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Huídos (La saga de las mujeres heridas 8)
Huídos (La saga de las mujeres heridas 8)
Huídos (La saga de las mujeres heridas 8)
Libro electrónico332 páginas5 horas

Huídos (La saga de las mujeres heridas 8)

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Un novelón.

Un ingeniero de Lemoniz, Ricardo, huye de ETA que ya ha asesinado a dos ingenieros amigos suyos y que por tres veces intentó asesinarlo a él. Allí estaba casado pero se divorcia y con su nueva mujer Rosario y los hijos de él y de ella más los que han tenido juntos se trasladan a vivir a una playa cerca de un pueblo pequeño y cerca de valencia. En esa playa vive también su hermana Candela, viuda de un pintor y José Paco, amigo.En la urbanización lujosa de detrás de sus casas vive una señora muy enseñorada cuyo hijo acaba de salir de la cárcel donde ha pasado cinco años por corrupción. Su hijo es amigo del grupo y es un hombre bastante apreciado en la playa porque cuando disfrutó de los cargos públicos –alcalde y concejal antes de la cárcel- hizo todos los favores que pudo a los que por allí viven .Todos hacen vida de grupo y se quieren. Esos son los protagonistas pero hay personajes secundarios.

Paralelamente a esta narración se va contando la vida de Gloria en los años cuarenta en un folletín de verdad , con violaciones etc.

Esta novela conecta con la tradición española de la picaresca y también con Goya y Velázquez que algunas veces se complacía en el retrato de personas no convencionales.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 jun 2021
ISBN9788418722691
Huídos (La saga de las mujeres heridas 8)
Autor

Tina Díaz

Tina Díaz nació en Logroño, donde pasó su niñez. Hizo la carrera de piano y luego fue a París, donde estudió en la Sorbona. En San Sebastián también estudió decoración, que no terminó; se casó con Enrique Múgica Herzog, importante dirigente socialista que después fue ministro de Justicia y defensor del pueblo, pero ella siempre se ha sentido al margen del trabajo de su marido, con el que vivió hasta este año 2020, en el que Enrique Múgica murió. Tiene tres hijos, David, Daniel y Débora. El matrimonio primero vivió en San Sebastián y después en Madrid. Tina trabajó en decoración, diseño y moda, materias que le siguen interesando. Y hacia los cuarenta años escribió Transición —le gusta profundamente el castellano—. Desde la infancia es una lectora compulsiva, habla francés, italiano —que aprendió de niña muy mal— y habla inglés regular. Toda su vida diariamente ha leído muchos periódicos y revistas. No le gusta la vida oficial y dado el trabajo de su marido la ha evitado todo lo que ha podido. En sus novelas, a través de personajes y visiones no convencionales, quiere reflejar las cosas que en España han ocurrido; en sus novelas quisiera haber conectado con la picaresca. Le gusta Madrid, le gusta España y los españoles. En la gente de letras en España echa en falta la crítica al poder, que ella cree siempre necesaria.

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    Huídos (La saga de las mujeres heridas 8) - Tina Díaz

    HUIDOS

    la saga de las mujeres heridas 8

    Tina Díaz

    HUIDOS

    La saga de las mujeres heridas 8

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418722172

    ISBN eBook: 9788418722691

    © del texto:

    Tina Díaz

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    José Paco, el vecino atento

    Fue en noviembre y fue en el veranillo de San Martín y fue días después de aquella patochada de la república independiente de Cataluña que va a traer tantas consecuencias y todas malas, entonces fue cuando los yihadistas hicieron los atentados de París en Charlie Hebdo y en la sala Bataclan y en las terrazas de aquellos restaurantes. Asesinaron a tantísimos jóvenes que fue una masacre. Fue entonces cuando ingresé a Ricardo en el hospital.

    Ricardo, esos días, atronaba todo con La Marsellesa de Mireille Mathieu. Se me había olvidado un poco la letra, me dijo, en París, donde mi padre oía La Marsellesa por primera vez.

