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Nido en llamas: Nido en llamas
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Libro electrónico275 páginas3 horas

Nido en llamas: Nido en llamas

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Información de este libro electrónico

"Todo lo que hicimos para luchar por la libertad femenina y el triunfo feminista, sin jamás llegar a pensar que aquellas mujeres vulneradas podíamos ser nosotras."
En medio de la búsqueda de su identidad en la literatura, Lina Mae busca sanar las heridas emocionales y sexuales que hombres le han infringido en el pasado. Tras conocer a Victor, un músico británico que acaba de llegar a la ciudad, un nuevo mundo se abre frente a ella. Pero no todo es lo que parece.
Cegada por un amor naciente, Espen Vanderbeck se ve inmersa en una gran pesadilla que la lleva a cuestionar incluso su propia existencia. De a poco se dará cuenta de que la peor soledad es la que se siente aun estando acompañada.
Nido en llamas es una historia de amor, sufrimiento y esperanza, que trata temas sensibles como el abuso, el consumo de alcohol, el machismo, el aborto y la sexualidad en la adolescencia. Reflexiona sobre las carencias de la sociedad actual, el daño que provoca en jóvenes mujeres y el largo camino que queda para enmendarlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2023
ISBN9789564062792
Nido en llamas: Nido en llamas

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    Nido en llamas - Isabel Margarita Saieg

    Nido en llamas

    © 2022, Isabel Margarita Saieg

    ISBN: 978-956-406-158-0

    eISBN: 978-956-406-279-2

    Primera edición: Enero 2023

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, tampoco registrada o trasmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mediante mecanismo fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo escrito por el autor.

    Imprenta: Donnebaum

    Impreso en Chile/Printed in Chile

    Advertencia

    Este libro incluye escenas fuertes y explícitas de abuso sexual y aborto clandestino. Personas sensibles a estos temas podrían verse afectadas

    por los acontecimientos narrados.

    Recomendado para mayores de 17 años.

    Escucha esta playlist mientras lees para que tu experiencia literaria sea aún más enriquecedora.

    Prefacio

    Ser mujer no es y nunca ha sido algo fácil. La vida nos enseña —y desde muy pequeñas— cómo es que debemos ser lo suficientemente buena mujer. Habitamos una sociedad en la que a nosotras —las mujeres— se nos está constantemente cuestionando; se cuestiona nuestro comportamiento, nuestras decisiones, nuestras opiniones, nuestros sentimientos, incluso aquellos más íntimos.

    Seguimos siendo ciudadanas de segunda clase: primero están ellos y luego nosotras, al final de la fila, porque, aunque parezca por un pequeño instante que los tiempos han cambiado, no nos podemos dejar engañar. La sociedad progresa, pero las mujeres vamos a paso más lento. La misoginia y el machismo se mantienen firmes, ni un paso atrás, aunque nos quieran hacer creer lo contrario, aunque nos quieran hacer creer que solo exageramos, que lo tenemos todo, que vamos de ganadoras, que el feminismo lo ha logrado. Pero no, y ni siquiera nuestra salud sexual y reproductiva se ha salvado de lo que significa ser mujer y estar en el lugar que nos ha tocado estar.

    El patriarcado se ha metido hasta en lo más íntimo de nuestra sexualidad; nuestro cuerpo no nos pertenece, es más fácil que esté a disposición de otros, que a mis propias decisiones.

    Somos las putas, las sueltas, las que no podemos disfrutar de nuestra sexualidad para no ser mal vistas; las que no podemos beber alcohol por cuidarnos de un abuso; las provocadoras, las que normalizamos el sexo con dolor, las que deben salir a la calle a gritar para ser validadas. Somos las que abortan en silencio y en clandestinidad —incluso, si eso significa poner en riesgo nuestras vidas, porque ni siquiera eso podemos decidir con dignidad—, somos a las que violan, somos a las que matan.

    Este libro es un viaje que nos transporta hacia las más duras realidades que experimentamos solo por el hecho de ser mujeres. Es una reflexión de cómo se viven parte de nuestros procesos sexuales y reproductivos, y al mismo tiempo de cómo se ven vulnerados también. Lina y Espen puedes ser tú, puede ser tu hermana, tu hija, tu madre, puedo ser yo.

