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Un viejo viaje
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Libro electrónico377 páginas5 horas

Un viejo viaje

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Esta genial novela es un recorrido irónico por los recuerdos de Lucio Gaitán. Mientras está en el aeropuerto esperando su vuelo se debate entre quedarse en Madrid o volver a la Cuba de Fidel. La disyuntiva es el centro de esta extraordinaria historia cargada de humor y reflexión. En abril de 1970, José Lezama Lima escribía: “Manuel Pereira es un escritor cuya alegría secreta es capaz de fabricar una mañana y sostener la luna con el hilo de la imagen”. Ocho años después Julio Cortázar comentó la escritura de Manuel Pereira: “surge el árbol de la invención y de la fantasía... en una comedia de magia que, al mismo tiempo, es violentamente real, telúrica y cubana”. Esta novela juega con la saga de personajes que el autor creó en sus novelas anteriores.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2016
ISBN9786077818281
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    Un viejo viaje - Manuel Pereira

    I

    BARATIJAS EN BARAJAS

    Extraviado entre la selva y el zoológico, Lucio Gaitán se abría paso con su equipaje por el vestíbulo de Barajas. Acarreaba una bolsa salchicha en bandolera y dos maletas abultadas como cadáveres inflados de fuegos fatuos.

    Atrapado entre Escila y Caribdis, el pintor transfigurado en viajero oficial se preguntaba si debía o no subir al avión de regreso a La Habana.

    ¿Volver o no volver a su país? Ésa era la cuestión.

    Abrumado por las dudas, cansado de remolcar las maletas, en sus oídos resonaba la súplica de Sirenaica: No regreses a tu país, quédate conmigo en Madrid.

    Aquella rubia con curvas de guitarra lo había traído en carro hasta el aeropuerto. Aparte de sus atributos físicos, tenía otras virtudes: empleo seguro de secretaria en un juzgado, un apartamento con suficiente luz natural donde él podría instalar su estudio y, además, no cocinaba nada mal.

    Sirenaica decía admirar su obra, por la cual manifestaba un fervor que ya ni el mismo pintor experimentaba. Con tanta viajadera, Lucio Gaitán no tenía tiempo para consagrarse a sus lienzos. Imposible llevar el caballete en un avión, ni siquiera dibujar en la mesita plegable, donde siempre corremos el riesgo de derramar el café, embarrarnos la camisa con alguna salsa o chocar nuestro codo con el vecino cuando cortamos el bistec. De hotel en hotel, de bienal en bienal, si acaso conseguía bosquejar algunos retratos: meros ejercicios para desarrollar sutilezas técnicas.

    Lo que ella conocía de su producción, eran cuadros ya viejos, no del todo logrados, tentativas superadas por el tiempo que incluso a Lucio le daba un poco de pena enseñar. Cuatro años atrás, Sirenaica había visto un par de óleos suyos en una exposición colectiva de Barcelona, y desde entonces quedó prendada de él.

    Hasta ahí, todo bien. Pero ella tenía un hijo de ocho años, y eso asustaba al pintor. Aquel chamaco –sin duda edípico–podía convertirse en un problema. Lucio no se veía en el papel de padrastro, mucho menos en el de padre biológico. Al mismo tiempo, vacilaba embrujado por los ojazos agitanados de aquella mujer, mezcla de odalisca con valquiria, en cuyas venas se arremolinaban gotas de sangre griega, libia, alemana, española...

    Hacerle el amor era discurrir entre dunas, a lomo de camello, al compás de la Danza del Fuego o en un crescendo a lo Bolero de Ravel pespunteado por un abejeo de besos que sabían a dátiles.

    Se llamaba Cirenaica, como la región donde nació. Pero debido a un error notarial, o por afán poético de sus padres, su nombre toponímico quedó registrado con S, es decir, Sirenaica. A veces el artista bromeaba llamándola Circenaica. A pesar de atesorar tantos encantos, Lucio huía ahora de sus peligrosos cantos de sirena.

    Nada más llegar a la entrada del aeropuerto, él salió abruptamente del automóvil ya enfrascado en una discusión, porque ella no quería que regresara a La Habana y él se negaba a complacerla.

