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El lagarto clueco
El lagarto clueco
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Libro electrónico387 páginas5 horas

El lagarto clueco

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Información de este libro electrónico

Lanzarote, más que un territorio español, era un podrido eclipse de tinto sol.

En Fuerteventura, en la península de Jandía, se da muerte a tres de los cuatro miembros de una familia. El sospechoso, el único superviviente.

Nada se le demuestra y, por ello, abandona el lugar en compañía de un buen amigo. No va muy lejos. Simplemente, salta a la isla de arriba. A Lanzarote. Y allí todo comenzará de nuevo. Muertes, desapariciones y temibles sospechas. Otra familia. Nuevos amigos y nuevos enemigos.

El lagarto clueco una historia ambientada en el Lanzarote de los años cincuenta. Un territorio negro y lleno de agujeros donde crecen los viñedos. Todo de la mano de un diablo, un cernícalo y un lagarto clueco.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento22 jun 2019
ISBN9788417772369
El lagarto clueco
Autor

Lola Quintana

María Dolores Quintana Sánchez nació en 1969 en Santa Lucía de Tirajana, municipio de Gran Canaria, isla donde reside en la actualidad. Licenciada en Derecho y en Psicología, alterna su vida profesional con la escritura. Es autora de los tres libros que componen la saga «Los secretos de la tierra sur». También de las siguientes obras: Cáscara Vieja, El lagarto clueco, ¿Por qué estás tan fría, chiquitita? y Arde Famara.

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    El lagarto clueco - Lola Quintana

    El lagarto clueco

    El lagarto clueco

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417772956

    ISBN eBook: 9788417772369

    © del texto:

    Lola Quintana

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Dedico este libro a doña Juana Sánchez Cruz.

    No es exactamente la doña Juana de don Pancho Almeida de esta novela, pero tiene mucho de ella.

    Y es que doña Juana, la doña Juana de don José Quintana, también es mucha doña Juana.

    I

    Negro

    1

    Arribaron de la penosa isla de al lado. Una isla estéril, alargada y hambrienta, donde hasta las moscas eran del color del desierto. Una isla donde podías andar horas enteras sin encontrar algo. Ni vivo ni muerto. Donde en los atardeceres se confundían cielo, mar y desconsuelo. Una tierra amarilla en la que los terregueros de arena te hacían cerrar los ojos durante minutos enteros. Dícese de una isla con forma de árbol estirado donde apenas echaban raíces unos cuantos de ellos. Árboles confinados entre piedras, cabras y ardillas, que ni para dar hebras de sombra servían. Referían de una isla improductiva, inútil y baldía; una donde las nubes de polvo se convertían en fantasmas los días de calima.

    Una mierda de isla. No obstante, la suya.

    Allí acababan de quedar enterrados los que durante diecinueve años fueron su única familia. Un padre algo seco, trabajador y malhumorado que se descalabraba cada día en un barco para que el gofio y el mendrugo de pan no les faltaran a los suyos. Alguien con el ánimo tan encallecido como los pies sobre las eternas sandalias raídas. Un pescador de los de antaño, para el que el mar sumaba nueve partes de diez de su vida.

    En contadas ocasiones, alguien lejano. No obstante, un buen padre.

    También tenía una madre. Forrada de cabeza a los pies, recorría Jandía. Pañuelo tocado bajo sombrero de empleita bien encajado en la cabeza. Cintas medio sueltas o bien atadas bajo el mentón. Pero eso solo sucedía los días de festejo. En ellos lucía la ropa de salir con su justillo y falda listada en colores blanco y azul. Zapatos negros y medias blancas. El resto de los días, cualquier apaño valía.

    Una madre profundamente devota. No obstante, una madre por encima de todas las cosas.

    El círculo lo cerraba un hermano menor. Once pocos espigados años de correr por la tierra y saltar dentro de los salados charcos. Un escuincle que había heredado las sobras de los trapos llenos de remiendos de su hermano mayor y que nunca osó decir una palabra más alta que la otra; el mismo que se llevaba cogotes a diestro y siniestro por flojo, juguetón, guarro comemocos, chillón, molestoso y pesado hasta el tuétano; uno que, en vez de once, aparentaba menos de ocho. Por canijo y por poca sesera.

