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Heredero de la Niebla
Heredero de la Niebla
Heredero de la Niebla
Libro electrónico250 páginas3 horas

Heredero de la Niebla

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Inácio Vaz acababa de llegar a París con algunas monedas en el bolsillo y un gran deseo de convertirse en abogado. Después de ser sorprendido por la belleza de Chloé Champoudry, mientras esperaba por la entrevista que le garantizaría la beca de estudios en la Sorbona, y encantado por la muchacha de los cabellos de fuego, cambió por error el Derecho por las Artes. Desesperado por haber renunciado a su sueño, Inácio descubre que su nombre no aparece en ninguna de las listas de matrícula. Dispuesto a aclarar el malentendido, no se da cuenta de que sus documentos de identidad habían sido cambiados. El rostro de la fotografía es el suyo, pero el nombre, el de otro. Stephen, su compañero de habitación, intenta convencerle para asumir la nueva identidad. Los documentos pertenecen al heredero de la dinastía Roux, un millonario desaparecido sin dejar rastro. Atrapado en un abanico de metiras y suspense, Inácio emprende una lucha contra su propia conciencia mientras, enamorado, busca a la mujer que le ha robado el corazón.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento24 may 2016
ISBN9781507138854
Heredero de la Niebla

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    Heredero de la Niebla - Raquel Pagno

    HEREDERO DE LA NIEBLA

    RAQUEL PAGNO

    PREFACIO

    ––––––––

    ¿Por quién venderías tu alma? Tal pregunta me habría sonado extraña hasta hace poco tiempo.

    Yo, ciertamente, habría considerado que la respuesta es demasiado obvia: hijos, amores, padres...una serie de seres queridos por quienes lo haríamos fácilmente. Jamás pensé que la elección pudiera ser tomada para salvar la vida de un enemigo...

    Han pasado muchos años. Estoy sentado en la dura silla de mi despacho, en un lujoso hotel del centro de París, delante de mi preciosa máquina de escribir. ‘François Roux – Abogado’ es lo que aparece grabado en la antigua placa de madera, por mí cuidadosamente colgada delante de la puerta de la suite. Todavía siento orgullo de este nombre y este título, a pesar de que hace ya mucho tiempo que no recibo ningún cliente ni tengo suficiente energía o voluntad para atenderlos.

    Observo las gotas de lluvia que resbalan por el cristal frente a mí, lentas, juntándose unas a otras. Pienso que las palabras surgirán de mi mente como esas gotas de lluvia, con semejante profundidad y, al mismo tiempo, con una transparencia suficientemente cristalina, de manera que pueda verse a través de ellas.

    Entrecierro los ojos, intentando vencer a las sombras de la tempestad que arrecia sobre la ciudad. Allí abajo, se mueve un bulto, corriendo por la larga calle en dirección a mi edificio. Me levanto deprisa, precisamente a tiempo de distinguir la silueta de mujer bajo el paraguas: el mismo precioso demonio que me hechizó.

    Cuando vuelvo a mi asiento, a fin de concluir la misión de escribir mi historia, ella se encuentra ya tan cerca que puedo oír sus pasos a través de la puerta cerrada de la suite, transformada en mi despacho particular. El toc, toc de los puntiagudos tacones suben impacientes por la escalera.

    En cierta forma, creo que la elusión habitual del uso del ascensor es una forma elegida deliberadamente por ella para anunciarme su llegada. Como si no la escuchase, como si no fuéramos parte de un mismo todo, un único ser dividido en dos partes.

    No quiero abrir la puerta. Ella me confunde, me roba la inspiración. Tengo que concentrarme en las letras, en las teclas que tengo frente a mí. No me voy a levantar y dejarla entrar otra vez en mi casa para que me robe las fuerzas y las esperanzas, para que me impida contar la verdad.

    Me encierro en toda la insignificancia de una criatura que desafía a su creador. Me encierro en mi silencio e ignoro los nudillos de sus dedos, que golpean insistentemente la puerta. Percibo, por el tono de los golpes, que está ansiosa. Su mano se muestra temblorosa e insegura.