    Su visado expiraba en un par de días. Si dentro de cuarenta y ocho horas no había regresado, sería declarado traidor por un gobierno que le cerraría para siempre las puertas de su isla natal, donde imperaba el Socialismo.

    Sacó apresuradamente el equipaje del maletero, le dio un beso de piquito a la rubia con ojos de mora, y se alejó mientras ella lagrimeaba frente al timón, sin que el pintor supiera si lloraba por él o porque estaba poniéndose las lentillas.

    Lucio se adentró en el vestíbulo tan alterado que hasta olvidó buscarse un carrito. En medio de su agitación, no percibió que alguien lo seguía. Un calvo flaco con un gabán verde y una revista enrollada bajo el brazo. Cada vez que Lucio se detenía, el del Verde Gabán hacía lo mismo, sacaba una lupa y aparentaba leer.

    El pintor dejó caer las maletas frente a un quiosco de prensa para comprar una cajetilla de Ducados. Tenso por la desavenencia con Sirenaica, necesitaba su dosis de nicotina.

    Dio unos pasos y volvió a detenerse. El calvo que lo seguía estuvo a punto de chocar con él por detrás. Lucio quería comprobar la vigencia de su visado, el número y la hora del vuelo, además de chequear las pantallas informativas y localizar su mostrador de facturación.

    Sacó del bolsillo el pasaporte y el boleto sin advertir que, al mismo tiempo, extraía un papel que cayó al suelo en zigzag, como una hoja de otoño arrastrada por el viento.

    Era un papel sinuoso, alargado: un enorme paramecio garabateado a lápiz. El pintor estaba tan nervioso que no reparó en aquel descuido, entre otras cosas, porque una visión insólita capturó su atención.

    Ante él, una ninfa en bikini anunciaba un bronceador. Echada en una tumbona, llevaba unas gafas de sol en forma de corazón. Esa Lolita era la playa en contradicción con un Madrid

    ya bastante frío. Aunque a primera vista ella contrastaba en medio de tantos pasajeros abrigados, muchos se detenían ante su reclamo, pues seguramente irían de vacaciones a países tórridos, donde nunca está de más un poco de loción antisolar.

    Se acordó de su mejor amigo, Joaquín Iznaga, tan obsesionado con la insolación que se había ganado el mote de Coppertone. Caminaba únicamente por las aceras sombreadas, pues odiaba al sol. En cuanto empezaba a sudar, paraba en seco y no volvía a dar un paso hasta que la última gota de sudor se secaba en su frente. Usaba espejuelos oscuros, como de ciego, y era más blanco que un litro de leche.

    Hastiado del estío, el Copper tenía una curiosa teoría sobre las ínsulas, la insolación, la insolencia, la insulina y los solares, que sólo él lograba explicar satisfactoriamente.

    Por lo demás, la muchacha en bikini resultó ser una estatua hiperrealista de tamaño natural. Realizada con resinas y acrílico, era mucho más que un maniquí de vidriera y menos artificial que una figura de museo de cera. En cierto sentido, aquella Lolita era más real que la realidad. El esmalte rojo de sus uñas casi podía olerse, y los vellos dorados de sus muslos parecían de verdad.

    ¿Qué es la verdad? ¿Qué es lo real sino otra apariencia? Ceci n’est pas une pipe, discurrió el pintor acordándose de las imágenes traicioneras de Magritte.

    Echó un último vistazo a la bañista de poliéster y siguió andando. Otra sirena traicionera que me quiere tentar, pensó. No regreses a tu país, quédate conmigo en Madrid. La súplica de Sirenaica, restallaba en su memoria con extraños matices que oscilaban entre la queja y el reproche.

    Tendría que taponarse los oídos con cera y atarse a un mástil si no quería arrojarse a un mar erizado de arrecifes atraído por el canto de aquella mujer tan seductora.

    La conocía de viajes anteriores, se había quedado a dormir en su apartamento más de una noche. Era un poco rara: hablaba con las plantas y solía escudriñar los rincones más oscuros de los jardines nocturnos afirmando ver cosas que los demás no distinguían: duendes, sombras, hadas, apariciones... Ésa era su parte nibelunga, su herencia alemana, país donde había vivido su adolescencia. Su faceta novelera se revelaba cuando le contaba que había sido modelo de Dalí. Lucio no le creía ni media palabra. Seguramente contaba eso para darse caché e impresionarlo intelectualmente.

