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Luz es una niña que vive con su familia en un Recuncho, lugar pobre y desertificado del que solo se puede escapar si se es merecedora de la Lotería de la Fertilidad, un bien muy preciado en un mundo distópico asolado por la incapacidad de reproducción.
Llevada a la fuerza a la Capital del Oeste para engendrar tanta descendencia como su útero le permita —descendencia que pasará a ser propiedad de las élites conocidas como Las Familias—, Luz tendrá acceso a una educación privilegiada en el seno de la LifeCorps que con el tiempo se traducirá en una brillante carrera científica. Junto a Kalpana llevará a cabo un descubrimiento que cambiará para siempre la historia de la humanidad.
En otra línea temporal que tiene lugar después de la Gran Desconexión, tres seres creados a partir de materia vegetal, pero con forma humana, son capturados por Augustus Paul, un descendiente del hombre que fue Director General de la LifeCorps y que conoce su verdadera naturaleza. Su objetivo será esclavizarlos y explotarlos para seguir amasando fortuna, privilegio y estatus en las ruinas de la civilización humana. El destino diferente de Dandara, Seh-Dong y Tassie pondrá en jaque a las estructuras dominantes.
Codicia, ganadora del I Premio Pinto e Maragota a la diversidad sexual y de género, es una apasionante novela de ciencia ficción que coloca a María Reimóndez en la órbita de Ursula K. Le Guin, Octavia E. Butler, Akwaeke Emezi y Manjula Padmanabhan. La autora nos propone una revolucionaria reflexión sobre la construcción del sexo y el género, las identidades y las orientaciones sexuales y la explotación del cuerpo femenino, así como una profunda mirada feminista y ecologista sobre el futuro de nuestro planeta.
IdiomaEspañol
EditorialDos Bigotes
Fecha de lanzamiento28 nov 2022
ISBN9788412597554
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    Codicia - María Reimóndez

    PARTE I

    TRAVESÍAS

    AÑO 30 a. G.D.

    Hace tiempo que Luz espera este momento. Tal vez más de lo que le gustaría admitir. Después de todo el sufrimiento, los dilemas, la pérdida, las meditaciones y, sobre todo, los cálculos y experimentos, es hora de actuar.

    «Más importante que crear es preservar», decía Kalpana, entre abejas e insectos. Le parecía que había pasado mucho tiempo desde entonces… pero no tanto como desde el germen de esta idea, que había nacido con ella en aquel Recuncho perdido y degradado del Noroeste. Un Recuncho en el que nada crecía después de la era de los eucaliptos, que ahora se producían más baratos en otros lugares. En aquel Recuncho, las epidemias llegaban por el mar, que había invadido con el deshielo de los polos kilómetros de deshilachada costa. El agua salada había cubierto ciudades, pueblos, playas y acantilados para dar paso al desierto. En aquel Recuncho, la contaminación, las epidemias y la degradación habían hecho de la muerte y la esterilidad la única constante.

    Ella había sido, de hecho, una de las últimas nacidas. Su padre y su madre trabajaban en una mina de bitcoins que estaba a punto de cerrar porque la desertificación que había provocado la plantación masiva de eucaliptos desde el siglo anterior había hecho que la temperatura fuera demasiado elevada para mantener las supercomputadoras que antes encontraban el clima fresco del lugar más llevadero.

    Luz había crecido rodeada de aquel desierto cada vez más caluroso, donde los desechos cubrían lo que en otro momento habían sido paisajes verdes, dunas, rocas. Aparecían recreadas en las fotos y películas que emitían las pantallas incesantes. Había crecido rodeada de zombis que buscaban salir de su mundo pagando por entradas a las realidades virtuales de baja calidad, que eran aquellas que estaban disponibles para las comunidades pobres y periféricas como la suya. Yonquis del juego virtual que robaban cables de cobre, atracaban casas y personas para poder seguir jugando sin fin. Pero ni siquiera robar tenía aquí mucho futuro.

