El laberinto de los naranjos
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El laberinto de los naranjos - María José Cardona
Capítulo 1
Las niñas de diecisiete años no saben muchas cosas, pero son capaces de guardar un secreto. Cuando le pedí a mis amigas que no habláramos más del tema me lo respetaron. Ocultarlo no fue difícil: soy de caderas anchas y no se me veía la barriga. Lo único importante para mí en ese momento era que no se enterara nadie de la familia. Mi familia es tradicional. No lo comprenderían, pensaba. Lo mejor, en aquel momento, era callar.
Pero nueve meses pasan más rápido de lo que se creería. Todavía puedo verme a los cuatro meses de embarazo en la Romería de Valme, en mi pueblo natal de Dos Hermanas, vestida con un vaquero ajustado, una franela blanca al talle y una camiseta anaranjada abierta. Nadie sospechaba nada. Claro que, en ese momento, viendo la procesión de la Virgen desde la iglesia de Santa María Magdalena hasta el Cortijo del Cuarto, no podía adivinar nada sobre la larga noche de marzo que pasé durante el alumbramiento, en la oscuridad de mi habitación, sola, y con aquel reloj de pared que daba las horas y los cuartos.
Vivía todo aquello como un sueño. Con el tiempo he reflexionado que en aquel momento trataba de convencerme de que no estaba embarazada o que después de la gestación terminaría todo.
Del padre del niño mejor no hablar. Nunca quiso responsabilizarse. Las únicas que me acompañaron en aquellos meses fueron mis amigas: María del Carmen, Isabel, Cristina, Julia. Pero de ellas solamente esperaba un silencio cómplice. La verdad es que para nosotras toda la situación parecía un juego. Repito: no éramos más que niñas.
Las únicas vagas conversaciones que tuvimos al respecto fueron acerca del nombre que le pondría, si sería niño o niña. Nada más. A estos diálogos les sucedieron respetables silencios. Era como si en realidad yo no estuviera encinta. Como si en mi vientre no se estuviera gestando una persona.
En los años noventa las cosas eran distintas y, como ya dije, mi familia es una familia tradicional. Para dar solamente una idea contar que mi madre se casó de riguroso luto en memoria de una abuela. En mi casa no se podían hablar de ciertas cosas. Mi hermano, dos años menor que yo, por ejemplo, gozaba de muchas más libertades para salir con sus amigos de las que yo hubiera soñado. En mi familia la mujer debía permanecer dentro de un honroso silencio. Con decir que luego de mi primera menstruación, que tuve con solamente once años, me prohibieron salir de casa, pues ya me consideraban una mujer. Y cuando mi cuerpo empezó a cambiar, a desarrollarse, todo se hizo más duro. En mi familia, en dos palabras, se debía seguir con la tradición: casarse con el novio de toda la vida, estudiar, obedecer.
Ahora puedo decir, a tantos años de distancia, que yo rompí con toda la tradición de un sopetón. Pero la vida y el tiempo te van enseñando muchas cosas. Ahora, honestamente, comprendo un poco mejor a mis padres. Aunque no deja de ser cierto que jamás comprenderé algunas de las posturas que tomaron con relación a los momentos difíciles que viví después. Pero ya llegaremos a ello.
Cuando supe del embarazo mi primer impulso fue abortar. Pero por los años noventa esta palabra tenía un peso distinto. No es como ahora. Sin embargo, vista mi situación y mi edad, creía que esta sería la decisión más sencilla.
Con esta idea rondando por mi cabeza, una chica que mis amigas y yo conocíamos de algunas fiestas, me recomendó que fuera a visitar a su madre, una conocida vidente.
Lo recuerdo como si fuera ayer. La casa quedaba cerca del estadio del Betis y nos fuimos para allá en secreto, con cierta clandestinidad para no levantar sospechas.
Al entrar a la casa nada llamaba poderosamente la atención. Era una habitación común y corriente, una mesa de madera circular en el centro del salón, una puerta que daba hacia un pasillo, una ventana desde donde podíamos ver parte de la grada sur del Benito Villamarín, en absoluto silencio y oscuridad en aquel momento. Era como si aquella mole del estadio, destinada a los gritos y a los cantos de la gradería, ahora se mantuviera en respetuoso silencio para favorecer la clandestinidad de aquella noche, el necesario silencio con el que se deben hacer algunas cosas.