    Un incordio de crío. No obstante, un hermano de once años como tantos millones que debían poblar este mundo.

    Y allí quedaron los tres. Unas lápidas que visitó dos míseras veces. La primera, el día que ellos iniciaron su perenne morada bajo ellas. La segunda, cuando los dejó a su suerte bajo aquel inclemente sol. Sin flores venideras, cercados de arena y pisoteados por lagartijas majoreras.

    Desterrado a la isla de arriba. Así mismo, se sentía. Sin nada ni nadie que quedara al otro lado de aquel mar que ahora lo separaba de lo que durante muchos años fue su única vida. Unos padres y un hermano asesinados de la más cruel de las maneras en una rentada casa humilde en la reseca península de Jandía; una casa humilde, solitaria y manchada por una sangre que ya no corría. Abandonada a su suerte en uno de los extremos de la isla, en la base del tronco del árbol que formaba el mapa de Fuerteventura. Un lugar desde el cual se veía la luminaria de otra de las canarias. Redonda y lejana, más de una vez soñó con visitarla. Contemplar aquellas luces que ascendían por sus grandes montañas. Ahora tampoco estaba porque el sitio anhelado quedó atrás cuando a él lo arrastraron hacia arriba. Recorrió toda la forma de aquel árbol hasta llegar a su copa. Desde ella saltó en barco a esta nueva isla. Tan vacía como la suya. Más extraña todavía.

    —¿Cómo se encuentra, Ani? —preguntó su gran y orondo acompañante.

    —Bien, señor.

    —En nada llegaremos. Tranquilícese.

    Varias veces le había soltado esta frase; una que intentaba consolarle diciendo que no tenía de qué preocuparse. Como si no fuera a vivir con unos desconocidos en otro lugar de su maldito mundo. Como si no hubiese dejado tras de sí a un padre con la columna sajada con un hacha, una madre con la yugular seccionada y un hermano comemocos de once años cosido a cuchilladas. Quince, le contaron.

    Un coche de hora quejumbroso les paró al lado. Una guagua de hierro y madera. Ani pensó que andando llegarían antes a cualquier sitio, pero agarró la bolsa donde había aprisionado las pocas pertenencias que tenía y esperó a la cola de un conjunto de multivariados cristianos. Chiquillos varios abrazados a tirachinas e intercambiando boliches coloreados. Cuatro nerviosas mujeres cargadas con lecheras y ceretas colmadas de ropa. Por último, tres hombres tan sudorosos como borrachos que colgaron todo tipo de herramientas en el techo. Todos juntos y revueltos en aquel habitáculo cerrado.

    Después de diez minutos, menos el cobrador, estaban todos sentados o medio sentados. El señor Pancho agarró sitio a su lado. Un buen hombre que había prometido a las autoridades hacerse cargo de esta miseria humana. Uno que le había ayudado cuando los ojos del mundo se posaron sobre su persona con la valiente sospecha de que estaban ante el asesino de su familia. Todo porque él quedó vivo. Todo porque ese día también estaba en la casa y no oyó nada. Todo porque en su cuerpo solo había unos pequeños cardenales. Nadie le rompió la columna con un hacha. Nadie le sajó el cuello agarrándolo por la espalda. Nadie corrió tras él, desgarrándolo con un cuchillo tras arrastrarle por los pelos para sacarle bajo la mesa que consideró un resguardo.

    No vio ni escuchó nada. Durmió plácidamente como otra noche cualquiera. Y si ahora no estaba encerrado en una cárcel era porque a su habitación sin ventanas se le había echado el cerrojo por fuera. También porque alguien le habría clavado unas maderas. Simplemente por eso. Nada más y nada menos.

