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Nómadas: Los Hijos de la Catástrofe
Nómadas: Los Hijos de la Catástrofe
Nómadas: Los Hijos de la Catástrofe
Libro electrónico410 páginas4 horas

Nómadas: Los Hijos de la Catástrofe

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Información de este libro electrónico

Sobrevivían en una tierra yerma, devastada y olvidada, que llevaba años amontonando sus muertos. ¿Dónde estaba la ayuda? ¿Por qué nadie venía? La frontera era lo único que tenían, la línea divisoria entre el orden y el caos.

En un mundo devastado por la guerra, un país ha sido dejado a su suerte. Sitiados y bombardeados, los refugiados luchan cada día por mantenerse con vida.

Un grupo de personas unidas por la tragedia y el afán de supervivencia se encontrará en medio de los desastres de la contienda.

Ambientada en un futuro no muy lejano, Nómadas. Los hijos de la catástrofe, te sumergirá en una atmósfera bélica llena de tristeza, compañerismo y desgarradora esperanza.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 dic 2018
ISBN9788417335014
Nómadas: Los Hijos de la Catástrofe
Autor

Laura G. Arroyo

Laura G. Arroyo (Valencia, 1984) es criminóloga, directora de seguridad y experta en violencia de género, apoyo psicológico en situaciones de emergencia y protección a víctimas de delitos violentos. Después de ganar varios certámenes de relato corto y experimentar como letrista musical, Nómadas. Los hijos de la catástrofe es su primera novela publicada.

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    Nómadas - Laura G. Arroyo

    Primera parte

    Éxodo

    Capítulo 1

    Ugalde

    Recuerdo que cuando el mundo se acabó, el caballo aún sangraba en mi muñeca y me llevabas a casa en moto. Hubo una revuelta en la calle y paramos para averiguar qué ocurría. Entramos en un bar atestado donde la gente miraba hipnotizada la pantalla del televisor. Alguien subía el volumen, chistaban para no perderse ni una sola palabra del presidente, quien había convocado una rueda de prensa con urgencia.

    Había estallado una guerra entre varias superpotencias y nuestro país, solidario, había enviado tropas de apoyo. «Ayuda humanitaria», dijeron.

    Mintieron, por supuesto.

    Y entonces la guerra se había vuelto rabiosa hacia nosotros, habían amenazado con bombardearnos. El gobierno hacía un llamamiento a las armas y nadie daba crédito. No entendíamos nada, ni cómo había surgido todo ni por qué estábamos en guerra con los países productores de petróleo.

    Nuestra península era pequeña, invisible a los poderosos, neutral para los beligerantes, en medio de ninguna parte, con una fina lengua de tierra que nos unía al mundo. Ya había sido el destino elegido por miles de huidos. Éramos el país de los refugiados. Tras dos guerras mundiales, la Guerra Fría, Irak, Malvinas, desde la colombiana guerra de los Mil Días hasta las matanzas de Kosovo… Hacía un siglo que habíamos perdido pacíficamente nuestra identidad nacional y religiosa para convertirnos en mestizos, moriscos, cholos y castizos.

    Nuestra ley de fronteras abiertas, el fácil acceso por tierra y mar, nuestra capacidad para mezclarnos y respetarnos… Estábamos orgullosos de ser la «tierra prometida» de aquellos que recorrían su particular Sinaí y se asentaban en nuestro territorio.

    Las miradas internacionales podían tomarnos como otra isla prisión, como el destierro de los leprosos. Pero, de repente, constituimos lo que nadie había esperado: un valioso ejército para quien nos tuviera de su lado. Nuestros dirigentes habían vendido nuestras vidas a cambio de la amistad de los que gobernaban el mundo.

    Tú estabas muy callado y yo, asustada, despegué el esparadrapo de la mano y miré el tatuaje. Esa tarde estábamos de celebración y toda la alegría del día se había esfumado en cuanto cruzamos la puerta de aquel bar.

    Yo no quería volver a casa.