Nos sentamos en la mesa redonda y la hija de la vidente fue a llamar a la mujer. En honor a la verdad debo decir que aquella bruja
no parecía una bruja. Era una señora normal y corriente. Llevaba el cabello un poco despeinado, pintado con un tinte quizás demasiado rojo y en la cara se le dibujaba una sonrisa que parecía querer ocultar algo. Se sentó frente a mí y casi inmediatamente un largo collar dorado que llevaba empezó a balancearse de un lado a otro sobre la mesa. Dijo buenas noches y sacó la baraja. Barajó por un buen rato, picó, volvió a barajar y finalmente dispuso las cartas sobre la mesa.
—Será niña. Al enterarse del embarazo tu padre morirá. Tu hermano, poco después, tendrá problemas de drogas —dijo.
No acertó nada. Fue niño. Mi padre no murió, pero sí se desmayó. Mi hermano no tuvo ningún problema con las drogas.
Pero yo no lo podía saber en ese momento. En consecuencia, sentí miedo, un profundo miedo. La vidente, al pedirle consejo sobre cómo abortar, me recomendó un método extraño. Consistía en consumir un chupito de cognac con dos aspirinas antes de dormir y al día siguiente, en ayunas, beber una cerveza caliente con otras dos aspirinas.
Al salir de casa de la bruja todo parecía más silencio que antes. El estadio de fútbol era una presencia inamovible ante nosotras. No sabía qué pensar en aquel momento acerca de los consejos de la mujer.
Sinceramente no sabía qué hacer.
María del Carmen, una de mis mejores amigas, y cuyo padre tenía un bar en el pueblo, me consiguió el chupito de cognac. Lo guardé durante un día entero bajo la cama. Pero cuando llegó la noche, con el vaso en una mano, las aspirinas apretadas dentro del puño de la otra, rodeada por el silencio de la casa de mis padres, comprendí que no lo iba a hacer. No, no iba a abortar. Tendría al niño.
Los siguientes meses pasaron con relativa calma. Hacía una vida normal y casi no recordaba estar embarazada. Nunca tuve nauseas o malestar de ningún tipo. Luego del parto un psicólogo del hospital le dijo a mi madre que aquello se debía al hecho de que yo, en mi fuero interno, me había convencido a mí misma de que no estaba embarazada, y me lo creí hasta el punto de no exteriorizar o sentir ninguna señal que me indicara que, en efecto, estaba encinta.
Como dije antes, lo vivía todo como un sueño. E ingenuamente trataba de convencerme que al parir todo iba a terminar.
Pero la realidad, como es lógico, terminó por imponerse.
El día anterior al alumbramiento me sentía bien, como si nada. Aquella noche de marzo decidí ir con mis amigas a un concierto que daban en una discoteca del pueblo. Me arreglé con calma, como siempre, y a la hora indicada me encontré con ellas. Estaban María del Carmen, Cristina, Isabel, todas.
Recuerdo que jugábamos al Tetris cuando empecé a sentir los típicos dolores del parto.
—¿Qué te pasa, María José? —me preguntó María del Carmen.
—Creo que voy a dar a luz.
—¿Ahora?
—Así parece…
¡La cara que se nos pondría! Un grupo de niñas de diecisiete años. Sin experiencia. Ingenuas. Y las únicas en todo Dos Hermanas que conocían aquel secreto.
Casi inmediatamente me empezaron los sudores fríos.
Los dolores fueron incrementando poco a poco.
—Quiero ir para mi casa —dije.
Me acompañaron todas. La caminata de regreso fue lenta, indecisa. Al llegar a la puerta, Isabel, incapaz de ocultar la preocupación, me preguntó:
—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a parir aquí sola?
—Ya veré lo que hago. Mañana nos vemos —dije y cerré la puerta tras de mí.