    El traqueteo de la guagua lo sacó de sus pensamientos. Los sudorosos hombres borrachos se habían convertido en sudorosas bestias coloradas que lanzaban inútiles guiños a las mujeres nerviosas. Tan nerviosas que los boliches de algún chiquillo salieron volando bajo los asientos después del pescuezón que se llevó más de uno por no estarse quieto. Uno de esos golpes forjó un amago de sonrisa en Ani. Su madre se los propinaba cuando se negaba a sacar las tripas al pescado que con tanto trabajo pescaban. También cuando le ponía la zancadilla a su hermano o le bajaba los pantalones, dejándole con el culo al aire. Nunca más lo volvería a hacer porque ya no estaban.

    La carretera era farragosa. Del color del gofio, rodeada de lava negra. De vez en cuando, solitarias casas blancas con ventanas y puertas verdes. Y viento. Tanto o más que la solajera. Y decían de su isla que estaba fallecida. ¿Y esto? ¿Qué era esto? Mar y cielo compartían color, y el resto, de un luto tan grande como en el más honorable de los entierros.

    —Hola, guapa. —Uno de los colorados hombres parecía decido a iniciar el ataque—. ¿Tiene pretendiente?

    Por respuesta, un silencio con cara de asco. No solo de la desgraciada a la que iba el agasajo. De absolutamente todas las nerviosas mujeres, además de algún chiquillo que se sumó a la fiesta.

    El conductor aceleró, pero la guagua siguió con su marcha usual y ordinaria. Como si a estas alturas no le vinieran con prisas. Y, poco a poco, los ánimos se apaciguaron. Entre el olor a sudor, a poca higiene y el tanto calor, Ani quedó en una especie de letargo. Uno que le hizo recordar las tardes de burgaos y lapas a la orilla del mar. Cuchillo en mano, donde el oleaje de la bajamar lo empapaba hasta las nalgas, dando golpes secos para despegarlas de las piedras. ¿Podría volver a hacer eso alguna vez? ¿Agarrar un mango con filo metálico e incrustarlo en algo? ¿Evitar pensar que lo estaba asesinando?

    —¿Cómo es posible que a usted nada le hicieran? —La misma pregunta una y otra vez. La que se hacía todo el mundo, pero sobre todo la que se hacía él—. ¿Cómo quiere que creamos que no oyó nada? ¿Qué significan esos moretones?

    Finalmente, un pobre diablo que no tenía dónde caerse muerto. Ni para enclaustrarlo en una cárcel, acusándolo de todo, parecía servirles. Mejor largarlo fuera de la isla. Que venía un paisano de la de al lado y decía hacerse cargo de esa porquería, pues lléveselo usted, buen cristiano, y tenga cuidado con su familia, no vaya a ser que una noche de estas aparezcan rajados de arriba abajo.

    —Ani, espabile. Ahí delante está Tinajo.

    Se colocó bien en el asiento. Poco a poco se había ladeado hasta dejar la huella de la mitad de su rostro en el cristal. Un buen trecho perdido. Nada que se debiera recordar. El cobrador había dejado de rondar los asientos e iba ahora colgado del exterior. Un cartel anunciador colgado de dos palos a la orilla de aquella tierra ocre llamó su atención. Le supo a premonición. O a cruel burla. «Fiestas Patronales El Cuchillo», rezaba aquella raída sábana pintarrajeada. A saber cuándo habrían sido.

    Más adelante, un cúmulo de casitas blancas se abría como herida en el paisaje. Casas que afloraban internándose en una sucesión de rocas quemadas, como si se dirigieran a la entrada de su morada eterna.

    Don Pancho tiró de una cuerda que pasaba por el techo e hizo sonar la campanilla junto a la puerta delantera. La guagua paró en un lado de la carretera de tierra, levantando una polvareda grisácea.

    —Vayan con Dios. —Oyó decir al conductor mientras reiniciaba el camino, rociándoles con otra tolvanera en la partida.

    De improviso, no supo de dónde había salido, un muchacho encorvado y corpulento empezó a correr junto a la guagua. Con un palo en la mano derecha, simulaba que con la mano izquierda le daba vueltas a una de las ruedas. Y cuando aceleró empezó a perseguirla. Visto y no visto. Desapareció entre las curvas de aquel camino que se adentraba en lo que decía llamarse Timanfaya. Ani observó cómo se iba empequeñeciendo la guagua junto a la figura que corría tras ella. Con sus revoltosos niños, sus mujeres nerviosas y sus borrachos sudorosos. Todos juntos y revueltos dentro de un coche de hora que no hacía otra cosa que sacar de su sueño a aquel destierro. Tuvo la impresión de que iban directo a las brasas del algún volcán.

