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Travesías del hombre lobo
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Libro electrónico193 páginas2 horas

Travesías del hombre lobo

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Esta novela narra la trayectoria de un asesino en serie entre los años 1973 y 2003; sus travesías permiten delinear una cartografía de la ciudad de Santiago y las respectivas características de la sociedad, mientras el río Mapocho es aquel sitio de desechos que atrae al asesino. A través de una mirada crítica se destacan temas como la masculinidad, el femicidio y la violencia de la dictadura militar.
IdiomaEspañol
EditorialZig-Zag
Fecha de lanzamiento11 nov 2015
ISBN9789561228313
Travesías del hombre lobo

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    Travesías del hombre lobo - Lucía Guerra

    I.S.B.N.: 978-956-12-2806-1.

    1ª edición: octubre de 2014.

    Gerente Editorial: Alejandra Schmidt U.

    Editora: Camila Domínguez U.

    Director de Arte: Juan Manuel Neira L.

    Diseñadora: Mirela Tomicic P.

    Diseño de portada: Juan Manuel Neira L.

    © 2015 por Lucía Guerra Torres.

    Inscripción Nº 255.256. Santiago de Chile.

    Derechos exclusivos de edición reservados por Empresa Editora Zig-Zag, S.A. Los Conquistadores 1700. Piso 10.

    Teléfono (56) 228107400. Fax (56) 228107455.

    www.zigzag.cl | E-mail: zigzag@zigzag.cl

    Santiago de Chile.

    El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización de su editor.

    Impreso por Editora e Imprenta Maval.

    Rivas 530. San Joaquín.

    Santiago de Chile.

    Y se hizo el mal...

    condenado a repetirse una y otra vez.

    Primera Parte

    I

    Asesino, ya ni siquiera me inmuto al pensar o pronunciar esta palabra. Soy un asesino y me acabo de subir a este tren para huir de mis posibles delatores.

    Es verdad que ninguno de ellos estaba presente cuando estrangulé a Verónica, pero varios me vieron salir con ella esa noche que ya no regresó viva a su casa. Testigos son de este hecho irrefutable y es natural que me consideren sospechoso...

    A pesar de mi crimen, siempre he sido muy inocente para lidiar con la vida. Demasiado inocente, y por qué no decirlo directamente, medio ahuevonado. Por eso, todo este tiempo creí que me había convertido en uno más de los muchos asesinos ocultos en estos laberintos de la ciudad. Y hasta cierto punto estaba en lo correcto, porque ninguno de los que me vio salir con Verónica sabía mi apellido ni mi dirección. Yo, para ellos, era simplemente Antonio, sin ninguna otra seña de identidad. Entonces, cómo me iba a imaginar que un día cualquiera y en el lugar más inesperado, me encontraría con el Pico de Oro... Cara de sospechoso puso el roto en cuanto me vio, y noté que un par de veces hizo el intento de pararse de la mesa para ir a llamar a la policía. Menos mal que supe escabullirme a tiempo, pero algún día y en la esquina menos pensada, me voy a topar con otro posible delator, porque aunque es cierto que las calles de Santiago me ocultan, también me están tendiendo una trampa peligrosa.

    Ahora, si yo fuera un hombre de pelo en pecho, bien poco me importaría que me llevaran detenido y me sometieran a un interrogatorio. Bastaría con chantarme en mi propia versión de los hechos y decirles, en el tono firme y sereno de los no culpables, que esa noche me despedí de Verónica frente a la Estación Mapocho y de inmediato tomé un bus que me llevó de regreso a mi casa. Pero siempre he sido muy cobarde y miedoso, muy poco hombre, como me reprocha mi abuelo cada vez que encuentra la ocasión. Estoy seguro de que bastarían tres o cuatro preguntas para que yo, con mis nervios de alfeñique, largara toda la confesión de mi crimen.

    La única alternativa es huir. Irme a Río Bueno –un pueblo chico cerca de Osorno– para no seguir corriendo el riesgo de encontrarme con cualquiera de esa chusma que me vio tan enamorado de Verónica. ¡Y cómo no lo iba a estar! Ella me iluminaba la vida y, a pesar de haberla matado, la sigo queriendo y la sigo deseando, como desde el primer día en que la vi. Amor más allá de la muerte, dice Quevedo en un poema que antes me parecía la mar de cursi... Era tanto lo que la quería que hasta pensé que me tenía embrujado, que cuando estábamos haciendo el amor, ella me dibujaba cruces en la espalda y recogía mi semen en un pañuelo para después quemarlo a la luz de una vela mientras pronunciaba las oraciones de algún conjuro secreto. ¡De qué otra manera podría haber explicado ese amor tan intenso y sin razón! Mi pasión por ella desbordaba todo lo normal y arrancaba de un cauce extraño y muy misterioso... Brujería no más tenía que ser porque no era posible que un estudiante universitario y de tan buena familia, estuviera locamente enamorado de una muchachona ignorante y ordinaria que, para colmo, vivía en una casa de putas.

