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Los ojos de Galdós
Los ojos de Galdós
Los ojos de Galdós
Libro electrónico600 páginas8 horas

Los ojos de Galdós

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La novela histórica de Galdós.

Pobre, enfermo y casi ciego. Así vivió sus últimos años Benito Pérez Galdós, el genio que llenó de gloria la literatura de su tiempo. Pese a todo, no le faltó el cariño de sus amigos, familia y ciudadanos. Y, cuando sus ojos necesitaron ampararse en otros más jóvenes para continuar su labor literaria y, así, subsistir, ella, Carmela Cid, estará a su lado. Ella será sus ojos. Y también su voz. Junto a él recorrerá los escenarios de su vida, desde que llegara a Madrid, como estudiante de Derecho, hasta convertirse en un periodista de peso y un escritor consagrado. Y, a su vez, descubrirá el carácter benevolente y seductor de un hombre a la par inteligente y humilde del que se enamoraron muchas de las más ilustres mujeres de su tiempo, entre ellas, por ejemplo, Emilia Pardo Bazán.
Pensada por y para Galdós, con un estilo delicado y una prosa fluida, en la línea de sus novelas anteriores, Carolina Molina nos ofrece un retrato entrañable y desconocido del escritor que mejor supo reflejar la España del siglo XIX. Un relato, sin duda, inolvidable.
Puedes seguir la pista de los eventos con Carolina Molina en nuestro apartado de noticias o en la ficha del libro.
El 2020 es el año del centenario de la muerte de Galdós, el Año Galdosiano, y esta novela histórica es todo un homenaje no sólo al gran escritor que fue sino a la persona que fue.
IdiomaEspañol
EditorialEDHASA
Fecha de lanzamiento20 may 2020
ISBN9788435047432
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    Los ojos de Galdós - Carolina Molina

    PRIMERA PARTE

    CAPÍTULO 1

    DE CÓMO TRES MUJERES SOLAS SOBREVIVIERON AL MADRID DE PRINCIPIOS DEL SIGLO XX

    Con ayuda de Galdós y de un inteligente abogado defensor, el juez dejó libre a mi padre sin haber encontrado pruebas suficientes para inculparlo. Con todo, le acusó de desacato y tuvo que pagar una multa por haber interrumpido con insolencia, varias veces, a lo largo del juicio.

    Así era mi padre, o se le odiaba o se le quería. Yo, por descontado, lo adoraba, siendo los días siguientes de hacerse efectiva su liberad los más felices de mi vida.

    También entró en ella, quiero decir, en nuestra vida, la que fuera la tercera esposa de mi padre, Delmira de Oneta, una asturiana de armas tomar que le aplacó el carácter y, si no hubiera sido por el fallecimiento de mi padre, todos hubiéramos continuado en Granada conviviendo como una familia normal, al menos, durante algunos meses, porque Galdós me proporcionó diversas cartas que me sirvieron para iniciar una amistad con Emilia Pardo Bazán y, como es lógico, me sentía seducida por establecerme en la capital. Así pude disfrutar de pequeñas temporadas en Madrid conociendo a escritores y haciéndome un hueco en el mundillo literario.

    Simplemente, ocurrió después que no me dio tiempo a aprovechar tanta dicha, sobreviniéndonos la muerte de mi padre, que supuso un hachazo traicionero que partió en dos nuestro destino. Él siempre había sido el contenedor y el sustento de toda la familia y ahora nos dejaba huérfanos, no solo a sus hijos, también a su esposa, a su hermana y cuñado o a sus fieles sirvientes, entre los que se encontraba Rosita, quien era algo así como una abuela para todos y cuidaba de nosotros con su peculiar cariño.

    Por eso tuve que reprimir mi vocación incipiente, olvidar mis cuentos a punto de publicarse en alguna revista, mis invitaciones a tertulias y mi amistad con esas mujeres luchadoras que demandaban tantos cambios sociales a los que no podría sumarme, pues mi familia, o lo que quedaba de ella, me reclamaba.