    La Marsellesa una y otra vez, Ricardo la oía de manera obsesiva y yo la oía a la vez en el jardín, muy cerca de mi valla. Siempre le interesa tanto el terrorismo a Ricardo. Uno de los días que pasó a verme, me contó: «Un capo narco que estaba preso en Madrid se llevó a unos etarras a Colombia a enseñarles a hacer coches bomba, que en Colombia no sabían, eso fue en los…, yo qué sé, sesenta o setenta. Ahora lo ha contado con pelos y señales un arrepentido, un sicario de Pablo Escobar llamado Popeye, yo lo he visto en YouTube».

    Yo, con Ricardo vecino, no es que me vea todos los días, pero saber que estamos ahí ya es compañía. Yo venía de Madrid, Ricardo era el dueño de los terrenos y de la empresa que había construido estas casas.

    Fue en noviembre cuando Ricardo se puso enfermo. Lo operaron, le sacaron el corazón, le sacaron tejido de la pierna, y aquí está él con el oxígeno, se recupera con mucha lentitud.

    Su hermana también vive al otro lado de mi casa y es escritora, aunque sin publicar nada.

    Esos días de los atentados, Ricardo oía sin parar La Marsellesa. Incluso cuando pasaba a mi casa a tomar una copa, recitaba en voz baja: «Ils viennent jusque ou dans nos bras. Egorgér nos fils et nos compagnes!».

    Con una ira contenida me dijo: «Se han expandido tanto que ya es imposible pararlos. Estos —me dijo—, los del turbante, cuando lo de las torres de Nueva York, se llevaron por delante a los de la boina, a los de ETA, eso sí que hay que reconocérselo».

    Cuando lo del Bataclan, él había estado tres días sin despegarse de la televisión francesa y luego, durante días, con La Marsellesa, y dice que habían dicho los yihadistas: «Vosotros amáis la vida, nosotros amamos la muerte».

    Justo después de eso, lo hospitalicé yo mismo.

    Su mujer prefirió que lo llevase yo al hospital. Es la tercera mujer que tiene y ahora, ella, como no puede fumar dentro de la casa, siempre tiene cara de asco. Yo creo que no se quieren. Lo mira de mala gana, y si él le pide algo, que él le habla bien poco, ella lo obedece de mala gana porque esa no lo quiere.

    Mi mujer murió. Poco después de que ella muriese, fue cuando Ricardo los echó a todos de su casa; echó a su segunda mujer y a todos los hijos.

    Él llegó aquí escapándose de ETA, como llegaron tantos, y dice que nunca se ha arrepentido de irse de Euskadi. Y no es extraño que esté traumatizado porque cuando vivía en San Sebastián, a dos amigos suyos les habían dado el tiro en la nuca y él, a todas horas, tenía que mirar debajo de su coche por si había una bomba lapa. También un vecino suyo, al arrancar el auto, había salido volando y lo habían recogido en trozos. Ricardo, en otro coche, iba detrás del muerto y por poco vuela también. Me ha dicho muchas veces: «Cierro los ojos y veo sus trozos esparcidos, una pierna muy blanca colgada de un árbol. Era invierno, pero su mujer iba sin medias. Fue una carnicería. Poco antes de eso, a mí habían venido a buscarme a mi despacho para matarme, pero yo ese día había ido a Bilbao».

    «Llevaban mucho tiempo matando y ya tenían la sangre metida en las entrañas», me dijo.

    Ricardo allí había trabajado en Calentón hasta que abandonaron las obras; ETA allí había matado a ingenieros amigos de Ricardo.

    Cuando llegó aquí, me dijo que volvía a vivir, que los últimos años allí no habían sido vida.

    Su primera mujer era vasca y era de familia nacionalista. Cuando la conoció, ella vivía en San Sebastián y él estudiaba en Deusto; en cuanto él acabó la carrera, se casaron.

    Allí había un miedo cerval a aquel gansterismo de ETA, me dijo Ricardo: «El siguiente podías ser tú, todo estaba lleno de los confidentes de los terroristas, sabían todo de ti, las cuentas, los horarios, todo». Pero Ricardo nunca pagó el impuesto revolucionario y, además, trabajaba en Leizarán, donde ya habían asesinado a ingenieros. A Ricardo habían intentado asesinarlo tres veces, pero había tenido suerte.

