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Todas íbamos a ser reinas
Todas íbamos a ser reinas
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Libro electrónico386 páginas5 horas

Todas íbamos a ser reinas

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Información de este libro electrónico

Este personaje desarrolló una exitosa carrera en Chile, Argentina y Brasil para después emigrar a Europa donde fue estrella del New York de Bacelona, el Carrusel de París y luego del Lido. Su ejemplo motivó que un grupo de muchachos, asilados en La Carlina, formaran un grupo que debutó en el mejor teatro de revistas musicales de Santiago, con el nombre de "Blue Ballet". El éxito fue inmediato y durante mucho tiempo fueron estrellas absolutas, hasta que emigraron a Europa.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2016
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    Todas íbamos a ser reinas - Branny Cardoch

    Todas íbamos a ser reinas

    Autor: Branny Cardoch.

    Primera Edición: agosto, 2009.

    Editorial Forja

    Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Inscripción de Registro de Propiedad Intelectual N° 168.163

    I.S.B.N. 978-956-8323-75-2

    Editado en Chile / Impreso en Chile.

    Agradecimientos:

    A David Cereceda, sin cuya información,

    este libro no habría sido posible.

    A Enrique Campuzano, por sus atinados

    consejos y la magnífica portada.

    Soy Cielinda, una de las protagonistas de esta historia, y quiero prevenirlo: si da vuelta esta página, entrará a un mundo diferente. Necesitará mucho coraje y mente abierta.

    También algo de comprensión y mucho amor ¿es usted prejuicioso?

    ¿Conoce la palabra Transexual? Bien, por ahí va la cosa.

    Nuestras vidas han sido tortuosas, sufridas, marginales. No pudo ser de otro modo.

    Casi todas salimos del arroyo soñando con ser reinas.

    El mundo no estaba preparado para nosotras.

    Fuimos una bofetada a la moral y nuestra presencia, un insulto constante.

    Incomprensión, esa es la palabra exacta.

    Todas nacimos con cuerpo de hombre y alma de mujer.

    No fue nuestra culpa, sencillamente nacimos.

    A lo largo de este libro, cada una contara su vida.

    No es mi intención adelantarme, pero deben estar preparados.

    No puedo dejar de recordar los versos de Gabriela Mistral.

    "Todas íbamos a ser reinas

    De cuatro reinos sobre el mar

    Rosalía con Ifigenia

    Y Lucila con Soledad"

    A pesar de que ninguna de nosotras usó esos nombres, todas fuimos reinas:

    Monique, Eritrea, Bertica, Clarisse, Solange y yo.

    Wilma nació reina.

    Ahora los dejo con nuestras historias. Son sucias, tristes, vergonzosas, pero fue nuestra realidad y no la podemos cambiar.

    ¿Puede usted cambiar la suya?

    CIELINDA

    Marcelo

    Cuando los gitanos instalaron sus carpas en lo alto del Cerro Cordillera, desde donde tenían una vista panorámica de Valparaíso, despertaron el temor de los vecinos que los miraron con recelo. Tenían fama de ladrones, y a pesar de que nadie tenía algo de valor, se formó una red de espionaje en torno a ellos. Todos los días, junto a otros muchachos, nos acercábamos a curiosear, escucharlos hablar en ese lenguaje incomprensible y a burlarnos de sus maldiciones. Pronto los otros se aburrieron, dejándome solo en mi aventura de espionaje.

    Una de ellas me bautizó como Cielinda. Curioso, por decir lo menos, jamás había pasado por mi cabeza la idea de tener otro nombre y durante mucho tiempo pensé en lo que esa gitana me había dicho, tratando de dilucidar hasta qué punto sus pronósticos de una vida mejor eran reales. Aunque trataba de creer en sus palabras, me parecía imposible que un niño de diez años como yo, analfabeto, viviendo en esa miserable covacha de tablas y cartones, pudiera acceder a lo que ella había pronosticado.