    Se repartió la herencia y de las dos casas que teníamos por entonces, la de Granada y la de Madrid. Yo me quedé con el caserón de los Cid en el paseo de los Tristes, frente a la Alhambra, la que fuera el refugio de mi padre, de los Cid rebeldes y luchadores, pues sus batallas habían sido muchas a favor de levantar esta ciudad andaluza moribunda en otra, si acaso aletargada, pero sabedora de tener un destino mucho más feliz.

    Mi hermano Lolo heredó la casa de Madrid en el salón del Prado, que se compró gracias a la venta de otra más antigua de unos tíos abuelos situada cerca de la Fábrica de Tabacos.

    Al comenzar el siglo, justo cuando mi padre murió, mi hermano acababa de casarse con Florinda, a la que todos llamábamos Flor, y de ampliar la familia con un parto doble, los que serían mis sobrinos Rodrigo y Jimena. Viendo que nuestra familia se desintegraba y mi padre, que la mantenía, ya no estaba, decidieron marchar a París. Florinda, que era pianista, podría mantener a la familia con el fruto de algunos conciertos y clases de piano. Así me abandonaron mis únicos familiares directos, dejándome con Delmira en el caserón granadino, y se hizo este hogar, que antes era la delicia de mis juegos infantiles, un castillo inexpugnable.

    Entonces decidí trasladarme a Madrid a cuidarles la casa del salón del Prado a mis hermanos, aunque tal no fuera más que una excusa por querer recuperar el tiempo perdido en esas tertulias literarias y disfrutar del nuevo Madrid, ciudad que se me suponía el paraíso para una mujer con inquietudes.

    No tuve ninguna duda, tapamos los muebles del caserón granadino, cerramos sus amplias habitaciones, cegamos sus ventanales hacia la Alhambra y nos vinimos a la capital de España, lo que para una muchacha de provincias resultaba ser un paso arriesgado y decisivo en su vida.

    Todos me tachaban de loca. «¿Qué van a hacer tres mujeres solas en una gran ciudad?», se preguntaban. «No resistiréis ni un solo verano». ¿Y qué decir de los peligros? Era de todos sabido que a las mujeres las atacaban por las Vistillas o les robaban en sus propios portales, Madrid era la vorágine, la jungla poco más, y ninguna mujer, sexo débil al fin, sería capaz de vivir sola sin un hombre que pudiera velar por su reputación.

    Convencí a Delmira, la viuda de mi padre, y Rosita, nuestra ama de llaves, para trasladarnos a Madrid de forma indefinida y no se amilanaron. «¿Sin hombres?», decían, «¿y qué?».

    Allí nos fuimos, asaltamos la casa del salón del Prado, a la que llamamos desde entonces La Granadilla, y la pusimos patas arriba, limpiando hasta su último rincón y redecorando, con medios más que modestos, todas sus habitaciones.

    Tampoco dejamos descuidado su gran jardín. En él pasé los mejores momentos. Sobre una mesa de mimbre, recuerdo de algún viaje hecho a La Habana dejado por un anterior propietario en el desván, escribí mis primeros artículos para los periódicos y luego, cuando el tiempo lo permitía, los cuentos que me pagaban bien y de los cuales nos sustentamos durante algún tiempo y que firmaba con el nombre de Darío Alcázar.

    * * *

    Se acercaba el verano de 1900 y Madrid no era tan templado como recordaba. En Granada, aun siendo ciudad del sur, corría un aire sano, serrano y alhambreño, al que todo granadino acude por las noches. Nuestra casa, situada cerca del Darro, tenía, además, algo de humedad que refrescaba el ambiente, pero en Madrid las tardes y luego las noches se hacían algo incómodas. Con todo, los climas de ambas ciudades eran bastante parecidos siendo de interior y así intentábamos combatirlo en la frescura del jardín o paseando por el Retiro, que teníamos relativamente cerca.

