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Transacción (La saga de las mujeres heridas 2)
Transacción (La saga de las mujeres heridas 2)
Transacción (La saga de las mujeres heridas 2)
Libro electrónico348 páginas5 horas

Transacción (La saga de las mujeres heridas 2)

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Información de este libro electrónico

El amor por la provincia.

Una mujer gorda y guapa, Soledad, ha abandonado a su marido y a sus hijos ya mayores, se ha ido de casa «para siempre», asegura; y se ha ido sola sin otro hombre. Esta es la visión de la transición desde la izquierda, desde alguien que fue militante contra Franco.

Soledad proviene de una familia republicana muy represaliada por Franco. Sus dos hijos y su marido van a verla con frecuen cia al pisillo al que se ha ido a vivir. A ellos los ha dejado con la muchacha Fausta.

A Soledad no le gusta el gobierno socialista; ella, en la clandestinidad desde el partido, soñó otras cosas. Se ha ido a Logroño, donde vive su hermana y donde ella participó tanto en la fundación del partido allí. Su amiga íntima de la niñez es Olvido, hija de un falangista asesino en la guerra. Olvido también es hermana del ministro de la novela Transición.

Su marido la sigue queriendo e intenta que vuelva a casa, pero ella nunca volverá con él.

En esta novela aparece Antonio Amat, dirigente histórico socialista mítico y nada ortodoxo que finalmente se tiró al mar para ahogarse; y también aparece Julián, un hombre que se ha hecho muy rico con los socialistas y amigo de la infancia de Soledad y de su hermana.

Aparece la tía Dorotea, señorita muy culta de la república que después de la guerra civil se dedicó a criar cerdos en su huerta. Ella siempre defiende al Gobierno.

En esta novela se cuenta la clandestinidad desde el PSOE contra Franco, cuando solo dos españoles de cada cien militaban activamente contra el franquismo del auge de la radio entonces.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 jun 2021
ISBN9788418608483
Transacción (La saga de las mujeres heridas 2)
Autor

Tina Díaz

Tina Díaz nació en Logroño, donde pasó su niñez. Hizo la carrera de piano y luego fue a París, donde estudió en la Sorbona. En San Sebastián también estudió decoración, que no terminó; se casó con Enrique Múgica Herzog, importante dirigente socialista que después fue ministro de Justicia y defensor del pueblo, pero ella siempre se ha sentido al margen del trabajo de su marido, con el que vivió hasta este año 2020, en el que Enrique Múgica murió. Tiene tres hijos, David, Daniel y Débora. El matrimonio primero vivió en San Sebastián y después en Madrid. Tina trabajó en decoración, diseño y moda, materias que le siguen interesando. Y hacia los cuarenta años escribió Transición —le gusta profundamente el castellano—. Desde la infancia es una lectora compulsiva, habla francés, italiano —que aprendió de niña muy mal— y habla inglés regular. Toda su vida diariamente ha leído muchos periódicos y revistas. No le gusta la vida oficial y dado el trabajo de su marido la ha evitado todo lo que ha podido. En sus novelas, a través de personajes y visiones no convencionales, quiere reflejar las cosas que en España han ocurrido; en sus novelas quisiera haber conectado con la picaresca. Le gusta Madrid, le gusta España y los españoles. En la gente de letras en España echa en falta la crítica al poder, que ella cree siempre necesaria.

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    Transacción (La saga de las mujeres heridas 2) - Tina Díaz

    TRANSACCIÓN

    la saga de las mujeres

    heridas 2

    Tina Díaz

    TRANSACCIÓN

    La saga de las mujeres heridas 2

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418608971

    ISBN eBook: 9788418608483

    © del texto:

    Tina Díaz

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «No es la duda, sino la certeza lo que vuelve loco al hombre».

    Nietzsche

    1

    Cuántas veces en las noches me vuelven los ojos amarillos de Antonio Amat. Su mirada me lleva, revuelve en el tiempo como el mar debió de revolver su cadáver, que nunca fue encontrado. En el puente de Piedra, son sus ojos las fosas comunes de cuando la guerra.