    Tal vez la verdad que he decidido exponer sea también su verdad, no estoy seguro. Sus pasos se están distanciando de la puerta, volviendo por las mismas escaleras que la trajeron aquí, a mí.

    Si ella no lo quisiera, jamás me permitiría semejante libertad. Si no desease ardientemente que su historia sea contada, simplemente me lo impediría. Siempre consigue hacer conmigo lo que quiere.

    1

    —  ¡Chloé Champoudry! — la voz resonó por el inmenso auditorio.

    Me giré. Había oído hablar de la familia Champoudry, famosa en toda Francia por su fortuna y su poder. Había oído historias aterradoras. Accidentes terribles, suicidios, completa decadencia... Nunca les di importancia a esas historias. Las personas tan ricas como los Champoudry siempre son un blanco para las invenciones de mentes perturbadas.

    Me había mudado a París hacía poco tiempo. Ni siquiera comprendía tales historias completamente. Había estudiado el francés mientras me preparaba para el viaje. Sin embargo, por más que hubiera estudiado, supongo que nunca lo dominé a la perfección. Me dediqué al máximo, quería cumplir el sueño de casi todos los jóvenes brasileños de mi época: estudiar en Francia, más concretamente en la Sorbona, el mayor símbolo de status que un recién formado podría tener.

    La chica se levantó y se deslizó suavemente en dirección a la profesora. La seguí con la cabeza impudentemente. Mis ojos se prendaron de los rizos de fuego que le caían sobre los hombros, apenas cubiertos por un fino chal de encaje negro, a través del cual traslucía la palidez de su piel. El vestido, también negro, era escotado y dejaba entrever los bordes del apretado corsé que le contorneaba la cintura y apretaba los pequeños pechos. Su cara era un misterio, escondida tras un fino tul, casi transparente, que ocultaba la pureza del rostro femenino, mostrando solo el gris profundo de sus ojos.

    Chloé era la figura más bonita que había visto en mi vida. Me acerqué para oír cuál sería su audición y confirmé que Bellas Artes era el curso que había escogido. Ni siquiera lo necesitaba, era tan preciosa como las divas francesas del teatro. Después de comprobar la documentación, la profesora salió por al pasillo. Chloé la siguió. Tuve la impresión de que me lanzaba una mirada curiosa cuando pasó por mi lado, tan cerca que pude sentir el perfume que desprendía su piel y activaba mis fosas nasales.

    Yo había venido a París para estudiar Derecho. Tenía 21 años en 1951, cuando me surgió la oportunidad de ingresar en la Sorbona. No era un joven rico. Reuní mis ahorros y partí hacia Francia en busca de una buena formación. Conseguí una pequeña habitación en una modesta pensión de Marais, no muy lejos de Île de La Cité, desde donde podía divisar, en la lejanía, por la ventana de enfrente, las torres de Notre Dame. Compartía la minúscula habitación con otro estudiante, y conseguí un trabajo de lavaplatos que me garantizaría techo y sustento en los años venideros.

    Llegué solamente una semana antes de la audición. No conocía la ciudad, tampoco sabía el nombre de las calles, o cómo encontrar las direcciones que necesitaba. Por suerte, mi compañero de habitación había estado antes en París. Llegado desde Londres, era más guapo y hábil que yo. Stephen tenía 28 años, un conocimiento y una experiencia vital que me inspiraba y fascinaba. Era la clase de persona a la que se le daría bien cualquier cosa que hiciera en la vida. Había venido a Francia para estudiar Historia, cuyos conocimientos le servirían para escribir un libro. Entre sus innumerables habilidades y profesiones diversas que ya había ejercido, era también escritor.

