Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Tiramisú (La saga de las mujeres heridas 3)
Tiramisú (La saga de las mujeres heridas 3)
Tiramisú (La saga de las mujeres heridas 3)
Libro electrónico349 páginas5 horas

Tiramisú (La saga de las mujeres heridas 3)

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Tercer volumen de «La saga de las mujeres heridas».

Una niña pobrísima y feísima con una nariz muy ganchuda vive con su madre en una buhardilla cerca del puente de Piedra de Logroño; es gratuita en un colegio y es hija natural. A fuerza de esfuerzo y de trabajar en todo lo que le sale, sigue estudiando hasta ser una brillantísima abogada, sin nariz ganchuda ya, porque su tía, que es la querida de un señor, le pagó la operación. Ha tenido un novio de la petite noblese local que se travestía. Con él aprendió a oír música clásica y cosas culturales.

Ahora vive toda exquisita en un piso casoplón de Madrid, aunque sigue yendo a Logroño a ver a unos tíos que siguen siendo pobres y a algunos de sus medio hermanos. Su padre en su trabajo era una catástrofe.

Dolores, que se llama, tiene un novio empresario encarcelado en Pamplona por corrupción, dentro del grupo de Roldán, al que va a ver con frecuencia.

Cuando la novelaempieza está en California. a donde la Delgadina —porque es muy delgada— ha ido a hacer un contacto con un hombre de la CIA para su novio. Después va a Washington.

Durante toda la novela hay frases de la voz de Sancho Panza del Quijote integradas en la narración.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 jun 2021
ISBN9788418608490
Tiramisú (La saga de las mujeres heridas 3)
Autor

Tina Díaz

Tina Díaz nació en Logroño, donde pasó su niñez. Hizo la carrera de piano y luego fue a París, donde estudió en la Sorbona. En San Sebastián también estudió decoración, que no terminó; se casó con Enrique Múgica Herzog, importante dirigente socialista que después fue ministro de Justicia y defensor del pueblo, pero ella siempre se ha sentido al margen del trabajo de su marido, con el que vivió hasta este año 2020, en el que Enrique Múgica murió. Tiene tres hijos, David, Daniel y Débora. El matrimonio primero vivió en San Sebastián y después en Madrid. Tina trabajó en decoración, diseño y moda, materias que le siguen interesando. Y hacia los cuarenta años escribió Transición —le gusta profundamente el castellano—. Desde la infancia es una lectora compulsiva, habla francés, italiano —que aprendió de niña muy mal— y habla inglés regular. Toda su vida diariamente ha leído muchos periódicos y revistas. No le gusta la vida oficial y dado el trabajo de su marido la ha evitado todo lo que ha podido. En sus novelas, a través de personajes y visiones no convencionales, quiere reflejar las cosas que en España han ocurrido; en sus novelas quisiera haber conectado con la picaresca. Le gusta Madrid, le gusta España y los españoles. En la gente de letras en España echa en falta la crítica al poder, que ella cree siempre necesaria.

Lee más de Tina Díaz

Relacionado con Tiramisú (La saga de las mujeres heridas 3)

Títulos en esta serie (7)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Tiramisú (La saga de las mujeres heridas 3)

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Tiramisú (La saga de las mujeres heridas 3) - Tina Díaz

    TIRAMISÚ

    La saga de las mujeres heridas 3

    Tina Díaz

    TIRAMISÚ

    la saga de las mujeres heridas 3

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418608988

    ISBN eBook: 9788418608490

    © del texto:

    Tina Díaz

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «Oro le daba el arábigo y plata el indio remoto; aroma el sabeoremito; cristal helado al morabio; puros el griego sabio; flechas el tártaro escita; el persa perla infinita; Judea, bálsamo puro; seda al egipcio perjuro y pieles el moscovita».

    Tirso de Molina

    «Me daba miedo lo que sabía, miedo de precipitarme en el horror de lo que sabía y, por tanto, no plasmé esa idea en palabras hasta que fue demasiado tarde para que las palabras me sirvieran de algo».

    Paul Auster, El libro de las ilusiones

    1

    En la noche cerrada, iluminada ella solo por luces mortecinas, con el cincho del bolso fuertemente apretado entre sus brazos, su mano palpa a través del cuero fino su ordenador tan delgadito.

    Está Delgadina sentada en el duro banco de piedra del rent a car después de veinticuatro horas de viaje; veinticinco, dice su reloj.