    Los dos hijos que había tenido con la vasca se quedaron con ella, luego se los trajo aquí, y así anduvieron siempre, yendo y viniendo, esos hijos. Parece que aquella mujer, a pesar de todo, estuvo de acuerdo en divorciarse y en todo. Dice Ricardo que nunca estuvieron muy enamorados, y ella después se volvió a casar con otro, de dinero. Ella también era de familia acomodada.

    Ricardo y su segunda mujer, Rosario, tuvieron juntos dos hijos antes de venir aquí, más otros dos que tenía ella del marido anterior y que se trajo con ella. Así que juntaban una tropa. Aquella casa era un infierno, sobre todo, con los mayores, que se odiaban unos a otros, aunque con el tiempo, los que más reñían entre ellos, una nuera y un yerno, se fugaron juntos y se fueron, dejando aquí a sus niños; esos duraron poco juntos, fue un calentón. El resto seguían viniendo aquí hasta que Ricardo los echó a todos todos, a su mujer también.

    Cuando Ricardo y Rosario llegaron aquí, traían diecinueve maletas y varios bultos, que contó mi mujer. Y además esa casa no funcionaba, aquellos niños reñían todo el día, se pegaban, hacían mucho ruido, hasta de noche, y ya cuando empezaron a salir solos, unas borracheras…, traían amigos y se quedaban hasta las tantas.

    Esa segunda mujer de los hijos, Rosario, había sido actriz y arrastraba con ella el circo y las variedades, aunque al casarse con Ricardo, abandonó todo eso.

    Él la había conocido en Madrid una noche de lluvia que Ricardo iba al teatro, ella estaba en la puerta del café vendiendo papeletas para una rifa benéfica en beneficio de los actores viejos y sin recursos. Cuando él salió del teatro, la volvió a ver en el mismo sitio, del que ella no se había movido, y estaba empapada por la lluvia. Ricardo entonces le compró todas las papeletas que le quedaban de la rifa, se la llevó a un hotel y la bañó. Él me contó que ella entonces era delgadita, rubia, de una belleza… Ese día llevaba Rosario dos trencitas, me dijo, y él ya nunca la dejó.

    Con esa segunda de la rifa benéfica y su montón de hijos llegaron aquí. Rosario tenía una madre delgadita delgadita, más que la hija; esa madre siempre iba vestida de negro con cuellecitos blancos. La mujer de Ricardo la traía aquí cuando ellos se iban a algún viaje. Luego, cuando Ricardo y ella se divorciaron, se volvieron las dos a Logroño, que eran de allí.

    Esa mujer vieja y delgadita, bastante elegante, era de Sartaguda, el pueblo de las viudas, un pueblo de Navarra en el que los requetés, allí, en la guerra, habían matado a ochenta y cuatro hombres. Ricardo me dijo que en el norte, eso de Sartaguda había sido famoso.

    También nos lo contó ella misma aquí, en mi piscina.

    Todo lo que decía resultaba tan remoto, un cuento de terror, pero que se ve que había sido verdad. Dijo que a ella le habían rapado la cabeza, la habían paseado haciéndose todo encima con otras como ella. Yo, por no dejarla mal, le conté que a unos tíos lejanos de mi madre los habían asesinado en Paracuellos los rojos y que a mi padre los rojos lo habían tenido en una checa en Madrid, cosa que era verdad. Aquel día, estuvimos contándonos las desgracias, tan caducas ya, de los dos bandos de la guerra civil mientras los niños se tiraban a la piscina a bomba.

    Una de las niñas nos escuchaba sentadita al sol, con las piernas cruzadas.

    —Claro, abuela —dijo—, os hacíais todo encima porque en ese pueblo no había váteres, no se podía ir al baño.

    —Sí, hija, por eso. —La vieja se atusaba el pelo mientras respondía.