    Los falangistas, por el puente de Hierro, fueron a arrasar con urgencia en un día con su noche a los hombres de la provincia, que casi entera era republicana. Aquí, en los primeros días del alzamiento contra la república, asesinaron de un tajo, ocuparon la ciudad y los pueblos y, después, siguieron encarcelando y fusilando. Así que años después de esas matanzas sin razón, aparecían en el periódico local noticias de muertes aisladas, disculpas de los lindes de tierras, de los lindes de regadíos, nimias disculpas que en realidad eran las únicas venganzas posibles de los crímenes cometidos en la guerra, aquí, por un solo sector de la contienda. «Solo dan miedo los vivos —decían—. Solo los vivos».

    Si yo viviera aquí, en Logroño, cuidaría la tumba de mis padres. Me llega toda la humedad del río en un día oscuro en el que no va a llover. Solo dan miedo los vivos. Vendría yo a cuidar la tumba de mis padres, como esas viejas que vienen, aunque ya vengan poco.

    Bien atendida, la tumba del padre de mi amiga Socorro, aunque el templete, austero y pesado, esté medio hundido. Era esa familia de lo más de la república aquí, pero después de la guerra, jamás volvieron sus padres a poner los pies en el Círculo Logroñés, ni volvieron siquiera a ir a las bodegas, tuvieron que malvenderlas. Tampoco iba esa familia a los actos del colegio. Socorro estaba apartada, como vivían ellos. La infancia de Socorro fue cerrada en los sufrimientos de los perdedores. Por los años cincuenta, su padre se ahorcó: un Judas Iscariote cuyo cuerpo fue lamido por las llamas inextinguibles del infierno, azotado por los miles de fieros demonios, pinchado por los tridentes, sus cuernecillos colorados y las rocas vivas —cubiertas apenas por una lava hirviente y humeante— en las que estaría ubicado para toda la eternidad, escamoteándome así la pesadilla, la lava más viva que fue, a la vuelta del colegio, la visión del hombre de ideas avanzadas colgado en la lámpara del cuarto de estar de su casa, la lava viva del médico, hermano del ahorcado, recién salido de la cárcel, tan enfermo y empobrecido; la ausencia de lloros en Socorro y la tortura de las monjas, que en todas las misas y rosarios nos obligaban a rezar por el alma de su padre, su alma.

    Piedad, su viuda, que era joven, todavía se vistió de negro y hubo habladurías de que se había hecho morfinómana.

    Ayer la vi. Muy anciana, iba con una muchacha negra, escuálida, que corría detrás de los biznietos. Me crucé con la comitiva atravesando el Espolón. Hacía mucho frío y el Espolón estaba desierto, la sirvienta negra se frotaba los ojos legañosos y se le veían las uñas de mandarín larguísimas, pintadas de granate. Al quitarse el abrigo azul marino, se movía por dentro de un uniforme blanco envuelto por un delantal enorme, cuya tela, cuando se quedaba quieta, parecía coger peso y aplastarla. Una muchacha con uniforme como las que antes decían que nos llevaban en lenguas, pero negra esa muchacha. Las hijas de Socorro venían detrás, a lo lejos. Al llegar donde su abuela y yo estábamos paradas, la mayor se señaló la sien como diciéndome que no le hiciese caso, que su abuela estaba loca.

    Baja el río marrón, el paisaje inmediato aparece cubierto de inmundicias entre las que es difícil andar sin enredarse.

    La desolación de esa casa acompañó mi infancia. Decían aquí: «Un día me tiro al Ebro», se tiraban del puente. Haría falta una voluntad extrema sabiendo nadar para dejarse ahogar como se dejó Antonio Amat; ahogados sus ojos amarillos dentro del mar, más brillantes en el agua que la última vez que los vi.