Al entrar en la casa mi madre, un poco sorprendida, me preguntó por qué había vuelto tan temprano del concierto. Le dije que me dolía la cabeza y me encerré en mi habitación, me cambié de ropas y me acosté en la cama. Por aquella época compartía cuarto con mi hermana menor, de sólo nueve años.
Inhalaba y exhalaba lentamente, acostada, incómoda, con dolores cada vez más importantes. Los minutos pasaban, uno tras otro, y yo, en silencio, sin saber qué hacer, esperé.
En aquel momento todo empezó a hacerse confuso. Sinceramente no sabía qué esperar. No sabía qué me estaba pasando. En realidad, no sabía nada de nada. Afuera la noche crecía, fría, asaeteada por un viento de acero que se escurría entre los olivos, las casas y el campanario de Santa María Magdalena. Imaginaba a aquel viento correr sin pausa, indetenible, hasta la orilla del Guadalquivir, en donde, jugando, perturbaba las undosas aguas para de nuevo volver, rápidamente, trayendo un silencio que en mi habitación parecía tangible, como si el tiempo de ese río y el tiempo de mi espera fueran el mismo, dos corrientes insoslayables, paralelas, eternas.
Las horas se fueron sucediendo lentamente.
No recuerdo en qué momento mi hermana se acostó a dormir. Pero lo que sí recuerdo, dentro de toda aquella confusión, es el sonido de aquel gigantesco reloj de pared que anunciaba las horas y los cuartos y el viento frío que me decía que el lento trascurso del tiempo, en algún lugar, lejos de mí, continuaba.
Eran las cuatro de la mañana cuando rompí aguas, lo sé precisar gracias a aquel gran reloj de pared. Claro que yo no sabía lo que era romper aguas. En consecuencia, pensé que me había orinado, quizás por el miedo, quizás por ese viento terrible que seguía soplando afuera aquella madrugada de marzo.
Fui hasta el baño y me cambié.
Al regresar a la cama me sentí cada vez peor. Me escondí bajo las sábanas. Todo aquello pasaba en el más absoluto silencio. En la soledad más tremenda que se pueda imaginar.
Había empezado el momento decisivo del trabajo de parto. Pero no lo sabía. Ahora sé que aquella noche pujé por instinto, di a luz en soledad gracias al olfato y la corazonada que todas las madres poseen, tengan diecisiete años o los que tengan.
Pujaba, resoplaba y apretaba el colchón con mis manos. Apreté tan fuerte que me desgarré los brazos. No era consciente de nada. Solamente del dolor. Del silencio. Y de los intervalos en que las campanas del reloj de pared perturbaban aquel silencio. Nada más. Todo lo demás era viento y noche y un marzo frío.
Un poco después del amanecer mi padre entró en la habitación para despedirse de mi hermana y de mí antes de partir para el trabajo. Salió sin darse cuenta de nada. Por aquel entonces yo daba catequesis a mi hermana pequeña y a un grupo de sus amigas. Era sábado. Lo recuerdo perfectamente. Mi madre fue a buscarme para que les impartiera las lecciones a las niñas y le expliqué que me encontraba indispuesta, que no había pasado buena noche. Mi madre salió.
Yo, mientras tanto, continuaba con el trabajo de parto. En un momento indeterminado de aquella mañana sentí que algo caliente y suave se deslizaba entre mis piernas y empezaba a llorar. Yo misma le quité el cordón umbilical que tenía sobre los hombros y el pecho. Por increíble que parezca todo salió bien. Y ahí estaba él. Era mi hijo.
Había dado a luz con tanto cuidado, con tanta precaución de no hacer ruido que ni siquiera mi hermana pequeña, que dormía a unos metros de mí, se enteró.
Pero todo el cuidado que había puesto guardar silencio, en no levantar sospechas, terminó cuando mi primogénito empezó a llorar.
—¿Escuchas eso? —dijo mi madre a mi hermano Miguel en la cocina—. Parece que hay un gato chillando. Y el ruido viene de la casa.
—¡Un gato chillando! ¡Dentro de la casa! —dijo mi hermano, sorprendido.
Mi madre entró