    Mi mujer nos escuchaba en un silencio horrorizado, pero la vieja seguía dale que te pego. Mi mujer estaba verdaderamente espantada con la conversación, pero la vieja nos siguió contando que, ya viuda, se había casado con otro de un pueblo de La Rioja, que ahí también antes se los habían llevado a fusilar, once primero y luego otros tantos, pero no a su marido, que con los fusilamientos de su familia, se había quedado solo en una casona que a él no se la habían quitado, como a otros fusilados, y había podido quedarse con todo para él. Ese también se murió bien pronto y ella se había ido a Logroño y había vuelto a casarse con uno de fortuna, que después no tenía tanta, y con ese, había tenido a su única hija, Rosario.

    A ella también le habían quedado todos los bienes del primer marido y del segundo. Tenía un dinero guapo, me contó Ricardo.

    Mi mujer había dicho: «De esas cosas no hay que hablar. Lo que pasó pasó y bastante fue todo lo que pasó como para seguir contándolo».

    La guerra civil, en su fase más feroz, pero tan remota ya…, pero yo no sé. Yo había leído hacía poco que España era el segundo país del mundo con más fosas comunes después de Camboya, y así sigue. Decía ese artículo que seguía habiendo unas doscientas mil personas en las fosas comunes, entre ellos, el primer marido de la madre de Rosario, que nos contó que después de fusilarlos, los habían despeñado por unas peñas.

    «Con alguien tengo que explayarme», había concluido la vieja. Sus garras algo encogidas apoyadas en la mesa, de pronto, las extendió y se echó hacia atrás suspirando. «Delante de mi yerno no hablo —dijo—, yo con él soy muda, porque es que mi yerno no aguanta nada. Yo vengo aquí y a callar, a ayudar a mi hija y punto; además, que, aunque tengo salud, soy muy vieja ya».

    Salud vaya si tenía. Cuando el divorcio de la hija, estaba plantada en unos ochenta y tantos, corría como una liebre, tan delgadita, tenía una fuerza descomunal, abría los brazos como un ave rapaz y sonreía como lo mismo.

    Aquella conversación, pensándolo bien, resultaba extravagante en la piscina plácida de agua transparente junto al Mediterráneo.

    Ricardo y yo nos habíamos hecho amigos enseguida, éramos de la misma edad más o menos; además, los dos éramos ingenieros y al final los dos trabajábamos en las mismas obras por aquí, que, por cierto, cuando nos jubilamos, aún se quedaron sin acabar y así se van a quedar por sécula seculórum las obras públicas de aquí que hizo la derecha.

    Las obras más faraónicas, esas sí las acabaron; mientras tanto, la justicia andaba manga por hombro y todo lo social recortado, ahora la Administración está arruinada, casi todos ellos detenidos, algunos en la cárcel y los que van a ir a las escuelas en muchos pueblos de aquí están en barracones. Así que ahora, después de las elecciones, gobiernan los radicales de izquierdas.

    Luego, Ricardo y yo, jubilados, ya hemos hecho trabajos sueltos porque estar sin hacer nada es malo para la salud y para el entendimiento.

    Nuestras mujeres, aunque no tenían nada que ver una con la otra, también se habían hecho amigas, no íntimas, pero sí buenas amigas. Pero la mujer de Ricardo era un desastre de mujer, el servicio no le duraba nada porque no sabía mandar y además nos decía: «Yo estoy loca por escandalizar». Ricardo se reía, pero la realidad es que lo que quería Rosario ya no es posible porque, aunque hubiera salido desnuda a la calle, escandalizar ya no es posible. «A mí me encanta escandalizar», decía la inocente de ella, que, sin embargo, era y es una buena mujer.

    Mi mujer cultivaba flores, las cortaba con su cestito en el brazo, las ponía en la casa, las regalaba. Y luego, un orden extremo que tenía en todo. Pero a Rosario dejó de regalarle flores porque luego, si pasaba a esa casa, las veía muertas en un rincón, que a lo mejor a la mujer de Ricardo se le había olvidado ponerlas con agua. Me dijo mi mujer que cuando llegaron, Rosario, que así se llamaba y se llama, tenía el armario lleno de trajes que estaban hechos cisco. Era tan desastrada… Después, poco a poco, los fue tirando y comprando, aunque la verdad es que aquí la ropa hace poca falta.