    No era fácil ser aceptado — y peor aun siendo becario —  en las universidades francesas. Yo siempre fui un buen alumno. Traje más y más cartas de recomendación de mis antiguos profesores brasileños. Después de 22 largos días de viaje, metido en un arcaico barco impulsado por carbón, y de recorrer en tren los más de 585 kilómetros que separaban París de Burdeos, me sentía como un niño perdido, al desembarcar en la estación de Montparnasse.

    Confuso, tardé en encontrar las principales avenidas, como la Avenue des Champs-Elysées, en la margen derecha del Sena, que además de conducir al Arco del Triunfo, albergaba el Consulado brasileño, donde regularizaría mi situación como becario del gobierno francés.

    Lo que no esperaba, después de haber atravesado todas las dificultades y conseguido llegar hasta donde comenzaría mi sueño, era que encontraría a un ángel, en el preciso momento en el que mi nombre fuera llamado para la prueba que decidiría mi destino.

    —¡Vaz! ¡Inácio Vaz! — por poco no perdí la vez. Mantenía mis ojos fijos en la joven Chloé que se alejaba por el pasillo, abarrotado de hombres tan asombrados como yo.

    Finalmente, desperté del trance y seguí a mi profesora. Me llevaron a una sala distinta, en la que me esperaban dos entrevistadores que evaluarían mis posibilidades de ingreso en la carrera de Derecho.

    En el momento de la pregunta final, después de haber sido juzgado cualificado y merecedor de la beca de estudios, fue cuando cometí la equivocación. Al ser preguntado sobre qué dos cursos deseaba, involuntariamente mis labios se abrieron para pronunciar la palabra Artes.

    Tan pronto como me callé, me di cuenta del terrible error. Estaba tan centrado en Chloé, que mis sentidos me traicionaron. Abandonaría mi sueño para seguir el destino que me esperaba junto a otro sueño, más reciente y más ardiente, que me había tentado en el salón de las audiciones. Recé secretamente para que Chloé también hubiera sido aceptada.

    Cuando abandoné el edificio me sentía aturdido. Caminé sin rumbo por calles desconocidas durante mucho tiempo. No podía creer lo que acababa de hacer. Mi principal preocupación era el modo en que le daría la noticia a mi padre. Recorrí las calles que circundaban a Quartier Latin hasta recuperar la lucidez. Regresé a mi pequeña habitación, decidido a escribirle una carta contándole que acababa de renunciar al futuro brillante que él había soñado para su hijo.

    Stephen estaba echado. No pareció sorprendido cuanto le conté mi tremenda estupidez. Le pedí consejo sobre cómo contarle la verdad a mi padre. Stephen retrocedió, eximiéndose de la responsabilidad, que era únicamente mía, y salió riéndose a carcajadas.

    No entendí como le podía resultar gracioso algo tan serio. Quizá él, que venía de una familia importante y podía escoger qué hacer en la vida preocupándose solamente por su propia voluntad, no sabía lo que aquello significaba para alguien como yo. Agarré el papel con fuerza. No sabía ni por dónde empezar. Decidí entonces salir a pasear por la ciudad. Todavía no había tenido tiempo de conocer París y la verdad es que la caminata y la sensación del viento frío en la piel, me ayudarían a olvidar el imperdonable error.

    Recorrí la Rue de Rivoli, hasta encontrar la esquina que me llevaría a Pont d’Arcole. Quería ir a la catedral de Notre Dame. A pesar de encontrarnos en los últimos días de febrero, el frío del invierno se empeñaba en no abandonar París y la primavera se iniciaba como si fuese la hermana siamesa del invierno. Era casi mediodía, pero el sol no brillaba. Un conglomerado de nubes pálidas y cargadas envolvía el cielo de la ciudad, volviéndola melancólica. Minúsculas gotas heladas de lluvia cubrían mi cara, mientras un viento gélido me atravesaba la ropa y penetraba en mi piel, haciéndome doler los dientes y congelando la sangre de mis venas.