    Aquellas primeras semanas fueron desmoralizantes. Nos atormentaba el gasto excesivo de la mudanza, pues la casa estaba en peores condiciones de las que recordaba. Delmira y yo empleamos casi todos nuestros ahorros disponiendo de dos míseras rentas anuales que deberíamos dosificar con tiento. Y además nos asustaba la falta de visitas con el verano a punto de empezar, las familias que conocíamos preparaban ya sus viajes a las playas o a las casitas de veraneo. Nadie se había dado cuenta de que estábamos instaladas en Madrid y anhelábamos una vida social.

    –Rosita..., ¿seguimos sin recibir tarjetas de visita?

    Lo preguntaba ocultando prudentemente mi ansiedad.

    –No, señorita. Nadie se acercó ni llamó a la puerta a entregar su tarjeta. Claro que en esta casa es más difícil vigilar la puerta, como hay que atravesar el jardín...

    Suspiraba. Qué desastre, me decía. Más de una vez me lamentaba de haber tomado la decisión de venir a Madrid.

    –Es pronto... Llegarán.

    Entonces, Delmira, tan pragmática, añadía:

    –Si la montaña no viene..., habremos de ir a la montaña. ¿Qué tal una tarde de escritura de cartas?

    Yo asentía. La idea era buena, pero me horrorizaba vernos de pronto asaltadas por visitantes a los que no podría agasajar ni siquiera con un licor.

    –Hasta que no cobremos el próximo mes, mejor no dar oportunidad a que vengan demasiados. Pero alguna carta sí habré de escribir. Por lo menos a mi amiga Lisita, que se alegrará de saber que ya estoy instalada.

    –Hazlo, querida, hazlo. Luego iremos a pasear al Retiro.

    Aquella carta fue difícil de escribir. La rompí varias veces y eso que lamentaba gastar papel con lo caro que estaba. No sabía bien cómo enfocar el asunto. ¿Con el anuncio de mi llegada bastaría? «Querida Lisita: Te escribo para comunicarte que ya estoy instalada en Madrid» o, mejor aún, ¿por qué no poner algo de sentimiento? «Querida Lisita: ¡Cuántas ganas tengo de volverte a ver! Y ahora resulta que ya es posible, puesto que estoy instalada en Madrid».

    Ay, qué conflicto. Ambas me parecían igual de insulsas, pero tras una tarde de inquietud finalmente le escribí:

    «Querida Lisita: Te escribo para comunicarte que ya estoy instalada en Madrid. ¡Cuántas ganas tengo de volverte a ver! ¿Crees que podrías venir a visitarme en breve? Ardo en deseos de que me pongas al corriente de todo lo acontecido en la capital en estos últimos meses. Tu amiga, Carmela».

    Sí, mucho mejor. Lisita era más bien... cotilla, todos los encuentros en donde poder hacer mención de las novedades de Madrid le entusiasmaban. No tardaría en recibir respuesta. Habría de prepararme, tener pastas recién compradas. Rasqué dentro de mi bolsito de terciopelo y rescaté unas monedas, que le di a Rosita.

    –Anda, ve a Casa Mira. Pero que te las den contadas.

    La pobre mujer me miró algo desconcertada.

    –Pero, señorita..., hay una buena tirada hasta la Carrera de San Jerónimo. Yo, por lo menos, no tengo piernas... ¿Puedo tomar un coche?

    –¡Para coches estamos! –exclamé, muy poco sensible.

    Me levanté algo enfadada, pues habiendo tomado la determinación de invitar a Lisita lo mejor era ser previsora. Suspiré y contesté:

    –Iré yo, Rosita, no te apures. Tengo mejores piernas y no me vendrá mal pasear un poco.

    La pobre criada asintió con la cabeza, con cierto reconcome, como ella decía, pero se fue a las cocinas y no replicó.

    Mientras me ponía el sombrero para salir, algo embarulló la casa. En la zona donde estábamos pocos sonidos nos asaltaban, salvo los de los mirlos por las mañanas, así que muy pronto captó nuestra atención el runrún de unas ruedas de coche que pararon en la misma puerta del jardín. Oímos un «sooo» largo del cochero y Rosita volvió volá, gritando:

    –¡Señorita, señorita..., que tenemos visita! Por ahí sale un señor muy alto con bastón. ¡Que viene, que viene!

