qué va, hombre, esta escoria no vale ni el papel donde escribir su defunción.

    —Entonces me voy, quiero llegar a mi casa y descansar.

    —¿Dónde vive usted?

    —En Gold Coast.

    Ok, lo llevaremos y ya mandaremos a los basureros por la mañana a retirar los cuerpos de estos tres desgraciados.

    —Pero el tercero no está muerto.

    —Ahora sí, Richard, acaba con esa basura.

    —Sí, teniente, me encanta eliminar a estas ratas, que no saben más que robar y drogarse. —Sacó su revólver y vació el cargador en el pobre joven, que yacía llorando y quejándose sobre el polvoriento suelo.

    —Venga, joven, monte en el coche patrulla, lo llevaremos a su casa

    —Gracias, agentes, son ustedes muy amables.

    Llegaron a la mansión de John, cuando los agentes pensaban en su interior haber hecho un buen trabajo, el joven salvado era de una familia muy pudiente. En ese instante, salía su padre.

    —John, ¿qué has hecho?

    Antes de que pudiera hablar, el teniente contestó por él:

    —No se preocupe, su hijo es todo un hombre, se ha enfrentado a tres ladrones él solo.

    —Vaya, siempre trasnochando, no sé qué vamos a hacer contigo.

    —No le riña, señor, todos hemos sido jóvenes.

    —Ya, bueno, tomad este dinero, para que os toméis algo por el trabajo bien cumplido.

    —Gracias, señor, no hacía falta. Nuestro deber es proteger a la gente de bien.

    —Bueno hasta otra, que tengáis buen servicio, agentes.

    —Ya lo finalizamos, pero gracias.

    —¡Entra en casa, John! No sé lo que he hecho para merecer tanto odio, hijo, no me has felicitado el año y, encima, apareces con la Policía y varios muertos a tus espaldas.

    —No me eches la bronca, no me interesan tus patéticos sermones.

    —Estoy intentando ser comprensivo contigo, pero puedo ser muy duro si me lo propongo.

    —Y sin proponértelo también, eres un verdadero ogro.

    —Porque tengo una cita muy importante, si no, tú y yo tendríamos una larga charla, no pienso soportar más esa vida pendenciera que llevas, gastando a todo plan y sin trabajar.

    —Lo que dices me entra por un oído y me sale por el otro, querido padre.

    —Me voy, este mal cuerpo que me has puesto lo pagaré con mis empleados, pero ya hablaremos.

    —Eso, desahógate con tus obligados esclavos y sirvientes, me dan pena.

    —Me voy, mal hijo.

    En eso, entró Nanny.

    —Pero, señorito, viene hecho unos zorros, ¿y esa sangre?

    —Nanny, no me interrumpas, estamos teniendo una importante conversación.

    —Sí, amo, perdone. Mientras acaban voy a prepararle el baño.

    —Lárgate, vieja negra, siempre apareces cuando estoy echándole una bronca, entre tú y su enferma madre habéis criado a un niñato caprichoso.

    —¡Padre, con mi madre no te metas! Ella es una verdadera santa.

    En ese momento, por las inmensas escalera apareció ella, con una amplia bata de seda, la melena rubia suelta, sus grandes ojos azules y una tez blanca como la leche.

    —¿Qué sucede?

    —Nada, madre, no te preocupes.

    —Vaya, la bella durmiente del bosque se ha dignado a levantarse de la cama.

    —Robert, no te rías de mí, sabes que estoy muy enferma.

    —Ya, de los nervios.

    —No la insultes, viejo gordo de mierda. Si no fuera por ella, no serías más que un vil cochero en un barrio de mala muerte.

    —Cualquier día te daré tu merecido, niño malcriado. Y tú, Madeleine, serás pasto de psiquiátricos, estáis avisados. A esta impertinente Nanny, cualquier día la venderé, aunque solo sea por un dólar.

    —Tendrás que pasar por lo alto de mi cadáver, viejo maltratador.

    —¡A ver si te crees que ir en mi contra te va a costar tan poco como matar a esas ratas negras! —Robert abandonó la estancia cerrando la puerta violentamente, quedando los tres muy contrariados en el enorme hall de la inmensa casa.

    —Hijo, no deberías enfrentarte tanto a tu padre, él lleva la razón, tiene todo el poder por ser el cabeza de familia, la ley lo protege, ni siquiera tus abuelos se atreven a sacarme de esta cárcel de oro.