    También le contó que había modelado para otro pintor. El tipo la desnudaba y la embarraba de colores. Luego la hacía rodar –a veces junto a otras muchachas– sobre un gran lienzo extendido en el suelo. Al final del experimento llamado Body Art, las manchas de sus cuerpos policromados formaban una especie de tachismo erótico. Eso sonaba más verídico, porque revolcándose en las sábanas Sirenaica era una experta.

    Tras encender un cigarro, Lucio siguió andando en busca del mostrador de facturación de su aerolínea. Mientras tanto, el del Verde Gabán reanudó su seguimiento, a distancia prudencial. Pisó un chicle y luego pasó por encima del papel que se había deslizado del bolsillo del pintor. Sin darse cuenta, ahora el calvo llevaba pegado en la suela del zapato aquel papel garabateado.

    La sala de espera era un hormiguero. Lucio avanzó hasta encontrar una hilera de butacas con algunos asientos vacíos. Se dejó caer en la silla de plástico suspirando aliviado. Se quitó la bufanda que lo estrangulaba y acomodó las valijas a su alrededor, casi abarcándolas con los brazos, como gallina empollando huevos.

    Temía que le robaran algo. Esa obsesión era Made in Cuba. Últimamente en su isla proliferaban los rateros, pero, pensándolo bien... ¿quién carajo iba robarse sus baratijas en Barajas? ¿Quién iba a fijarse en sus ajadas maletas checoslovacas? Cualquier ladrón madrileño buscaría equipajes de lujo, de marcas como Samsonite, Delsey o Vuitton.

    Aunque no llevaba más que fruslerías, aquella fobia no lo abandonaba, porque para Lucio Gaitán el contenido de sus maletas equivalía al tesoro de Alí Babá y los cuarenta ladrones. En su remota ínsula Barataria, cualquier baratija equivalía a una fortuna. Allí donde todo escaseaba hacía más de veinte años, un perfume barato o un jabón eran poco menos que alhajas.

    En Cuba el gobierno lo había racionado todo. A través de la libreta de abastecimiento, la gente recibía lo indispensable con cuentagotas: desde el arroz y la leche condensada hasta los calzoncillos y los fósforos.

    Repasó mentalmente lo que cargaba en sus maletas. Aparte de su ropa de diario, llevaba veinte jaboncitos sustraídos en aviones y en hoteles, un spray de espuma de afeitar, una caja de talco Maja, zapatos para las mujeres de su familia, tenis infantiles, un pantalón de vaquero, un par de camisas de mangas cortas...

    ¿Qué más... qué más?

    Un cortauñas, navajitas de afeitar Gillette, tres tubos de pasta dental Colgate, calcetines, calzoncillos y blúmers.

    ¿Olvidaba algo?

    Sí, dos botellitas de after shave Brut, pinceles, tubos de pintura acrílica, de óleo y plumones de fieltro. Un par de pestañas postizas (para una vecina), dos esponjas lustradoras de zapatos, revistas de arte y catálogos de museos, un vestido de tirantes con vuelos (para la novia de turno), un marcador fluorescente, láminas tipográficas transparentes o letrasets, dos pares de chancletas de goma de meter el dedo, agujas, un dedal, un par de medias de nylon, una blusa de encaje, una barra de chocolate Toblerone, un impermeable con capucha para su papá (hijo, en mí no gastes, yo me conformo con una bolsa de polietileno, de ésas que usan allá afuera para la basura, con eso y una tijera yo mismo me hago el sobretodo).

    A diferencia del resto de su familia, el viejo nunca le pedía nada cuando él salía de viaje, así que le compró una impecable gabardina a lo Humphrey Bogart.

    ¿Algo más?

    Tres desodorantes, cuatro champús, bastoncillos de algodón para las orejas (también para su padre), curitas, Alka-Seltzer, sal de uvas Picot, Vick VapoRub, dos botellitas de Listerine, vitaminas, parches para callos Dr. Scholl’s (para su abuela, quien en otro viaje le había pedido una lata de chorizos, pero por razones fitosanitarias se la habían confiscado en el aeropuerto habanero).