    No quiso preguntar qué había sido eso.

    Con el macuto al hombro, quedó medio embobado. A sus desconocidos acompañantes de trayecto, intuyó que nunca más los volvería a ver. Era fácil pensar que habrían ido a parar a un negro agujero. Que aquella cochambrosa guagua hacía viajes de ida y vuelta al infierno.

    2

    Y quedaron allí. Dos hombres varados en la esquina de ninguna parte, mirando un incendiado sol que, sobre sus cabezas, freía hasta a los lagartos. Precisamente uno de estos le pisoteó los pies a Ani. Robusto, de un pardo oliváceo, con dos bandas claras a cada lado. Huía despavorido. No del sol. Ni siquiera de ellos. Se escabullía de un gran cernícalo que volaba sobre la cabeza de los tres, interesado por el único que llevaba su barriga a ras del suelo. Tras una roca negra y rugosa, un peñasco de lava, quedó aquel reptil a buen recaudo por la siguiente hora.

    —¿Queda muy lejos su casa, señor Pancho?

    —A nada.

    Caminaron a buen paso durante un buen rato. Dejaron varias casas atrás. Cuadradas, sitiadas por muros blancos. La mayoría de estos, con cristales clavados en su cumbre. Restos de todo tipo de botellas y vidrios varios. Un frenesí de colores brillando al unísono. Cuando contaba la novena, ahora a la izquierda, se detuvieron. Como todas, con una puerta verde tocada con postigos verdes; una puerta ingente por donde cabrían los dos, uno sentado a hombros del otro. Dos sillas bien encajadas a cada lado y un perro de esos a los que se les llamaba mil leches, dormitando bajo una aulaga. Solo cuando ellos pararon, abrió los destemplados ojos para echarles un vistazo. Poco hubieron de interesarle. Bostezó y volvió a cerrarlos.

    —Buenos días, don Pancho. Y la compaña.

    —Buenos días, don Pepe.

    Un hombre con un delantal sucio se asomó a las larguiruchas puertas abiertas. Aún deslumbrado por el sol, Ani pudo apreciar aquella tienda. «Ultramarinos», decía el cartel que se blandía fuera. Dentro, estanterías grises levantadas desde el suelo hasta el techo. Encima de ellas, huevos, aceite, vinagre, velas, fósforos, jabones, hierbas y frutas de todos los colores. Con un cartón amarrado con rafia, dos orondos sacos que rezaban «rollón» y «pienso». Si seguías leyendo, también te enterabas de que se vendía alfalfa.

    —Póngame medio kilo de azúcar y un cacho de ese queso.

    Pepito levantó el gran queso del color del azafrán intenso. Una raída etiqueta central tenía pintada la isla redonda; la que en las noches despejadas veía desde la que ya no era su casa; la que quedó allá en Jandía, tintada con la espesa sangre de quienes figuraban como su única familia. La Gran Canaria. Debajo, al lado de una cabra, se leía «Valsequillo».

    —Tome, pruebe un pizco y me dice. —Alargó Pepe la mano con una lámina de queso semiduro.

    —Sí. Está bueno. Y unas aceitunas del país.

    —¿Familia? —indagó el tendero, mirando a Aniel de arriba abajo.

    —Un sobrino —mintió—. Vivía en la isla seca. Sus padres han fallecido y me lo he traído para que no esté solo. Hoy en día, no te puedes fiar de nadie.

    —Y que usted lo diga. ¿Se acuerda de aquel forastero que traía un carro lleno de ropa, zapatos y mantas? El del burro.

    —Pues no.

    —Sí, hombre. El finito que tocaba la flauta para que fueran a comprarle. Pos hace unos días lo encontraron. Bueno, a quien encontraron primero fue al burro. Del hambre que llevaba, daba rebuznos como un loco. Lo dejó amarrado a una tunera.