    Yo la calmé, aunque sintiendo el corazón palpitándome en el pecho. Delmira, más decidida y controlada, se acercó a la puerta para recibir al visitante.

    Sonó la aldaba, Rosita se santiguó como si con ello quisiera impregnar al momento un poco de la fortuna que nos estaba faltando en los últimos meses. Abrió la puerta y allí estaba él.

    Era Galdós.

    * * *

    Lo hicimos pasar. Rosita le recogió el sombrero, pero se quedó con el bastón. Le invité a sentarse en nuestra mejor sala, que en otros tiempos sería fría como el interior de un castillo, pero ahora nos refrescaba los días tórridos. Delmira nos dejó solos. Sabía que era un momento mío y lo entendió.

    Miré a Galdós prudentemente, pues hacía tiempo que no nos veíamos. Desde que viniera a pedirle ayuda para mi padre nos habíamos carteado, pero no coincidimos en ningún acto a pesar de que me diera varias cartas de recomendación para presentarme a sus amigos más queridos, entre ellos la Pardo Bazán, como ya dije.

    –Supe de su llegada por Emilia, que le ha tomado mucho afecto. –Se refería a la Pardo, naturalmente–. Y como estoy ya en puertas de viajar a Santander para todo el verano he convenido venir a verla y dedicarle toda la tarde. ¿Le parece bien?

    Mis ojos debieron reflejar mi primer atolondramiento, dado que no teníamos nada para ofrecerle, ni siquiera las dichosas pastas de Casa Mira.

    –Eso es..., como se dice por estos lares..., ¡superior! Su compañía es siempre un placer, ya lo sabe. Y bien que me vendrá para que me ayude a decidir qué puede hacer una mujer como yo para darle utilidad a su vida en una gran ciudad.

    Benito sonrió y me miró con picardía.

    –No me parece que se esté cuestionando qué labores femeninas o a qué casas de caridad debe acudir para ofrecer sus servicios... Usted me está preguntando cómo puede ganarse la vida. ¿Me equivoco?

    Suspiré.

    –No, no se equivoca. Quisiera trabajar y a ser posible escribiendo.

    Galdós rio, y eso que no acostumbraba a hacerlo abiertamente.

    –¿Quiere usted escribir? Eso es fácil. ¿Quiere usted publicar?... Eso es más complicado. ¿Quiere usted cobrar por ello?... Eso es imposible.

    Mi sorpresa me dejó sin habla.

    –¿La he impresionado? Como supongo que no es mujer de usar las sales, le diré algo más. No es mi deseo desencantarla. Ha elegido usted una digna profesión, pero tan digna es que solo pueden vivir de ella los dioses. ¿Quiere que le cuente cómo fue mi llegada a Madrid? Tendría más o menos su edad, pero ya era un pícaro de treinta. Y con experiencia de haber escrito en diarios de mi tierra y todo, me fue difícil encontrar mi sitio en el periodismo. Lo que escribía para La Nación no me lo pagaron hasta pasados años.

    –Yo pensaba en ir vendiendo algún cuento para salir ade­lante...

    –Ya, cuentos... Quizá dirigiéndose a alguna revista de mujeres... Lo veo difícil, sinceramente. Pero no se apure, le escribiré algunas cartas y le daré referencias.

    Esbocé una sonrisa de agradecimiento.

    –Vamos, vamos, tontina, no se me amilane usted. Que mi visita no sea motivo de tristeza. Usted lo que tiene que conocer es cómo es la vida en este Madrid agotador, que no para desde el amanecer hasta que el sol se acuesta. Aquí hay bulla hasta en las iglesias. Madrid no se para nunca y usted ha de seguirle el ritmo, así que no le vendrá mal que le hable de mi experiencia nada más llegar a la Península. ¿Quiere que lo haga? ¿Puede dedicarme su atención durante algunas horas?

    Me sentí halagada.

    –Por supuesto..., pero quizá le apetezca un té y unas pastas... ¡Rosita, trae las pastas!

