La otra profecía
Por Lorena A. Falcón
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¿Salvarías tu vida si significa sacrificar la de todos los demás?
Kamilla es la joven elegida para impedir la profecía que se avecina. Lástima que debe dar su vida para evitarlo. Y aunque vivió toda su vida encerrada, preparándose para el gran día, decide huir y buscar su propio destino. Solo tiene que luchar con sus temores, sus remordimientos y el resto del mundo.
Acompaña a Kamilla en su huida del destino que marcaron para ella. Comienza a leer ya mismo.
Lorena A. Falcón
📝 Creadora de libros diferentes con personajes que no olvidarás. 🙃 Soy una escritora argentina, nacida y radicada en Buenos Aires. Amante de los libros desde pequeña, escribo en mis ratos libres: por las noches o, a veces, durante el almuerzo (las mañanas son para dormir). Claro que primero tengo que ser capaz de soltar el libro del momento. Siempre sueño despierta y me tropiezo constantemente. 📚 Novelas, novelettes, cuentos... mi pasión es crear. Me encuentras en: https://linktr.ee/unaescritoraysuslibros https://twitter.com/Recorridohastam https://www.instagram.com/unaescritoraysuslibros http://www.pinterest.com/unaescritoraysuslibros
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LA OTRA PROFECÍA
Lorena A. Falcón
Copyright © 2017 Lorena A. Falcón
Edición revisada.
Primera edición: 2011 tapa blanda.
Cover Design by James, GoOnWrite.com
Esta obra está licenciada bajo la Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional. Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/.
Capítulo I
Orvin yacía en el centro de la habitación.
Una silla caída cerca de él, varios libros a sus pies, y un hilo de sangre en su frente.
«No hay tiempo que perder —se dijo Kamilla mientras se arrodillaba junto al muchacho y comenzaba a quitarle la ropa—. Es ahora o nunca».
Había pasado semanas practicando su caminar, meses sacándole toda la información posible sobre la disposición, accesos y salidas del castillo: ésta era su oportunidad.
Se inclinó para besarle la mejilla y lo dejó ahí solo, desnudo e inconsciente. Sabía que lo estaba condenando a un duro castigo, pero ¿acaso no era más terrible el que le habían infligido a ella? Desde su más corta edad le habían dicho que no podría tener amigos, que no debía pensar en ellos. Bien, no lo haría.
Dio un último vistazo al joven y cerró la puerta y guardó la llave.
El descenso parecía interminable, la sucesión de irregulares escalones no flaqueaba sin importar la cantidad de ellos que dejaba atrás.
«Es cierto lo que dice Zora entonces —pensó Kamilla—, estoy en la torre más alta».
Se detuvo de un salto casi fallando el escalón.
—Estaba —murmuró complacida.
Se volteó por instinto, no había nadie allí. Al final de las escaleras solo estaba su habitación, con Orvin dentro de ella. Kamilla se mordió el labio.
«No, no debo pensar en eso».
Continuó descendiendo, confiada en no encontrar a nadie. Las visitas de Orvin siempre eran a altas horas de la noche, cuando no había ninguna posibilidad de que Zora todavía se encontrara allí y la mayoría de los que rondaban por el castillo ya se habían retirado.
Kamilla apuraba sus pies con ansiedad, no podía demorarse mucho. Por fin, luego de unos minutos, llegó al portón de acceso a la torre; buscó entre las ropas de Orvin y extrajo la llave. La cerradura no hizo ningún ruido y la puerta se abrió dócilmente. Kamilla asomó la cabeza y miró hacia ambos lados: estaban vacíos. Salió y, luego de cerrar la puertezuela tras de sí, caminó hacia su derecha.
Los pasajes no eran exactamente como ella los había imaginado, el castillo era un lugar oscuro y frío; mas las indicaciones de Orvin habían sido buenas. Avanzaba con bastante rapidez mientras miraba a su alrededor con suprimida curiosidad, dudaba de que viviera alguien más allí además de ella. Nunca había visto a algún criado siquiera, ella misma se encargaba de ordenar su habitación y hasta de coser su ropa. Solo conocía a Orvin y a Zora, a ambos los había visto por primera vez cuando tenía diez años. Antes de eso, creía recordar que una mujer había estado encargada de ella, aunque no sabía su nombre; y nunca la había vuelto a ver. Era una lástima, sentía que ella sí le había querido.