    Porque lo que nos pasa a una, nos pasa a todas.

    Paula Mella, matrona y autora de

    El placer de conocernos

    A todo aquel que halle un hogar en Lina,

    Espen y Victor.

    Los abrazo y los admiro.

    Lina

    Will I have grown a little empire

    Or made a fucking mess?¹


    1 Not What I Meant —dodie ft. Lewis Watson.

    I.

    Son pocas las cosas que odio más que el sudor humano. Una de ellas es mentir. Que me mientan me da igual —o, más que darme igual, se me ha hecho costumbre—, pero mentir yo misma me es insoportable. También detesto el fino pitido que queda retumbando en mis oídos por los parlantes reventados en los clubes nocturnos. Tener que ir a la cama con el maquillaje corrido, el corazón acelerado y ese silbido palpitando cual martillo arrasando contra mis sienes era un suplicio, de esos que te aturden y duelen, de esos que te dan ganas de gritar. También me tedia tener que conocer gente nueva. La incomodidad del desconocimiento me es detestable y me provoca ansiedad.

    Cómo será que en la fiesta de fin del verano me vi obligada a lidiar con todas y cada una de las cosas que acabo de enumerar y de la peor forma posible.

    Elijah maldecía en alemán mientras Francesca preparaba gin tonic en una botella vacía de Coca-Cola y Espen se delineaba los ojos frente al espejo de mi baño. Estaba muerta de frío, pero mis manos y mi frente se encontraban mojadas por la transpiración. Sentía que mi cerebro arremetía contra mi cráneo, provocándome un dolor extraño y mareos que me impedirían disfrutar la noche.

    —Espen —la llamé, haciendo que volteara hacia el rincón del suelo en el que me encontraba sentada—, creo que tengo fiebre. Hay un termómetro en el primer cajón, ¿podrías alcanzarlo?

    Sacudió su rizada melena con una mano y abrió el cajón con la otra. Sus largas piernas se movían con elegancia, como llamas de fuego balanceándose por la brisa nocturna, que hacían que su usual labial color fucsia resaltara de forma casi fluorescente. Me tendió el termómetro y me preguntó:

    —¿Estás menstruando?

    —No.

    —¿Y para tu cumpleaños?

    Mis tripas daban vueltas alrededor de mi estómago, como si no pudiesen hallar su lugar.

    —No, tampoco.

    —Entonces, ¿Quevedo sí hizo de las suyas esa noche?

    Rio con fuerza y yo me sentí como si estuviera cayendo por un gran agujero, estampándome contra el suelo seis metros bajo tierra.

    Sentí las manos de Javier recorriendo mi vientre, su voz haciéndome callar, su pecho reteniéndome y los susurros que resonaron en cada pared de mi casa por el resto de la noche. Me oí diciéndole que no, mis manos ardieron por los manotazos que le pegué más de una vez y mi rodilla tembló por el golpe que le di para poder escapar antes de que fuera demasiado tarde.

    —Ya, Li —dijo, al ver que no me había simpatizado—. Era broma, no te pongas así.

    Nuevamente la agarré, cuestionando seriamente si debía contarle lo que realmente había ocurrido en la noche de mi decimoséptimo cumpleaños; la cantidad de alcohol corriendo por mis venas, los forcejeos, los no quiero, los detente, la imagen de Andrei parpadeando en mi memoria como si Javier y él fueran una misma entidad que oscilaba entre dos cuerpos distintos con el solo fin de hacerme sufrir.

    —Ven aquí, oye —volvió a llamar mi atención—. ¿Me dejas pintarte un poco?

    Me puse de pie a duras penas y me acerqué al tocador. Tomó una brocha con sombra plateada y pintó la parte superior de mi párpado. Miré el espejo de reojo, poniéndole atención a mi cuerpo, que se veía tan grande en comparación al suyo. Si yo usaba talla diez, ella debía ser una seis. Mi pulso se aceleró y desvié la mirada para olvidar aquella imagen, para evitarla.

    —Tienes unos ojos preciosos —exclamó, cambiando el plateado por un negro opaco—, lo que daría por tener ojos azules como los tuyos.