    Todos están muertos, todos muertos. Yo solo deseo que los días sean más cortos y no sentir tan aguda la pena agresora del silencio.

    Dejada, como una mendiga gorda, vuelvo hacia la ciudad. Por el puente de Hierro, no nieva del frío que hace. Delante van los gitanos, la tristeza extraordinaria de la droga añadida a sus miradas y añadida a sus cantares. Yo sabía los cantes, sabía tantas cosas…

    Por debajo de los puentes, deslendraban las gitanas a sus niños echándose luego aceite de oliva en el pelo. Y el tiempo iba poniendo en su piel finísimas capas de roña que creaban en sus pieles mates transparencias oscuras. En las peleas con navaja, acudían al hospital de la salida de los puentes. Venía a mi casa a pedir una gitana con un jersey cosido por cinco sitios del pecho, de cinco puñaladas leves del marido. «Ánimo, ánimo», le decía mi madre.

    Sigo a los gitanos hasta la plaza de San Bartolomé, y los escucho un rato viendo el agüita que toman en un pocito inmediato. Enfrente de la iglesia de San Bartolomé, mientras descanso sentada en un banco de la caminata del cementerio, no reparan en mí hasta que hablo con ellos y murmuro sus cantes.

    La gente a esta hora no se atreve a pasar por aquí, pero yo, con el pelo sin teñir, con dos dedos de raíz blanca, parezco una mendiga.

    Ellos hablan conmigo de las letras de los cantes, decimos unas y otras y me hablan de dónde se puede comer gratis, dónde le dan a uno cobijo. Son tan hermosos aún en las caras ansiosas de la droga. Tocan soleares los gitanos: «Ay, ay, ay —murmuran—, ay, ay, ay, ay, ay». La rabia contra lo que ha sido mi vida se precipita en mis pensamientos.

    Madrid fue nuestra tumba, mi marido no servía para aquello, yo supe siempre que no servía. Si en el 84 no lo hubieran echado de aquellas maneras para achantarlo para siempre, habrían encontrado la manera de liquidarlo con cualquier otra disculpa. No le habían dejado ser diputado, ser diputado en Cortes había sido la ilusión de su vida. Difundían chistes, se reían, no hablaban de él si no era de forma difamatoria. Así es que en el 84, cuando tenían aquel poder impune, cuando nadie ni nada podía enfrentárseles, aprovecharon para segar su carrera política —pero, además, yo sé que para aquello no servía—.

    Va a ser de noche, el frío seco que corta la cara podría casi helar las aguas marrones del río, los mimbres de las lenguas del río. Soy como una mendiga gorda que ayer se compró un visón reluciente, pero que hoy, envuelta en un viejo abrigo grisáceo, escucha los ayes de los gitanos, que se van sin despedirse.

    Asaltan mi cabeza imágenes, personas que no consigo enlazar con sus nombres, tal vez esté perdiendo la razón. A veces, si alguien se muestra amable conmigo, ofrezco atenciones excesivas que incomodan a los otros. Insisto diciendo, por ejemplo: «¿Fuma?», si es que es tabaco negro y la otra persona fuma tabaco rubio, o viceversa. Mi vida se torció cuando nos fuimos de aquí y él no valía.

    En Madrid, antes del divorcio, antes de dejarlo, a rastritas salía yo a las compras, lloraba por la calle, entraba a los bares a tomar café y bollería mientras las amas de casa y los parados jugaban a las maquinitas, que han hecho la fortuna de Rusdel, el marido de Socorro, y yo lloraba. Y al volver a aquel piso de lobos, le decía a él: «Esto parece Filipinas, los pobres se pasan el día jugando». Se ponía él como una hiena, respondía furioso: «Nunca la gente ha vivido aquí como vive ahora». Tampoco podía yo mentar la fortuna hecha con las maquinitas del juego por Rusdel, el marido de Socorro, porque el marido de Socorro, decía él, era su amigo y un compañero y, además, era ministro.