    Pero cuando fue tirando la ropa que había traído, cuando descubrió los mercadillos, a los que iba con mi mujer, se disfrazaba bien disfrazada, se ve que le seguían tirando las variedades. Aunque era una mujer muy delgada, alta y bien hecha, parecía menuda. A pesar del calor, se ponía toda suerte de superposiciones que adornaba con collares, colgantes y muchas pulseras voluminosas.

    —No sé cómo puedes trabajar con todo eso encima —le decía mi mujer.

    —Es que yo trabajo lo menos posible.

    En invierno, si es que alguna vez hacía frío, se echaba encima mantones de punto y abrigos colgantes, de punto también, con faldas largas, que parecía una castañera antigua o una vagabunda presumida. Eso sí, muy guapa, con aquel cuerpecito tan esbelto que ni con los hijos se le había deformado y las piernas tan largas y tan derechas y aquella cara que, aunque fuese sin pintar, seguía intacta en su belleza. Ah, también tenía un impermeable de nailon rojo anchísimo, con capucha, y que le llegaba hasta los pies.

    Rosario era muy simpática y muy optimista; además, valía mucho para todo lo que no servía para nada. Y, a pesar de los desastres que provocaba continuamente, Ricardo estuvo muchos años muy enamorado, y yo creo que de ese amor nunca se ha curado. Ricardo le hacía baboserías, cariños, que a esta mujer de ahora no le ha hecho nunca.

    Rosario y Ricardo siempre andaban abrazados como si tuvieran en los brazos esos cepillitos que echan las hiedras para pegarse a la pared. Y cuando él le acariciaba la cara y el pelo, era como si le tuviera lástima, pero yo nunca supe por qué podía tenerle lástima a su mujer.

    Al final, a Rosario, cuando Ricardo los echó a todos, le salieron manchas del sol. Me dijo Rosario: «Yo iba haciendo estragos antes de caerme por este derrumbadero de esta casa tan grade llena de hijos y de sol».

    El sol, sin precaución porque, además, en esa casa, en verano, andaban todos medio desnudos. En la piscina, se bañaban en pelota picada con toda la naturalidad del mundo; si aparecías por allí, se echaban algo encima. Cierto es que tanto Ricardo como su mujer tenían unos cuerpos de llamar la atención. Mi mujer me decía que sobre todo Ricardo era como una escultura, huesudo y fuerte, y luego esa cabeza poderosa de nariz aguileña, muy vasco, decía mi mujer.

    Pero él no era vasco, Ricardo había nacido en Madrid y a San Sebastián lo llevó su madre con ocho o nueve años.

    Ricardo, al principio de vivir aquí, se teñía en su peluquería de vez en cuando, pero ahora se tiñe todos los viernes él solito el tinte de las cejas. Después salimos a cenar con nuestro grupo, que se está deshaciendo por las enfermedades, las muertes y las ruinas de la crisis.

    Cuando conocí a Ricardo, le gustaba la farra, alguna vez hasta fuimos de putas. La farra con moderación le gustaba, pero ahora ya no; será porque somos viejos.

    Y cuando se separaron, cuando Ricardo los echó a todos, él y Rosario al principio quedaron con tan mala relación que cuando ella le traía a los pequeños que habían tenido juntos, parecía un intercambio de rehenes. Luego, ella se fue a vivir a Logroño, que tenía un piso bueno de su madre. Luego, al tiempo, volvieron a hablar por teléfono, ya sin tensiones, y así siguen.

    Estas casas nuestras enfrente de la playa estaban aisladas del resto, pero luego construyeron en la parte de atrás y ya no han parado de construir.

    Las casas de atrás son más grandes que las nuestras y más ostentosas y tienen más terreno, estas parcelas nuestras tienen mil metros, las otras más. Es una urbanización y tienen hasta seguridad, club social y restaurante, que quien quiera trae al cocinero.

    A la playa siempre hemos ido un rato muy pronto por la mañana y luego en verano a las seis y media de la tarde; Ricardo siempre con un libro. También vamos a pasear solos, uno por uno.