    Vigila la Doloritas sus maletas puestas en el suelo.

    Merodean por allí unos hispanos de piel oscura como los que acompañan a Salvador en el patio de la cárcel de Soto, en un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo.

    Los jóvenes que dan vueltas en torno a los bancos y a la parada del autobús llevan camisetones de nailon extralarge con grandes números en la espalda; Dolores se entretiene en sumar el tres con el cinco y el dos con el nueve, pero no sabe qué función darles a esas sumas.

    Los jóvenes sucios parecen, sin embargo, mejor alimentados de lo que ella había estado en su niñez hambrienta, qué amargor de boca solita en este banco a verlas venir. Unos carteles ajados anuncian el riesgo de dejar de vigilar las pertenencias de uno.

    Muy cerca ladran los perros. Muchos perros ladran en la noche.

    Antes, en el control de pasaportes, había visto Dolores otros carteles más nuevos avisadores de los peores castigos si es que uno agredía a un agente federal.

    Y luego los federales y los otros en busca de terroristas, el registro exhaustivo dentro del aeropuerto que daban ganas de volverse a casa; pero la peor amenaza de todas es su realidad, tiradita en el banco, solita, solita. LA BOCA QUEDA Y LOS OJOS LISTOS.

    Fuma, Dolores fuma, fuma y fuma.

    En el avión apenas había podido dar cinco caladitas al cigarro. Al comienzo del larguísimo viaje, la azafata del avión la había pillado fumando en el váter; estaba de una leche la azafata: «Si vuelve a fumar, la metemos en la cárcel cuando lleguemos».

    Al volver hacia su asiento, había tropezado Dolotemblorosa con unos pies al final de unas piernas estiradas que salían de debajo de una manta esponjosa cuyas letras azules rezaban: «The princess of a lot of things».

    La pasajera de debajo de la manta ni se había despertado.

    Doloritas, tan esmerada, odiaba a las rubias en general, todavía más si eran gorditas como la desconocida, toda pánfila debajo de su manta de «The princess of a lot of things».

    Doloritas en ese vuelo se había sentido más bien como la reina de las desgracias y con los nervios de punta por no poder fumar desde Madrid a Los Ángeles pasando por Filadelfia, muerta de miedo por si al bajar los agentes federales fueran a detenerla.

    Dolores había hecho solitarios con las cartas de póquer diminutas que siempre llevaba encima, se había cepillado un montón de revistas y había comenzado a leer por tercera vez el Quijote, que la tenía enviciada; leía un Quijote muy manejable y medio desencuadernado ya, como ella. Durante el viaje, había terminado Dolores por acabar de arrancar las tapas duras y dejar el tocho de hojas delgaditas, delgaditas, libres, plegable y arrugable.

    Después del incidente del fumeque y a fuerza de pastillazos y de mucho vino, había conseguido dormir bastantes horas.

    Ahora, con los ojos como platos en las sombras del banco del rent a car, totalmente espabilada, fuma que te fuma.

    Todavía no sabe Dolores si es que la acusan o de qué la acusan, pero por si acaso y obedientemente había seguido las órdenes de Muchasmentiras y se había ido de Madrid.

    Un mendigo anuncia el fin del mundo, es blanco y joven, acercándose y alejándose en paseos confusos gesticula del miedo. Se le entiende mal.

    Dolores se levanta y anda un poco para estirar las piernas, ha dejado las maletas a cargo de un matrimonio que en el banco de piedra de al lado también espera un coche. La pareja del banco lleva toda la ropa arrugada. Las mujeres aquí no planchan, y hacen bien, pero ella, Doloritas, va siempre superarreglada.

    Sin dejar de mirar sus maletas, pasea muy cerca del mendigo pensando en esos ropones tan arrugados y tan deslavados que llevan muchos americanos.

    A cada parón del autobús, el conductor negro e indiferente se apea y se vuelve a subir entre los ruidos apocalípticos del motor, en corto trayecto va y vuelve del aeropuerto.

    Dolores, con el arrullo bronco de ese autobús, recuerda sus esperas de niña, qué zalemas le hacía a ella su pobre padre, cuántas veces en los días tan fríos de los inviernos de Logroño lo había esperado heladita ella en los bancos de granito de Las Ranitas, tan parecidos aquellos bancos a estos del rent a car.

