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De indómita naturaleza
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Libro electrónico83 páginas1 hora

De indómita naturaleza

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En De indómita naturaleza moran seres que transitan, que se desplazan de la cotidianidad
a lo excepcional sin oponerse al cambio. Adolescentes, niñas y niños, mujeres sobre todo;
personajes que no se resisten a la fuerza natural que los domina porque reconocen,
aceptan y atesoran el dominio de su extrañeza. La habilidad narrativa de Analí Lagunas
levanta escenarios desde de pueblos apacibles, casas y objetos heredados al mismo
tiempo que explora en la psique de sus personajes la posibilidad de lo insólito. Lagunas,
crea universos y espera paciente para que sus personajes estallen y nos muestren su
singularidad. En cada cuento de esta entrega, los eventos ominosos se descubren
orgánicos, es como si los personajes reconocieran que su verdadera forma, su capacidad
más auténtica es la de mutar.

Si apreciamos aquello que nos asegura armonía y tranquilidad, conviene acercarse a De
indómita naturaleza para apreciar el mundo de otro modo. Los cuentos que conforman
este libro son tragaluces que nos desafían para entender lo sobrenatural desde lo
orgánico. Con un lenguaje conciso y tramas sólidas, la narrativa de Analí Lagunas tiende
lazos para llevar al extremo las situaciones más coloquiales como el deseo núbil de
experimentar o desaparecer, incluso la presencia espectral de las ex parejas, las
relaciones complejas que se desatan en la familia. Los relatos cautivan por demostrar que
la naturaleza debe su condición necesariamente al cambio, en este sentido, ¿será que lo
verdaderamente orgánico es antinatural?

Adriana Ventura Pérez
IdiomaEspañol
EditorialReverberante
Fecha de lanzamiento9 dic 2022
ISBN9786075932118
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    De indómita naturaleza - Analí Lagunas

    Víboras de teyolote

    I ride through the city’s backside

    The Passenger

    Iggy Pop

    Los recuerdos apenas son legibles, sin embargo, basta un estímulo, por pequeño que sea, para devolverme a esos años. Para despertar la ira que, durante ese tiempo, cada vez más lejano, me hacía despertar cada mañana con el ánimo de joder al mundo, a los compañeros de escuela, a las monjas y de paso a mi madre. No suelo recordar nada con certeza si alguien pregunta por ese tiempo, pero en silencio, en soledad, puedo recordarlo casi todo, casi todo.

    Teníamos 16 años, hablo en plural porque éramos tres, pero había días que nos sentíamos una, había días que el deseo de una se materializaba en la boca de la otra. Fumábamos antes de llegar a clase, un pequeño jalón al porro, una cuadra antes de la puerta principal del colegio. Coordinábamos nuestra hora de llegada para poder compartirlo. A Karla la traían en un coche que su padre siempre mantenía reluciente y con los interiores muy bien aspirados. Claudia y yo llegábamos caminando, ella vivía más lejos del colegio, en un barrio de la parte alta del pueblo. Su recorrido, siempre interesante, incluía caminar entre callejones y plazoletas que se habían construido en el siglo XVI, cuando el pueblo comenzaba a tener fama de gran mineral y albergaba la primera casa de moneda de la Nueva España. Esas plazoletas, siempre habitadas por fuentes a punto de colapsar, se convertían en un cruce de caminos, se abrían en tres o cuatro calles más pequeñas que terminaban siendo un callejón sin salida, una calle privada por donde sólo circulaban los habitantes de las casas que flanqueaban en ambos lados la vereda empedrada.

    Gracias a esa caprichosa traza urbana, había días que Claudia podía girar a la izquierda y esconderse bajo una escalera para dejar pasar la hora de entrada, refugiada en una plazoleta el tiempo suficiente para que su madre saliera al trabajo y ella pudiera volver a casa dispuesta a holgazanear todo el día. Yo, en cambio, vivía en la zona centro de aquel lugar, a dos pasos de la iglesia principal. Insertado en el corazón comercial del pueblo estaba un viejo caserón que la abuela compró a una mujer extranjera que llegó al pueblo atraída por la fiebre de la plata. La marcha que yo hacía al colegio era de tres minutos a paso lento y de uno si corría preocupada por el cierre del portón.