    —Y yo por tener tu cuerpo.

    —¡No digas estupideces! —me regañó, frunciendo el ceño—. Va, ya casi termino.

    Pero ella sabía que tenía razón. Ella sabía que alguien como yo daría lo que fuera por verse como Espen Vanderbeck. Sin embargo, me las arreglaba para lucir hermosa de todas formas, a pesar de que al bailar la presión formará pliegues de carne sobre mi cinturón y mi blusa apretara más de la cuenta en la zona del pecho. Había aprendido a quererme, a pesar de querer cambiarme de pies a cabeza; había aprendido a respetar mi piel, a pesar de estar llena de imperfecciones.

    Caer en tentaciones como comparar mi cuerpo con el de Espen era algo habitual, pero era cosa de observarme por mi cuenta, con mi cabello negro, labios gruesos, sonrisa derecha y ojos radiantes para apreciar mi propia belleza y volver a empoderarme.

    Elijah entró a la habitación con una chaqueta de mezclilla al hombro y las llaves de su auto colgando entre los dedos. Su expresión era seria y su voz tajante:

    —¿Nos vamos ya?

    Pasamos a buscar a Francesca, quien aún estaba en la cocina, y salimos a la calle. Elijah conducía, yo estaba en el asiento del copiloto y Espen y France iban atrás, cantando absolutamente todas las canciones que tocaron en la radio.

    El lugar era gigante. Eran tres terrazas, una sobre otra, afirmadas por grandes pilares de madera. Todos los pisos parecían estar saturados de gente y la música se escuchaba a cuadras del recinto. De solo pensar en lo que sería pasar la noche allí dentro me dieron ganas de vomitar.

    —Jah, ¿puedo quedarme aquí?

    Elijah y Espen respondieron al unísono:

    —Sí.

    —¡No!

    France se asomó, llevando su fría y delgada mano a mi mejilla.

    —¿Te sientes muy mal? —preguntó.

    —Ya, Li —se quejó Espen—, escúchame. Sé lo que pasó con Javier Quevedo y que estás arrepentida, pero él no va a estar aquí. Nosotros somos los mayores hoy, no va a pasar nada.

    Llegué a pensar que tenía razón, a pesar de que ella no sabía la historia completa. No sabía que Quevedo había abusado de mi ebriedad en mi propio baño, no sabía que tuve que forcejear con todas mis fuerzas para poder liberarme de una situación que pudo haber sido mucho peor. La Universidad Técnica Nacional siempre había estado llena de incompetentes, eso no es ningún misterio. La misoginia entre sus estudiantes se heredaba de generación en generación y hacían lo que fuera para llevar a una mujer a la cama, incluso si eso significaba meterles drogas en la bebida y acorralarlas en la oscuridad. Espen solía llamarlos monstruos patriarcales, un total acierto, a mi parecer, si bien abusadores era lo que mejor les quedaba. De nada servía denunciar, los casos siempre terminaban por cerrarse.

    Respiré hondo y miré a Espen:

    —Pero no voy a beber.

    —Y si en serio te sientes mal, yo misma te acompaño a tu casa. ¿Ya?

    Me tendió la mano sonriendo. Sonreí de vuelta y la estreché.

    II.

    Me mentí a mí misma cuando me convencí de que el dolor realmente derivaba del terror de volver a ver a Quevedo en una fiesta de tal magnitud. El Colegio Internacional de San Lorenzo era gigante en comparación a San Lorenzo en sí, contando con casi 1.500 alumnos de todas partes del mundo, incluyéndonos a nosotros cuatro, siendo yo la única local. Era imposible que los exalumnos, como Javier Quevedo, no hicieran aparición en un evento así.

    También le mentí a Espen cuando dije que no bebería y luego al tipo del bar cuando le aseguré que tenía dieciocho y que podía preguntarle a Elijah von Schweitzer —que era amigo suyo— si necesitaba confirmarlo. Le mentí a Sebastian Farrell cuando le dije que sí quería bailar con él, pero no lo hice cuando accedí a acompañarlo a buscar el cargador de su celular.