    Por entonces, su padre y Jesusón venían desde Madrid en los traqueteantes autobuses de línea que paraban allí, cerca de Las Ranitas.

    Su pobre padre, tan inútil.

    Dolores tiene el ánimo tan dolorido como sus huesos y está rendida.

    Salvador lleva ya más de cinco años en la cárcel y cualquiera sabe cuándo lo sacarán.

    Ha sacado Delgadina la polvera de su trousseau lleno de cositas de marca y se ha repintado la cara tan retocada, encuentra ella que hasta las ojeras del cansancio añaden en el espejo un toque elegante a su tez clara olivácea; la verdad, las pinturitas le han devuelto el ánimo. Hasta le ha venido a la mente un reportaje sorprendente de la tele sobre las guerrilleras de las FARC de Colombia, pintaditas, organizaditas en la selva, con los rulos puestos.

    El hotel Marriott, que está enfrente, es un edificio alargado con un neón rojo arriba del todo y cuatro delgadas y altísimas palmeras que llegan al cielo, dos en cada costado del edificio.

    Para verlo entero, Dolo, en su banco, tiene que asomar la cabeza, puesto que el toldo costroso del rent a car le tapa la visión, o tal vez es que el dolor agudo en la nuca le impide saber qué ángulo sería el bueno para ver bien la panorámica californiana. Si baja la cabeza, no ve sino sus maletas y basuras surtidas expandidas por el suelo. Está tan mal que piensa en quedarse a dormir en ese hotel Marriott en vez de seguir viaje. Pero no. No.

    Los hispanos se han ido, el mendigo también, el espantoso ruido del motor incansable del bus se ha quedado; en la Huesosmolidos, la herida de su antigua miseria. Seguirá hasta su destino y tiene mucha urgencia por llegar:

    «Somos una maleta, Dolores —le había dicho Angustias. Su hermanastra decía que se estaba haciendo budista—: La muerte es solo que nos cogen en una estación y nos llevan a otra como a una maleta».

    Pero a Angustias ni con esa religión se le había quitado la cara de retorcida que tiene, ni siquiera se lava más que antes.

    Dolo, con el móvil, habla dos o tres veces con ella nada más llegar a Hollywood, de cotorreo con Angustias, que por lo menos así de lejos no huele.

    No había noticias. Angustias no tenía móvil, ni tenía e-mail ni tenía nada.

    Pero tiene a su nombre Angustias en Andorra una de las cuentas de Dolores y Salvador, y lavando, lavando, pero no a sí misma, es la depositaria de dos créditos adosados de esos que inventó el Meyer Lansky aquel, el financiero de la mafia.

    Esa bruja de hermanastra tiene, además, una habilidad especial para las pocas veces que sale a arañar información por las calles y deducir; además, le araña el bolsillo a ella siempre que se deja.

    Cierto es que Angustias nunca había visto con buenos ojos su lío con Salvador. «Te va a dar la vuelta como a un calcetín», le había dicho. Y tanto; sin embargo, Angustias le había tenido mucho aprecio a Jacinto. El hombre anterior a Salvador de la Doloritas.

    Por fin, el rent a car le ha adjudicado un coche, venga a cargar todo solita y meterlo en el maletero, lleva poco equipaje porque piensa comprar mucho, corre que se las pela del coche a las maletas, ya que, y a pesar del cansancio, quién sabe cuándo podrá volver a Los Ángeles, ha decidido visitar al menos el sitio ese de Hollywood donde daban los Óscar.

    Con el plano desplegado y las guías abiertas, también ha buscado la ubicación del Teatro Chino.

    Una vez en él, los pasos, manos y estrellas de las estrellas de Hollywood hundidos en el cemento; qué pies tan diminutos tenía Rita Hayworth.

    Ha pasado un rato moroseando recuerdos entre las huellas del cemento, encantándose de estar allí.

    Tan larguísimo viaje y se iba a ir ella sin ver las huellas de sus estrellas, tanta emoción que le da a Dolores, todo es oscuro, las tiendas de souvenirs cerradas, noche, noche.

    Poco a poco, Dolores ha ido agachándose para ver firma por firma, ha pisado de huella en huella, qué zapatitos tan pequeños debía de llevar Rita, hechos a medida, seguramente.

    Una y otra vez ha hecho sus pesquisas Dolores: agachada, ha pasado las manos por el cemento y luego ha dado unos pocos pasos por las estrellas del paseo.