    Hacía dos décadas que aquella asturiana no se comía un chorizo, ni una fabada, como Dios manda.

    ¿Qué más llevaba?

    Fosforeras y bolígrafos Bic (para amigos y vecinos), un spray de insecticida (frente a su casa crecía un placer enyerbado que se encharcaba con los aguaceros despidiendo vaharadas de mosquitos, y el cantante frustrado que vivía en los bajos de su cuchitril tenía cinco perros, cuyas cagadas generaban un mosquerío infernal).

    Nada de lo contenido en aquellas maletas se veía en Cuba desde hacía más de cuatro lustros y cuando, por casualidad, alguno de esos artículos aparecía en las tiendas, enseguida se armaban kilométricas colas entre altercados y rebatiñas con agresiones verbales y aun físicas.

    Estaba feliz con su cargamento, y eso que en su inventario mental faltaban los libros, que era lo que más espacio ocupaba. Esa librería portátil iba en su bolsa de mano tipo salchicha, la que cargaba en bandolera como un náufrago con el ancla al cuello, a punto de romperle la clavícula, obligándolo a caminar escorado.

    ¡Los libros pesaban más que el carajo! La cultura es una pesadez, sonrió. En ese momento el del Verde Gabán notó que arrastraba algo al caminar. Con la destreza de un milonguero de salón, ejecutó con sus pies un movimiento de tijera y se quitó el papel garrapateado que llevaba en la suela chiclosa del zapato.

    Siguió abriéndose paso entre el gentío hasta sentarse a diez butacas de distancia de Lucio Gaitán, desde donde se dedicó a observarlo con una sonrisa casi imperceptible bailándole en el rostro.

    Recostado en el asiento de plástico, el pintor se relajó. Temía quedarse dormido y perder el vuelo aunque, en el fondo, seguía preocupándole que le robaran las maletas. Por si las moscas, cuando se repantigó, extendió las piernas por encima de sus bultos.

    No podía evitar ese reflejo condicionado. Formaba ya una segunda naturaleza, la secuela de haber vivido más de dos décadas en la sociedad del Hombre Nuevo, en aquel Socialismo que para sus adentros él denominaba Zoocialismo.

    La mutación silábica de So por Zoo era algo más que una broma fonética o un calambur traído por los pelos, pues en verdad no existe nada más parecido a un país socialista que un parque zoológico.

    Por escasa y mala que allí sea la comida, los animales siempre reciben su ración diaria, repartida a partes iguales. A diferencia de la selva –donde cada quien se busca el sustento por su cuenta y riesgo–, en el Zoo eso estaba garantizado sin que nadie tuviera que hacer grandes esfuerzos para conseguir un mínimo de alimentación. Con los precios de los víveres subvencionados por el gobierno, allí nunca faltaba el pienso.

    Pienso, luego existo, parecían berrear todos a coro.

    Por supuesto, tampoco se descuidaba la atención veterinaria. Por si fuera poco, alrededor de las rejas se multiplicaban las aulas donde domadores y cuidadores impartían educación gratuita a los cachorros instruyéndolos en las genuflexiones de la obsecuencia. A nadie le faltaba un techo, aunque en rigor esas cuatro paredes se estuvieran cayendo a pedazos y no fueran más que un cubil.

    Obviamente la antítesis del Zoo era la selva, es decir, el capitalismo. De ahí que los zoólogos más ilustres siempre comparasen las democracias occidentales con la barbarie, refiriéndose al capitalismo salvaje como algo muy nocivo, de lo cual había que huir como de la peste. No en vano proclamaban que Nueva York era una jungla de asfalto, al igual que todas las sociedades burguesas, donde impera la ley del más fuerte y el hombre es el lobo del hombre.

    Todas las metáforas, analogías y correspondencias coincidían plenamente. Si el capitalismo era la selva, entonces Cuba no podía ser sino un Zoo.