    —¿Y a dónde fue?

    —A ningún lado. Tres piedras más allá lo hallaron con la cabeza machucada. Dicen que pa robarle.

    —¿Se llevaron la ropa y dejaron al burro? ¿Ese no vale más cuartos?

    —No se llevaron nada. Dejaron al burro con el carro cargado hasta los topes.

    —Y, entonces, ¿cómo me dice que para robarle?

    —Eso mismito digo yo. Que pa robarle no fue.

    —¿Y qué dice la civil?

    —Que pa robarle.

    Ani los observó mientras seguían con una perorata que no los llevaba a ningún lado. Sobre el mostrador, la báscula blanca llamó su atención. Exactamente la misma que utilizaba su padre para pesar el pescado. Alineados a un lado, los diferentes pesos. Medio kilo, un kilo, dos kilos y cinco kilos. Entonces, le pareció que estaba junto a él. Con trozos de sal y escamas cayendo de sus guisadas manos. Siempre la misma imagen cuando llevaba largo rato arreglándolo.

    De inmediato, los ojos hicieron el intento de encharcársele, pero logró mantenerlos a raya. A ellos y a las lágrimas. En los últimos tiempos, tantas le habían barrido el hocico que no era menester lavarlo en lo que quedaba de año.

    Volvió a prestar atención a los dos hombres. Habían perdido el interés por el vendedor de ropa, su carro y el burro. Ahora hablaban de mujeres. De lo que molestaban. Peor aún, de lo caprichosas que eran.

    —Son las que mandan, amigo mío —zanjó Pepe—. En mi casa, hasta Cartucho —señaló con desdén el lugar donde seguía dormitando el mil leches—, tiene más vela en el entierro que yo. Pero ¿qué le voy a contar a usted? Si tiene la casa llena. No una ni dos. Cuatro, nada más y nada menos. El muchacho —miró a Aniel con cierto desconsuelo—, podrá echarle una mano con toda esa jauría. —Tras un mísero segundo, chascó la lengua pensándolo mejor—. No, creo que no.

    Salieron de nuevo al sol. En un cartucho de papel que nada tenía que ver con el perro, llevaban envueltos queso, aceitunas y gofio. En otro, tres tortas de millo y el medio kilo de azúcar. Pepe quedó sentado en una de las dos sillas junto a la entrada del ultramarino. Aún conservaba en la mano la pala de lata con la que había cogido el azúcar. Ahora se chupaba con devoción las yemas de varios de sus orondos dedos de tendero.

    —¡Recuerdos a la parienta! —gritó, provocando la intentona de levantamiento de las orejas del mentado Cartucho.

    —¡Dados de antemano!

    Junto con la tienda, quedaron los dos atrás. Perro y dueño. El tendero y el de las más velas en el entierro se convirtieron en un pintarrajo bordado en el hilo quemado que componía el mapa de Tinajo.

    Diez minutos más tarde de camino, otra destemplada casa de una sola planta se levantaba en una de las orillas. A Ani le pareció que aquella carretera simulaba muy bien una dentadura torcida. Dientes y muelas salteados en una sonrisa duradera. Entonces, un movimiento fugaz le hizo enfocar la mirada. Un animal del color de una rata pero con dos patas. A su lado, una niña de pelo gris. Negra o mulata. En cuclillas, jugaba con un palo haciendo monigotes en un suelo repleto con los rescoldos de una hoguera. Hasta que no estuvieron a unos pasos, no supo exactamente el color que tenía aquella criatura.

    —¡Papá! —gritó, lanzando el palo por los aires.

    Blanca. Era una blanca niña colmada de cenizas. Y, lo que en un principio le pareció pelo de rata, eran las plumas de una gallina. También blanca. O lo fue algún día.

    —Vaya, qué guapa estás. Sucia pero guapa.

    Llena de legañas y flaca como un palo flaco. La lanzó al aire, cogiéndola en pleno vuelo de regreso. Una polvareda de polvo gris que se desprendió de aquel alborotado cabello, mansamente, fue a posarse en el suelo.