    Ahora, por delante de nuestras casas, hay un paseo, aunque estrechito, y pasa de todo. El otro día, que se me había olvidado cerrar la puertecilla pequeña, al amanecer, entró en mi casa un chaval que iba arrastrándose, que le habían dado por el ojete y tenía un desgarrón que parecía que lo habían empalado, sangraba que se estaba desangrando, así que avisé a Ricardo y lo llevamos a urgencias. Y otro día que íbamos paseando, recogimos a una pobre chica drogadicta en la playa, le habían cortado las orejas, las dos, las llevaba colgando; también la llevamos a urgencias. Para eso estamos los viejos. El enfermero nos dijo ese día: «A ver qué traen hoy».

    Ricardo y la mujer que tiene ahora no se entienden; Ricardo ya no le hace caso. Lo cierto es que ya ni se hablan casi.

    Nuestras muchachas son ecuatorianas y hermanas, Estrella la mía y Romelia la de Ricardo. Luego viene una del pueblo muy de vez en cuando y se queda un par de días para la limpieza general.

    Ricardo y yo a veces vemos juntos una serie toda seguida durante unas cuantas tardes, un maratón que se dice. Vimos The wire entera, que Ricardo estaba enganchado a esa serie. A mí no me gustó nada y me aburría tanta droga ya, tanta miseria, todos negros, pero la vi entera; la mujer de Ricardo no aguantó ni la primera tarde. Poco tiempo después, Ricardo se metió de hoz y coz en su tableta, viendo series y películas. Ahora lo está dejando.

    Antes, cuando esa casa de Ricardo era tan agitada, venía también, pocas veces, la hija mayor de Ricardo, que vive en un manicomio en Madrid del que a veces se fuga. Lo de esa hija lo paga la primera mujer de Ricardo, que se casó de segundas con un hombre muy rico. Desde que se volvió a casar, Ricardo ya no tiene que pasarle nada.

    La última vez que la loca vino, había aquí una tormenta grande, unos truenos rabiosos y rayos que parecían que iban a caerte encima, relámpagos que metían sus luces por las ventanas, unos estruendos que retumbaban en el cuerpo. Teníamos la tormenta justo encima de nosotros. «En cualquier momento va a entrar uno», había dicho la loca entre trueno y trueno, y se había reído a carcajadas seguidas con la cabeza sacada afuera del ventanal. Se reía, «¡Rayo, a mí!», gritaba, «¡Rayo, veeen!, ¡rayo, alúmbrame! —gritaba—, ¡que quiero que me tiemble el cuerpo!, ¡ven, rayo, ven!».

    Esa tiene la desgracia de que no le da pena a nadie porque es una loca que es muy mala persona y muy revolvedora. Suele quedarse en casa de Candela, la hermana de Ricardo, que un día me dijo:

    —Nosotros somos gitanos, mi padre se llamaba Juan de Dios Heredia.

    —¿Ricardo qué dice? ¿Tu hermano qué dice?

    —A ese le da igual; además, nuestro padre nos quería mucho, que nuestra madre, que era paya, fuese prostituta, bueno, a Ricardo le da igual y a mí también.

    —¿Profesional?

    —Eso. Tú no puedes imaginarte cómo la cuidó Ricardo en el cáncer, la tuvo como a un bebé. Ricardo estaba casi siempre con ella, aunque ya estaba casado con Rosario. Al final, le puso una enfermera de día y otra de noche. Eso sí, mi madre a los dos hijos, a nosotros, nos cuidó mucho toda la vida, nos quiso tener con el mismo hombre y que tuviéramos el mismo apellido. Cuando me tuvo a mí, ya hacía años que ella no estaba con mi padre, pero lo buscó para tenerme. Yo nací en Valencia, que el señor que mantenía a mi madre la había llevado a la costa a pasar unos días, así que yo me adelanté y nací allí, bueno, nacimos porque nacimos dos; a mi gemela la robaron y nunca supimos más de ella. Ricardo estuvo un tiempo investigando aquella fechoría no hace muchos años. Ricardo descubrió que no constábamos en ningún registro, ni en el hospital ni en ningún sitio, era como si mi hermana robada y yo no hubiéramos nacido. Mi madre fue siempre muy buena madre, y mi padre ha vivido hasta hace poco. Tenemos más Heredias en Francia, hermanastros, hijos de mi padre.