    Marcharse había dejado de ser una alternativa desde que terminaron de construir los muros fronterizos, desde que el control del movimiento de personas había pasado a ser función de las corporaciones y de sus ejércitos. Los coches autopilotados, los escasos aviones, las mercancías… todo estaba bajo el Sistema de Vigilancia Mundial, el SVM, que enviaba constantes mensajes encabezados por la frase «Por su seguridad» y la madre de Luz siempre murmuraba por lo bajo «¿Por la de quién?». El caso es que nadie podía moverse sin que el SVM supiera hacia dónde, y en cuanto se traspasaban los límites permitidos para cada persona, se desencadenaba un protocolo de seguridad del cual nadie regresaba. «Mejor no intentarlo», le decía a Luz su padre.

    Todo el mundo quería marcharse y al mismo tiempo quedarse. Porque tampoco se sabía muy bien si marcharse iba a ser mejor que quedarse donde se estaba. Porque todos aquellos relatos de las Capitales del Oeste y del Este parecían cosa de la realidad virtual que les vendían las corporaciones como entretenimiento ante su miseria. Aquellos mundos de casas brillantes, comida abundante y, sobre todo, sol que no provocaba de inmediato manchas cancerígenas en la piel. Mundos de verde y azul con plantas, árboles y agua. «Las Capitales son los pulmones del mundo, por eso toda la población debe trabajar para mantenerlas».

    Luz no sabía si eran realmente los pulmones o el estómago del mundo, pero lo que estaba claro es que eran los ojos y las manos, porque desde ellas se controlaban los satélites, los vehículos, los dispositivos móviles. Desde allí se investigaba la vida, se creaba la realidad virtual. Y la que no lo era.

    —¿Por qué el tío Andrés no puede quedarse en nuestra casa a dormir? —le preguntaba un día Luz a su madre cuando era pequeña.

    —No está permitido.

    —¿Qué quiere decir eso?

    —Son normas de las Capitales: cada unidad familiar, un hombre y una mujer y, de tenerla, descendencia —le contestó su padre, que estaba lavando harapos que usaban como ropa en un cubo de agua igualmente sucia.

    —¿Por qué?

    —Porque así es más fácil controlarnos y saber también quién es fértil y quién no —rezongó su madre.

    —Como si poner a un hombre y a una mujer a vivir en el mismo lugar fuese a provocar fertilidad —rezongó a su vez su padre.

    Luz no entendía muy bien aquel tema, pero sabía que había cosas que pasaban en su casa que no se podían contar por ahí. Como las visitas del tío Andrés o de Lucinda y Ora, las amigas de su madre. Aunque Luz pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa revolviendo en la basura y buscando cosas útiles (e incluso inútiles, porque nunca se sabía para qué podría valer una etiqueta de plástico de las que había traído el mar en su día y que tardaban varios siglos en descomponerse), a veces llegaba a casa y veía a su padre desnudo con el tío Andrés, o a su madre «jugar», según le parecía a ella, con sus amigas Lucinda y Ora. Ella no le encontraba nada de malo, porque eran momentos en los que su madre y su padre parecían felices, igual que cuando le contaban alguna historia o le enseñaban la lengua antigua. Por eso no entendía por qué el tío Andrés no podía quedarse en casa a dormir, ¿qué problema había?

    Tan solo las voces de algunas vecinas le recordaban el porqué.

    —Menos mal que las Capitales vinieron a poner orden.

    Luz escuchaba muchas veces escondida entre las montañas de cascotes de los edificios que habían ido cayéndose abandonados con el paso del tiempo.

    —Menos mal que ahora las cosas son como dios manda, un hombre y una mujer e intentar tener hijos.

    —¡Figúratelo! En los tiempos que corren, sería el colmo. En vez de procrear, dejarse llevar por el vicio.

    Las vecinas chasqueaban la lengua, reprobatorias.

    —Estoy segura —cuando comentaban estas ideas bajaban siempre la voz— de que en las Capitales no hay más que degeneración y gais y lesbianas venga a secuestrar mujeres, mujeres de las nuestras, para que les produzcan su descendencia.

    —¡Degeneración!

