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Tras la crisálida
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Libro electrónico424 páginas4 horas

Tras la crisálida

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Una mariposa pasa por distintas fases antes de ser adulta; etapas insulsas, sin otro atractivo para muchas personas que la de ser pisoteadas. Como crisálida, Yasmín había sufrido la dinámica del caos en sus propias carnes. Sin embargo, tras un suceso inesperado y una revelación sorprendente descubrió, cuando se pudo ver desnuda frente al espejo, que tras aquellas formas indeterminadas se hallaba una criatura hermosa. Que aquella mariposa estaba preparada para desplegar sus alas, emprender el vuelo y, con su aleteo, agitar el mundo.

Una historia de superación, amistad, sentimientos y erotismo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 feb 2021
ISBN9788412322750
Tras la crisálida

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    Tras la crisálida - Mo Gaisse

    LIBRO 1

    crisálida

    Capítulo 1

    Me encamino hacia el espejo y me sitúo frente a él. Me miro y casi no me reconozco, pero confieso que me gusta lo que veo. Es como quiero ser ahora; y como descubrí en un momento en el que sentía que mi vida se apagaba, en una revelación de mi propio yo, como siempre quise ser.

    Me observo con complacencia, con incredulidad, con asombro; con admiración, incluso. Pero el camino que me ha traído hasta aquí, para contemplar de esta manera mi propio reflejo, ha sido doloroso, inhumano a veces, recorrido la mayor parte de él en absoluta soledad. Y cuando vuelvo la vista atrás, a pesar de mi juventud, tengo la sensación de haber vivido una vida entera, pero no plena. Entiendo que es así como debería ser vivida. Plena es la vida que tengo por delante; apasionante, intensa, loca… ¡desenfrenada! Sin ningún tipo de concesiones, ni siquiera al amor.

    Sobre todo, al amor.

    Me siento enormemente feliz y tengo, por fin, unas inmensas ganas de experimentar la vida.

    ***

    Decían que me parecía a mi padre. Él, don Gerardo, era un hombre muy guapo (aún lo es), alto, delgado, rubio y de ojos azules. Una persona que sabía lo que quería y obtenía lo que se proponía. Un banquero de éxito, un rey Midas de las finanzas, un triunfador. Avanzar en la vida de la mano de alguien así, sobre todo si se trata de un padre, tiene que ser enormemente enriquecedor para una persona. Sin embargo, sé que, si hubiese crecido sin él a mi lado, habría tenido una mínima posibilidad de haber vivido una adolescencia feliz.

    Para mi madre, Sara, no existía. No sé si le tenía demasiado respeto a mi padre, o miedo, el caso es que en las pocas veces que conseguía atrapar su mirada, aunque solo fuera durante un instante, percibía atisbos de un cariño encadenado. Me produce una enorme tristeza pensar en su cobardía. Compadezco a todos los niños y niñas que, como yo, no recuerdan de su madre un beso, un abrazo o una caricia.

    Mi hermano mayor tenía diecinueve años y se llamaba como mi padre, Gerardo. Estudiaba primero de Derecho en la Universidad de La Laguna. Cada vez que se cruzaba conmigo me daba una colleja o una patada en el culo. Cuando lo veía acercarse ni siquiera trataba de evitarle; los dos sabíamos que yo era una persona sometida.

    Mi hermana Celia tenía diecisiete años. Su afición favorita era escupirme a la cara cada vez que se cruzaba conmigo. A esta divertida acción le seguían sus típicas y estúpidas risitas. No necesitaba hacerlo a escondidas, nuestro padre podía estar contemplando la escena. Yo tenía el total convencimiento de que Celia era la niña más tonta y cruel de todo Tenerife.

    Por último, estaba mi hermana pequeña. Tenía ocho años y su nombre era Carolina, aunque yo, cariñosamente, la llamaba Cuqui cuando podía. Y digo lo de «cuando podía» porque mi padre no quería que la nombrase así. ¿Tenía algo malo que la llamara Cuqui? Lo tenía. Era yo quien, aunque con todo el cariño del mundo, lo hacía.