    Todo eso estuvo contándome Candela.

    Esas cosas que me ha contado Candela traumatizan a los que les han ocurrido, pero no a estos hermanos. No es que lo vayan pregonando, pero así, en confianza, les da igual.

    Candela, la hermana de Ricardo, también vive aquí.

    Estaba casada, el marido murió aquí, el pobre, hace un par de años de un infartazo que le dio, que ni siquiera sabía el pobre que tenía nada en el corazón. Era pintor. Dicen que un pintor muy bueno, yo no entiendo mucho de arte, pero he leído las reseñas en periódicos americanos.

    El pintor era muy hermético, hablaba poco y Ricardo siempre dijo que después de tantos años, no sabía si el pintor era muy listo o tonto perdido, era imposible saberlo. Claro que Ricardo, para decir eso, esperó a que se muriese, los plásticos son todos una gente muy rara.

    Mientras vivió, ella lo levantaba a las siete con su sonrisa estupenda y un desayuno preparado, se iban a dar un baño, a nadar y lo ponía a pintar. Quitando la hora de la comida, seguía pintando hasta las ocho o las nueve, sin darse tregua ni sábados ni domingos, aunque, eso sí, muchas noches se iban a cenar fuera los dos solitos. Parece que cuando Candela lo conoció, él era muy pobre y, claro, más joven que ella.

    Por aquel entonces, cuando lo conoció, Candela era una funcionaria brillante de nivel treinta, trabajó en los Ministerios, conocía a todo el mundo en la Administración de entonces, claro. Y a los ministros de entonces también.

    Candela me contó que una noche ella iba sola en su coche por la Castellana y había parado en un semáforo, en ese momento estaba cruzando un hombre tambaleante que caminaba torcido y se agarraba un costado, el hombre gritaba de dolor. Ese se había parado en mitad del paso de cebra y parecía que no podía seguir andando, entonces ella se había bajado del coche y lo había ayudado a subir y lo había llevado a urgencias. Un cólico nefrítico. «Quédate, por favor —le había dicho el hombre—, no me dejes solo», y ella se había quedado allí esperando en urgencias, que como era viernes, las urgencias estaban petadas y había mucha gente.

    Dice que había unos jóvenes muy borrachos que rodeaban a un amigo con coma etílico, otro coma etílico de una chavalita de trece o catorce años, varios ancianos, una travelo desmayada rodeada de sus compañeras y otras muchas personas que hacían cola. «Esas cosas se quedan grabadas», me había dicho Candela.

    En urgencias habían pinchado al hombre y al rato ella lo había llevado a la casa de él, cerca de Barajas, un piso de mala muerte. En ese pisillo, que se había fijado Candela que tenía las ventanas muy pequeñitas, mientras el hombre reposaba en un sofacito con los ojos cerrados, ella se había sentado en un sillón, que dice que se le clavaba un muelle en el culo. «Esas cosas se quedan grabadas», me había dicho Candela. El pisillo estaba atestado de cuadros grandes y pequeños, no se podía ni andar. A ella, aunque no entendía mucho, los cuadros le habían parecido buenos. Él le había dicho: «Espera, espera un poco, por favor, no me dejes solo». Él había puesto la tele y le había dado el mando, y cuando se había puesto de pie, se habían mirado, un flechazo, enamorados.

    —Me tengo que ir —le había dicho ella.

    —Mañana vemos.

    Al bajar por las escaleras, que no había ascensor, Candela llevaba todo su traje manchado por detrás de pintura al óleo, que se conoce que un cuadro grande estaba sin secar; el traje lo había tenido que tirar. «Esas cosas —me había dicho Candela— se quedan grabadas».

    Él esa noche ni siquiera le había dado las gracias, y ni siquiera le había dado un beso. «Mañana vemos», le había dicho.

    Ese era el que más se drogaba de nosotros. Una época, al principio, nos drogábamos todos menos mi mujer. Le dábamos al porro, a la maría y a la coca, pero lo dejamos pronto. El que más enganchado estuvo fue el pintor, pero también fue el primero que se desenganchó. El pintor tenía siete u ochos años menos que Candela, pero no se les notaba la

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