    Ocurrió una tarde en que, como de costumbre, yo las espiaba. La más vieja me descubrió levantando la punta de la carpa; yo pedí disculpas, pero ella me agarró de un brazo, arrastrándome hacia el interior, donde otras estaban sentadas en círculo.

    –¿Cómo te llamas, hijo? –preguntó con ese acento tan divertido. Me reí.

    –Marcelo, vivo con mi mamá cerca de aquí.

    Ella me miró tan fijo que comencé a temblar, estaba seguro de que me echaría un embrujo.

    –¿Marcelo? Ese nombre no te queda bien, eres transparente como el cielo y lindo como una flor, te llamarás Cielo Lindo, mejor dicho, Cielinda.

    La miré desconcertado.

    –¿ Cielinda? Es nombre de mujer y yo soy hombre.

    –¿Hombre? Sí, es lo que pareces, pero tu aura es rosa, desprendes aroma a lavanda y tomillo; dame tu mano para estar segura, te diré el futuro.

    Nunca había sentido tanto miedo, lo único que quería era escapar, pero ella sostenía firme la palma de mi mano mirando con atención; dijo algunas palabras en su idioma y otra de ellas se acercó a mirarme. Cuchichearon suavemente, luego la gitana dijo:

    –Tu vida no será siempre igual, eres un capullo que encierra a una mariposa que revolotea por salir, cuando esto ocurra, tu cuerpo se partirá para que broten las alas que te harán volar. Hay una mujer que gime suavemente, que llora con voz de niña golpeando los muros que la aprisionan, pero llegará el día en que sus gritos serán ensordecedores y tendrás que abrir la puerta. Eres como nosotras, una gitana recorriendo el mundo, ganarás dinero y buscarás el amor en cada recodo del camino. Nada te llegará fácil, pasarás miserias, tendrás frío y soledad, pero lograrás tu meta. Veo tantos hombres que estoy desconcertada y por primera vez en mi vida dudo de mis predicciones. No diré más, el destino es cambiable y los vientos soplan de distintas maneras, traen y llevan, a ti te empujarán lejos. Ahora vete y no regreses.

    Parece que alguno de los muchachos había escuchado a la vieja darme un nuevo nombre, pues al otro día, y para mi sorpresa, todos comenzaron a llamarme Cielinda. Otros, los más ordinarios, gritaban: ¡Hey, maricón, ven a comerte este pedacito! No les hacía caso y me escurría rápidamente por temor a una agresión.

    Iba por la vida metido en un delgado cuerpo masculino, pálido y liso como una anguila, sin musculatura que pudiera salvarme de los comentarios que, a decir verdad, nunca me importaron. Desde pequeña tuve ese aire ambiguo que llamaba la atención y mi andar cadencioso no pasaba desapercibido.

    Me operé a los veinticinco años en Casablanca. La clínica estaba en lo alto de un acantilado muy apropiado para lanzar al turbulento oleaje a esas pobres infelices que morían en el quirófano. Como era una clínica clandestina no nos hacían exámenes previos y corríamos el riesgo de desaparecer. Pero cuando una es joven no piensa en esas cosas. Una enfermera me contó que las metían en un bloque de cemento para que sus cuerpos mutilados no flotaran a la deriva. Bien cinematográfica la historia y nunca la creí del todo.

    Me costó llegar a ese momento, pero no estoy arrepentida. Ahora soy mujer y me sigo llamando Cielinda. Mis amigas dicen que tengo nombre de empleada doméstica, pero ¿Qué les importa a ellas? A los cuarenta años sigo siendo transparente como el cielo y linda como una flor. Como siempre me consideré una mujer, aun cuando era un remedo de hombre, usaré el vocablo femenino para tratarme. Es un pacto que tenemos las transexuales.