    Rosita me miró desconcertada. ¡Pero si no teníamos!

    Don Benito, que era muy agudo en las observaciones, nos vio haciéndonos gestos de disimulo y entonces resolvió:

    –¡Venga, vayamos al Prado a pasear! Que les invito a todas a tomar una horchata.

    Rosita no cabía en sí de gozo. Pasear por el salón del Prado con un señor tan respetable era poco más o menos que alcanzar la gloria.

    Nos pusimos los sombreros, también los ligeros mantones quienes lo creyeron acertado, y salimos a pasear con Pérez Galdós.

    CAPÍTULO 2

    DE CÓMO FUE LA INFANCIA DE PÉREZ GALDÓS Y CÓMO LLEGÓ A LA PENÍNSULA

    –Así que usted quiere que le cuente cómo me fue al llegar a estas tierras, siendo yo un niño canario y bastante mimado, vamos, que estaba siempre entre las faldas de mi madre, de mis hermanas y de mis tías.

    –Solo si usted quiere, don Benito... –manifestaba colgándome de su brazo, que era aún fuerte como el de un muchacho.

    –Pues sea.

    Y así comenzó a contarme, que para mí fue aquello el comienzo de unas memorias que se fueron gestando en cada encuentro y culminaron con las que se publicarían en 1915 en la revista La Esfera.

    Caminábamos por el salón del Prado, abanicándonos, orgullosas de la ilustre compañía, y todos parecían que nos miraban, porque Galdós era una celebridad, incluso entre los que nunca hubieran leído un libro.

    –Usted querrá saber de mí más que yo mismo y eso es imposible, además de inútil, pues, de viejos, ¿quién reconoce en nosotros al niño que fuimos? –comenzó a contar don Benito–. Mi infancia no tiene interés, fui como otro cualquiera, quizá más observador y con más imaginación, pero cometí los mismos errores y lloré tanto o más que la mayoría cuando me regañaban.

    »A la casa de la calle de Cano de esa ciudad isleña de Las Palmas de Gran Canaria, que fue donde nací, llegué un día por la tarde siendo el número diez de mis hermanos. En el seno de esa gran familia, cuyo general eran doña María Dolores y su lugarteniente don Sebastián, mis padres, encontré mucho amor y mucha disciplina.

    »Mi madre, de origen vasco e hija de secretario de la Inquisición, organizaba. De mi padre tengo el recuerdo de sentarme sobre sus rodillas a oír historias de la invasión francesa, que él recordaba a su vez de oírselas a sus padres, y también anécdotas de más allá del mar, de Cuba, a donde fueron a parar alguno de nuestros familiares. Para el que fuera teniente coronel del ejército fui su delicioso juguete, por haber llegado el último y ya en sus años de senectud.

    »Siendo el más pequeño y entre tanto hermano descompensado por una gran influencia de hermanas, mujeres y criadas, me crie con ternuras, sobre todo de mi hermana Carmen, que fue como una segunda madre debido a la diferencia de edad.

    »En el colegio era yo muy tímido. Prefería observar a ser observado. A veces, sin quererlo, era objeto de secreteos al verme encorvado en el pupitre sin saber dónde introducir mis piernas, que eran el doble de largas de las de mis compañeros. Ya desde chico era más alto que los demás y cualquier cosa que sobresalga de lo común, ya lo sabe, Carmela, es disparate y razón para hacer mofa.

    »Intentaba no dar ningún notorio, pasar como sin pena ni gloria y, aun pudiendo sacar sobresalientes, decidí sacar notables y algún aprobado por no dar el cante. Me pasaba las clases haciendo dibujos que terminaron en ser caricaturas y algunas se llegaron a publicar en el periódico de la escuela.