    De ahí que el pintor hubiera concebido una serie litográfica titulada Zoocialismo: una colección de retratos de humanoides enjaulados, zoomórficamente hibridados. Un personaje tendría nariz de pájaro, aquel otro, mirada bovina; aquí, una mujer de cara caballuna, allá, un niño con ojos de batracio; más allá, un anciano con trompa de elefante, después, una embarazada con mirada de reptil... y así sucesivamente.

    Aquel homenaje a las transfiguraciones animalescas de Le Brun, ese guiño a los zoomorfismos de Grandville, siempre quedaba inconcluso, pendiente y frustrado. Su refinado instinto –casi un sexto sentido felino– le decía que semejante despliegue de imaginación fáunica no sería bien acogido por un gobierno tan puntilloso, irascible y sin ningún sentido del humor.

    Ya desde el título, el mensaje resultaría demasiado evidente. La censura se ensañaría en ese proyecto de arte animalista. No encontraría en todo el país ninguna galería que colgara aquellos grabados, pues todas –al igual que los museos– eran propiedad del Estado. Ningún crítico oficialista se atrevería a comentar semejante bestiario. Otras obras suyas –mucho menos audaces– ya habían sido prohibidas años atrás.

    ¿Para qué perder el tiempo trabajando en su Zoocialismo si finalmente tendría que borrar las piedras y arrumbar las láminas en un rincón de su estudio para pasto de telarañas?

    Aparte de la falta de tiempo, ésta era otra de las razones por las que hacía mucho que no pintaba.

    II

    BARAJANDO EN BARAJAS

    El pintor Lucio Gaitán barajaba opciones en Barajas. ¿Por fin, qué iba a hacer? ¿Regresaba a La Habana fingiéndose feliz, o se quedaba definitivamente en la deslumbrante jungla europea?

    Su isla natal era el zoológico perfecto. Rodeada de agua, allí cualquier fuga resultaba temeraria, por no decir imposible. Gracias al mar, las autoridades se ahorraban gastos en rejas, cerrojos, alambradas, empalizadas, ladrillos, cemento y muros.

    Resignados a no poder escapar, los animales habían desarrollado intuitivamente una terapia eficaz contra la depresión: aparentar alegría de vivir. Cosa muy fácil, dado el carácter expansivo de los insulares, de suyo tan risueños y parranderos, a lo cual había que sumar la música alegre y bullanguera, el ron, la belleza de sus mujeres y los paisajes de un verde vicioso contra un telón de fondo azul marino.

    Esa exuberante escenografía ocultaba los ríspidos contornos de aquel recinto tapiado. Detrás de tanto simulacro, las rejas intangibles que ceñían la isla se tornaban todavía más invisibles.

    Comparado con otros Zoos de Europa Oriental, el cubano podía parecer casi celestial. En la URSS o en Checoslovaquia, en Polonia o en la RDA, el frío implacable y la grisura de los edificios –todos idénticos cual conejeras– se enseñoreaban del paisaje y de la vida cotidiana.

    En aquellos países sin sol las mujeres no mostraban ni un centímetro de carne de tan abrigadas que salían a la calle, las canciones eran más bien lamentos, como Ojos negros o Noches de Moscú; el Realismo Socialista había mutilado la imaginación de los artistas invadiendo con su tedio programado lienzos, paredes, pantallas, galerías, afiches, museos y bibliotecas.

    En contraste con eso, Cuba aparecía como un Edén de rumbera animalidad, sobre todo para un observador poco atento, o demasiado comprometido con la proletarización de las especies.

    Los espejismos se incrementaban tomando en cuenta que los dirigentes de Europa Oriental eran unos ancianos enfundados en trajes fúnebres, con ridículos sombreros, cuyas voces cascadas no estremecían a nadie mientras que los administradores del Zoo caribeño todavía eran relativamente jóvenes. Sus mesiánicas barbas y las épicas melenas de los albores revolucionarios, así como sus discursos incendiarios, seguían transmitiendo cierto grado de virulencia y lozanía.

    De ahí que no pocos idealistas de allende los mares, al comparar la isla con la Meca del Comunismo, creyeran que Cuba representaba la gran esperanza de la segunda mitad del siglo XX, la tercera vía hacia un Socialismo con rostro humano, o lo que es igual: un zoológico humanizado.