    —¿Sabes cómo se llama… la niña? —Creo que estuvo a punto de decir «tu hermana», pero mi padre rectificó a tiempo. Me había sorprendido en el fragante delito de frotar su naricita contra la mía.

    —Sí. Carolina —respondí con un hilo de voz.

    —Bien, que no se te vuelva a olvidar. —La cogió de la mano y se la llevó.

    Antes de salir se quedó mirando mis pies desnudos. Aunque sé que no aprobaba esa costumbre mía de andar así sobre el parqué, no me dijo nada. En realidad, no aprobaba nada de lo que yo hiciese. Cuando no había motivo alguno para reprenderme, lo buscaba. Supongo que consideraba que andar con los pies descalzos sobre el parqué impedía mantener el brillo del suelo.

    Cuqui era una niña precoz. Creo que, a pesar de su corta edad, ya vislumbraba la atmósfera asfixiante que yo respiraba en aquella mansión suntuosa, formada por dos pisos de dos plantas, unidos por una escalera interior.

    Ah, casi me olvido del sexto componente de la familia; o sea, de mí. Próximamente cumpliría dieciséis años.

    Me crie en ese hogar, un mundo repleto de soledad que se extendía hacia límites insospechados para mí; hasta el instituto, alejado ocho manzanas. Allí, el mutismo de mi casa se transformaba en un bullicio ensordecedor de lenguaje agresivo y movimientos violentos. No quería formar parte de ese mundo, ni del primero. Todo eso, con el paso del tiempo, me hizo pensar que la vida era una mierda.

    No sé en qué momento surgió ante mí, pero rápidamente se fue cerrando hasta conseguir que mi adolescencia fuese sorda y muda; un gigantesco océano de silencio, de fronteras que ni alcanzaba a adivinar. Sin embargo, cuando ya nadaba a la deriva, a punto de ahogarme en mis propias lágrimas, emergió una isla; una tabla de salvación llamada Samuel. Me agarré a ella con desesperación.

    Conocí a Samuel a los pocos días de haber empezado a cursar primero de bachillerato. Pronto se dio cuenta de que tenía ciertos problemas para relacionarme con los demás. Jamás había tenido un amigo o una amiga. No creo que solo él se diese cuenta de mi triste soledad, pero en este mundo tan egoísta, ¿a quién le importa las vidas ajenas?

    Se acercó a mí en una mañana soleada de mediados de septiembre y me saludó. Hacía cinco minutos que había comenzado el recreo y, con la espalda apoyada en un árbol, trataba de aislarme de aquel griterío abrumador mientras intentaba comprender lo extraño que puede ser este mundo.

    —Hola, ¿cómo te llamas?

    Al principio respondí, básicamente, con monosílabos, pero es que me resultaba tan extraño aquello…

    Pronto comenzamos a tener conversaciones más fluidas, más asiduas y más largas. Samuel había cumplido dieciséis años el último verano, tenía el pelo corto y muy claro, casi rubio; los ojos, de un castaño claro también. Era alegre, sincero, comprensivo…, un chico maravilloso; el amigo que siempre quise tener y que, como todas las cosas, buenas y malas, llegan cuando menos te lo esperas. Gracias a él las tediosas clases se me hacían soportables, incluso agradables. Él se sentaba justo en el pupitre de mi derecha. De reojo, mientras atendía las explicaciones del profesor, le miraba con un hechizo desmesurado.

    —¡Eh! —me decía con su sonrisa encantadora cuando se daba cuenta de que le observaba—. ¿Qué haces?

    Entonces yo giraba la cabeza hacia el profesor y fingía que atendía sus explicaciones. Pero mi fascinación no estaba en dichas explicaciones, sino en él. Por eso, sin ser consciente, enseguida volvía a mirarle. Si notaba de nuevo mi mirada, se giraba hacia mí y me señalaba con el bolígrafo, de medio lado, la pizarra. ¡Cómo si no supiera dónde estaba! Samuel creía que le admiraba; yo pensaba lo mismo.