    Las cosas empeoraron en cuestión de días y el caos se apoderó de nuestra ciudad costera. Había continuas reyertas, pánico generalizado por la falta de información, robos y asaltos. Se creía que la costa este era la más vulnerable y mis padres quisieron huir al norte como todo el mundo, hacia la única salida: las montañas. Yo me negué, no podía abandonarte, y fue entonces cuando les conté que estaba embarazada. Mi padre me abofeteó, y lo último que le oí decir a mi devota y cristiana madre fue que aquella guerra había estallado por culpa de gente como yo, por nuestros pecados, por mezclarnos con infieles y mestizos que nos habían metido en aquella guerra.

    Corrí escaleras abajo y, antes de que la puerta se cerrara a mi espalda, me gritó que me deshiciera del bastardo y me arrepintiera.

    Yo tenía quince años, tú tenías dieciocho. Me dijiste que nos casaríamos, y a partir de aquella noche me trasladé a vivir contigo a un garaje.

    Una cortina blanca resbaló por la madera. El polvo del suelo se alzó con la brisa para posarse unos metros más lejos, lindando con el pelo suelto de una mujer que yacía muerta en el centro de la estancia. Su mano aferró el cuchillo de caza del cinturón, atenta al menor crujido. Pasó junto al cadáver. Debía llevar mucho tiempo allí porque ya ni las moscas revoloteaban.

    Olfateó el ambiente, que solo olía a viejo, y mentalmente intentó planear cómo podía hacer de aquella casa un hogar seguro. Ya habían dividido las estancias con cortinas y habían puesto tablones en las ventanas. Allí había vivido mucha gente. La mujer del suelo se habría quedado atrás en la huida. Parecía vieja y débil. Y estar sola era una condena a muerte.

    Dio una vuelta en silencio. Imposible. Demasiado grande y difícil de controlar.

    Se asomó a una de las ventanas rotas e hizo la señal acordada sacando la mano entre la madera astillada. La vegetación se movió y surgieron dos figuras. Una de ellas tiraba de una tercera. Al poco rato, una risa infantil flotó frente a aquel nido de refugiados.

    No sé, me gusta hacer esto. Me gusta escribir sobre todo aquello, sobre nuestro pasado, sobre la destrucción y la muerte que vivimos.

    A mi alrededor la gente intenta olvidar. Yo no. Aún hablo nuestra lengua, no permito que ellos hablen otra. No quiero perder eso también. No quiero perder nuestras raíces. No quiero perder mis recuerdos porque… son lo único que me queda de ti.

    —¡Ilesh! —llamó—. Sube. Solo.

    Un adolescente apareció en el umbral con expresión aburrida y, sin darle importancia al cuerpo que se pudría frente a él, se encogió de hombros inquisitivo.

    —Tenemos que sacarla de aquí antes de que entren tus hermanos.

    Tironeó de la cortina que volaba para arrancarla de la barra en la pared. Sin éxito.

    Su hijo rio entre dientes.

    —Quita, anda —murmuró—. Trae eso aquí.

    Con un violento gesto, poco faltó para que se llevara el tabique con la cortina.

    Desde hacía algún tiempo lo veía ojeroso. Llevaban cinco días deambulando por el desértico territorio, avanzando lentamente hacia el norte, huyendo de «ellos» y buscando un lugar apartado donde poder descansar y refugiarse. Ilesh repuso que lo que hacían era una cobardía y que con gusto se uniría a aquel grupo de rebeldes si ella lo dejara.

    Se agacharon junto al cuerpo y lo hicieron rodar sobre la tela.

    Ananda se levantó y lo observó trabajar. Con cable que iba recogiendo por ahí, siempre diciendo que podrían necesitarlo, su hijo ató ambos extremos del cuerpo. Estaba creciendo muy deprisa. Ya la sobrepasaba en altura y cada vez se parecía más a su padre.

    Hay veces que me sobrecoge mirarlo fijamente. Me recuerda dolorosamente a ti. Tiene tu mismo pelo, negro y brillante. Llevamos días bajo el sol y, aún más moreno de lo normal, es tu viva imagen.

    Por favor, Yuy, vuelve…

    —¿Qué pasa?