    La miseria es la mejor consejera que puede tener un chico muerto de hambre; aviva la imaginación, pone agilidad en sus dedos para escamotear una billetera o arrebatarle la cartera a alguna vieja descuidada. Comencé a los ocho años a recorrer los caminos del delito y el sexo. Confieso que me gustaba esa vida y he llegado a la conclusión de que una nace puta y delincuente. En parte, la culpa fue de mi madre, capaz de cualquier cosa por conseguir una botella de vino. Cuando sus encantos se marchitaron y no lograba nada por sí misma, me entregaba al dueño de la botillería y por cada revolcón, ella recibía una garrafa. Mientras el hombre bufaba como una bestia sobre mi cuerpo de niño, yo vigilaba el cajón del dinero. Me sentía vengado cuando lograba sacar algunos billetes que luego gastaba en ropa y golosinas. Siempre me he preguntado. ¿Qué puede sentir un hombre al cogerse a un chico de diez años?

    Nuestro único recurso alimenticio eran los pescados, también algo de verduras que recogíamos entre los desperdicios del mercado. Comer carne o aves era un sueño imposible, reservado solo para aquellos que tenían dinero. Mi madre (que Dios la perdone) me enviaba cerro abajo, hasta la Caleta Portales a mendigar lo que sobraba. Siempre conseguía algo, pero tenía que pagarlo de rodillas detrás de algún bote, lamiendo sucias vergas. Esa fue mi vida. No lo cuento como una queja, sino para dar testimonio de lo cruel que puede ser la vida de un niño desamparado. Nunca fui violado, siempre me entregué voluntariamente a cambio de algunas monedas o algún alimento.

    Cuando conocí a Juan, pescador solitario que vivía alejado de los demás, mi vida entró en un período de mayor seguridad. Fue mi primer marido y lo recuerdo con cariño. Treinta años después de nuestro primer encuentro, cuando yo ya era mujer y estaba casada, regresé a Chile y fui a la Caleta Portales en su búsqueda. Estaba viejo y cansado, vivía de la caridad de los otros pescadores. El no me reconoció pero la emoción me hizo llorar. Le pregunté si se acordaba de Marcelo; me miró desconcertado

    –¿Marcelo?, ¿es que alguna vez conocí algún Marcelo? Perdón, señorita, pero no recuerdo.

    Quise gritarle que era yo, que nunca lo había olvidado, que él, sin quererlo, me había salvado de mi vida miserable, pero solo le tendí un sobre con el dinero suficiente para que viviera un año sin problemas.

    –Se lo manda Marcelo –dije emocionada– él lo recuerda con cariño–. Sus ojos se llenaron de lágrimas y tomó mi mano.

    –Sí, ¿cómo olvidarlo? ¿Marcelo dijo?, ¿verdad, señorita? Yo también lo recuerdo con cariño.

    Estoy segura de lo dijo solo para agradarme. Después tramitamos su entrada en un hogar de ancianos. No quise volverlo a ver y confío que haya vivido en paz.

    Los otros pescadores se burlaban de él pues siempre mantenía distancia, quizás para que no se enteraran de su afición a los niños. Ahora le dicen pedofilia, pero en ese tiempo nadie se había molestado en darle un nombre. Como no sabía leer, Juan me enseñó las primeras letras. A decir verdad, él me enseñó muchas cosas. Aprendí a burlarme del dolor, a defenderme a gritos y patadas, a eludir los golpes de la vida y a sacarle partido a la adversidad. Decía quererme. Todos los días me entregaba parte de sus pescados a cambio de mi cuerpo. Yo lo dejaba hacer pues me gustaba y también lo quería. Cuando cumplí catorce años me preguntó si me gustaría trabajar; lo miré extrañado ¿quién le daría trabajo a un muchacho como yo? Se rió –ven conmigo, ya lo tengo conversado– y tomándome de una mano subimos hasta el restaurante de don Pedro. ¡Aquí le traigo el chico para el aseo! –gritó de entrada. Don Pedro se rascó la cabeza como dudando de que yo le sirviera, me miró por todos lados, como quien examina a un animal antes de comprarlo, parece que no le disgusté del todo pues, empujándome suavemente hacia la cocina, dijo: –anda a comer algo, estás muy flaco.