El ruido de unos pasos acercándose la sacó de sus recuerdos. Primero se sobresaltó, luego recordó que llevaba puesta las ropas de Orvin y no deberían reconocerla si caminaba lo suficientemente rápido y no hablaba. Los pasos sonaron con fuerza, más de una persona se aproximaba en el próximo recodo. Kamilla se irguió y pisó con más confianza. Dos hombres mayores aparecieron frente a ella; uno llevaba un candelabro; el otro, un saco sobre los hombros. Sus ropas eran muy similares entre sí, como uniformes, aunque no eran soldados.
«Criados. —Se sorprendió Kamilla—. ¿Qué estarán haciendo aquí?».
Los hombres bajaron la vista al pasar junto a ella, y ella inclinó la cabeza en forma innecesaria. recién respiró tranquila cuando volvió a quedar sola en el pasillo; ya estaba cerca. Dobló a la derecha una vez más y llegó al acceso principal del castillo.
No había ningún soldado en la puerta abierta; sólo un hombre conversando con otro que tiraba de un caballo. Si las descripciones de Orvin habían sido buenas, entonces uno de ellos era el herrero y el otro, el jardinero.
Kamilla se acomodó la ropa con especial cuidado de que su rostro estuviera lo más cubierto posible. No se molestó por su cabello, lo llevaba corto, y era casi del mismo castaño que el de Orvin. La conversación de los hombres era en tonos elevados y manchada de risas.
«Están borrachos —pensó Kamilla—, mejor así».
Recordó la vez que había visto a Orvin borracho, no hacía mucho que lo conocía cuando apareció de aquella manera frente a ella. Un joven delgaducho y bajito que sin embargo hablaba incoherentemente con un vozarrón que resonaba en todo el castillo. Había sido imposible comprender lo que decía, las palabras se le atravesaban en la boca. Parecía estar triste y también enojado, hasta se abalanzó sobre Kamilla para tropezar con sus propios pies y caer sobre la alfombra, donde quedó dormido poco después. Había sido todo tan extraño que ella todavía tenía el recuerdo fresco en la memoria, aunque él parecía no recordar mucho de esa noche. Lo único que se limitó a decir era que estaba borracho y que algunos hombres estaban así a veces.
«Orvin», pensó y luego sacudió la cabeza.
Aceleró su marcha con la esperanza de poder pasar con una simple inclinación de la cabeza, una voz jovial la detuvo.
—Orvin, muchacho, ¿cómo estás? —dijo alegre el herrero a su derecha.
—¡Sí, ven a tomar unos tragos con nosotros! —agregó el jardinero tomándola del brazo izquierdo—. Iremos a visitar algunas tabernas.
«Más bien parece que vienen de allí», pensó Kamilla y trató de zafarse cuando el herrero se interpuso en su camino.
—¡Vamos, muchacho, es hora de que te hagas hombre!
Kamilla intentó escurrirse nuevamente, con cuidado, temía descubrir su rostro.
—¡Amigo! —gritó de repente el jardinero—. ¿Acaso llevas puesto perfume de mujer?
La sorpresa de los hombres duró solo un segundo y luego rompieron en carcajadas.
—Veo que no necesitas lecciones de hombría —dijo el herrero palmeándola en la espalda.
—¿Y quién es la dama? —preguntó el jardinero—. No reconozco el aroma, y mira que yo he sentido unos cuantos…
—Ja, ja —dijo el herrero—, el único perfume que usan las mujeres con las que tú te acuestas es el perfume del trabajo.
Los hombres rompieron en risas otra vez y Kamilla miró nerviosa a su alrededor. No había nadie más a la vista, dentro ni fuera del castillo; pero no podía arriesgarse, la algarabía acabaría atrayendo a alguien. Intentó esquivarlos otra vez, mientras estaban discutiendo sobre la cantidad de damas que conocía cada uno.
—Espera, Orvin —dijo el herrero no bien Kamilla dio unos pasos—, ven con nosotros, debemos festejar.
Trató de tomarla por el brazo, ella lo sorteó.
—¿Qué pasa, muchacho? Vamos por un par de tragos.
Kamilla retrocedió y chocó contra algo a sus espaldas.