    Ver eso y morir: sus sueños de cine maravillados, volverá de día, otro día, si es que hay tiempo.

    Por Dios, qué gusto haber estado allí en la noche, igual que esas artistas viejas y borrachas, de esas que se volvían cleptómanas, haber pisado sobre las huellas de los zapatitos de sus ídolos de niña mísera.

    Ya va por el bulevar de Santa Mónica. Ya va llegando a Malibú, ya ve las casas desperdigadas por las playas.

    Malibú, por la autopista del Pacífico, la vida tenía cosas maravillosas.

    Corre que te corre, vuela que te vuela, equivocándose por los vericuetos de las autopistas interminables, teniendo cuidado de no volver a errar.

    Se va la Huesosmolidos de Hollywood: ve alejarse las letras iluminadas de donde decían que se tiraban los suicidas, Hollywood, pobre de su amiga la Olvidito, que se tiró al Ebro. Muerta como todos los artistas muertos, y ella en la vida, y que dure.

    Doloritas de niña se había pasado la vida en el cine, su madre muchas veces la dejaba al cargo de los acomodadores y de la mujer que despachaba las entradas, y ya de noche la recogía Jesusón. En el cine siempre la habían cuidado tan bien. Todavía recuerda algún retazo de los diálogos de las tantísimas películas vistas un día tras otro hasta que las quitaban; en ese refugio de su infancia desgraciada nunca había sentido nada malo.

    A su madre —qué vida tan desperdiciada— la echaban de todos los sitios por ladrona, pero de la limpieza del cine nunca la echaron.

    Las dos primeras españolas que habían llegado a América con los descubridores eran dos gitanas acusadas de asesinato, Catalina y María se llamaban, pero su madre ni había estado en América ni en ningún sitio, ni era gitana ni había matado a nadie, su madre solo arramplaba con todo lo que podía y, aun así, habían pasado tanta hambre. Doloritas, más muerta que viva, había asistido a algunos de esos trances con las señoras. En los casos así, las criadas de entonces se ponían de rodillas, negaban: «Por Dios, señor o señora, no me eche», pero su madre no, su madre se insolentaba.

    Su madre a las señoras las insultaba, las maldecía, las llamaba zorras, lo negaba todo, y luego, cuando la ponían en la calle, le decía a ella: «El tiempo pone a la gente en su sitio».

    Ella de niña era callada y modesta. Esos recuerdos violentos le mueven, agrios, las entrañas del asco por todas las miserias que habían pasado.

    Habían pasado mucho, tanto que nadie podría creérselo.

    Por las autopistas una radio hispana; «Por dos dolaritos —que dicen en la radio con acento de México— te dan el libro de las cosas de segunda mano, dos dolaritos, Radio Lobo, auuu, auuu».

    Huesosmolidos rememora a los artistas de las huellas en el cemento: haber estado en Hollywood en esta noche, una alegría honda y pasajera.

    Los últimos días en Madrid habían sido de espanto.

    Salvador, su hombre, que está en la cárcel, tiene mucho miedo.

    Hete aquí que había uno, el señor Paesa, reputado espía de profesión, que se había hecho el muerto con una esquela en El País y todo, y cantos de réquiem con coros gregorianos de los monjes del Císter de San Pedro de Cárdena, misas a las que hasta habían asistido los familiares del supuesto difunto, y hasta esquela en El País, pero que, según habían dicho después el diario El País y la radio, el muerto tan cantado en esos cánticos gregorianos estaba vivo y bien vivo y tenía en su poder los mil seiscientos millones de pesetitas achoradas por el otro.

    Efectivamente, Salvador había tenido noticias de Paesa, y Salvador estaba aterrorizado. Salvador a ese le tenía mucho miedo, muchisísimo.

    Hacía años ya, el otro, Roldán, muy amigo entonces del muerto-que-era-un-vivo, y tan amigo de Salvador en la secuencia famosa de una de las últimas intervenciones televisivas antes de escaparse, mientras bajaba las escaleras que parecían llevarlo al infierno, había dicho:

    —Cuando yo deje el cargo de director de la Guardia Civil, me van a quedar cero pesetas.

    «Cero pesetas —con su atractivo y sincero acento aragonés había repetido—. Cero pesetas»; serio, calvo y pensativo, enfundado en un abrigo cruzado, atado, largo, lujosísimo, que ella sabía que era de vicuña.