    Ahí lo pasaba bien. Comía todos los días y no tenía que abrirle las piernas a nadie. Dormía sobre un jergón en la cocina. Estaba feliz, pues era mejor que en mi casa. No volví a ver a mi madre y no me importa, estoy seguro de que a ella tampoco le importó mi ausencia.

    A los pocos días llegó otro muchacho a trabajar, se llamaba Raimundo. Era simpático y me caía bien, dormíamos en el mismo jergón y nos contábamos la vida. Hasta el día de hoy somos amigas y es mi socia en el negocio. En aquella época se lo pasaba frente al espejo; yo me reía.

    –¿Para que te miras tanto si eres una mona? En un comienzo se enojaba, pero después terminaba riendo. De tanto decirle mona, terminé diciéndole Mónica. Ahora que es mujer y ha recorrido el mundo, cambió su nombre por Monique.

    Para el Año Nuevo fuimos a ver los fuegos artificiales al puerto; después nos sentamos en la Plaza Echaurren a mirar la gente que pasaba; felices, riendo, algunos con botellas de champán, otros entrando al American Bar o al Rock and Roll a divertirse con el espectáculo y a bailar toda la noche. Las mujeres abrazadas a sus hombres, los padres cargando a sus hijos. El mundo parecía feliz y nosotras tan solas y abandonadas. Nos abrazamos y largamos el llanto como dos tontas, porque sí, sin saber cuál era nuestra real pena. Otro grupo de maricas llegó haciendo escándalo; todo el mundo las miraba, pero como era una noche especial en la que solo importaba la diversión, nadie les hizo caso. Se sentaron al borde de la pileta y se mojaron los brazos. Una de ellas nos miró extrañada.

    –¿Y a estas locas tontas, qué les pasa? Miren que ponerse a llorar justo ahora, cuando todas estamos felices. ¡Arriba el ánimo! Vengan con nosotras, vamos a divertirnos.

    Y agarrándonos de un brazo nos arrastraron hasta la Casa Amarilla.

    MONIQUE

    Raimundo

    Quizás por haber nacido en Valparaíso, frente a ese horizonte inalcanzable, se haya metido en mi alma el amor a las distancias, convirtiéndome en una errante.

    Vivía en una casa encaramada en los cerros del puerto, con balcones sobre el mar donde me instalaba a mirar cómo el sol se ocultaba entre las aguas y a soñar con partir en uno de esos barcos.

    Mi madre recorría las calles vendiendo empanadas y pan amasado; de repente le encargaban algo especial, como una torta de cumpleaños; parece que le iba bien pues nunca nos faltó nada. Mi padre era marinero. Cuando yo tenía tres años, él desapareció. Nunca supimos lo que había pasado. Me hubiese gustado conocerlo, quizás mi vida no hubiese sido la constante búsqueda de un padre. Mi madre indagó en todas las compañías, pero nadie supo darle noticias. Siempre me he preguntado si fue la muerte la que lo alejó de nosotras o si otra mujer conquistó su corazón. Al final, ella se resignó a vivir sin hombre y yo sin padre.

    El tío Rogelio se hizo cargo de nosotras, era alto y fuerte; sus musculosos brazos de marinero me hacían temblar cada vez que me alzaba en ellos y mi cuerpo de niño se convertía en dúctil gelatina moldeada por sus manos. Me gustaba mi tío. Me regalaba ropa y golosinas. –Lo estás mal criando– rezongaba mi madre sin mucha convicción. Él solo sonreía. A los ocho años comenzó a llevarme al baño para que lo viera orinar, luego me pedía que lo tocara. Para mí era un juego y me divertía haciéndolo gemir. Me cogió cuando tenía diez años.