    Yo lloraba, lloraba. Ese desaliento y esa desesperación me llevaron a irme, aunque él, desde hacía tiempo ya y después de todas las mujeres que había tenido, aburrido de los amores, ya no tuviera ninguna. Nunca entendió la imposibilidad de que yo hiciera las cosas que para no llorar hacían las otras mujeres.

    De pequeña, desde el cementerio y después de pasar el puente mirando los colores del río con la tía Dorotea, nos sentábamos en estos, los mismos bancos de los que acababan de irse los gitanos. Mi tía Dorotea arrastraba su carro de desperdicios para los cerdos. En su andar, los jirones de sus zapatillas de paño parecían andar en torno a ella como los pececitos acompañan a los peces grandes en el mar.

    Yo había nacido de una vez en que mi madre se las había arreglado para pasar la noche con mi padre en el penal donde estaba preso.

    «Esto va a durar mucho. Nunca, nunca levantes el brazo —hablaba como sola la tía Dorotea—. Los curas nos fusilaban frente a las tapias a cristazos, a cristazos; con el Cristo en una mano y la pistola en la otra». O me decía: «Tú tienes que ser una señorita culta como fui yo, solo que más, más, tú serás más». Abrazaba mi cuerpecito y muchas veces lloraba.

    Mi tía Dorotea había hecho una de aquellas colas para el divorcio que había habido en la república. No había podido soportar la vida de suegra, cuñadas, de visitas, encerrada también con aquellos hombres de distintas generaciones que, sin trabajar, vivían de las rentas entre las veredas que los llevaban del Círculo a las casas cerradas de las putas y, de estas, a las otras casas más abiertas de las mantenidas, y de ahí a su familia. Aquí, la mayor parte de la burguesía y los comerciantes eran de Azaña, pero todos los hombres, desde los de la derecha más más rancia a los más avanzados, seguían teniendo las mismas costumbres respecto a las mujeres.

    Dorotea era hermana de mi padre. De soltera había estado un solo curso en la Residencia de Estudiantes, en Madrid qué bien resistes. Le había conseguido la plaza Amós Salvador, que había sido un cacique republicano de aquí y amigo íntimo de mis abuelos. Y aunque después, en el franquismo eterno, su vida hubiera sido de otra cárcel, Dorotea nunca se arrepintió de nada. Al morir Dorotea, hacía ya muchos años que había perdido la noción de cuándo sus últimas esperanzas fueron muertas para ser suplidas por un interés absorbente por sus gorrinos. Por este Muro del Carmen me llevaba pegadita a ella y al carro de los desperdicios. La tía Dorotea hablaba francés y podía leer en inglés y hasta su muerte siguió oyendo las radios extranjeras.

    En la tiendita con escalones de ese Muro por el que ahora paso derrumbada y derrotada, comprábamos los periódicos; nunca dejó la tía Dorotea de comprarlos ni de leerlos. Ahora, estos no quieren que leamos los periódicos ni que escuchemos las radios; sin embargo, enfrente de esa tienda de periódicos, que todavía está abierta, vuelve a estar en su sitio la estatua de Sagasta. Contaba mi madre que recién acabada la guerra habían llegado una noche con cuerdas y con machetes para arrancar a Sagasta de los jardines del instituto. Exiliada su estatua al otro lado de los puentes, con machetes y con cuerdas, habían arrancado su cabeza del tronco y la habían tirado al río. Mi amiga Olvido supo siempre que había sido su padre quien, vestido de falangista, encabezó la expedición que pasó los puentes en la noche borracha en que desterraron a Sagasta y tiraron su cabeza al Ebro.

    El padre de Olvido, tísico perdido, desesperado, decían que loco de tanto matar en los paseos y en las sacas, encabezó esa acción de la noche borracha. Franco después lo había sacado de aquí, le había dado un puesto alto en Madrid ordenando que lo hicieran curar, pero del destino en Madrid había vuelto pronto, y enfermo otra vez; a los pocos años, murió tísico, loco, decían, de tanto matar.