    Ananda volvió de la ensoñación.

    —¿Qué?

    —Me estás mirando raro, ¿qué pasa?

    —¿Es que no puedo mirarte?

    Se metió las manos en los bolsillos encogiéndose de hombros.

    —¿Qué vamos a hacer con ella?

    —No sé, quizá deberíamos enterrarla.

    —¿Enterrarla? —repitió sorprendido—. ¿Y por qué? Con alejarla de la casa será suficiente.

    —¿Para que se la coma cualquier animal? Ilesh, pudo haber muerto sola... ¿No te apena?

    —Poco tendrían para comer... Sinceramente, An, a mí me da igual y a ella también. Está muerta.

    Es alarmante lo duros que son los niños. Incluso Marie, que con cinco años nada la conmueve. Han crecido en un territorio hostil y saben que todo el que se acerque puede ser un enemigo. No puedes dejar siquiera que hable, tienes que atacar primero o tú y tu familia estáis perdidos.

    Aún recuerdo los veranos en la playa, comer sandía y nadar en el mar. Recuerdo que cuando era pequeña, me zambullía en el agua y aguantaba la respiración para oír todo ese gorgoteo a mi alrededor, esa paz submarina que me llenaba. Ahora no soporto el silencio. Ya no hay armas, se acabó la pólvora y las balas hace años. Tampoco tanques ni aviones de combate. Ahora solo nos quedan los cuchillos y, para atacar con ellos, es necesario guardar silencio y atacar por sorpresa.

    —Ve a decirles que entren.

    —¿Qué vas a hacer tú?

    Ambos jadeaban.

    —Haz lo que te he dicho.

    Su hijo desapareció entre los árboles y ella miró el bulto. Ilesh fue hacia el claro.

    —¿Y mamá? —preguntó su hermano.

    —Ahora viene. ¿Dónde está Marie?

    Los dos miraron alrededor.

    —Estaba…

    —¡Noah!

    —¿Qué? Estaba aquí mismo.

    Ilesh soltó una maldición.

    —Tenías que vigilarla. Tienes doce años, ¿eres incapaz de cuidar de tu hermana pequeña?

    Noah corrió en una dirección y después en otra.

    Ananda volvía al claro mirándose las uñas llenas de tierra cuando encontró a Ilesh zarandeando a Noah.

    —¿Qué pasa?

    Los dos chicos se volvieron de un salto.

    —¿Dónde está Marie?

    Alarmada, sin esperar respuesta aulló el nombre de la pequeña.

    —¡Marie!

    Los tres guardaron silencio y un leve gemido llegó hasta sus oídos. Los chicos se quedaron aturdidos, incapaces de decir de dónde había venido, pero Ananda corrió en una dirección sin pararse a dudar. Apartó la vegetación a su paso. Volvió a oír a Marie.

    Un viejo vestido de harapos la tenía sujeta con un brazo bajo el cuello. Con la otra mano manoseaba a Marie bajo la camiseta.

    Sin recordar el cuchillo de su cinturón, Ananda se lanzó sobre el viejo y lo derrumbó de un puñetazo. La cabeza golpeó con el tronco de un árbol tras él y se oyó un crujido. El cuello se había roto, pero ella siguió golpeándole fríamente en la cara. La sangre salpicó. Ilesh y Noah aparecieron.

    Mientras el menor recogía a la llorosa Marie del suelo, Ilesh tiró de la camiseta de su madre.

    —¡An! Ya basta, está muerto.

    Se echó a llorar sin darse cuenta y sin dejar de golpearlo.

    —¡An! —repitió tirando con más fuerza—. ¡An!, Marie está bien.

    Se zafó de la pinza que tiraba de su ropa y siguió golpeando. Ilesh la cogió por la cintura y tiró de ella, cayendo de espaldas con su madre encima.

    —¡Basta!

    Capítulo 2

    Oye, Yuy, ¿recuerdas cómo nos conocimos? Eras muy popular en el instituto. Creo que para mucha gente, o quizá para todos, fuiste el primer indio de verdad que vimos. Y digo de verdad porque supongo que teníamos una idea romántica de los indios. Con plumas, caballos salvajes y tipis.