    Todos los sábados traía un paquete de carne que duraba toda la semana, también un poco de queso y jamón, que para nosotros era un lujo. Mientras mi madre se afanaba en la cocina, él me llevaba al baño donde yo pagaba con mi cuerpo todos sus regalos. A ella le llamó la atención que en todas sus visitas, ambos desaparecíamos. Un día escuchó mis gemidos y los jadeos de su hermano. Como la puerta se abría fácilmente pues no tenía cerrojo, nos sorprendió. Creo que el grito se escuchó en toda la cuadra: –¡Desgraciado, maricón, deja a mi pobre angelito! Mi tío se subió los pantalones y salió corriendo, mientras ellas lo perseguía dándole golpes. Yo me quedé tendido en el suelo, desnudo, sin atinar a vestirme. Todo el barrio se enteró de que el degenerado había violado al niño.

    –¡Pobrecito! –gimieron las vecinas solidarizando con mi madre y mi presunta desgracia, pero bastó ese escándalo para que sus maridos comenzaran a mirarme como una alternativa.

    –No está nada de malo el mariconcito –decían cuando yo pasaba por la calle.

    Después de una encerrona que me hicieron un par de machos aburridos que se turnaron para violarme, me escondí en mi casa sin querer salir. Como tenía miedo de que me volvieran a agarrar, confesé a mi madre lo sucedido. Me miró sorprendida, luego agarró un palo y las emprendió en mi contra: ¡Maricón! –gritaba–, ¿acaso no te das cuenta que caminas contoneándote como una mujer? Calientas a esos brutos y después te haces el inocente.

    Nunca imaginé que ella reaccionara de ese modo, esperaba refugiarme entre sus brazos, escuchar sus palabras de amor y consuelo, sentirme protegido; asustado, escapé cerro abajo y no me atreví a regresar. Esa noche lo pasé en la calle temblando de frío. Tenía hambre y no sabía qué hacer, deambulé hasta encontrar una panadería, como no tenía dinero, rogué que me dieran uno, solo recibí un insulto. Cabizbajo, me detuve a la entrada; una mujer salió con una bolsa y en un impulso incontrolable, se lo arrebaté y salí corriendo, desgraciadamente los carabineros me alcanzaron y me vi obligado a dar la dirección de mi casa. No quiero recordar la pateadura que me dio mi madre, estuve dos días en cama rumiando mi pena y mi rabia. A pesar de que podrían arrestarme nuevamente, apenas pude levantarme, escapé.

    Todos los puertos tienen muchos rincones donde un niño se puede ocultar. Aprendí a robar alimentos en los mercados y accedía a los deseos de algunos pederastas. Sin darme cuenta me convertí en puta. Caminaba provocando con la mirada, lamiendo mis labios insinuantemente. Era una ninfa que corría despacio para ser alcanzada por los faunos. Me gustaba sentirme mirado. La adrenalina corría por mis venas como un torbellino, despertando todos mis instintos de hembra en celo. Tenía once años cuando la policía me agarró nuevamente y como mi madre no era capaz de controlarme, el juez me envió a un hogar de menores.

    La sicóloga juraba que yo estaba traumatizado por tan duras experiencias. Era una mujer morbosa, le gustaba que le contara detalles, creo que gozaba con mis relatos. Los ojos le brillaban de entusiasmo y me pedía que se lo repitiera una y otra vez. Pobre mujer, creo que nunca había estado con un hombre. Siempre pensé que era ella la que necesitaba un tratamiento, o quizás un estibador del puerto, de músculos fuertes que la hiciera olvidar el mundo. Los hombres son capaces de curar cualquier trauma. Un día se lo dije. Me miró con cara de espanto.

    –¡Qué! –gritó–. ¡Tú no tienes remedio, chiquillo depravado!

    Hasta ahí le llegó la sicología a la pobre. Desde esa época que miro con recelo a su profesión, a mí no me ayudó en nada.

    Durante los años que permanecí encerrada, aprendí a leer y a escribir. Como me portaba bien, me permitían salir acompañado de otros muchachos y un guardia. A los quince años pregunté si podía trabajar. Afortunadamente accedieron. Hablaron con don Pedro para que me diera un lugar en su restaurante, con la condición de regresar todas las noches al hogar. Juré todo lo que quisieron con tal de escapar de ese encierro, ya me las arreglaría para ir distanciándome poco a poco.