    La desolación de esa casa también acompañó mi infancia. La mujer ocultaba su estado y recibían con mucha pompa en la finca de la Presa en el Ebro, requisada a los Losada, robada a los Losada. Mis padres, que habían conocido a los Losada, nunca quisieron ir. Los Losada eran tíos lejanos de Socorro, pero yo bajaba a bañarme a la finca robada porque los padres de Olvido y los míos se debían la vida. Los débitos de las vidas en la guerra o los débitos de justo antes del alzamiento, cuando por una criada habladora habían sabido en mi casa del arsenal de pistolas fascistas que el padre de Olvido tenía en su humilde casa de entonces. Mi padre había ido a verlo y, sin decirle del cómo del conocimiento de ese arsenal, lo había convencido de que se las entregase, llevándolas luego a la policía como si las hubiera encontrado abandonadas en una besana.

    Luego, cuando estalló la guerra, con mi padre ya en la cárcel, venía su mujer a mi madre a contarle que en las amanecidas llegaba el padre de Olvido borracho con los brazos cargados de ropa blanca, de joyas, plenas de sangre. Pero esa misma llorosa mujer no contaba que después lavaba ella misma las ensangrentadas ropas blancas robadas a los asesinados o huidos ni le contaba que, recortando las iniciales, las suplía con otro pedazo de la misma tela: de una servilleta, si es que era una mantelería, o del borde de abajo, si es que era una sábana. Y zurcía y bordaba hasta volver imposible la adivinanza de las iniciales primeras, disimulando esa mujer los orígenes igual que en la transición nosotros habíamos bordado minuciosamente el olvido de las cosas que a todos interesaba enterrar.

    Adrián, el único hermano de Olvido, que también ha muerto hace poco asesinado, era de nuestra edad. Adrián llevó a la boda el ajuar ensangrentado que le regaló su madre sin que Genoveva, la novia, supiera del origen terrible de las ropas blancas ni de los brocados antiguos con los que, luego, en la transición, tenía tapizado su vestidor. «Son antiguos», me había dicho cuando el golpe militar, cuando brevemente estuve en su casa para pedirle ayuda.

    Genoveva se casó embarazada. Sus padres no podían ver a los de aquí; Olvido la llamaba «Genoveva niña bien» y se reía de su educación impecable —la inquina de los sitios pequeños—. A la bordadora de ropas ensangrentadas se le llenaba la boca con la boda.

    EI padre de Genoveva había sido ministro con Franco muchos años, pero era una buena persona y era honrado; tenía además mucho dinero. Luego, Adrián también fue ministro, con Suárez, y por entonces se lio con otra y abandonó a Genoveva niña bien.

    «Cuenta, cuenta», me decía mi marido. Y escuchando, amedrentado y complacido, las cruentas historias de la guerra aquí, venía él de fuera y quería saber. «Cuenta, cuenta». Pero luego ya de la muerte de Franco, si es que algo me venía a la memoria, él me hacía callar.

    El coloracho de la transición expandía el olvido y expandía su propio miedo de que en las conversaciones aparecieran algunos de ellos, que ahora eran de los que tenían el poder entre los nuestros. Para entonces, ya habían entrado en el partido muchos hijos de los vencedores, como antes hijos de los vencidos se hicieran del régimen. Todos mezclados, hecho el silencio voluntario, mixturado todo en un coloracho que no era ni rojo ni azul, sino el coloracho del olvido voluntario y de la nueva situación, bordando todos, zurciendo tan tupido que nadie sino los fanáticos deseaban que las cosas de la guerra fueran recordadas.

    Pero recordaba yo cuando en la posguerra decía alguno de los pocos republicanos que quedaron: «A ese lo he de matar yo». No quisieron, o no pudieron, y murió el padre de Olvido en la cama, tísico perdido y medio loco de tanto matar, decían.