    Estaba listo para entrar en la catedral, arrodillarme y rezar. ¿Quién sabía si Dios me enviaría la inspiración necesaria para la inevitable carta que escribiría en breve? Caminé deprisa, sin preocuparme por la gran cantidad de personas que se aglomeraban en las calles. Me pareció haber visto los mismos rizos de fuego revoloteando frente a mí, corriendo por la plaza, desplazándose hacia la iglesia.

    Corrí también. Si Chloé estaba allí, entonces ya no me preocupaba la carta para mi padre, o la disculpa incoherente que me tendría que inventar. Solo quería mirar de nuevo a aquel ángel que había cambiado mi destino, perderme en aquellos ojos grises como la tempestad.

    Continué por la plaza Parvis, tropezando con la gente. Vi la falda volátil de Chloé desaparecer tras la gigantesca puerta principal de entrada, la cual alcancé segundos después. Me perdí en la belleza de la nave central. Tuve que concentrarme para distinguir a Chloé, sentada en la última hilera de la derecha, con la cabeza baja. Esperé un poco para dejar de jadear. Avancé lentamente y me senté a su lado.

    — Sabía que vendrías — afirmó, sin cambiar de posición ni mirarme. Miré alrededor, dudando si aquellas palabras iban realmente dirigidas a mí. No había nadie más allí. Vacilé un instante, aterrado, y solo entonces contesté.

    — Perdona, pero oí cuando la profesora te llamó Srta. Champoudry. Yo...creo...que seremos compañeros de clase...— dije cohibido. Oí un leve gemido que me pareció ser un llanto, pero al mirar mejor su rostro parcialmente cubierto por el velo, vi que sonreía tímidamente. Me reí también, sintiéndome ridículo y reflexionado sobre cuál sería el disparate que acababa de decir.

    — Perdona, yo...—  ella se levantó totalmente el velo y me miró curiosa, seguramente esperando la siguiente idiotez que saldría de mis labios. — Bueno, solo pensé que, ya que vamos a ser compañeros de clase, tal vez aceptaras tomar un café conmigo.

    — ¿Un café? — repitió ella, interrumpiéndome con aire burlón.

    — Si, pero, en caso de que no te guste el café, podría ser un sorbete o, quien sabe, un zumo, o...— sentí que me ardía la cara, algo que me permitió determinar lo colorado que estaría, mientras intentaba entablar conversación. Pensé si mi francés sería tan malo como para que ella no comprendiera lo que le decía...

    — ¡Acepto el café! — me sorprendió, cortando mis pensamientos y poniéndome aún más nervioso. Me había preparado para el dolor del rechazo, pero no para la sorpresa que aquel me causó. — Pero sólo si vienes a mi casa.

    — ¿A tu casa? — pregunté, con un tono de sorpresa mayor del que me habría gustado. — ¡Sí, claro!

    — Ven — dijo simplemente, agarrándome del brazo y tirando de mí hacia fuera de la catedral. Chloé parecía huir de alguien, o de las miradas maliciosas que la acompañaban allí por donde pasaba.

    Mis piernas se negaban a obedecer mientras Chloé tiraba de mí. Recorrimos uno de los puentes, rumbo al Boulevard Saint Germain, desde donde giramos hacia el oeste por callejuelas secundarias, hasta llegar a las zonas nobles de París, en las que se erguían la Torre Eiffel y antiguos edificios, residencia de gente rica y elegante. No supe exactamente a dónde me llevaba, aún era un completo extraño deambulando por la bella París.

    Estaba tan tenso que podría haberme desequilibrado o tropezado y caído. Solo sentía la fuerte mano de Chloé, que me agarraba firmemente el brazo y me arrastraba hacia el caserío de los Champoudry, y solo percibía sus cabellos pelirrojos frente a mí, que se movían balanceados por el viento.

    Caminamos deprisa, tanto que perdí la cuenta de cuánto tiempo pasó. Ella siempre delante y yo siempre a la zaga, guiado por su mano dominadora. Cuando llegamos apenas podía respirar, exhausto. Chloé no parecía ni un poco cansada.