    —No os preocupéis, mientras yo esté aquí, no os pasará nada.

    —Te queremos mucho, eres tan guapo y apuesto, lástima que seas como eres.

    —Mamá no me importa, soy un americano, duro valiente y dispuesto a meterle plomo en el cuerpo al que intente jugármela, aunque en la cama prefiero otros placeres.

    —Pero no te llevarán a buen puerto, por ello sufro más que por las amenazas de tu padre.

    —Lo siento, lo último que quiero es causaros pesar a las dos, a mi madre biológica y a la de leche.

    —Niño no seas zalamero, venga, báñate, cena y te acuestas.

    A la mañana siguiente.

    —John, la cocinera te está preparando un buen desayuno. Madelaine, ¿usted también desea comer algo?

    —Sí, pero en mi habitación.

    —Mamá, ¿quieres que desayunemos juntos y luego continuamos con tu cuadro?

    —Sí, hijo, ven, desayunaremos en el remanso de paz que es mi dormitorio, en la gran terraza, el frío día amanece con un precioso sol que hará más hermoso contemplar la bella rosaleda y los jardines de esta lúgubre casa.

    John, antes de desayunar, se desnudó ayudado por varias sirvientas, que jóvenes como él lo enjabonaban, frotaban y le echaban jarras de agua caliente para retirarle el jabón de su blanco cuerpo fibrado, mientras reían haciendo chistes.

    —Señorito, vaya colgajo que tiene.

    —Ya, pero nunca lo cataréis, solo es para los hombres.

    —Ya lo sabemos, pero el día que lo desee podría meterla en nuestras rajitas, estamos hartas de ser penetradas por el torcido, baboso y pequeño pene de su padre.

    —No sé porque os permitís esas licencias conmigo, si el gordo ese se entera, lo pasaréis mal, con su hombría es muy peligroso meterse.

    —Perdone, amo John, pero es tan tierno y nunca quiere propasarse con nosotras que se nos va la lengua.

    —No os preocupéis, conmigo estáis seguras. Por cierto, ya la tengo niquelada, soltadla, que ya os he dicho que ese manjar no es para vosotras.

    —Ja, ja, ja, qué malo es, con el único que nos gustaría pecar y no nos desea.

    Envuelto en una bata de fina tela, perfumado y peinado por las chicas se fue a la habitación de la madre, tocó a la puerta.

    —Madre, ¿puedo pasar?

    —Sí, hijo.

    Entró en la gran habitación decorada con telas en las paredes, dosel sobre la gigantesca cama, una coqueta repleta de cepillos, peines de plata, cremas y caros perfumes, mientras el sol de la mañana entraba por el amplio balcón que dejaba ver las rosaledas y los altos árboles del bien cuidado jardín. La atmósfera era relajada, todo lo contrario al gris hall cuando su padre se encontraba en él.

    —Hola, Nanny.

    —Niño, ahí tenéis un apetitoso desayuno.

    —Gracias, pero hoy también comes con nosotros, los tres sí que formamos una verdadera familia.

    —Anda, no seas así, solo soy una esclava.

    —Para nosotros dos, no, en nuestro pequeño mundo eres una igual.

    —Señorito no me trates así, que luego está el real.

    —Pues vivamos los tres juntos en esta bella habitación, mientras el ogro está ganando dinero sucio para incrementar su fortuna.

    —Hijo, no trates tan mal a tu padre, solo es un serio hombre de negocios, nunca tuvo quien lo quisiera sin pedir nada a cambio.

    —Que le den, no lo soporto.

    —No hablemos más del asunto, comamos. De todos modos, ¿has avisado a las chicas para que vigilen por si regresa?

    —Sí, señora.

    —Si nos pilla permitiendo a una sirvienta, aunque seas tú, comer con nosotros, nos montaría una verdadera bronca y a ti te podría incluso castigar.

    —Ya lo sé señora, este niño quiere siempre salirse con la suya, vive en otro mundo.

    —¿En qué mundo Nanny?

    —En uno irreal, de hecho, si hubiese justicia, lo que has hiciste anoche con esos jóvenes negros, por lo menos te hubiese tenido que costar ir a declarar y un juicio.

    —Pero, querida Nanny, eran ladrones.

    —Y también seres humanos, que padecen y tienen familias como tú.