    Socorro y Olvido se han marchado y en el club puedo leer el pensamiento del conserje. Emocionada yo por mi reciente capacidad de descubrir los pensamientos ajenos, respondo al diálogo real que el anciano conserje alimenta servicialmente como si fuera un diálogo imaginario. Un momento. Recuerdos de mi remota soltería. «¿Se acuerda, se acuerda?», «Mala suerte, qué mala suerte ha tenido», sus pensamientos han correspondido puntualmente con los míos, inteligible para cualquier espectador normal.

    Los nietos del conserje son ingenieros, arquitectos, «¿Sabe, señorita?». Hay una piedad al decir «señorita» y en la mirada, una crueldad soterrada cuando me dice haber visto a los nietos de la señorita Socorro, una crueldad que arrecia en su mirada afilada. Olvido no me dejó ningún recado. «¿Va a cenar la señorita?».

    El club está ruinoso, los salones donde bailábamos en las puestas de largo y en las fiestas están cerrados, y el bar de boiseries, que llamaban «el bar inglés» y que en la guerra habían llamado «el bar alemán», da cobijo a viejas arregladísimas y a viejos arruinados que almuerzan el menú a mediodía o un café que dura toda la tarde en el frío invierno de aquí. Cuando éramos niñas, cruzaba el conserje los salones arriba y abajo, rezando con un misal o un rosario entre las manos. Lleva entre las manos ahora una radio de transistores y, agobiado por la urgencia de oír alguna noticia que espera, se despide apresuradamente después de mirar el reloj: «¿Se queda más días, señorita? Ya la veré, señorita». Se va a pasitos cortos hacia algún refugio más seguro donde nadie le interrumpa la escucha de los rezos de las radios.

    2

    Por la mañana, la interina de mi hermana me pasa café —una cafetera entera—, chocolate, cruasanes, mermelada, sacarina. Mi hermana pasa las primeras horas de la mañana dando órdenes desde la cama.

    —Que dice su hermana que ponga la radio —dice la asistenta.

    La radio, guillotinilla lenta en diversos tonos jocosos, insultos selectivos, serial de escándalos económicos, entrevistas urgentes, ponzoñas gruesas y finas de las que vienen de dentro del partido, y de dentro del Gobierno, como de dentro venían cuando acabaron con mi marido, que era inocente. «Tu exmarido», me corrigen. «Bueno, mi exmarido». De los que son inocentes hablan poco tiempo.

    Si me asomo a la ventana, la visión de los tejados rojos hasta el Ebro me da como una esperanza que se inquieta luego por el olor pútrido de la radio, que bajo un poco para observar los rojizos colores de las tejas fundidos por la neblina que por el río se mezcla con los rojos ocres del fin del otoño, aquí, con los rojos refulgentes de las viñas.

    Mirando hacia abajo, enfrente, limpian las mujeres sus pisos en la mañana fría, cada una arreglando su casa, sus muebles, sus visillos, sus anillos, sacude por las ventanas. Si tiraran todo a la calle… Nada sirve para nada.

    En la calle Fuencarral, en nuestro piso de Madrid, se acumulaban las cosas inútiles. En aquel piso de lobos, cuyas paredes habían absorbido las sucesivas reformas como una ruina imparable.

    Me asfixia la amargura melancólica de las cosas que fui capaz de hacer antes.

    En aquel piso, como una tonta de las monjas sentada en la silla baja, como una tonta de silla, comía, lloraba y volvía a comer otra vez; iba siempre dejada. En armonía con aquel piso y con mi vida, me había ido dejando. Llevaba tiempo en excedencia de la cátedra y nunca llegué a saber qué razonamiento estrafalario hacía creer a mi marido en la necesidad de que yo no estuviera trabajando cuando volvieran a llamarlo. Sus pensamientos y sueños sobre esos asuntos de la vuelta a la política eran herméticos y misteriosos. Había pedido yo la excedencia por aquella enfermedad rara de las costillas que me tenía en cama con frecuencia. Mi marido insistía en que no volviese a las clases: «No lo necesitamos en mi situación política». Su cerebro funcionaba, excepto en ese segmento que le hacía creer que su situación era política y que en cualquier momento irían a necesitarlo y llamarlo. Yo, en un estado de desesperación creciente, miraba las paredes de aquel piso de lobos.