    —Sí, seguro que secuestran a pobres parejas heterosexuales.

    Su madre, las pocas veces que estaba presente, intervenía.

    —Como si allí no hubiera la misma normativa que aquí.

    —Pues en las realidades virtuales aparecen muchos invertidos, viciosas… —replicaba otra vecina.

    —Sí, mientras sigan el mismo patrón de estar por pares en las casas, bajo férreo control, todo va bien.

    Y su madre solía marcharse molesta. Tendría que verlas luego en la mina, así que mejor no hablar de más.

    Cuando presenciaba estas escenas, Luz entendía por qué su madre no se relacionaba mucho con el resto de la gente, exceptuando con sus amigas. Y su padre, exceptuando con el tío Andrés, tampoco.

    —Si no han aprendido ya que reproducirse no tiene nada que ver con la heterosexualidad, mal van. —Se reía el tío Andrés cuando se quedaba en casa durante el día.

    —¿Y con qué tiene que ver? —preguntaba Luz.

    —En las Capitales, tiene que ver con explotar el cuerpo de una persona que tenga ovarios y útero funcionales. Hoy en día a veces solo útero. Y luego una intervención para mejorar cualquier esperma y… ¡voilà!

    El tío Andrés, que en realidad no era para nada tío de ella en el sentido en que usaban el término otras personas, había sido científico antes de las grandes pandemias. Luego se había quedado sin trabajo cuando se distribuyeron las zonas de producción y funciones mundiales, cuando se limitaron los movimientos desde los Recunchos todavía más que antes, acogiendo zonas que antes recibían a personas de otros lugares. Había intentado hacerse agricultor, pero la degradación de la tierra no le había permitido mantener mucho tiempo su actividad. Aquí se dependía de la ayuda alimentaria que la Capital del Oeste enviaba en barcos y por la que había que pelear y luego preservar durante muchos días sin que se pudriera. O comérsela podrida al final. Ahora el tío Andrés estaba inmerso en el comercio ilegal del cobre que iba desmontando de instalaciones. Cada vez quedaba menos.

    A Luz le gustaba mucho hablar con él. Le hacía preguntas y él la animaba a buscar la respuesta.

    —¡Soy una niña! —decía Luz convencida.

    —¡Tú qué vas a ser! ¡Eres una corriente eléctrica! —le tomaba el pelo él.

    —Claro, pero también soy una niña.

    —¿Por qué lo dices? —la retaba el tío Andrés.

    —Porque… porque… —Luz no sabía qué responder.

    Recordó las respuestas de las vecinas: porque tienes vagina, porque llevas el pelo largo, porque eres sensible, porque tienes el potencial más grande, el de ser mamá. Pero ella sabía que el tío Andrés también tenía vagina y era un hombre, que su padre y muchos otros hombres llevaban el pelo largo, que muchas personas con vagina no eran mamás de nadie. Aquello no encajaba por ninguna parte.

    —Mira, Luz —le había dicho un día el tío Andrés, antes de desaparecer—, te voy a contar un secreto. Pero será entre tú y yo, ¿sí?

    Luz asintió.

    —Todo ese rollo de ser hombres y mujeres es un invento. Un engaño para controlarnos. Las Capitales necesitan que la gente encaje en esas cajitas. Necesitan a cada persona bien definida. Las cajas son como las cadenas que ahogan. Antes de que tú nacieras, mucho antes, determinaron que nuestras culturas, en las que no nos relacionábamos de esta manera en parejas, eran primitivas y nocivas. E impusieron normas para el control. La gente como yo puede ser un hombre teniendo vagina, como estoy seguro de que sabes, siempre y cuando siga siendo un hombre, siempre y cuando no pongamos en duda que solo hay dos maneras de encajar en la sociedad, de crear parejas, de buscar la reproducción. Todo lo que escuches sobre este tema, como buena científica, habrás de ponerlo en cuestión. Pero no lo hagas públicamente, porque es peligroso, ¿entendido? Si tienes dudas, me las preguntas a mí, ¿de acuerdo?