    »Ahora que lo pienso, tenía alguna que otra habilidad. Además de tocar el piano de oído con cierta excelencia, tuve el don de plasmar en papeles todo lo que imaginaba. A veces cogía una tijera y recortaba en un segundo el perfil de mi tío o de la vecina, siendo reconocida de inmediato por cualquiera que tuviera el particular de saber de ella. Otras veces procurándome piedras, palitos y otros cachivaches, recreaba una montaña con su castillo y todo, tal como si fuera el mismo Toledo, mucho antes de que lo admirara y caminara por sus calles.

    »No es de extrañar que de tanto observar y plasmar cosas en los papeles me desviara yo de la abogacía al periodismo y más tarde, a completar historias inspiradas todas en la vida, unas ya pasadas y ciertas y otras transcurridas casi al tiempo, pero todas tomadas de la más pura observación con estos ojos que cada vez me fallan más.

    Nos sentamos en las sillas de uno de los quioscos del Salón. A nuestro alrededor solo había verde, de árboles y flores, y si no hubiera sido por el trotar de algunos cascos de caballería que subían y bajaban por el paseo, me hubiera creído en el propio bosque de la Alhambra.

    Llegó una camarera y pedimos las horchatas. Rosita ya se relamía.

    –A mi madre, doña Dolores –continuaba Galdós recordando –se le metió entre ceja y ceja que estaba enamoriscado de mi prima Sisita. No iba desencaminada, no. Le tenía querencia, ese amor indefinido que se tiene cuando se quiere por primera vez. Y resolvió enviarme a la Península, porque su pequeño, el hijo de sus entrañas, el que sacaba tantos sobresalientes y era la esperanza de la familia, tenía que estudiar Derecho.

    »Por aquel entonces, rara vez se contradecía a una madre y menos aún a una como mamá Dolores. Vamos, que de cabeza vine a la Universidad Central de Madrid, sin que aquello me supusiera un disgusto, pues, por encima de la desazón que me producía estudiar derecho penal y otras lindezas, también me proporcionaba la libertad de estar lejos de mi familia y de la rectitud de mi madre. Así que tomé el Almogávar, un vapor que salía del muelle de san Telmo. Desde allí llegué a Cádiz, de allí a Sevilla y luego a Córdoba.

    –¿Y en qué fecha fue eso, don Benito? –le pregunté.

    Pérez Galdós me miraba, achicando los ojos, y contestaba:

    –En 1862. ¿Sabe usted por qué me acuerdo? Porque estando por Sevilla fui a coincidir con la visita de la reina Isabel II por Andalucía. En esa ciudad habían levantado arcos triunfales, de esos efímeros, como los que seguramente levantarían en su tierra de usted, Granada, cuando la reina se dignó visitarla más tarde. Todo era una gran jácara, todos bebían y bailaban y, claro está, un estudiante cuya jaula había sido abierta habría de aprovecharse. Tanto me aproveché, que llegué tarde a Madrid y el plazo de la inscripción de matrícula para ingresar en la Universidad Central estaba cerrado. Tuve que pedir una ampliación justificando que era un chico de ultramar y perdí tiempo en el traslado. ¡No se puede usted imaginar qué mundo se me abrió en Madrid! Los primeros meses de facultad fueron algo inestables... ¿Cómo conseguir contener mi inquietud sentado en los pupitres de un aula magna?

    Galdós sonreía con picardía.

    –Durante algún tiempo trasladé «mi estudio» de derecho mercantil al café de Naranjeros, ya me entiende. Me pasaba el día en un café cantante que estaba cerca de la plaza de la Cebada. Y no le digo a usted cómo repasaba por entonces el latín, que tanto necesitaba para comprender los latinajos propios de la carrera, porque conseguiría ruborizarla. Perdóneme, pero ¿quién me culparía ahora de hacer uso de la libertad que me habían dado y que luego serviría para ilustrar todas mis novelas?

    –Era usted un pillín, don Benito... –le decía con ánimo de soliviantarle, esperando que con ello se le soltara aún más la lengua–. Y lo peor es que lo sigue siendo.

    –¡Pobre de mí! –exclamaba el escritor–. Comparado con las calaveradas que se hacían por entonces, poco o nada hice que se me pudiera reprochar. Un poco rebeldillo, sí, pero siempre trabajé de sol a sol y con mucha dignidad en todo cuanto hacía.