    En el restaurante conocí a Marcelo, pero a él le gustaba que le dijera Cielinda, nos hicimos amigas y en nuestro tiempo libre corríamos a la playa a darnos una zambullida. A Juan no le gustaba que llegáramos de sorpresa, se sobresaltaba como si todos fuesen a darse cuenta de que a él le gustaba meter goles en el mismo equipo.

    Durante un tiempo regresé al hogar todas las noches. La primera vez que no lo hice di como explicación el exceso de trabajo. Poco a poco fui distanciando mis regresos, hasta que se acostumbraron a mi ausencia. Con el tiempo se olvidaron de mí. No podía ser de otro modo, el país estaba en plena campaña electoral y nadie tenía tiempo para preocuparse si un muchacho de quince años regresaba a dormir. Con Cielinda nos divertíamos en las concentraciones de los candidatos. Ibamos a las marchas de Frei y también a las de Allende; en ambas gritábamos y aplaudíamos y de paso, nos robábamos algunas billeteras. Cielinda tenía unos dedos mágicos que hurgaban en los bolsillos como una brisa. Después nos gastábamos el dinero en ropa, maquillaje o en el cine.

    Una noche escapamos a bailar a los prostíbulos. Al principio, Cielinda hizo muchos aspavientos, como si estuviera horrorizada, pero era puro teatro, pues siempre estaba insistiendo en correr a la Casa Amarilla o donde la Chila, que tenía el mejor local de travestis. La calle Clave estaba llena de lugares de diversión donde no nos dejaban entrar por ser menores de edad, pero en la Plaza Echaurren nos juntábamos con otras locas mayores que se encargaban de meternos en los boliches sin que los porteros se dieran cuenta. Con la Cielinda mirábamos con envidia los vestidos y las plumas, soñábamos con lentejuelas y brillantes y con el día en que ambas fuésemos reinas. Éramos un par de mariquitas que ignoraban su destino.

    CIELINDA

    En la Casa Amarilla conocimos a la Marilyn y a la Bette Davis. Las imitaban tan bien que cuando entraron al salón, la música dejó de tocar. Caminaron hasta el centro de la pista como modelos de una pasarela

    –¡Qué putas más regias! –exclamó Monique.

    –No seas envidiosa, loca, nosotras podemos ser mejores –dije sin mucha convicción–. Además son viejas, míralas bien, te apuesto que tienen veinte años y más kilometraje en el cuerpo.

    Los marineros se volvieron loquitos con ellas, todos las querían sacar a bailar. Las muy zorras se reían, movían las caderas, ondulaban como palmeras y al fin accedían.

    –Fíjate –murmuré al oído de Monique–, los tipos les pasan billetes por cada baile.

    Monique me miró con la boca abierta.

    –¡Esas sí que son putas con clase! –exclamó–. ¿Te gustaría que nosotras fuésemos así?

    Claro que me gustaría, pero para eso tendríamos que nacer de nuevo. Ellas parecían reinas, en cambio a nosotras se nos salía la hojota por debajo del poncho, si hasta teníamos olor a roto por más que nos bañáramos. Me senté en un rincón, acurrucada como perro apaleado. Monique se apoyó en mi hombro.

    –No te pongas a llorar, loca tonta, nosotras somos más jóvenes y bonitas, esas son puro trapo y pintura. Acuérdate de lo que te digo, algún día seremos reinas.

    Cansadas de bailar y meterse billetes en el escote, se sentaron a tomar un trago mientras los hombres revoloteaban a su alrededor; me armé de valor y me senté frente a ellas. Me miraron como si un insecto les hubiese caído en el vaso.

    –¿Qué miras tanto? ¿Acaso nunca has visto locas tan estupendas como nosotras? –dijo la rubia que imitaba a la Marilyn–. ¿No ves que estamos ocupadas?

    –Es que son tan lindas –dije tratando de halagarlas–. Perdón, quería mirarlas de cerca, son impresionantes.