    Su querido Salvador tenía el mismo en un poquito más claro, que se lo habían comprado juntos en un viaje; además, por aquel entonces, Salvador también se había hecho en París unos trajes de franela con cinturón y tirantes forrados de la misma franela gris del traje que eran la pera, pero ella, ella, la Doloritas, aun entonces no las tenía todas consigo.

    —¡Válame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?

    Pero un día inolvidable de aquel entonces salían todos del Crillon, en París. A la vez que ellos salían una mujer y dos hombres.

    La mujer llevaba pieles y un echarpe de encaje de lana blanca cubriéndole la cabeza.

    Nevaba unos copos grandes, espesando el blanco cuajado en el suelo. Brillaba el dorado de las fuentes, la mujer del encaje reía y se agarraba del brazo de los hombres; a la vuelta de una esquina se habían perdido de la vista de Dolo, y ella en ese momento hubiera llorado de felicidad, de amor y de unas ansias que no la dejaban respirar saliendo del Hotel Crillon con Salvador, que la rodeaba con sus brazos y llevaba el abrigo cruzado con cinturón igual al de las cero pesetas, que aquel día también iba con ellos.

    «Dos dolaritos, auuu, auuu»; cero pesetas. «Radio Lobo, auuu, auuu»; la radio cantaba ahora rancheras que contaban la gesta de los pringados que desde México transportaban la droga.

    «Dos dolaritos, auuu, auuu. La que toca puras buenas, Radio Lobo».

    El lobo había llegado para ellos el día que faltaban doce horas para que Roldán, el de las cero pesetas, fuese ministro del Interior de todo el Reino de España y, a la vez, su Salvador infinitamente más rico y más importante, «auuu, auuu», seis horas para que, «auuu, auuu», saliese a la calle el periódico aquel que terminaría acabando con ellos.

    El periódico justiciero ese ni existía ya y los periodistas ni hacían caso de ese asunto del pasado.

    Corría, como en los corridos aquel día, el día 23 de noviembre del año 1993 del principio del fin.

    De esa fecha hace ya unos ocho años y el de las cero pesetas sigue en la cárcel también, aislado, en régimen muy especial en una cárcel de mujeres, que no sabe Salvador cómo no se ha pegado un tiro, hecho polvo, destrozadísimo, la prensa habla de él muy raramente, ya no interesa, ya no interesa, no interesa.

    La «relación» de Doloritas con Salvador había sido de cine. Más peliculera que nunca Doloritas en esa relación, y había sido… Que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.

    Pero ahora, con Salvador tanto tiempo en la cárcel, tiradito —aunque menos que Roldán—, y parte de los dineros inseguros, a Dolores se le empezaba a hacer muy, muy larga esa película.

    En la prensa del corazón decían «una relación», y decían si «tienes pareja» o si «buscas una relación».

    Todos, Doloritas también, y Salvador en su cárcel, absorbían hambrientos esa prensa de chismes y amores ajenos que había suplantado en el entendimiento de los españoles al interés por los escándalos económicos del poder, al interés por el Roldán y por los otros.

    La gente ahora solo parecía interesarse por las continuas relaciones del corazón que las televisiones y las radios y los periódicos aireaban diariamente en horas y horas de relaciones tan públicas que hasta la gente corriente que llamaba a las radios o iba a los programas de las televisiones decía: «Tengo una relación».

    Las mismas locas por la radio que habían llamado a las emisoras para contar su indignación por los escándalos económico-políticos llamaban ahora y opinaban y opinaban sobre las relaciones con toda vehemencia. Verdaderamente.

    Sol, una de las hijas de Olvidito, había sido reportera asfáltica del corazón, había andado esa con la alcachofa en ristre, con la voz entrecortada por las carreras, interpelando a los famosos, si su madre levantara la cabeza. Y lo guapa que se había puesto.

    Ahora Sol ya tenía programas fijos, se estaba haciendo famosa y le contaba a Doloritas los montajes del famoseo, la compraventa de noticias, las falsas bodas, las falsas rupturas, los hijos falsos, las cosas que no saldrían nunca y las que saldrían.

    En las radios y en las teles había horas y horas de debates y discusiones apasionados sobre los corazones.

    Salvador se había distraído mucho con esas cosas y le decía a Dolores: «Mejor, mejor que se entretengan con eso», pero ahora estaba tan hundido —en los vis a vis se ponía a llorar—; ahora, a veces, como estaba con tanto dolor de corazón, le parecía a Doloritas que era como si lo quisiera más, otras veces se iba de la cárcel algo mosqueada.