    Habíamos terminado hace más de seis meses, en los que prácticamente no nos habíamos dirigido la palabra en público. No porque nos lleváramos mal ni porque hubiéramos sufrido por el otro, sino porque nuestra relación de por sí había sido una abominación y, aunque jamás lo hubiésemos admitido en voz alta, queríamos erradicar lo que habíamos creado. Pero, cuando nadie veía, disfrutábamos de aquella monstruosidad como un fruto prohibido del que solo él y yo teníamos conocimiento.

    Me llevó al cuarto de servicio y cerró la puerta apenas entramos. Encendió una tenue y fría lámpara que colgaba del techo mientras desabotonaba el cuello de su oscura camisa. Era un poco más clara que su cabello, pero por la poca iluminación no fui capaz de distinguir si se trataba de un gris oscuro o un azul marino.

    —¿Encontraste tu cargador? —pregunté, apoyando la cabeza en la repisa a mis espaldas.

    Puso una mano al lado de mi rostro y asintió mientras se acercaba un poco más a mí, permitiéndome percibir un olor peculiar a tequila y bálsamo labial en sus labios.

    —¿Sigues interesada en estas cosas? —preguntó, tocando el bordado en mi camiseta.

    Fruncí el ceño y mi muñeca se calentó. La había hecho yo misma: era el búho de Atenea de pie sobre un casco de metal. El hecho de que lo haya reconocido hizo que algo se retorciera en mi pecho.

    —No pretendas que no me has visto en seis meses, ¿o acaso estás sorprendido?

    Se mantuvo en silencio por unos segundos y luego sonrió sin razón aparente. Tuve un impulso de tocar el hoyuelo que se le formaba en la mejilla izquierda, pero mi cuerpo no estaba obedeciendo a mi mente y mi mente no estaba obedeciendo a mi corazón.

    Mi cabeza seguía retumbando, incluso más que antes. Pensé en buscar mi celular, pero sería inútil. Nadie escucharía el timbre con todo el ruido que había afuera. Cerré los ojos y bajé la cabeza.

    —En realidad, no.

    Llevó una mano a mi cintura, presionando mi piel desnuda con seguridad y gentileza.

    —Pensé que ibas a cargar tu celular, Seb.

    —Ese era el plan, pero estás sentada justo enfrente del enchufe.

    Abrí los ojos y pensé en salir, adentrándome en ese abismo de calor, desorden y distorsión, tener que bucear en un mar de gente al mismo tiempo familiar y desconocido, hasta que pudiese encontrar a Espen e irnos a casa.

    Pero su mano se volvió más firme y el roce de su aliento contra mi rostro me hizo sentir en casa.

    —Apaga la luz —demandé.

    —Lina Mae —dijo mi nombre como si se tratase de una palabra prohibida. Sonreía mientras se estiraba hasta el interruptor—. No has cambiado nada.

    Al sumirnos en la oscuridad, su agarre se intensificó y llevó sus labios a los míos. No era la primera vez y tampoco sería la última.

    Al principio el dolor era insoportable, su indiferencia ardía como brasa sobre la piel y pasaba noches enteras pensando en qué había hecho mal y cómo podía remediarlo. Pero llegamos a un punto en el que la familiaridad le ganó al recuerdo y al anhelo de recuperar lo perdido, y me di cuenta de que aquellos encuentros con Sebastian no ocurrían porque extrañáramos amarnos, sino porque extrañábamos pertenecernos. Éramos seres solitarios y egoístas que buscaban apoderarse de un mundo ajeno para poder recuperar el suyo propio, aferrando carne y mordiendo piel que intentábamos poseer momentáneamente para conseguir un nivel de satisfacción que podía llegar a ser vitalicia.

    La boca de Sebastian se sentía delicada sobre mi cuello, una suavidad conocida e irresistible que hace años se había tatuado sobre mi piel. Ladeé mi cabeza, aún palpitante y entumecida, pero aliviada parcialmente por el tacto de lo conocido.

    Sus labios bajaban desde mi cuello hasta mi pecho cuando un estruendo nos sorprendió. Algo había chocado contra la puerta. Estaba por alcanzar el pomo cuando Sebastian dijo a mis espaldas:

    —Nos van a ver juntos.