    —¿Quién es? —preguntó, mirando con curiosidad a Ani.

    —Un primo. Ani, te presento a la reina de la casa. Rosita.

    —Ani es nombre de niña. —Lo miró con detenimiento y de inmediato captó algo que obtuvo su beneplácito—. Tienes los ojos como el mar cuando le llueve encima. Es lo más bonito que he visto nunca.

    Dicho esto, salió en volandas hacia la casa. Como si hubiese tirado la mayor de las piedras, dando de lleno en una ventana.

    —Mira la condenada. Espabilada que salió. ¡Delante del padre de usted no se lanzan esos halagos a un hombre!

    Siguieron sus pasos, pero no hubieron llegado a la puerta, cuando un sombraje envuelto en un vestido negro se les atravesó bajo el verde marco. Lentamente se arremangó una manga, luego la otra y, finalmente, cruzó sobre el pecho ambos brazos. Tras ella, la halagadora chiquilla sucia y guapa.

    —Mamá, es el primo Ani.

    —No es primo —sentenció con voz bronca y grave.

    —Papá dice…

    —No es primo. ¿A qué viene?

    —A quedarse, mujer.

    —¿Por qué? ¿Qué le pasa a la casa de sus padres? Aquí, con cuatro mujeres, no hay sitio.

    Ani pudo captar cada uno de sus pensamientos. Con la mirada estaba gritando que allí solo servía de estorbo. Le pareció que cargaba con los ojos de un enorme insecto. Una hormiga furiosa debido a que, sin venir a cuento, le estaba creciendo el ejército. De todos modos, dio igual sus palabras. Quedaron pisadas por el suelo porque no se les prestó caso ni para ser contestadas. Pancho agarró a Ani por el brazo y lo haló hacia dentro. Hacia la morada donde no había sitio porque ya estaba llena con cuatro mujeres. Caminaron sobre un camino de lajas techado con una gran parra. A ambos lados, picón negro. En la esquina más lejana, una carrucha, un sacho y una pala. Herramientas que servían para partir una espalda, sajar cuellos y coser a cuchilladas. También para dejar el trabajo terminado y no abandonar los cuerpos dentro de una casa.

    Tanto sol fuera, tanta penumbra dentro. Se adentraron en un cuarto que un día lejano alguien encaló de blanco. Por fin, Pancho soltó su brazo. Se dirigió con paso firme a una maltrecha mesa de madera flanqueada por seis sillas viejas. Agarró una, haciéndole señas a Ani para que se sentara. Hecho esto, desapareció por una abertura tapada con una cortina que hacía las veces de puerta. Todo olía a una mezcolanza de fuego y suelo sediento.

    —¿Para qué es bueno usted?

    Sin saber cómo, volvía a tener a la hormiga urraca detrás. También a la niña que le gustaban los ojos del color del mar cuando estaba gris.

    —¿Sabe arar la tierra?

    —No.

    —¿Ordeñar?

    —No.

    —¿No sabe trabajar?

    —Pescar.

    —¿Para qué nos vale entonces? Pescar no nos sirve. No hay barcos aquí.

    Pancho volvió con una botella de vino y dos pequeños vasos. Llenó ambos hasta el tope y se sentó frente a él. Los ojos le brillaban de emoción. Como si por fin tuviese ante sí al hijo macho que siempre anheló.

    —Su cuarto es el del fondo. El del postigo. Juana se lo arreglará enseguida. —Señaló a la hormiga que se estaba retorciendo como una araña de las más negras que había.

    —¿Y las niñas?

    —Que se las apañen todas juntas.

    3

    Nada más que decir. Juana partió hecha un demonio hacia aquel cuarto. Maldiciendo por lo bajo y por lo alto. Daba igual. Donde hubiese un hombre que dispusiera lo que hacer, sobraba los reclamos de cualquier mujer. Por si fuera poco, uno que decía que sabía pescar, pero que no le tocaba ni pan ni pescado. El hijo de unos amigos del Pancho. Unos compadres que había conocido en uno de sus tantos viajes de ventas a la isla de abajo. La isla fea. Y no porque ella la hubiese visto. Allí nada se le perdía. Sino porque todo el que iba, volvía echando pestes. Un sol por sombrero y un terreguero. Para agarrar el barco e irse a un sitio que estaba más difunto que el que pisaba, se quedaba donde estaba. En la nada de su casa.