    Dolores por fin ha encontrado el camino de Santa Bárbara, donde debe encontrarse con el hombre de la CIA.

    Muchasmentiras en Madrid la había urgido a que fuera a verlo, y ella, obediente como había sido siempre, se había puesto en camino, pero antes había ido a contárselo a Salvador, que, al oír la palabra CIA y a pesar de su atontamiento creciente, había abierto unos ojos como platos. No será mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan.

    El abogado Muchasmentiras, un viejo pegajoso y oblicuo, más tierno que un guante, malísima persona que hasta a los narcotraficantes defendía, era el abogado de Salvador.

    La que toca puras buenas tocaba ahora rancheras burlescas, hechos facinerosos de poderes mexicanos ya idos, «Radio Lobo, auuu, auuu».

    En aquellos días de aviones y barcos con Salvador, del Crillon y del lago de Zug, de restaurantes tremendos y de la primera ropa carisísima que usara en su vida, su tía Pura, con los ojos pequeñitos entre las bolsas de los párpados, que casi se los tapaban, le decía:

    —Disfruta, disfruta, yo he sido bastante feliz porque nunca he intentado ser respetable ni me he arrepentido de nada. Disfruta, disfruta.

    Algo escamada de la suerte que había hecho Dolores, su tía Pura, peinadísima de peinadora con su pelucón negro, la miraba atentamente. Aunque ese día estaban en casa, llevaba sus collares largos de perlas y un traje sedoso azul marino de lunares blancos, su enorme dentadura postiza blanquísima en la sonrisa.

    Luego había llegado una contertulia y Dolores y ella habían recogido sus solitarios. La visitante, algo más joven que su tía, había ido a llorar sus amores con un chico al que llevaba unos treinta o cuarenta años, drogata, decía, y decía la tía Pura:

    —Muy mal, muy mal, échalo.

    Delgadina las había dejado en esas confesiones y se había ido.

    Cierto, su tía, pasando de las habladurías, había vivido atendida y rodeada de amigos, gente vieja de pasado inconfesable que la visitaba, más rodeada su tía, más entretenida que cualquier vieja de vida intachable, que se decía. Tan satisfechota con su vida y su suerte.

    Pero ahora su queridísima tía Pura había muerto.

    Su madre también había muerto.

    La Olvido se había echado al Ebro.

    Y a Jacinto lo habían asesinado travestido en una muerte descubridora de la que, sin embargo, no se había descubierto el culpable.

    Todo había sido en el mismo año, hacía ya algunos, la vida era así, las cosas de repente se te echaban encima, y ese año de las muertes en la soledad rabiosa del que no tiene a nadie se había echado ansiosamente ella a la vida de Salvador.

    Salvador, reñido con Roldán y desengañado de los suyos, de su mujer y hasta de sus hijos, que únicamente querían dinero, solo la tenía a ella.

    Tenía un tacto tan extremado la Dolores Huesosmolidos para esos quehaceres, para envenenarlo contra los suyos, y mantenía con los otros esas formas distantes que había aprendido en su larga relación con Jacinto, que, según se ve y según se había demostrado también, estaba lleno de desvíos.

    Camino de Santa Bárbara, recordándose de chiquilla muerta de hambre, fea, con aquella nariz que solo había que verla en las tres fotos que tenía de niña, tres incluida la foto de la comunión, porque los pobres de entonces eran tan pobres que no podían hacerse fotos; de su madre solo conservaba una foto, su madre, que se parecía algo a Dolores del Río, pero también estaba hecha un sable de delgada de no comer porque comida no tenía.

    «Auuu, auuu», a Dolorines su madre maltrecha la llevaba hecha una traza que parecía una Jesucristina con la raya en medio, en simetría con aquella nariz ganchudísima que le ocupaba toda la cara a Dolores. Solo le faltaban la escoba y el bosque.

    Las niñas se reían, su madre le mojaba el pelo y le sacaba la raya con un peine roto frente al espejo roto también, mirándola, eso sí, con mucho amor y mucha pena.

    —Jesucristinaaa —la llamaban las otras niñas—, Jesucristinaaa.

    Su madre le hacía la permanente en las puntas del pelo reseco con un mejunje que le dejaba una amiga peinadora, y ella, Dolores, se miraba en el espejo roto.