    Las permanentes disputas por las lindes de la reserva de los apaches chiricahuas con el Gobierno de México te forzaron a buscar otro destino. Estabas solo. Te mezclaste con el resto de los inmigrantes que arribaban a nuestras costas y te quedaste.

    Por aquel entonces yo tenía catorce y tonteaba con uno de los chicos de tu clase. Ambos os hicisteis amigos enseguida. Teníais gustos musicales en común, vestíais muy parecido... y yo sin darme cuenta me fui transformando con tal de encajar con vosotros. Me encantaba mezclarme con gente mayor que yo.

    Hoy ha sido un día agotador. Después de lo que ha pasado, soy incapaz de dejar de mirar a Marie. La tengo durmiendo a mi lado y, mientras le acariciaba el pelo, he visto la cicatriz de mi mano.

    Fue en mi cumpleaños. Cumplía quince, y tú me rajaste.

    No he podido evitar sonreír al pensar esto. Fue «rajar» lo que dijo que le habías hecho a su chica.

    Ni siquiera entiendo lo que estoy haciendo ahora. Creo que jamás llegarás a leer esto y me aterra pensarlo.

    Él se alejó con una de mis amigas, no sé adónde, no sé a qué. Pregunté en voz alta: «¿A dónde va?». Sacaste tu navaja, te cortaste en la palma de la mano y dijiste: «Yo no voy a ningún lado». Me sorprendió la fantasmada de película mala, pero con la herida abierta cogiste mi mano y dejé que el acero separara mi carne y nuestras sangres se unieran. Así de hipnotizada me tuviste desde el principio. Completa y voluntariamente esclava.

    Él volvió a aparecer, e indignado gritó que habías rajado a su chica. Tú dijiste que no era su chica, porque me querías. «La quiero». Apretaste mi mano sangrante y resbaladiza, nos marchamos y desde aquel momento no nos separamos.

    —¿Qué escribes?

    —¿Mmm?

    Noah la miraba sentado en su saco.

    —Vuelve a dormirte —susurró.

    —¿Es una carta? ¿Le escribes una carta a papá?

    Se encogió de dolor. Ni siquiera tenía a dónde enviarla.

    ¿Dónde estás, Yuy?

    —No exactamente. Yo… Es una especie de diario, supongo.

    Noah sonrió. Siempre se había entendido muy bien con él. A diferencia de Ilesh, Noah era un chico calmado y reflexivo. Siempre le hacía frente a su salvaje hermano y siempre la defendía a ella. Siguió escribiendo, mirando de reojo a su hijo.

    A veces, pienso que la diferencia de carácter de los niños tiene algo que ver con cómo fueron concebidos. No sé por qué me he sonrojado al escribir esto.

    —¿Y qué escribes? ¿Las cosas que nos pasan?

    Noah parecía no tener sueño.

    —Podrías escribir nuestra historia —dijo sonriendo.

    —Pues, a decir verdad, creo que es eso lo que estoy haciendo.

    —¿En serio? Entonces no escribes un diario.

    Se encogió de hombros y acarició la página escrita.

    —No sé qué es lo que escribo o para qué lo escribo.

    Tras un instante de silencio, Noah siguió hablando en susurros.

    —¿Te sientes mejor cuando escribes? —Asintió con la cabeza—. ¿Tienes otro cuaderno? A mí también me gustaría escribir un diario.

    —Creo que en mi mochila tengo más. Hace años que tengo esas libretas. Al principio pensé que guardarlas sería una tontería, pero…

    Noah sonrió.

    —Como los cables de Ilesh.

    Los dos ahogaron una carcajada con la mano.

    —Mañana buscaré una para ti, ¿vale? Ahora duérmete.

    Noah se volvió a tapar.

    —Buenas noches, mamá.

    —Buenas noches.

    Ilesh se revolvió y, por su respiración, Ananda supo que estaba despierto y había oído toda la conversación.