    Aunque entrábamos a las 08:30, antes de las 08:15 yo ya estaba en la entrada, esperando para acompañarlo hasta el edificio donde recibíamos las clases. A la salida solía caminar con él hasta su casa. Él vivía en un edificio situado a unos ochocientos metros de la playa de Las Teresitas y recorríamos felices un sendero que transcurría en paralelo a la carretera. Luego, mi regreso a casa resultaba casi igual de feliz solo de pensar en el amigo que acababa de encontrar, el que me estaba ayudando a salir del agujero.

    A veces, cuando se lo pedía, era él quien me acompañaba a casa. En una ocasión le hice subir. Aunque por fuera uno ya se daba cuenta de que se trataba de un edificio de lujo, lanzó un silbido de admiración al verlo por dentro. No podía imaginar que por allí vagaba a diario un fantasma, y que cuanto mayor fuera ese lugar, mayores probabilidades tenía de pasar desapercibido, de no recibir collejas, patadas en el culo o escupitajos en la cara. Aquel lujo me daba más vergüenza que orgullo, por eso fue la única vez que le invité a subir.

    —¿Quién toca el piano? —preguntó al contemplarlo en el salón.

    —Nadie, está ahí de adorno —respondí con indiferencia.

    Se dirigió hacia el piano y levantó la tapa.

    —Y ¿por qué llevas el pelo tan corto?

    La pregunta me cogió por sorpresa. Tuve la tentación de contestarle que se debía a una enfermedad rara; pero, aparte de ser mentira —lo cual ya era bastante grave—, aquella podía derivar en más preguntas de difícil respuesta. Opté por decir la verdad. No sé si entendió la razón, yo tardé demasiado tiempo en comprenderla.

    —Mi padre me obliga a llevarlo así. —Me encogí de hombros.

    —¿En serio? —giró la cabeza hacia mí, sorprendido.

    —Sí. —No le mencioné el bochorno que sentía por ir al instituto de aquella manera.

    Samuel pulsó una tecla y sentí pánico de que el fantasma que ocasionalmente deambulaba por aquellas estancias fuese descubierto por sus moradores.

    —Ven, mira —lo alejé de aquel peligro evidente.

    Nos acercamos al ventanal y contemplamos el vasto Atlántico. Reconocimos el instituto, observamos algunas calles de Santa Cruz, por donde paseábamos determinadas tardes…; muy pocas porque Samuel siempre tenía que estudiar.

    Ante el desafecto de mi familia, Samuel se convirtió en mi sustento, mi apoyo, mi vida. ¡Mi admirado Samuel! No sé qué pudo ver en mí, pero me di cuenta de que me apreciaba. Tenía un defecto grave: era muy buen estudiante. Eso hacía que nos viésemos solo en el instituto o en los regresos a nuestros hogares. Y aunque es cierto que aquello no duró más que unos dos meses, en ese tiempo el mundo cambió de color y de aroma para mí. Después, el incomprensible, extraño y entonces maravilloso universo desapareció.

    Sucedió una mañana de noviembre. Faltaban tres días para que cumpliese los dieciséis años. Cruel regalo anticipado que me hizo mi idolatrado amigo. Estábamos en el recreo, sentados en un viejo banco verde de pintura desconchada, situado entre unos árboles al borde de un campo de fútbol. Hablábamos, como casi siempre, de cosas intrascendentes para los adultos, pero importantes para nuestras edades. Entonces llegaron los lobos y la hermosura de aquel mundo se descompuso en mil pedazos. Cobardes solitarios, pero que en manada pueden ser unos despiadados asesinos de esperanzas. Eran tres. Ellos fueron los que mataron la relación entre Samuel y yo. Aquel día, los dos comprendimos algo.