    La rotura de un espejo augura siete años de desgracias, pero en ese tiempo en que los espejos estaban rotos en trozos solo debían de augurar el hecho nada misterioso ni debido al azar, sino a la guerra, de la miseria colectiva extrema que la guerra había dejado en España, en toda España.

    Le gritaban: «¡Jesucristinaaa!». Y cuando alguna vez su tía Milagros venía a recogerla al colegio, las niñas cuchicheaban, se daban codazos, pataditas:

    —Es la querida de López —decían y no la saludaban, pero su tía, orgullosa de su relación con aquel hombre rico y tan del Régimen, las miraba con mucho descaro.

    La mujer de López, sabedora del escándalo de la querida de López, yendo a recoger a su sobrina al colegio, había ido a ver al obispo y a la madre provincial.

    A Dolonariguti, que era de las gratuitas, la iban a echar, pero la intervención de López en las mismas instancias obispales y colegiales a las que había acudido su legítima la había salvado in extremis.

    Aquella pobre niña, ya sin nariz ganchuda, conduce diestramente por las autopistas camino de Santa Bárbara.

    Así que ella, Dolores, todo lo había hecho a fuerza de la fuerza que le daba el rencor por ser tan pobre y tan fea, por el deseo tenaz de salir del hoyo, salir de aquella miseria. «¡Jesucristinaaa!». Qué lagrimones echaba entonces.

    Tiene Delgadina el rencor clavado en el alma, la heridita sin cerrar de la pobreza humillada, los recuerdos vengativos y un brillante legítimo, gordo, montado en oro legítimo también, que brilla en la noche.

    Dolo, conduciendo, ya llega, acaba de ver una estrella errante y le ha pedido el deseo de abrazar a Salvador en libertad, el deseo de que Salvador salga pronto de la cárcel, en un abrir y cerrar de ojos ha aminorado Dolores la marcha, pero la estrella errante es una lucecita que sigue huyendo y parpadeando porque no es una estrella, es solo una luz de algo que está al fondo del paisaje en la noche negra sin estrellas, ay, Salvador, su galán maduro.

    Del tango de su memoria, la locura por su hombrón; y del viaje tan largo y las pastillas del avión, la cabeza dolorida, «cabeza hinchada yo tengo», la cabeza que siente que se le hincha y se le deshincha y se le vuelve a hinchar igual que en la película aquella de los hermanos Lumière en la que le hinchaban a un tipo la cabeza pequeñita con un fuelle.

    2

    Hoy es domingo.

    En el hotel Miramar no hay ruido, la Doloritas desayuna un Virgin Mary enorme con su apio, scrambled eggs, bollos con mermelada, a ver si puede engordar un poquito. Todo está muy rico.

    En la tele echan un vídeo aterrador que enseña lo que habría que hacer si se incendiara el hotel.

    En ese vídeo, un hombre y dos mujeres con toallas mojadas en una bañera hacen toda clase de maniobras contra el humo, la apertura y cierre de puertas entre el humo se repite, se repite toda la secuencia y, aunque Dolores repetidamente también le dé al mando de la televisión, no sale otra cosa sino el humo y el ir y venir con toallas mojadas en el hipotético fuego del hotel, que hasta dan ganas de incendiarlo uno mismo.

    Dolores ha estado leyendo la prensa de Madrid en su ordenador.

    Ronronea en la cama oliendo los buenos olores de las sábanas limpias, de sus perfumes, del sol que le ilumina los brazos; hojeando su Quijote desencuadernado como ella se adormila un poco.

    Deben de ser como las once.

    Luego, en el coche, montecito abajo, manosiro, que dicen ellos, ha llegado hasta el bulevar de Cabrillo en Santa Bárbara.

    Vestida como una heroína de Corín Tellado, descalza por la arena de la playa, con gafas de sol negras y un vestido recto de hilo negro atado con cintas a la espalda que no va a haber quien le tosa, al pie de las palmeras tan hermosas, mira patinar a los patinadores, que patinan y patinan y, desdoblada, se ve a sí misma y no sabe si es la realidad o una de aquellas películas; tanta envidia que les había tenido siempre a las niñas que patinaban, y su madre, con un amor dolido, le repetía: «Ojalá se rompan las piernas».

    Para ayudar a ese deseo de su madre, ella, sin que nadie

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1