    Tu guitarra se me resbaló de los dedos. Por un momento quise que nada de aquello fuera verdad. Creo que te pregunté por qué, pero no respondiste. Cogiste tu navaja y empezaste a cortarte el pelo con fuertes tirones. Los largos mechones de cabello negro caían a tu alrededor, y al mío las lágrimas de dolor y mi mundo entero.

    Te dije que, por favor, te quedaras, supliqué y rogué por todo lo que se me ocurrió. Yo ya no tenía a nadie, mi familia se había marchado renegando de mí. Tu hijo crecía en mi vientre y tú decidiste que te marchabas a una guerra que aún te importaba menos que a mí.

    Mi corazón se hizo pedazos. Te dije que estaba embarazada, que, por favor, por tu hijo, no te marcharas. Te volviste hacia mí con cabellos brillantes en los hombros.

    «Lo hago por él —dijiste serio—. He visto más sangre de la que te imaginas y no quiero que él sufra ni que tenga que huir como lo hice yo».

    No sabía de lo que estabas hablando, eras un completo extraño para mí y puede que me estuviera dando cuenta entonces. Tu dura voz vibró por un momento. Querías echarte a llorar y no lo hiciste. Dijiste que irías a luchar para que nuestro hijo creciera libre en un mundo que… No recuerdo nada más. Te oí decir que Yuyutsu en apache significaba ‘el que está impaciente por ir a luchar’.

    Te di la espalda, enfadada, humillada, abandonada. No quise ver cómo te alejabas de mí. Estaba sola. Completamente sola. Me abrazaste por detrás y me dijiste que nuestro hijo debía llamarse Ilesh, ‘dueño de la tierra’. La persiana de metal dejó entrar el sol rojizo y tú desapareciste.

    —¡Mamá!

    Ananda abrió los ojos lentamente. Se había quedado dormida sentada, con el cuaderno abrazado contra su pecho. Marie la miraba sonriente. No parecía haber pasado por nada traumatizante.

    —Buenos días, pequeña.

    Marie se levantó de un salto.

    —Tengo hambre.

    —Tú siempre tienes hambre —bromeó Noah mientras doblaba las mantas.

    —¿A dónde ha ido tu hermano?

    Noah se encogió de hombros.

    —¿Desde cuándo Ilesh me dice algo?

    Cuando Ananda salió, Ilesh aparecía en aquel momento.

    —¿Qué hacías?

    Levantó las cejas con un gesto que le hacía parecerse aún más a su padre. Su rostro pálido hacía resaltar el color de su pelo. Tenía mal aspecto, incluso bronceado, parecía enfermo. Ananda cogió su mano.

    —Ilesh, hijo, ¿estás bien? Estás helado.

    —Estoy bien —contestó intentando librarse de su mano.

    —Déjame verte —insistió—, tienes mala cara.

    El chico apretó los dientes, se oyó un rechinar.

    —¡Que estoy bien! ¡Quita!

    Entró en la cabaña dejando a su madre detrás. Cuando lo siguió, estaba apartado de sus hermanos mientras estos sacaban algo de comida de las mochilas. Se dejó caer sobre las mantas que Noah había amontonado en una esquina y cerró los ojos fingiendo que dormía.

    —Mamá, casi no queda agua —le susurró Noah.

    —Lo sé, hoy saldremos a ver qué encontramos por los alrededores.

    —¿Tienes hambre? Todavía nos queda bastante fruta.

    Marie mordisqueaba ansiosa una manzana algo magullada. Negó con la cabeza.

    —Tranquilo, Noah, no tengo hambre. Acabad vosotros.

    Se apartó un poco y se sentó en el suelo. Los miró devorar una pieza de fruta. Su hijo sabía de sobra que tenía el mismo apetito que todos, pero que cedía su parte. No podía engañarlo. Vio cómo Noah daba unos bocados a una pera y que cuando Marie había acabado con su manzana, aún hambrienta, aceptaba la pieza de fruta que su hermano le daba.

    Al principio, pensé que no era nada sin ti, que me moriría de pena y soledad. Pero no fue así. Ahora miro hacia atrás y me doy cuenta de que solamente estaba asustada, dependía de ti; y tú cortaste esa cadena.