    Sonrieron, la Marilyn esponjó su pelo y la Bette Davis se acomodó las tetas.

    –Gracias, también tú eres preciosa.

    Qué fácil resultó conquistarlas, con un par de piropos todos los caminos se abren. Nos pusimos a conversar. Monique me miraba despavorida desde su rincón, quizás preguntándose de qué diablos hablaba. Les contaba mi vida, mejorándola un poquito, claro está, no quería que se dieran cuenta de lo miserable que era; pero no eran tontas y creo que leyeron entre líneas; luego pidieron permiso para ir al baño mientras cuchicheaban entre ellas como si estuvieran poniéndose de acuerdo. Pensé que las tenía abrumadas con mi presencia y me fui a sentar con Monique que comenzó a interrogarme. Desde el otro lado de la pista me hicieron señas para que me acercara. Tomé a Monique de una mano.

    –Vamos, quizás para qué me quieren.

    –Para mandarte a la mierda, para qué otra cosa –murmuró, mientras atravesábamos entre los bailarines.

    –Miren, chiquillas, les tenemos una proposición –dijeron, mientras se miraban con complicidad–. ¿Les gustaría vivir en Santiago? Allá tendrían trabajo y lo pasarían bien. La mami Carlina es generosa y tiene un cabaret elegante donde nosotras somos las estrellas.

    –¿Ustedes saben bailar? –preguntó la Bette Davis.

    –Somos las reinas del mambo –contesté convencida de que era cierto–, mi amiga y yo hacemos un show precioso.

    –Bueno, muñequitas, si están decididas vayan a preparar sus cosas, nos vamos a las siete de la mañana en el auto de un amigo. Vestidas de hombre, por favor, no nos hagan pasar vergüenza.

    Entusiasmadas, corrimos a meter en una caja de cartón las pocas cosas que teníamos para escapar sin que nadie se diera cuenta, pero como era de madrugada y estaba llegando la mercadería para el día, nos topamos con don Pedro.

    –Y ustedes, ¿para dónde creen que van? –gritó enojado–. ¡Muévanse, ayuden a cargar que para eso les pago!

    Nos miramos desconcertadas, no sabíamos qué hacer, yo estuve a punto de ponerme a llorar y olvidar nuestro sueño de fuga, pero Monique agarró coraje y poniéndose frente a mí, como si quisiera protegerme, largó de un viaje todo lo que tenía que decir.

    –Perdón, jefecito, como puede ver, las cosas han cambiado, nos vamos a Santiago en busca de otros horizontes; usted ha sido muy gentil con nosotras y siempre lo recordaremos como el padre que nunca tuvimos, pero mírenos, somos jóvenes y la vida nos espera, no queremos vegetar eternamente como empleadas para el aseo. Nos comprende ¿verdad?

    Don Pedro nos miraba atónito, parece que no podía creer que Monique se hubiese mandado ese tremendo discurso; parecía desconcertado y a punto de estallar.

    –¡Locas brutas! –gritó–. ¿Acaso creen que van a conquistar la capital? El mundo está lleno de maricones como ustedes y se van a morir de hambre.

    Confieso que temblaba; Monique dudó un instante, me miró interrogante, por un momento creí que también ella se rendía y que nuestros proyectos se irían a la mierda. El temor se convirtió en rabia y la rabia en furor, nadie tenía derecho a tratarnos de ese modo y si queríamos ser reinas, debíamos luchar por conseguirlo.

    –Así será, pues, aunque nos muramos de hambre, nos vamos igual –dije agresiva – El mundo está lleno de maricones, pero nosotras somos diferentes.

    Agarré mi caja y salí corriendo; Monique corrió tras mío.

    –¡Espérame! –gritaba a mis espaldas.

    Yo no estaba dispuesta a llegar tarde al encuentro con esas tremendas madrinas que la vida nos había puesto por delante.

    Nunca había viajado en un auto y el mundo parecía volar, barrido por la velocidad del vehículo. Monique y yo, pegadas a la ventana,

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