    —¡Eh, mirad, los mariquitas! —gritó uno.

    —¡Nenazas! —añadió otro.

    El tercero, para no ser menos, emitió silbidos de simulada admiración y alargó los morros lo indecible para enviarnos besos.

    Se alejaron. Con qué poco marcharon felices y cuánto daño hicieron.

    Me quedé durante unos minutos en un estado de auténtica perplejidad. Cuánta maldad puede albergar el alma de algunas personas… Mientras los miraba alejarse noté que Samuel me observaba de reojo. No me atreví a mirarlo. Lo hice cuando me di cuenta de que había cambiado de posición. Estaba con los codos apoyados en las rodillas, la cabeza baja y parecía abatido.

    —Venga, hombre —le dije— no les hagas caso.

    —Vuelvo a clase, quiero repasar algo.

    Se levantó y se alejó.

    —Pero si aún nos quedan veinte minutos de recreo —protesté mirando el reloj—. Bueno, como quieras —dije poco después, cuando ya no podía oírme.

    Durante unos segundos fui tras él, conservando unos metros de distancia. Después, cuando entró en el aula, me detuve. Lo vi desde el exterior, a través del cristal, sentado en su pupitre. Tenía la mirada perdida en algún punto del encerado. Supuse que necesitaba reflexionar sobre lo sucedido y decidí dejarlo a solas. Ya se le pasaría.

    No se le pasó.

    Hasta aquel día, al acabar las clases, mientras guardábamos los libros en la mochila, conversábamos. Desde entonces salía como un rayo para que no le siguiera. Por la mañana lo encontraba ya sentado en su pupitre y mirando hacia el encerado o en dirección opuesta a donde estaba yo. Dejó de pedirme que atendiera al profesor cuando notaba mi mirada, si es que volvió a percatarse de ella. En los recreos me esquivaba. Por las tardes, cuando lo llamaba por teléfono, sus padres me decían que no estaba o que se encontraba estudiando; que sería mejor no molestarle.

    Necesitaba aclarar aquello.

    Un día, al salir de clase, corrí tras él y lo agarré por el codo.

    —Samuel, por favor…

    No pude seguir; reaccionó con suma violencia para zafarse de mi mano.

    —¡Déjame en paz, idiota, no vuelvas a hablarme! ¡Imbécil!

    Me detuve en seco. Tras alejarse unos veinte metros, me dio la estocada final al girarse y señalarme con el dedo mientras gritaba:

    —¡Yo no soy maricón como tú, gilipollas! ¡Lárgate!

    En aquel momento el mundo se abrió bajo mis pies; o sencillamente se derrumbó sobre mí. El caso es que me enterró en vida y comprendí que la mierda no era esta vida, sino yo.

    Regresé a casa y me encerré en mi habitación. Me aseguré de echar el cerrojo antes de acurrucarme en la cama con el móvil. Perdí la noción del tiempo. Al día siguiente no fui al instituto, no comí, no dormí… solo pensé. A veces oía murmullos tras la puerta, intentos de forzar la manija y… nuevamente silencio.

    —Cariño, abre la puerta, anda.

    Era mi madre. Creo que aquella situación se le hacía insoportable. Miré el reloj: las 10:35. Había pasado otro día.

    Volvieron a llamar a la puerta, esa vez de forma insistente y con violencia.

    —¡Abre la puerta de una puta vez o la abro yo de un puntapié y encima te doy de hostias! —Era mi hermano; claro, cómo no.

    Ante su amenaza, opté por levantarme. La habitación estaba a oscuras, aunque yo tenía mi vista adaptada a la oscuridad. Descorrí el cerrojo y volví a la cama. Mi madre fue directa a abrir la persiana. Una luz cegadora inundó el cuarto, así que escondí la cabeza entra las sábanas.

    —¿Qué te pasa? —Se sentó a mi lado y noté su mano sobre mi pierna.