    Tomar la brujería como la única explicación posible me ayudó a hacer la decisión definitiva. ¡No verla nunca más! Aunque el cuerpo y el alma estuvieran sangrando de dolor. Pero bien poco es lo que uno puede hacer cuando la voluntad se hace trizas y se va a la mierda, dejándolo a uno a merced de otras fuerzas imprevistas que están fuera de todo control. Esa noche, la noche de mi crimen, no sé cómo o a qué hora llegué a la casa de Verónica. Lo único que recuerdo es que caminé mucho, que, de repente, me dio por acercarme cada vez más a la luz que irradia la estatua de la Virgen en la cima del San Cristóbal y que después seguí caminando por la vereda cerca del río. Era yo y no era yo al mismo tiempo, como si otra fuerza se hubiera incrustado en la mía, lo mismo que un injerto haciendo su propia voluntad.

    Sólo recobré plena conciencia cuando Florinda estaba saludándome y Verónica me miraba con los ojos llenos de lágrimas, porque ya hacía tres semanas que había dejado de ir a verla. Han pasado otras noches de luna llena y aún sigo preguntándome qué fue lo que me motivó a hacerla caminar por ese terreno lleno de malezas. Confieso que no lo sé y tengo la certeza de que nunca lo sabré. Tampoco sé por qué la maté... por qué, cuando los perros empezaron a ladrar, me convertí en un asesino.

    Por esta ventanilla del tren, se divisan cerros y viñedos mientras empieza a atardecer. Largo viaje hacia el sur. Me espera un largo viaje, y el traqueteo del tren sobre los rieles hace aflorar los recuerdos. Aunque he logrado superar la noche oscura de la culpa, nítida perdura la memoria, latiendo y fermentando, regestando hechos y sensaciones que jamás caerán en el olvido. Más de diez horas tengo que estar en este carro lleno de gente que no me importa. Serán más de diez horas hilvanando recuerdos que también podrían constituir la confesión verdadera que nada tiene que ver con las confesiones que aparecen en las novelas y en las películas de detectives. Mi confesión está totalmente en los márgenes de ese enigma que el sabueso, de manera muy astuta, husmea en las pistas y huellas dejadas por el asesino. Tampoco será la última pieza del rompecabezas que se fue armando a partir de hipótesis y elucubraciones. ¡Bien lejos que está la vida de toda trama policial inventada para entretener! ¡No lo sabré yo! Mi crimen es sólo uno de los hechos en una constelación de sucesos y de gente, de historias e imágenes que se entretejieron fuera de toda línea lógica.

    Algo tuvo que ver mi familia con todo esto, algo que no puedo definir aunque estoy seguro de que este hombre que ahora soy, se esculpió a la sombra de todos ellos. También influyó mi carácter tímido y cobarde que aprendí a enmascarar con la fachada del orden y la sobriedad... ¡y quizás cuántas cosas más! Ya no estoy en esa etapa de mi vida en que racionalizaba y hasta ponía por escrito un largo inventario de causas y de efectos. Mi crimen se inserta fuera del manido caudal de la razón. Corre por otras laderas muy distintas, por aguas oscuras, tan oscuras como esas cosas raras e inexplicables que me empezaron a pasar hace ya casi tres años.

    Fue un día insólito. Y no porque hubiera ocurrido un terremoto o cualquier otro desastre. Todo a ese nivel funcionó de manera normal. Pero ya a partir del amanecer, ese día se desvió de lo habitual y envió señales imprevistas.

    En cuanto Antonio despertó, sintió el cuerpo pesado y torpe, reacio a sus mandatos, como si durante la noche hubiera pasado por una misteriosa metamorfosis. Él, siempre tan ágil y con tanto vigor para emprender todo lo planeado, tuvo que hacer un esfuerzo para salir de la cama y, mientras se dirigía al cuarto de baño, sus movimientos lerdos lo hicieron compararse con un animal ahíto, después de devorar a su presa.

    Es absurdo, pero a mi mente vino la imagen de un león dormitando echado en el suelo, después de atacar a su víctima, mientras las moscas zumbaban alrededor de las manchas de sangre que aún tenía en la cara y el resto del cuerpo.

    Dos veces se resbaló cuando estaba duchándose y, para colmo, la toalla se quedó enredada en el colgador, y de tanto forcejear éste terminó quebrándose. Irritado y tiritando de frío, procedió a vestirse con la rapidez de siempre, pero se le atascó el cierre del pantalón y se equivocó de ojales al abotonarse la camisa. Refunfuñando volvió al baño para lavarse los dientes, y en vez de salir ese medio centímetro que calculaba de manera tan exacta, la pasta se derramó dejando en el lavabo una mancha verde que le produjo repugnancia, porque daba la impresión de ser un vómito de lagartija.

    Como todas las mañanas, Chela lo esperaba en el pasillo para hacerle la consabida pregunta:

    –¿Qué va a querer para el desayuno, don Toñito? –dijo en ese tono un tanto servil que tenía para dirigirse a los de la casa.