    Luz asintió. Y desde aquel día buscaba con frecuencia al tío Andrés para que le explicase todas aquellas cosas que escuchaba, todos aquellos documentales de la realidad virtual que decían que las mujeres eran de un modo y los hombres de otro, que ciertas características físicas casaban indefectiblemente con valores, actitudes y visiones de la vida. Todo «según la ciencia». Las evidencias se referían al tamaño del cerebro y hasta de los pies, la unificación de conductas por si los genitales estaban dentro o fuera del cuerpo, por hormonas que solo se medían en unos cuerpos y no en otros. «Las evidencias son indiscutibles», decían las voces de la realidad virtual, «por eso la distribución en dos géneros es lo connatural al ser humano y debe promoverse, manejando con cuidado las aberraciones biológicas». El tío Andrés desmontaba todos aquellos pseudoestudios y Luz ansiaba verlo. Hasta el día que dejó de venir. Hacía unos dos años de ello.

    Su padre había perdido desde entonces un cierto brillo. Su madre también. Le explicaron, en voz baja, que había sido atrapado por el SVM por negarse a convivir con la persona que le habían impuesto. Con la mujer que le tocaba y que, en su caso, para promover la reproducción, tenía que tener un pene. Pero al tío Andrés nadie podía obligarlo a hacer lo que no quería. Así que lo detuvieron por incitar a la llamada «rebelión genérica», a negarse a encajar, un crimen importante.

    —¿Va a volver? —preguntó Luz, triste.

    —No creo, mi niña —le dijo su madre, bajito.

    Solo tiempo más tarde escucharía a las vecinas decir que la gente que cometía ese crimen era castigada pasando a formar parte de la población de investigación, gente sobre la cual se hacían experimentos «para el avance de toda la humanidad», «para el bien común».

    Lucinda y Ora también dejaron poco a poco de venir por la casa, los rumores eran demasiado fuertes y la ausencia del tío Andrés demasiado marcada. Cuando Luz les preguntó a sus padres, su madre contestó:

    —No hay nada malo en querer a más de una persona, al contrario.

    —Entonces, ¿por qué os escondéis? —Ella seguía sin comprender.

    —Porque hay gente que, por necesidad, busca delatar a personas como nosotras para poder vivir mejor.

    —¡Gente mala!

    —No sé, hija. La necesidad lleva a las personas a hacer cosas impensables y horribles.

    —Y para ti ¿qué es vivir mejor? —preguntó Luz de forma inocente.

    —Pues tener algo que darte de comer cada día. No vivir con la angustia de no poder cuidar de ti. Que el mundo se haga inhabitable. Que te pase algo malo. Que te hagan daño. Las palabras de su madre parecían tener poco que ver con la idea que vendían las realidades virtuales de lo que era una vida mejor. Básicamente, no vivir en un Recuncho, sino allá donde se hablaba la mejor variedad de la Lengua Única, sin bastardismos ni interferencias de todas las lenguas muertas que la habían precedido. Era, según los anuncios que emitían en el Recuncho en el que vivía Luz, un mundo de color, bienestar y salud. Todo aquello de lo que ella carecía. Parecía que las imágenes eran contradictorias: lo que le contaban su madre y su padre y lo que aparecía por la tele no tenían nada que ver. En cualquier caso, ella nunca llegaría allí, nunca tendría las vías científicas para comprobar quién decía la verdad. Lo único que podía garantizar llegar a ellas era la Lotería de la Fertilidad y, desde que se había puesto en marcha el sistema, nadie del Noroeste había ganado.

    Por eso cuando cumplió doce años y la convocaron, sus esperanzas eran muy escasas. A su dispositivo móvil había llegado un mensaje explicando que un equipo de la Capital del Oeste se aproximaría a su Recuncho a hacerle unas pruebas a ella, la única adolescente del lugar, para comprobar si tendría capacidad para reproducirse. Su madre la había tenido antes de que se implantase la medida, así que nadie sabía qué pasaba si por alguna extraña razón daba positivo. La promesa era llevarse a la menor a la Capital, a un mundo mejor

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