    Guardé silencio. ¿Qué le importaba a ella mi vida? ¿Cuándo le había importado?

    Noté cómo se levantaba, abría las puertas del armario y escogía entre mi vestuario la ropa que habría de ponerme.

    —No quiero —dije, adivinando sus intenciones.

    El matón…, quiero decir mi hermano, cruzado de brazos y en actitud amenazante, permanecía bajo el quicio de la puerta.

    Me vistieron entre ambos; yo era un cuerpo inerte. Salimos de casa y entramos en el ascensor. Una vez en el garaje, me subieron al coche y me llevaron al médico. Entramos nada más llegar, por una puerta distinta a la que entraban los demás pacientes. Aunque yo no le veía ninguna ventaja, tener un padre acaudalado debía de tener algún privilegio.

    Tras un interrogatorio durante el cual solo respondí con «sí», «no» o encogiendo los hombros, salí de la consulta y mi madre se quedó con el doctor. Mi hermano estaba en la sala de espera. Poco después salió mi madre y nos dirigimos hacia el aparcamiento. Gerardo condujo hasta una farmacia donde mi madre compró unos medicamentos. Una vez en casa, me dio dos pastillas: una rosácea y alargada y otra blanca, más pequeña y redonda.

    —Por la noche las tienes que tomar otra vez —me dijo—. Tres veces al día: desayuno, comida y cena.

    Asentí.

    Tras unos segundos de indecisión, me dirigí a mi dormitorio.

    —¡Y come algo! —apostilló mi madre.

    Hice caso omiso a su recomendación. Me volví a encerrar en mi dormitorio y me metí en la cama. La pantalla del móvil seguía inactiva. No pude reprimir más las lágrimas; eché a llorar y me dejé aplastar por todo el peso de mi amargura.

    Al cabo de un montón de horas sentí cómo intentaban abrir la puerta y, al comprobar que había echado el cerrojo, la aporrearon. Solo una persona actuaba así.

    —Baja a cenar y a tomar tu medicación. ¡Rapidito, eh! ¡Que no tenga que volver! —amenazó mi hermano.

    A las diez y media fui a la cocina. A esa hora la asistenta solía recoger y ordenar todo, solo que aquel día lo hacía con extremo cuidado, procurando hacer el menor ruido posible. Debería haberme extrañado, pero ya no tenía capacidad de sorprenderme por nada. El salón se encontraba frente a la cocina y mi familia estaba reunida en él. Todos menos Cuqui, que ya debía estar dormida.

    Entré.

    Mi padre y mi hermano ni se dignaron a mirarme. Celia me observaba con cierta curiosidad.

    —Madre, ¿me da usted las pastillas, por favor? —No sabía dónde las guardaba.

    —Cariño, deberías cenar algo. —Miró de reojo a mi padre; que me dijera «cariño» no debía ser del agrado del viejo.

    Negué con la cabeza. Se levantó y la seguí hasta la cocina. Abrió una alacena de donde extrajo los frascos con las pastillas. Me las entregó con medio vaso de agua.

    Después de haberlas ingerido inicié el camino de regreso a mi habitación. Pasé por delante del salón. Mi padre y mi hermano siguieron indiferentes a mi presencia; mi hermana, con la misma curiosidad. Cuando estaba a punto de meterme en la cama, me di cuenta de que había dejado el móvil en la cocina. Lo peor de todo era pasar por el salón. Cuando estaba a punto de llegar, escuché la voz furibunda de mi padre:

    —¡Prefiero verlo muerto a tener un hijo maricón!

    Regresé como un cohete a mi dormitorio y entré llorando. El colchón, húmedo de mis lágrimas, me aguardaba con la huella fetal de mi cuerpo. Nunca una noche había transcurrido tan lentamente; segundo a segundo…

    A las 05:09 me levanté. Mi padre había dictado sentencia. Fui directamente a la cocina y llené un vaso de agua. Ingerí, una tras otra, todas las pastillas rosas; después, hice lo mismo con las blancas. Fui al dormitorio de Cuqui y la besé en la mejilla.