    »Muy pronto, continuaba recordando Galdós, empecé a escribir en los periódicos. Había dejado el Ómnibus de mi tierra, en donde ya había hecho mis pinitos, convencido de que no volvería a colaborar con ellos, pero fíjese que dio la casualidad de que querían un corresponsal en Madrid y, claro..., ¿quién mejor que yo? Poco después salió a la calle La Nación, un diario que se llamaba a sí mismo progresista y que fundó don Pascual Madoz, el de los diccionarios geográficos y estadísticos y mil cosas más. Se creó en una fecha muy simbólica, un 2 de mayo de 1864, y estuvo en la calle hasta 1872, en permanente gallardía, salvo los periodos de cierre por censura, como era del común para una publicación que se preciara.

    »Me presentaron a Madoz a través de un amigo periodista, y, su redactor jefe, Ricardo Molina, me ofreció (debido a la fama que ya iba procurándome años atrás) colaborar en La Nación escribiendo crítica musical, pues le habían llegado los rumores de que aporreaba el piano y disfrutaba con los clásicos. La redacción del periódico estaba en la calle Fomento, 18; cerca de la plazuela de Santo Domingo. Tenía yo por entonces veintiún años y una vida entera por disfrutar.

    »Luego aquella sección de música se ampliaría a otra dedicada a lo más cotidiano, sobre la actualidad madrileña, y pasé de las reseñas musicales a las teatrales.

    »¡Qué deliciosas tardes y noches me pasé entre bastidores, observando a las coristas y cantantes de ópera o aplaudiendo a los actores! De ahí me viene a mí la afición que siempre sentí por el teatro. Eso aún no lo sabe usted, querida niña, mi faceta de dramaturgo va lenta, no se desarrolla como me gustaría, pero es cuestión de tiempo, ya lo verá. Las novelas me dieron satisfacciones y el dinero para poder comer, pero mis dramas me darán el respeto de todos, estoy convencido.

    Imaginar a Galdós escribiendo algo que no fuera novela me intrigaba. Era cierto que en algunas de sus publicaciones ya había introducido una fusión novedosa entre la narrativa y el drama y en los últimos años tomaba más interés en él la necesidad de dialogar a través de sus personajes. De hecho, ya había escrito alguna obra de teatro, aunque seguía siendo conocido fundamentalmente por su narrativa ágil y descriptiva.

    –Aquella variedad de tipos humanos que observaba en el teatro y en la pensión donde me alojaba, en la calle del Olivo, 9, me dio la experiencia para crear a mis futuros personajes. –comentaba Galdós muy pensativo–. Me creía un dios subido a la mismísima torre de la iglesia de Santa Cruz, que dicen que es la más alta de Madrid, desde donde poder curiosear las vidas de todos los que bajo ella transitaban las calles, gentes humildes, castañeras o mozos de cordeles, horteras escondidos en sus covachuelas esperando la visita de la dama encopetada que fuera a dejarse sus reales en algún paño para su polisón.

    »Todo lo que recogían mis ojos eran tesoros literarios, anécdotas que poder usar o analizar. Y, llegado el caso, si ese día me sentía más dios que otras veces, me inspiraba el poder dislocar la realidad hasta convertirla en algo grotesco y, por lo tanto, susceptible de ser criticado.

    »No era baladí lo que tenía entre manos. No iba a hacer crónicas de Madrid a mis paisanos canarios, no, iba a escribir de Madrid a los madrileños y eso exigía conocerlos bien. Tanto me esforcé que me hice madrileño en un periquete. Si no hubiera sido por mi acento, que en todo se me conocía que era isleño, habría pasado por un hijo de Lavapiés.

    »Lo peor era lo evidente. No me pagaron ni un real. Y es que uno no se convierte en escritor profesional hasta no aceptar las miserias del periodismo o de la literatura, porque lo de digerir manjares ningún escritor lo puede hacer, aunque tragaderas tenemos muy grandes para aceptar trabajar sin que nos paguen.