    Pero teníamos 16 y ese miedo a llegar tarde al colegio había desaparecido, queríamos a toda costa llegar tarde, llegar mal, con el cabello alborotado y el uniforme mal puesto. Con la camisa desabotonada hasta el escote y la falda más arriba de la rodilla. Estábamos hartas de la vida tranquila del pueblo, odiábamos la enseñanza religiosa que, todos los días, las monjas lograban acomodar entre cada cambio de clase. Odiaba mi cabello crespo imposible de peinar, mis caderas más grandes que las de Claudia, mis pies torpes y mi terrible miopía. Karla odiaba también muchas cosas, odiaba sobre todo el color más oscuro de su piel y las burlas de las que siempre era objeto. Odiaba no poder bajar de peso por más aeróbicos que hiciera, por más dietas que intentara. Y las dos, odiábamos en secreto a Claudia, que siempre parecía en onda, siempre alborotada, siempre delgada, con la piel libre de granos y los labios rojos y húmedos dispuestos a besar, para hablar con soltura, con la coquetería que Karla y yo no lográbamos dominar.

    Nunca hablamos abiertamente del odio a Claudia. Karla y yo guardamos ese secreto que no sabíamos a ciencia cierta cuándo había comenzado. Hoy, a la distancia, no logro descubrir el día o el momento que entendí que Claudia era un ideal al que yo no podía aspirar, porque yo siempre había sido más gorda que ella, porque yo tartamudeaba apenas me sentía observada. Las razones de Karla apenas las puedo enumerar, sin duda tenía relación con el color de la piel: Claudia era casi transparente, con unas mejillas rosas pobladas de pecas, con unos ojos claros que bajo el rayo del sol podían parecer verdes; Karla en cambio era morena, sin algún rasgo que alguien pudiera llamar atractivo, apenas cruzando la línea entre ser más o menos normal.

    Así que ahí estábamos, unidas por el mismo odio, por el mismo hartazgo y desasosiego. Fumando en la plaza principal con el uniforme escolar puesto, mirando a los ojos a las personas, desafiándolos, jugando a adivinar quién sería el que llamaría a la escuela para decir que tres alumnas estaban desprestigiando el nombre del colegio con sus pésimas acciones. Reíamos alto y tratábamos de hablar sobre algo que nos distinguiera del resto de adolescentes. Ninguna tenía novio, lo más cercano a eso eran los amigos que Claudia coleccionaba, siempre en función de lo que podía obtener de ellos. El que nos conseguía cigarros apenas si lo llamaba amigo, sin el sonsonete coqueto que usaba para hablarles. El que nos conseguía alcohol podía ya ser llamado por su nombre, quizá recibía una sonrisa, quizá un pequeño beso y un roce discreto y casi accidental en la entrepierna cuando Claudia se sentara junto a él en la banca del zócalo. Para quien conseguía marihuana Claudia tenía recompensas especiales, que solía entregar en alguna de las plazoletas escondidas, a plena luz del día, sin miedo a ser descubierta, con el uniforme escolar puesto porque sabía lo mucho que podía excitarles. Siempre enojadas, cantábamos twenty twenty twenty four hours to go I wanna be sedated mientras le dábamos una calada al cigarro que compartíamos y que yo robaba a mi madre antes de salir a la escuela.

    Eufóricas y disidentes retamos a nuestros padres y a la escuela, cuando nos presentamos para la foto de generación con el cabello azul, morado y naranja. Parecía que nada podía detenernos, que nuestra trayectoria era la de una estrella fugaz que en dos meses terminaría de cruzar el cielo añil de aquel viejo pueblo y se lanzaría a

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