    Sin embargo, la realidad de intramuros era bien distinta. Los animales allí confinados difícilmente podían relacionarse con extranjeros, de modo que resultaba casi imposible establecer comparaciones con otras naciones o formas de sociedad.

    En la isla no entraban señales de radio, ni de televisión foráneas, tampoco se leía la prensa extranjera. Los pocos turistas que llegaban eran tan políticamente ingenuos, o tan militantes, que resultaba peligroso hablar con ellos. Las películas de afuera que se estrenaban, así como los escritores de ultramar publicados, eran previamente tamizados por el escrupuloso filtro de una Comisión de Censores.

    Así las cosas, la única verdad revelada era la que transmitían incesantemente los medios de comunicación, todos en poder del Estado.

    Para colmo, aquella pobre ínsula no le importaba a nadie. Ni la OEA, ni la ONU, ni Europa Occidental, ni Estados Unidos, ni siquiera al Vaticano, estaban interesados en la suerte de la fauna tropical.

    Aparte de desconcertante, tanta indiferencia internacional, olía a complicidad.

    Casi todos los gobiernos del mundo mantenían relaciones con el Director del Zoo, acaso por considerarlo un personaje pintoresco. En consecuencia, Él hacía y deshacía a su antojo en un archipiélago que consideraba su finca, su feudo, su criadero de raros especímenes.

    Cuba había sido dejada de la mano de Dios.

    En respuesta, los animales enclaustrados optaban por la simulación, hundiéndose en el desaliento. La mayoría no pensaba en evadirse, entre otras razones, porque en el Zoo tenían asegurado un mínimo de condumio, veterinarios que los curaban, domadores prestos a educarlos y un techo siempre a punto de derrumbarse.

    Como en todo, había excepciones. Algunos animales recorrían sus jaulas desesperados, yendo de aquí para allá hasta volverse locos; otros sufrían claustrofobia o estrés. De pronto, un elefante rompía la cadena y escapaba trompeteando, arrollándolo todo a su paso, los monos chillaban y saltaban; leones, tigres y panteras mordían los barrotes; algunas aves salían tan impetuosamente de sus pajareras que se estrangulaban en las horquetas de los árboles donde sus esqueletos colgaban durante años, como fétidas frutas salobres. Buscando más espacio –o un suicidio colectivo– no pocos peces saltaban fuera del acuario estrellándose contra los arrecifes.

    El pintor Lucio Gaitán era un animal criado en cautiverio autorizado a visitar fugazmente la selva de vez en cuando. Ardía en deseos de quedarse allí para siempre aunque, al mismo tiempo, tanta espesura le inspiraba no poco miedo.

    ¿Podría un animal cautivo, como él, aventurarse en aquellos territorios indómitos sin sufrir daños y contratiempos? La jungla capitalista era muy peligrosa, según el disco rayado que le habían inculcado desde cachorro.

    Otro disco rayado –la letra de La Internacional– prometía que la tierra será el paraíso de toda la humanidad, de donde se deducía que la selva era el infierno.

    Como es natural en cualquier niño, al principio Lucio creyó esas fábulas a pie juntillas. Sin embargo, poco a poco empezó a descubrir en todo aquello dobleces, incongruencias, exageraciones, verdades a medias y hasta mentiras contra las que no se atrevía a pronunciarse por temor a represalias.

    Le tenía miedo al zoológico, pero también a la selva. Los tigres que nacen y se crían privados de libertad, jamás aprenden a cazar, pues sus músculos, después de tanto encierro, han perdido elasticidad. Si un día los sueltan en la jungla, lo más probable es que perezcan de hambre o devorados por predadores más poderosos.

    Con todo y eso, Lucio intuía que tarde o temprano tendría que fugarse de la asfixiante reserva de indígenas donde había nacido. Por eso, en sus breves exploraciones selváticas, trataba de aprender algunas de las destrezas que permiten subsistir en el capitalismo amazónico.

    Ahora mismo, mientras esperaba su vuelo en Barajas, hacía un balance sopesando los pros y los contras de una sociedad comparada con la otra. Por supuesto que encontraba algunas ventajas y hasta virtudes en el Zoocialismo. Pero con más de treinta años en las costillas, Lucio estaba cansado de tanta beneficencia gubernamental.