    Titubeé unos segundos, pero su comentario terminó por resbalarme. Giré el pomo, abrí la puerta y eché un vistazo afuera: Francesca se encontraba arrodillada sobre Espen, intentando reanimarla. Ella en respuesta solo movía lentamente la cabeza y parpadeó confundida, con la mirada perdida. No podía creerlo.

    —¡Espen! —exclamé—. France, ¿puedes llevarla hasta abajo? Voy a buscar a Jah, nos vamos.

    Cerré la puerta de un portazo, dejando a Sebastian encerrado adentro, y me pasé el dorso de la mano por la frente, cubriéndola de sudor. Intentando no perder el equilibrio por los crecientes mareos, troté hacia la escalera y marqué el número de Elijah. Al tercer tono, contestó:

    —¿Li?

    —Espen está pésimo, hay que salir de aquí.

    —¿Cómo? ¿Pésimo por qué?

    —Creo y espero que por alcohol, pero no estoy segura.

    Murmuró algo incomprensible.

    —Elijah, ¿dónde estás?

    —Fumando en el primer piso, las espero en el auto. ¿Estás con Francesca?

    —Sí, ya vamos. Espéranos ahí.

    Alcancé a Francesca en la mitad de la escalera y tomamos a Espen cada una de un brazo. Estaba despierta, pero desorientada y completamente muda. Apenas jadeaba de vez en cuando, moviendo la cabeza de un lado a otro, intentando enfocar la vista.

    Con cuidado y prisa llegamos al estacionamiento, donde la camioneta negra de Elijah nos esperaba junto a la entrada. Él estaba sentado sobre el capó, fumando un cigarrillo, cuyo humo se escabullía entre sus lacios cabellos rubios, que caían sobre su rostro sin ningún cuidado. Fue ingrato darme cuenta de que una chica rubia de ojos negros me estaba mirando fijamente desde el asiento del copiloto.

    Codeé a France. Al verla, suspiró y dijo:

    —Decepcionada, pero no sorprendida.

    Sin saludar ni a Elijah, ni a la chica, Francesca y yo subimos a Espen en la parte de atrás y le abrochamos el cinturón de seguridad en el asiento del medio. Nos sentamos una a cada lado de ella y esperamos a que Elijah encendiera el auto.

    Eran veinte minutos hasta mi casa en auto y podría jurar que fueron los más tortuosos de mi vida. El sabor de la mentira seguía en la punta de mi lengua, mi cabeza aún palpitaba aguda y dolorosamente, la transpiración recorriéndome se había vuelto insoportable y me pegaba la ropa al cuerpo, haciéndome sentir sucia.

    Mis oídos ardían, rendidos ante las repercusiones de la intensidad de la música que había en el club, y no podía dejar de pensar el roce agresivo de los besos de Sebastian sobre mi piel.

    Los jadeos de Espen me mantenían alerta, pero todo lo demás parecía distraerme. Quería salir del auto, necesitaba fuerzas.

    Tenía los símbolos de Atenea en la camiseta, pero no tenía nada para dibujar y así poder rendirle culto. Los favores que me había hecho últimamente eran demasiados, no me haría caso una vez más y no tenía ganas de intentarlo.

    El auto dio un salto, sacándome de mis pensamientos. Tomé eso como una confirmación.

    —¡Elijah! —exclamé.

    —Ten más cuidado —dijo Francesca, en voz calma y baja—, Espen no está bien.

    No haría promesas, no era el momento. Necesitaba hallar la calma inmediata, una forma de que el mundo entero se detuviera. Recurrí a la desconcentración para cobijarme del malestar. Pensar en colores, pensar en sonidos, pensar en canciones. Una canción que cuenta la historia de una mujer que se enamora de un criminal², la historia de cómo todo le salió mal, cómo terminó muriendo por amor. Y qué linda era la idea de morir por amor, si bien nadie parecía entenderla.

    —¡Va a vomitar, para el auto! —gritó Francesca, aferrándose al hombro de Elijah.

    —Bien, pararemos en esta gasolinera.

    No entendía qué estaba pasando, pero detenernos significaría que podía salir del auto y eso era más que suficiente.

    Elijah se detuvo para llenar el estanque y Francesca

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