    —Te comprendo, de hecho, ya en Chicago muy poca gente posee esclavos, cambiándolos por sirvientes que cobran un sueldo.

    —Sí, mi niño, pronto se acabará esta vergonzosa esclavitud.

    —Vaya, Nanny. ¿Delante de mí, tu dueña, eres capaz de decir tales cosas?

    —Perdone, señora, este hijo suyo del demonio me hace hablar más de la cuenta y, aunque no lo haya parido, sí sentí su tierna, pero fuerte boca destrozándome los pezones, siempre quería más.

    —No te preocupes, querida Nanny, yo te agradezco haber sacado adelante a este precioso, pero endemoniado hijo, que es el verdadero dueño de mi corazón.

    —Vaya, entre mis dos madres me siento de nuevo como un bebé amado y protegido.

    —Hijo, si pudieras cambiar, entonces todo sería más fácil en esta atormentada familia, tienes todo lo que deseas, incluso unos abuelos que te adoran, no deberías ser tan autodestructivo.

    —Lo siento, madre, mi condición especial y ese malnacido que tengo de padre me conducen a acabar siempre en el barro.

    —Bueno, dejemos esta perturbadora conversación y pensemos que en este mundo solo existimos los tres, cariño.

    Acabaron de desayunar y John peinó cariñosamente a su madre, desenredándole la larga cabellera para hacerle el mismo moño de todos los días, la maquilló y se dispuso a pintarla en el gran lienzo que sobre un trípode ocupaba un rincón del dormitorio; era muy hábil con los pinceles y los colores.

    —Madre, colócate como todos los días, este cuadro está casi acabado.

    —Pero, hijo ¿cuándo nos va a dejar verlo?

    —Hasta que no esté finalizado, nadie lo verá.

    —Lo que tú digas, tesoro.

    Como su problema era la poca paciencia, pronto se le fue la inspiración.

    —Ya hemos acabado por hoy, me voy a las cuadras, quiero relajarme montando a caballo.

    —Vale, hijo, me quitas el maquillaje y el peinado o llamo al servicio?

    —Yo lo haré, esa cara de marfil y ese pelo de seda solo debe ser tocado por quien más te quiere, y ese agraciado soy yo.

    —Qué zalamero eres, mi amado niño.

    Se encaminó a las cuadras, llamó al mozo, un joven negro de unos dieciocho años, bello como una noche estrellada.

    —Anthony, ensilla mi yegua y el caballo bayo, hoy me acompañarás a una cabalgada.

    —Sí, mi amo, pero ¿solo montaremos a caballo?

    —Ya veremos, llegaremos hasta el río, hace mucho calor para el tiempo en el que estamos, este sol me devuelve a la vida tras la larga noche.

    —Lo que usted desee.

    Los dos, en sus monturas, al galope se encaminaron hasta el río, llegando a una profunda poza en la que caía una cascada, generando un ruido que resonaba en todo el bosque. Ataron los caballos, se desnudaron dejando sus bellos cuerpos sin ninguna protección a los rayos del potente sol para zambullirse en las cristalinas aguas termales que todo el año surgía de las entrañas de la tierra a elevada temperatura, mientras los alrededores se encontraban completamente nevados, jugando a perseguirse nadando y dejando que sus jóvenes y potentes sexualidades hiciesen el resto, hasta quedar muy relajados sobre la fría nieve.

    —Mira, Anthony, qué flores silvestres más bonitas y qué bien huelen, más que los rosales del inmundo jardín de mi padre.

    El joven mozo callaba, no sabía cómo actuar, siempre con los amos era mejor ser prudente, podían pasar del buen al mal humor en cuestión de segundos.

    —Ayúdame, le llevaremos un ramo a mi madre, le encantan.

    —Sí, señorito, pero antes nos vestimos, ¿no?

    —Qué va, tratemos la pureza de la naturaleza de igual a igual, cojámoslo desnudos.

    —Como usted desee.

    El bello mozo siempre acababa muy contrariado con John, pues cuando deseaba tener sexo con él se convertía en el más guarro de los amantes, pero, una vez finalizaban, volvía actuar como lo que era, el hijo de uno de los hombres más ricos y poderosos de Chicago, caprichoso, altivo e incluso peligroso para un esclavo como él sin los mínimos derechos.

    Regresaron, como siempre, obligando a los caballos a correr casi hasta la extenuación, se bajaron ya en las cuadras dejando a Anthony arreglando a los animales, mientras él, a toda prisa, subiendo los escalones de dos en dos llegó a la habitación de la madre.