    Todo lo gratuito en su isla, lejos de constituir mejorías, más bien le parecían rémoras, trampas, obstáculos. ¿Qué beneficio podía él obtener de una educación que era gratis, pero a la vez doctrinaria y mediocre? Desde hacía mucho tiempo él estudiaba como autodidacta, tenía una biblioteca de dos mil volúmenes, así que no necesitaba esa dádiva estatal. ¿Para qué quería servicios médicos gratuitos, si gozaba de una salud de hierro? Mientras fuera joven, tampoco le hacía falta esa limosna.

    Aquel pintor era un león en potencia, dispuesto a salir a comerse el mundo, una fuerza de la naturaleza a punto de escapar de su encierro hacia los sobresaltos de una jungla tan tentadora como azarosa.

    El pacto entre el gobierno y los zoodadanos consistía en que aquél ofrecía altas cuotas de seguridad a cambio de que éstos entregaran sus libertades individuales. La dirección del Zoo repartía seguridad a manos llenas. El empleo era fijo aunque estuviera pésimamente remunerado, la instrucción catequizante también estaba garantizada; la atención médica era puntual, sin embargo había que esperar pacientemente turno para entrar en un quirófano y hacer colas para conseguir analgésicos o un frasquito de penicilina en farmacias casi siempre vacías, donde lo único que había en abundancia eran condones chinos que la gente usaba, teñidos de colores, como globos en fiestas infantiles.

    Pero lo que más generosamente distribuía el gobierno era Seguridad del Estado, o sea mucha policía secreta, sin contar que también vecinos y familiares se vigilaban mutuamente, delatándose entre sí. El elefante no dejaba de espiar al tigre de la jaula de enfrente. A su vez, el tigre no perdía de vista al gorila de al lado, y así sucesivamente hasta que todo animal devenía guardián del otro. De resultas, todos desconfiando y observándose recíprocamente, garantizaban la paz social en el Zoo, que es lo más parecido a la paz de los zoopulcros.

    Si alguien no estaba de acuerdo con estas reglas del juego, tenía tres caminos: la cárcel, el cementerio o el exilio. En esas circunstancias –y como nadie quería caer en desgracia–, casi todos bajaban la cabeza, asentían obsequiosamente y levantando el puño marchaban coreando consignas hasta la plaza central, donde el dueño del Zoo solía perorar infinitamente bajo el sol.

    Y a todas estas, ¿qué papel jugaba Lucio Gaitán entre tantos sinsabores y calamidades? Obviamente era un animal amaestrado, pero por tratarse de un bicho raro –un artista– era de lujo y resultaba exportable. Al menos en teoría, sus viajes a la selva caían bajo la clasificación de actividades culturales.

    Lucio formaba parte de esas delegaciones culturales que eventualmente salían de gira al exterior. Estos grupos selectos de la aristocracia animal visitaban otros Zoocialismos (como el soviético, el búlgaro o el rumano), o bien se internaban en las frondosidades del capitalismo (excluyendo Estados Unidos de Norteamérica).

    Estos últimos desplazamientos a tierras de Jauja eran los más emocionantes, codiciados y reñidos. El gobierno no autorizaba esas expediciones a la selva por afán de altruismo, sino con un doble propósito: promocionar su imagen en el exterior y demostrar a los críticos del sistema que en Cuba los animales podían viajar y, por tanto, eran libres.

    Lo ideal –rumiaba Lucio arrellanado en Barajas– sería poder vivir seis meses en la rutilante selva capitalista y otro medio año en las jaulas flotantes del Zoo. Así podría disfrutar los beneficios de una sociedad complementándolos con las bondades de la otra, aprovechándose de ambas, sin padecer en exceso los rigores de ninguna de las dos.

    Pero tal sueño era imposible. Aquellos viajes duraban entre quince días y un mes. No obstante, las rebatiñas por participar en tan efímeros desplazamientos se multiplicaban en el mundillo dizque cultural. Por doquier florecían las intrigas, rivalidades, chismes, maledicencias, rencores. Como es lógico, los excluidos de esta selección natural se entregaban a las

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