—Señores —sonó una voz gangosa en su nuca—. El muchacho no desea ir a beber y tal vez ustedes tampoco deberían hacerlo.
Kamilla saltó hacia un costado, el hombre que había hablado no se inmutó. Lo miró de reojo, no se correspondía con ninguna de las descripciones que le había dado Orvin. El extraño le dirigió una breve inspección con sus pequeños ojos, único rasgo en su rostro que lo hacía verse menos infantil, y volvió a mirar a los otros dos hombres.
El herrero y el jardinero murmuraron unas desordenadas disculpas y se alejaron de allí. Kamilla creyó necesario saludar con una inclinación de la cabeza a aquel hombre que la había salvado.
—Creo que no nos conocemos —dijo él tendiéndole una mano—. Mi nombre es Jaecar, y el tuyo Orvin ¿no?
Kamilla tomó su mano con toda la firmeza que pudo imprimir y asintió.
—Hoy es demasiado tarde para conversar —dijo Jaecar apretándole los dedos—, pero te volveré a encontrar, otro día.
Jaecar sonrió y luego le soltó la mano; se volteó y se alejó de allí sin agregar nada más. Kamilla quedó confundida.
«¿Qué habrá querido decir?».
No podía pensar en ello ahora, no le quedaba mucho tiempo. Se acomodó las ropas otra vez y se dirigió a la entrada principal. No había más que unos pocos metros hasta el portón de acceso, sin embargo, éste parecía quedarse a la misma distancia por más que ella caminara furiosamente. Los pies se le estancaban en el barro; los zapatos de Orvin, demasiado grandes para ella, se estaban volviendo cada vez más difíciles de manejar. Pero llegó, y no pudo evitar voltearse a mirar el castillo, se veía tan lúgubre. ¿Dónde estaba toda esa magia de la que le habían hablado?
«Otra mentira», pensó mientras clavaba las uñas en las palmas.
Le dio la espalda y quedó frente a la puerta de salida, al lado del guardia. Buscó la autorización de Orvin para entrar al castillo y se la entregó al soldado antes de que éste se lo pidiera, y esperó.
El hombre apenas si miró el pergamino y mucho menos lo leyó, se lo devolvió cerrado.
—Está bien, Orvin, pasa.
Y Kamilla fue libre por primera vez.
Capítulo II
Zora acomodaba su túnica a medida que avanzaba. ¿Cuál era el sentido de usarla si debía cubrirla con una capa? ¿Por qué no podía ir directamente vestida como una joven del pueblo? Ya se estaba cansando de esta rutina, aunque ¿cómo podría escaparse de ella?
«No mientras Adine esté cerca», pensó y terminó de arreglar su vestimenta justo cuando llegaba junto al guardia de la entrada. El soldado la miró con la misma suspicacia que le dedicaba todos los días y la dejó pasar sin saludarla.
Zora observó el castillo gris y casi abandonado, un desperdicio que ya llevaba siglos. No se cruzó con nadie ni antes ni después de entrar en él y caminó sin pensar hasta llegar a la base de la torre; dos pasos antes de alcanzar la puerta ya tenía la llave en sus manos. La introdujo en la cerradura y la giró, o al menos lo intentó.
«Qué raro —pensó—. ¿Olvidé cerrarla anoche?».
Aun pensando en ello comenzó a subir las escaleras, el ascenso se hacía cada vez más penoso. Creyó que luego de tantos años sus piernas se acostumbrarían; lo cierto era que con cada día que pasaba, se rebelaban todavía más. Cuando llegó a la segunda puerta ya tenía esa llave preparada también, la cerradura emitió un ligero clic y cedió. Zora apenas logró dar unos pasos dentro de la habitación antes de que la escena la hiciera detenerse.
Recuperó sus energías al instante y, luego de una breve inspección a la habitación, se dirigió al dormitorio.
—¡Maldición! —dijo entre dientes—. No está aquí.
En su camino hacia fuera solo se detuvo unos breves segundos para comprobar que Orvin continuaba con vida; y volvió a cerrar la puerta con llave. No paró de maldecir en todo su trayecto hacia la planta baja y ni siquiera se molestó en echar llave a la segunda puerta.
—Oh, Adine va a adorar esto —murmuraba