    —Adiós, Cuqui, te quiero —dije, aunque sabía que no me escuchaba.

    Regresé a mi habitación.

    —Samuel… Samuel… —murmuré tras hacerme un ovillo en la cama.

    Aquel día la manada nos había abierto los ojos a los dos. No era su ayuda para sacar el curso adelante (sobre todo en matemáticas) lo que quería de Samuel; no era su amistad lo que más necesitaba, ni admiración lo que sentía; era amor.

    Amaba apasionadamente a Samuel.

    Los lobos me habían abierto los ojos, pero, en la próxima madrugada, había decidido cerrarlos para siempre y dejar que la mierda, ahora acurrucada en un ataúd blanco, se adormeciese en el muladar de lo que la mayoría de la gente denomina hogar.

    Capítulo 2

    —Criatura, pero ¿qué has hecho? ¡Oh, Dios mío!

    Aquellas palabras, de una voz reconocible, amiga y querida, resonaron en la distancia. Intenté abrir los párpados para ponerle rostro, pero enseguida desistí; el esfuerzo me resultaba demasiado grande. A mi cerebro le costaba pensar, aunque parecía menos difícil hacerlo con los ojos cerrados. ¿Qué hora era? ¿No tendría que estar en el instituto? ¿O era domingo? Me costaba salir de aquel aturdimiento.

    Mi mano se elevó y noté, sobre ella, el beso tierno de unos labios cálidos. Era amor. Qué sentimiento más extraño. Giré la cabeza e hice un esfuerzo titánico para descubrir quién me ofrecía su amparo.

    —Tía Demy… —murmuré.

    Almudena San Martín, la hermana de mi madre. Adoraba a esa mujer. Aparte de Cuqui era la única persona en el mundo que me demostraba su inmenso cariño. Sentada en una silla junto a la cama, tenía los ojos llenos de lágrimas y no paraba de besar mi mano.

    —Te pondrás bien, cariño, ya lo verás.

    Se levantó y me dio un abrazo interminable. Al volver a sentarse cogió mis manos y continuó, infinidad de veces, con su placentero besuqueo. Yo la dejé hacer; tampoco me sentía con fuerzas para impedírselo; ni quería. Es más, esas muestras de cariño las necesitaba más que nunca.

    Mientras tanto, mi cerebro empezó a aclararse un poco. Estaba en el hospital… Las pastillas… Algo había salido mal.

    Tía Demy tenía treinta y nueve años, tres menos que mi madre. Con veintiocho había conocido a un alemán llamado Hagen, en Puerto de la Cruz. Nunca supe su edad, pero parecía bastante mayor que ella. Con su sonrisa permanente y su simpático acento extranjero, me pareció desde el primer día un señor agradable. Algunas veces me costaba comprender lo que decía, pero siempre me trató con mucho respeto, como si fuese una persona adulta. Cinco años después de haberse conocido se casaron. El matrimonio no duró mucho, mi tía quedó viuda dos días antes de su tercer aniversario. Desde entonces, pasaba el mes de julio con ella en Puerto de la Cruz. Eran días largos y felices en compañía de mi tía, con noches de insomnio por la alegría de vivir recobrada.

    —Tía Demy, ¿qué pasó? ¿Qué salió mal? —le pregunté dos días después; aún estaba en el hospital.

    Me puso una mano en la mejilla.

    —Descansa, cariño, ya hablaremos cuando estés mejor.

    —No, quiero saberlo.

    Suspiró resignada.

    —Tu madre, cuando se levantó y fue a la cocina a preparar el desayuno, vio que los frascos de las pastillas que te había recetado el médico estaban vacíos. Se fue corriendo a tu dormitorio e intentó despertarte. Al ver que no lo conseguía llamó a una ambulancia. —Su voz daba muestras de un enorme dolor—. Y aquí

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