El principe feliz y otros cuentos
Por Oscar Wilde
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Publicada por primera vez en 1888, esta colección de cuentos permite observar la grandeza literaria de la que era capaz Wilde, y de su profundo entendimiento del ser humano. Amor, odio, vanidad, egoísmo, amistad, desinterés, humildad, son algunos de los sentimientos que encontraremos en estas páginas, lo que nos llevará a la reflexión y al goce literario. Un clásico de la literatura universal que todos debemos leer.
Oscar Wilde
Oscar Wilde (1854–1900) was a Dublin-born poet and playwright who studied at the Portora Royal School, before attending Trinity College and Magdalen College, Oxford. The son of two writers, Wilde grew up in an intellectual environment. As a young man, his poetry appeared in various periodicals including Dublin University Magazine. In 1881, he published his first book Poems, an expansive collection of his earlier works. His only novel, The Picture of Dorian Gray, was released in 1890 followed by the acclaimed plays Lady Windermere’s Fan (1893) and The Importance of Being Earnest (1895).
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El principe feliz y otros cuentos - Oscar Wilde
Índice
El príncipe feliz
El ruiseñor y la rosa
El gigante egoísta
El amigo fiel
El famoso cohete
El príncipe feliz
En lo más alto de la ciudad, sobre una pequeña columna se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba revestida toda de madreselva de oro fino. Tenía, a modo de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada. Por todo ello era muy admirada.
—Es tan hermoso —indicó uno de los miembros del Consejo que deseaba hacerse una reputación de conocedor en el arte—. Aunque quizá no es tan útil —añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.
Y ciertamente no lo era.
—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna.
El Príncipe Feliz nunca hubiera pensado pedir algo en voz alta.
—Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz —murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.
—En verdad parece un ángel —decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.
—¿De dónde lo conoces —replicaba el profesor de matemáticas—, si no has visto uno nunca?
—¡Oh! Los hemos visto en sueños —respondieron los niños.
Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto, pero ella se quedó atrás. Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo que se detuvo para hablarle.
—¿Quieres que te ame? —dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.
Y el Junco le hizo un profundo saludo.
Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata. Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
—Es un enamoramiento ridículo —gorjeaban las otras golondrinas—. Ese Junco es un pobretón y tiene demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, se sintió muy sola y empezó a cansarse de su amante.
—No sabe hablar —decía ella—. Además temo que sea in-constante porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y sí, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.
—Veo que es muy casero —murmuraba la Golondrina—. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.
—¿Quieres seguirme? —preguntó por último la Golondrina al Junco.
Pero el Junco movió la cabeza; estaba demasiado atado a su hogar.
—¡Te has burlado de mí! —le gritó la Golondrina—. Me marcho a las pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.
—¿Dónde buscaré un abrigo? —se dijo—. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la columna.
—Voy a cobijarme allí —gritó—. El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.
Y se dejó caer justo a los pies del Príncipe Feliz.
—Tengo una habitación dorada —se dijo susurrando, después de mirar a su alrededor.
Y se dispuso a dormir. Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.
—¡Qué curioso! —exclamó—. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
—¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? —dijo la Golondrina—. Voy a buscar un buen copete de chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.
La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintiose llena de piedad.
—¿Quién eres? —dijo.
—Soy el Príncipe Feliz.
—Entonces, ¿por qué lloras de ese modo? —preguntó la