    —Yo también quiero —gimió a media voz.

    Su hermano le chistó volviéndose hacia Ananda.

    —¿Qué pasa? ¿Qué es lo que quieres, pequeña?

    —Nada —interrumpió Noah.

    —Escribirle a papá.

    —¡Marie, calla!

    —Pero yo quiero escribirle. ¡Tengo más derecho que tú! Yo ya no me acuerdo de él.

    Los pucheros acabaron en llanto. Noah se arrodilló frente a ella limpiándole el zumo de fruta que se deslizaba entre sus dedos.

    —Deja que te limpie esto.

    Ananda se levantó.

    —Cariño, yo no le escribo a papá, escribo porque… No sé, me apetece.

    —Yo también quiero.

    Noah puso los ojos en blanco.

    —Perdona, mamá, le dije que ibas a darme un cuaderno para escribir.

    —Ya… Bueno… Hay papel para todos. Creo.

    Marie aplaudió contenta y corrió hacia su hermano mayor para contárselo.

    —¡Que me dejes!

    Marie cayó de espaldas y volvió a llorar.

    —¡Ilesh! ¿Pero qué haces?

    La pequeña corrió hacia su madre y abrazó su pierna. Noah se adelantó y le pegó una patada en la espinilla. Los dos empezaron a pelear. El mayor parecía fuera de sí.

    Ananda se adelantó y los separó.

    —Ya está bien.

    —¡No la toques! —gritaba Noah—. ¿Me oyes?

    Ilesh se zafó de todas las manos y corrió fuera de la cabaña. Noah respiraba acelerado.

    —Ya está —dijo acariciando su espalda—, ya está. Marie, ¿qué ha pasado? ¿Qué le has dicho?

    —Que íbamos a escribir a papá.

    —Seguro que no ha sido por eso… Últimamente está muy raro.

    —Noah, ¿tú también lo has notado? Está muy pálido, ¿verdad?

    —No sé por qué será.

    —Se pone pálido cuando respira eso...

    Ambos se volvieron.

    —¿Qué?

    Marie sorbió por la nariz.

    —Cuando respira eso de la bolsa que tiene.

    Cuando se acercó a la densa vegetación que empezaba conforme se alejaba del claro, lo oyó hablar. En otro idioma, como siempre.

    —Ilesh…

    El chico se volvió sobresaltado.

    —Quiero que me digas ahora mismo qué es lo que estás esnifando.

    —¿Esnifando?

    —No me levantes así las cejas como si no supieras de qué te estoy hablando.

    ¿Por qué? No es justo que se parezca tanto a ti. Sabe que, si me mira así, me desarma. Lo sabe.

    —No sé lo que significa eso —se quejó—. No sé por qué te empeñas en hablar un idioma que solo tú entiendes.

    El pulso se le aceleraba por momentos.

    —Dámelo.

    —¿El qué?

    —Lo que quiera que estés escondiendo.

    Unos pasos crujieron a su espalda.

    —Id a casa —dijo sin volverse—. Ilesh, dámelo.

    —Noah, dice tu madre que vuelvas a casa…

    —Ya está bien, Ilesh —repuso él—, déjate de historias y dáselo.

    —An, no deberías decirles a los niños que se vayan a casa. Deben de estar terriblemente confusos…

    Dio un paso más hacia él.

    —Dámelo —repitió.

    —Ilesh —musitó llorosa Marie.

    —Noah, he dicho que os vayáis a casa.

    De repente, todos hablaron a la vez, Ilesh se adelantó gritándole algo a Noah. La tensión aumentó.

    —He dicho que…

    —¡No me grites! —rugió.

    Ilesh empujó a su madre y ella, de forma instintiva, lo agarró por el cuello y lo empujó hasta un árbol. Su hijo manoteó golpeando su brazo.

    Empezaron a pelear, midiendo sus fuerzas. Al principio se empujaban el uno al otro, pero se oyó un golpe seco, un gemido y se hizo el silencio.