    —¿Qué haces hijo, que vienes tan contento?

    —Mira te he traído estas flores silvestres, huelen a campo, a naturaleza.

    —Qué bonitas, John, es verdad, su olor me traslada a mi niñez en casa de mis padres, con su jardín inglés repleto de plantas y enredaderas imitando a la naturaleza salvaje y no este de tu padre, en la que crecen casi con miedo a ser podadas, si no hacen esta o aquella figura, se encuentran tan cautivas como yo.

    —Pues hoy no, madre, mientras me ducho para quitarme este olor a caballo, vete arreglando, nos vamos todo el día de compras, almorzaremos los dos solos en el centro e iremos a tomar un Jerez a casa de los abuelos, ese vino tan viejo y generoso que ellos siempre tienen en su bodega.

    —Pero, hijo, si estoy mala.

    —Yo te curaré con amor y alegría, ya verás como no te acordarás del láudano.

    —Vale, cuando acabes de asearte llama a Nanny, me arreglaré por ti, cariño.

    En el carruaje de la familia montaron los dos con el semblante cambiado, parando en diversas joyerías, sombrererías y boutiques, en las que John, con su buen gusto, le escogió las cosas más bellas, elegantes y caras de la pujante ciudad para ir a almorzar al restaurante más afamado del momento y, posteriormente, dirigirse a la mansión de los abuelos.

    —Hola, hija; hola, nieto.

    —¿Qué tal, amados yayos? Os quiero.

    —Y nosotros a ti, guapísimo, y a nuestra hija. ¿Cómo has salido hoy de la cama?

    —Este niño me convence para hacer lo que no me apetece, pero solo con su presencia se me pasan los males.

    —Es verdad, nuestro nieto es tan cariñoso.

    —Abuelos, me vais a ruborizar, por mucho que me alabéis, no perdonaré una copa de ese popular y carísimo Jerez que tenéis en vuestra afamada bodega.

    —Sabes, nieto, que nunca te negamos nada.

    —Es una broma, voy al jardín un momento.

    —¿A qué, hijo?

    —Ya lo verás. —Salió corriendo y entre macizos de flores y plantas aromáticas escogió un gran ramo y regresó corriendo a la salita en la que ya estaba el preciado vino y unos dulces de la mejor pastelería de la ciudad.

    —Pero ¿qué has cogido?

    —Tu juventud, un poquito de tus hermosos recuerdos.

    —Vaya, este niño tiene una sensibilidad insuperable.

    —Amo mucho a mi madre, aunque a vosotros también.

    —Lo sabemos, nieto, qué pena que el matrimonio de nuestra hija sea tan desgraciado.

    —Padre, no hable así de mi marido, si Dios me lo ha puesto en mi camino, será por algo.

    —Hija, no te enfades, yo creo que el día que lo conociste, Dios descansaba.

    Robert entró como siempre, avasallando y gritando mientras, de malos modos, empujaba una niña de unos quince años de raza negra.

    —¡Nanny!

    —Sí, amo.

    —¿Dónde están mi hijo y mi mujer?

    —Han ido al centro de compras y, por lo visto, iban a almorzar y luego visitar a sus abuelos.

    —¡Esa loca no quiere hacer nada conmigo, pero con el mariposón de su hijo bien que sale! Lave a esta negra, perfúmela y llévela a mi habitación, por cierto, convénzala de que llorando y temblando lo único que conseguirá es regresar a casa del negrero o a recibir los palos de mi fusta.

    —Sí, amo.

    —Pues rapidito, antes de que lleguen esos dos desequilibrados.

    Una vez aseada, Nanny la llevó a la habitación del amo.

    —Chica, ¿cómo te llamas?

    —Abeba.

    —Pues, Abeba, debes relajarte y dejarte hacer, aunque un ogro en la vida, en la cama es un pichafloja, acaba muy pronto y, por mucho que te resistas, él es tu dueño, como de la casa, caballos, campos y banco, así que, si no quieres regresar con el negrero, es mejor que colabores.

    —Pero es que soy virgen, nunca he estado con un hombre.

    —Tú disimula, haz como que gimes y no hables a no ser que él te lo pida.

    —Gracias Nanny.

    Entró Robert en el dormitorio, muy enardecido por su posición de dominancia.

    —Niña, desnúdate.

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