    Pensé en cómo mi vida podría haber cambiado tanto en un solo día. Cuando me desperté aquella mañana, todo lo que deseaba era ser aceptado en la Sorbona, convertirme en abogado y volver a casa con el orgullo de haber cumplido un sueño. Desde el momento en que vi a Chloé por primera vez, esas cosas perdieron toda importancia para mí. Todos mis objetivos se transformaron en uno solo: descifrar a aquella mujer misteriosa que me arrastraba por la calle, como si el resto del mundo hubiera dejado de existir.

    Subimos la escalera que antecedía a la lujosa entrada del caserío. Chloé deslizó sus dedos hasta mi muñeca, donde apretó, tirando de mí tras ella, como si me quisiera proteger o esconder. Fue entonces cuando recordé que podría tener un padre y que el Sr. Champoudry podría ser un hombre temible, y sentí deseos de volverme. Llegué a dar un paso atrás, pero la mano de Chloé me sujetaba de tal forma, que no pude soltarme de ella. No dije nada. Solo me quedé allí y esperé a que abriera la puerta.

    Nadie nos recibió. O estábamos solos, o los crujidos de la puerta no podían ser oídos desde el interior de la construcción. Entré. Miré hacia los lados, observando el espacioso salón, habitado apenas por un gato que dormía sobre el único mueble de la estancia, un piano de cola. Sobre un resalte del suelo, una alfombra peluda completamente blanca y solitaria, igual que el piano o el gato. Las lámparas pendían del techo como lágrimas, y los candeleros centelleaban con una iluminación amarillenta, que daba al ambiente un aspecto cálido y acogedor, a pesar de la amplitud.

    En el extremo opuesto de la estancia, había una puerta entreabierta, por la que vislumbré dos barandillas doradas. Chloé se dirigió allí, abriéndola completamente. Me miró como si me invitase a subir las escaleras. La miré a ella y, seguidamente, hacia un pasillo que la franqueaba por la derecha, tentado de atravesarlo, imaginando que la cocina estaría al otro lado, detrás de la escalera.

    —  Ven conmigo — dijo, tendiéndome la mano.

    Subí el primer peldaño tímidamente, después el segundo y finalmente la mano de Chloé agarró la mía y me condujo hasta el segundo tramo de escalera, que concluía en una habitación de dimensiones descomunales. El lugar estaba cubierto por enormes estanterías adosadas a todas las paredes y repletas de libros de todos los tamaños y espesuras. Observé encantado la majestuosa biblioteca, los libros con sus tapas de cuero, adornos dorados en los lomos y me imaginé sosteniendo cada uno de ellos, devorándolos uno a uno. En el centro del aposento había pequeñas mesas redondas, torneadas en madera oscura, que conferían al ambiente un aspecto misterioso, pero al mismo tiempo, confortable. Dos butacas flanqueaban cada una de ellas. En el centro de todo, un hogar redondo lanzaba llamas rojizas y aumentaba la sensación lúgubre y sombría del lugar.

    Volví a intentar salir de allí, pero Chloé me condujo nuevamente a la escalera, hasta un largo corredor, en el tercer piso. Había muchas puertas a ambos lados, todas igualmente pintadas de blanco, como casi todo allí. Justo en el medio del corredor, sobre un aparador, reposaban antiguas fotografías, que parecían llegadas de alguna época remota. No tuve tiempo de fijarme bien en ellas, pero entre lo poco que vi, reconocí la imagen de Chloé, los rizos que me eran tan familiares, a pesar de conocerlos desde hacía tan poco tiempo.

    Chloé se paró frente a la última puerta del pasillo. Agarró el pomo dorado y lo giró rápidamente, empujando la pesada madera de la puerta. Para mi sorpresa, no se trataba de una sala de estar, o de cualquier tipo de ambiente social. Chloé me había llevado a su habitación.

    Dudé un instante. No era correcto entrar, ni era correcto estar allí, a solas con Chloé. El vello se me erizó solo de pensar en la posibilidad de ser descubierto.

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