    Capítulo 3

    ¿Sabes, papá? Hoy Ilesh y mamá se han peleado. Mamá le pegó un puñetazo en la cara y la nariz de Ilesh empezó a sangrar.

    Hace tiempo que estaba muy raro, continuamente enfadado con todos. No sé cuándo fue la última vez que le oí decir «mamá» o hablar de ti. La llama por su nombre y eso, aunque no lo diga, a ella le duele.

    Se han peleado porque Ilesh estaba «intoxicado», según dijo mamá. Creo que era por algo parecido a la resina y que cuando lo respiraba se olvidaba de todos los problemas que tenemos. O, al menos, eso ha dicho él.

    Le gritó a mamá que nos llevaría a la muerte, que era una testaruda y que no quería entender nada. Le echó en cara habernos arrastrado hacia el norte sin saber exactamente por qué. Te ha maldecido a ti por haberte marchado.

    Papá, ¿dónde estás? ¿Volverás algún día?

    Hoy estoy muy triste. La última vez que me sentí así fue cuando, con siete años, te vi desaparecer de nuestras vidas, destrozando a mamá por cuarta vez.

    Noah envolvió las páginas en una camiseta. Llevaba dos días oyendo los gritos de Ilesh y su madre peleando mañana y noche. Su hermano aún tenía la cara congestionada, los ojos amoratados y la nariz hinchada.

    Noah y Marie se habían estado peleando con una pequeñísima fogata que habían hecho en la habitación para cocinar una ardilla. Era lo único que había conseguido cazar el niño con su honda y la había estado girando sobre la temblorosa llamita mientras Marie esperaba impaciente acariciando el pellejo ensangrentado del animalillo.

    Noah apagó el fuego, dejó a su hermana comiendo y salió encaminándose hacia las voces.

    —La culpa la tienes tú.

    —No sabes lo que estás diciendo.

    —¿Entonces por qué no vuelve? Es por tu culpa, no quiere verte.

    —Pues parece que a ti tampoco.

    Ananda se encogió. No debería haberle dicho eso.

    —Mejor, porque ya no es mi padre.

    —¡Ilesh! —exclamó su hermano.

    Siguieron gritándose el uno al otro y Noah estalló en llanto.

    —Lo estáis estropeando todo —gimoteó—. Tengo miedo. Y hambre. Y vosotros ya ni os queréis.

    Ilesh apretó los puños con fuerza, pero no dijo nada que pudiera aliviar el dolor de su hermano. Ananda tampoco supo qué decir. Se acercó a él y apretó la cabeza de su hijo contra el pecho.

    —No digas eso, Noah. Seguimos queriéndonos, pero vemos las cosas de forma diferente.

    —Ilesh tiene razón.

    La voz ahogada de Noah se perdía en el abdomen de su madre.

    —¿Qué? —dijo ella apartándolo.

    —¿Por qué no vuelve?

    —Porque está en la guerra…

    —¿Y es que le importa más que nosotros?

    Ella agitó la cabeza y se encogió de hombros. El «no» había derivado en un «no lo sé».

    —Quiero ver a papá —gimió Marie desde su escondite.

    —Yo también. Yo también…

    —¿Ya no nos quiere? —preguntó Noah—. Ilesh cree que papá ya no nos quiere.

    —Al contrario, hijos, está en la guerra por nosotros, para protegernos.

    —Podría haber muerto hace años, y nosotros no lo sabríamos…

    —¡Ilesh! —exclamó ella—. Haz el favor de mirar a tus hermanos, ¿crees de verdad que este es el momento?

    —¿Y cuándo lo será? Estamos solos. Podrían asaltarnos en cualquier momento. Estaremos todos muertos en menos de un mes.

    Marie corrió a hacerse un sitio junto a Noah, apretándose contra las piernas de su madre.

    —Ya… Ya no me acuerdo de su cara —gimió el niño.

    —Yo tampoco.

    Marie no había conocido a Yuyutsu. Quería a una imagen distorsionada, una idea de padre que ella misma se iba haciendo a base de construirla oyendo lo que los demás

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