    Una mañana, el techo del dormitorio se había hundido con un estruendo atroz que había alertado a la vecindad. Todos habían acudido y visto la cama y el suelo regados de cascotes y de mazorcas de maíz que, desde alguna guerra antigua, aguardaban allí guardados. Cuando yo me fui para siempre, se quedaron los albañiles arreglando aquel techo. Aquellas paredes tenían un purulento poder destructivo que también pudo conmigo. Al principio decía mi marido: «Ya verás qué bien, daremos cenas».

    En los viajes a Madrid, en los viajes a buscar gente que entrase en el partido, habíamos visto las casas de las cenas. Siempre había un Guernica, pisos blancos con libros, Myrdal y Schumpeter. Los hijos de Sánchez, que solo tenían una cuchara de palo, cerámicas, cosas prohibidas. EI laberinto español, la amistad de entonces, jardines estrechos, patios pequeños y descuidados, terrazas en cenas contra Franco en las calurosas primaveras de Madrid, paseos por Recoletos hablando y hablando.

    En aquellos viajes se había sentido él partícipe de algo más que el partido, partícipe de esa gente tan desenvuelta que hablaba y hablaba. Se había sentido parte de los ideológicamente variopintos escritores, filósofos y periodistas, pocos, con quienes conseguía cenar, porque nadie quería comprometerse. Tú no te comprometas. Los escasos y largamente encarcelados mayores de los que en Madrid había en aquel entonces sonreían destempladamente en comentarios agriados ante esos entusiasmos desenfrenados.

    Había entonces mi marido hasta pensado en montar una librería, pero, una vez echadas las cuentas del negocio, iba a ser ruinoso.

    Quería dar cenas, así que, al venirnos de Logroño y contra mi voluntad, compramos aquel piso que absorbería y destruiría cualquier reforma. Un pasillo daba la vuelta a aquel piso monstruosamente grande por el que mis hijos corrían en las bicicletas y en el patín. Cuatrocientos metros en los que nunca llegamos a hacer ni cenas ni la reforma completa que esa superficie necesitaba. Y el tiempo, cuando se echó encima, al llevarse ese tiempo las amistades generosas de la clandestinidad, nos dejó allí solos, luchando solos con las tuberías, con la caldera, con la vecindad y con el portero, que nos odiaba y que jamás consintió en ayudar a nada.

    Siempre supe que aquel portero duraría más que yo allí y que aquel piso podría conmigo. El día que me fui lloraba. Los albañiles iban y venían, los dejé solos y sola bajé las maletas pesadas y deformes como yo. Lloraba sin control como todos los días entonces, y fueron los albañiles quienes me ayudaron con las maletas hasta el coche. «No llore, mujer, no llore», me decían. Por el espejo retrovisor, a través de las lágrimas, había agradecido yo sus manos llenas del cemento de la obra despidiéndome.

    Dice la radio que los vecinos de las barriadas apalean a los gitanos, que incendian los pueblos para que no puedan ir a la escuela. Todo lo que hicimos fue en vano. Dice la radio que una mujer ha andado por la calle con un puñal clavado en la garganta, la vieron cuando cayó muerta al llegar al semáforo. A estas horas de la mañana, ya han abandonado las radios los escándalos. Momentáneamente, dan diversas recetas de belleza e informan también de que a las reclusas de las cárceles les enseñan a hacer la declaración de la renta.

    En la reclusión de la calle de Fuencarral no aprendí yo nada. «Calla, calla, ¿no ves que estoy oyendo?». A través de las horas, un delirio informativo perseguía a mi marido, que escuchaba la radio, veía todos los telediarios y chillaba como una rata si es que alguien había olvidado traer alguno de los periódicos. Todavía confunde su pasado con el presente de ellos.