    Para colmo, un huérfano de padre y madre. Algo le decía que esa gente había tenido más que un accidente. Según Pancho, se echaron a la mar y una ola se los llevó al fondo. Pero un malestar en la madre del estómago le decía que no. Que no fue eso lo que ocurrió. ¿Qué hacían una mujer y un enclenque de once años faenando en alta mar? Y ese que ahora ocuparía el cuarto de su hija mayor, ¿dónde quedó? Con esa pinta de mosca muerta que nunca había roto un plato, no se iba a ganar su favor. Más bien, se barruntaba una fuente de problemas en cuanto las desbocadas muchachas le pusieran la vista encima. Los cataba al vuelo. A los endemoniados machos. A esos que, sin proponérselo siquiera, arruinaban la vida de mala manera, embelesando a toda una suerte de bobas enamoriscadas de su percha.

    Pancho había traído al huérfano de unos desconocidos amigos de la isla de arena. Pero ella había visto un rato más allá de todo eso. Un diablo alto, de cabellos acaracolados del color de la paja y ojos de gato. Hasta salteadas pecas. Un rostro que llamaba al vicio, a la inmoralidad y a la impudicia. Lo que acababa de llegar a su casa se glorificaba como fuente colmada de problemas. Y ¿a cuento de qué estaban cargando con él? ¿A cuento de qué, las hijas hechas a un lado por el recién llegado?

    —Sé avispada, Juana. Sobrino no es. Eso puedes jurarlo sobre la tumba de cualquier cristiano.

    ¿Y hermano? Hermano de sus hijas sí que podría serlo. Tantos viajes. Tantas salidas. ¿Quién no le decía que en una de esas había encontrado a una fulana que le diera el macho que tanto quería? Luego se lo encasquetaron a un mentecato para que le diera apellido y lo criara.

    —Cerdo hijo de tu puta madre —maldijo, concluyendo que su intuición nunca le fallaba porque a perra, pocas eran las que le ganaban. A bruja desconfiada, nadie le llegaba—. Duda, porque en estos sitios negros la verdad se vende muy cara. Para sacar a flote la mierda, hay que escarbar bajo el agua.

    Aleluya, Juana.

    4

    Las muchachas regresaron sobre las seis de la tarde. Dos cuerpos cubiertos de polvo que, según tocaron el agua, se convirtieran en luciérnagas albas. Quince y dieciocho años. Clemencia y Josefina. Ojos grandes y negros a juego con el cabello. Luego, rostros extremadamente blancos. Las tres hijas de Pancho, a diferentes alturas, guardaban cierto parecido entre ellas. Con la tranquilidad que daba la separación de un buen trecho, Ani las observó en la distancia. Cinco minutos antes de que llegaran, él había agarrado por una especie de camino de cabras que subía a trompicones hacia la montaña. Más que montaña, era un volcán bajo. De los pequeños. En su cima, pudo ver la caldera. Le pareció que por entre todo aquel picón se escapaba un humo amenazador. Después de unos minutos de férreo examen, concluyó que habían sido sus ojos los que le obsequiaron con tal disparate.

    Hacia las ocho estaban reunidos todos ante una mesa a la que le faltaba una silla. Pancho había decidido que el cubo grande para la ropa sucia también hacía las veces de lugar para las posaderas. La agraciada, la Rosita. Ante la mueca de puro odio de Juana, la chiquilla acogió con agrado tremenda ocurrencia. Su sonrisa de lado a lado contrastaba con el rictus mudo de su madre. Sus finos labios habían terminado por desaparecer del plano estriado que formaba tanto su rostro como su existencia.

    —Ahora que estamos todos reunidos, daremos gracias al Señor y pediremos la protección de los presentes. Para que nos guarde y nos guíe

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