    Siempre oía esta pregunta como parte de la rutina diaria, pero esta vez tomó a la empleada de las solapas del delantal y dándole un par de remezones, exclamó furioso:

    –¡Te he dicho mil veces que no me llames Toñito! Mi nombre es Antonio y ya me tienen hasta la coronilla con el famoso Toñito, como si fuera un niño chico. No más Toñito, ¿oíste?

    Ella asintió en silencio, sorprendida de verlo enojado cuando don Toñito era siempre tan tranquilo y quitado de bulla.

    –Dame té puro y pan tostado –le ordenó respirando hondo para apaciguar esa sensación de ira, tan ajena a su carácter.

    ¡Qué culpa tenía la Chela! Además, y esto era lo más importante, detestaba a la gente rabiosa y de mal genio por no saber controlar sus impulsos.

    Apenas tuve ánimo para tomar un poco de té, porque sentía el estómago abotagado y como un verdadero idiota, se me ocurrió que estaba lleno de piedras fermentando. ¡Qué ocurrencia más imbécil! Las piedras no son más que piedras y está claro que no fermentan. Ya eran casi las siete y si no me apuraba, iba a llegar atrasado a clases. Corrí al dormitorio a buscar mis cosas y, al salir por el pasillo, tropecé con esa maldita mesa esquinera y me pegué un tremendo golpe en la rodilla. Para colmo, justo cuando estaba por llegar a la esquina, se pasó el bus de las siete y no tuve otra alternativa que esperar el próximo. Ni que hubiera amanecido meado de perros, me dije, y me dieron ganas de pegarle un puñete al chiquillo que me estaba mirando con la boca abierta.

    En el paradero, se amontonaba la gente y dos obreros de la construcción se pararon a su lado:

    –Mira qué carbonada más rica me hizo la Cecy anoche. ¡Tiene manitos de ángel, mi corderita! –exclamó uno de ellos destapando la vianda, y el olor a comida barata le produjo una repulsión en el estómago.

    Deberían prohibirle a esta gentuza ordinaria que ande con la comida a cuestas, pensó haciendo un gesto de disgusto, y se alejó varios pasos para quedar al lado de un hombre flaco y con pinta de oficinista. Estos tipos, por lo menos, andan limpios. En cambio ese otro roto que acaba de llegar, luciendo su suéter rojo, debe tener puro olor a mugre. Subió al bus empujando molesto a los otros pasajeros y se quedó cerca del asiento del chofer, sin despegar la vista de la ventanilla delantera. ¡Apúrate, desgraciado!, quiso gritarle varias veces porque el papanatas empezaba a frenar antes de que el semáforo cambiara a luz roja. Bien atrasado que iba a llegar, justo cuando tocaba el repaso para el examen parcial. Atrasado. ¡Vergüenza le daba! Él que sabía estar sentado en la sala de clases quince minutos antes de que tocaran el timbre.

    Llegó cuando el profesor ya había hablado de los dos primeros siglos de la literatura inglesa. Aunque de inmediato se puso a tomar notas, perdía datos importantes. Para peor, se equivocaba al escribir y tenía que tachar palabras dejando las páginas llenas de borrones. Y algo que verdaderamente aborrecía era el desorden y los cuadernos hechos un mamarracho.

    La verdad es que no sabía qué demonios me estaba pasando. Ya no sentía ese peso tan agobiante en el estómago, pero ahora estaba muerto de sueño y cuando llegó el recreo, me dieron unas tremendas ganas de echarme en el pasto y largarme a dormir como una bestia. Bien tibio que debía estar el pasto asoleado, mientras en ese banco junto al par de álamos ya estaba pegando el viento helado del otoño.

    Cuando sonó el timbre llamando a clases, le costó despabilarse, y aunque iba dispuesto a lucirse con sus preguntas que siempre lo dejaban tan orgulloso de sí mismo, no se le ocurrió decir ni una sola palabra. Tenía el cerebro embotado y parecía que su inteligencia se había ido por otros rumbos, unos rumbos muy raros que nada tenían que ver con él.

    –¡Día maldito! –exclamó cuando se encaminaba al paradero del bus, y furioso le tiró una piedra al perro que lo venía siguiendo–. ¡Todo está saliendo como la mierda! Lo único que ahora falta es que el bus tenga un accidente y me quede con un brazo menos o inválido por el resto de mi vida.

    En el trayecto, siempre aprovechaba de leer, echando de vez en cuando una ojeada rápida a la calle o a los otros pasajeros. Pero ese día, cuando el bus se detuvo en la esquina de la boîte La Sirena, se fijó que a la entrada había un enorme cartel pintado de rojo y con estrellas plateadas que enmarcaban la figura de una bataclana en bikini. Con la vista recorrió todo el cuerpo de la mujer y, para su asombro, sintió ganas de pasar una noche en esa boîte, entre la fanfarria de la gente de medio pelo con sus cumbias

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