    Socorro, cuando me llama, si estoy muy triste, me dice para que ría: «Calla, calla, ¿no ves que estoy oyendo?».

    Al apartamento a donde me fui de divorciada, acuden mis hijos y el padre a llevarme a cenar a un chino cercano. Mis hijos ahora aprovechan cualquier cercanía en los trabajos para visitarme.

    Mi hijo, al igual que todos los tarados del país, ni lee ni sabe de libros. Sigue solo las noticias económicas como si fuera un banquero o como si fuera el ministro de Economía y Hacienda; como si el presidente fuera a llamarlo para pedirle consejo. Mi hijo, aunque sea encorvado, con el pelo ralo y la nariz torcida, se peina con gomina como ese banquero tan guapo, Mario Conde. Mi hijo trabaja en la bolsa, y el padre, si es que momentáneamente sale de su delirio informativo, lo escucha admirado.

    La hermosura de la casa, que es mi hija, saca las pinturitas, una de sus múltiples polveritas y retoca su cara de idiota. No sabe mi hija ni de Julio César ni de Felipe II, ya no hay asignatura de Historia. Es más bella de lo que yo fui nunca, pero no tanto como su prima Manon.

    Yo los quise tanto… Esperanzas. Creí que comprenderían lo que estábamos haciendo, soñaba con llevarlos a votar, tenía la certeza de que mis hijos, libres, podrían votar. Ahora, en sus caras de idiota, solo veo un susto no curado cuando me dicen: «¿Estás mejor? ¿Cuándo vas a volver?». Yo tampoco voto ya.

    Desde detrás del cristal pasa el tiempo y el café ya está frío. Como una mendiga tomo chocolate rebañando la taza fría también con los cruasanes que quedan.

    Madrid fue nuestra tumba, yo fui viendo cómo a él lo barrían tupidas barreras de recién llegados, centurias que eran tan tupidas como los pelos de un escobón entre los que se fue enredando hasta que lo hundieron. Castilla y León por su liberación, manifestaciones, entierros civiles: a todo iba el idiota de mi marido enloquecido por la libertad, perdido en la maraña, sin cálculo, hasta que acabaron con él. Él no servía.

    Al igual que en la Revolución rusa, el partido había tenido que echar mano de miles de personas que se afiliaban al poder futuro. Estos técnicos y otros que no lo eran ocuparon los centros de las decisiones políticas. Pero, al contrario que en la Revolución rusa, no era el funcionamiento de la industria quien los necesitaba, ni tuvieron que esperar una generación para ocupar todo. Aquí fue un vértigo muy necesitado para hacer más fuerte la antiquísima y ahora novedosa estructura leninista. Algunos de ellos eran tan confusos ideológicamente como los indios del circo de Buffalo Bill, pero el partido también aseguraba alimentos y cobijo, actuaciones en las tournées preelectorales, tiros al blanco. Excitante y única aquella ilusión colectiva, la emoción tan generosa de la transición sin ruptura. En los destellos cegadores de su manto, en las luces que ocultaban cualquier sombra por la luz intensísima de las libertades entre todos conseguidas.

    Lejos del partido, decían, hacía mucho frío, y cuando él cayó, por fin los numerosos aislados cadáveres que habían ido cayendo antes salían de sus tumbas por los teléfonos. Sus voces olvidadas hablaban brevemente, rompían la puerta, la omertà, contaban sus historias de gente olvidada, acusaban ya corrupciones y más desesperadamente la fuerza horrible del partido, revuelto con el Gobierno y el Estado.

    En esa confusión habían perdido la cabeza el Gobierno con el Estado y el partido, la banca con los sindicatos, los municipios, las comunidades autónomas, los medios de comunicación, las radios; todo era de ellos. Sin barreras de contención, sin oposición apenas, sin detente ninguno, se les había ido la olla, cundiendo el miedo por dentro del partido. Irritaba mi marido contando a toda hora los recuerdos, los hechos

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