    –¿Quiere usted decir, don Benito, que no le pagaron sus muchos artículos? Pero si con ellos reunidos podría haber publicado el libro más largo jamás escrito...

    Galdós reía mientras fumaba su cigarro.

    –Escribí más de ciento treinta artículos. Los primeros fueron gratis, después algo me pagaron, aunque no debió ser mucho porque no lo recuerdo. El último lo escribí en el año de la revolución, en el 68.

    Ya nos habíamos levantado de los asientos, tras bebernos los líquidos lechosos que nos habían servido en copas altas y con forma de flor. Volvimos a tomarnos del brazo.

    –Verá, querida niña. Llevo escribiendo desde los veintiún años. Tengo las manos callosas de coger la pluma y los ojos gastados de leer las dichosas galeradas. Muchos se han enriquecido a mi costa, pero mis bolsillos están vacíos. Cierto es que he dilapidado algunos pequeños ahorros con personas a las que amé o creí amar, pero... aún no he conocido al escritor que se haya hecho rico escribiendo en este país.

    Debió ver mi cara compungida, pues me desanimaba. Mi intención era sobrevivir colaborando en alguna publicación.

    –Sé que será difícil. Pero me impulsan dos cosas, don Benito. Una, la necesidad de dinero; la otra, una vocación insana que llevo dentro desde niña. Soy feliz escribiendo. No he conseguido nada que me haga tan feliz que garabatear en un papel historias que me vienen a la cabeza. Sé que hay mujeres que lo han conseguido. Doña Emilia Pardo Bazán, mismamente. Y otras como...

    –Lo sé, lo sé. Hace unos años, la reciente esposa de don Ramón Menéndez Pidal obtuvo la licenciatura en Filosofía y Letras. Fíjese usted, la primera mujer en convertirse en licenciada universitaria. Como ve, querida niña, las cosas están cambiando, pero tenga en cuenta que si a un hombre se le exige un diez en esto del periodismo, a las mujeres se les exigirá un treinta. Y, eso es lo que ha de preguntarse usted..., ¿está realmente preparada para luchar contra la injusticia y el insulto?

    Las lágrimas iban a saltarme a los ojos y aquello me agobió, sobre todo, por no dar la imagen de una niña indecisa y débil.

    –Yo solo quiero trabajar como un hombre y ganarme la vida como un hombre, de forma digna y de acuerdo a lo que soy capaz de hacer intelectualmente. Ni más ni menos.

    Don Benito cabeceaba sofocando una carcajada.

    –¡Pero eso que acaba de decir usted es la piedra angular del sufragismo! Que no la oigan decir tamaña idea que la meterán en la cárcel. –Galdós me guiñó un ojo–. Qué chiquilla, usted me ha salido una Juana de Arco, o, mejor aún, una Manuela Malasaña, que era madrileña.

    Me puse como la grana. ¿Yo, sufragista? En ese tiempo me sonaba a bandolera o a agitadora de masas. Nada más lejano de mis propósitos.

    –Vamos, vamos..., no se sofoque usted –me consolaba palpándome la mano que tenía a su brazo agarrada–. Deje pasar el verano, que ahora no hay más que ociosidad. Luego podrá emprender la lucha contra el género masculino, y si no es ese su propósito buscaremos la manera de que se gane la vida con la pluma. Mientras tanto, déjeme ayudarla, le enviaré un refuerzo madrileño que aliviará su carga hogareña.

    No le pregunté a qué se refería porque mis pensamientos se encontraban muy lejos, quizás en mi Granada, que no debería haber abandonado nunca.

    Volví a casa terriblemente descorazonada, y eso que don Benito me prometió escribirme largas cartas desde San Quintín, la casa que había comprado en Santander y en donde se entregaba al frenesí de la escritura.

    No hice cuenta de ello, de todos era sabido que las cartas le resultaban un trabajo extra y casi nunca las escribía si podía evitarlas.

    CAPÍTULO 3

    DE CÓMO PRESENCIÓ GALDÓS LA FATÍDICA NOCHE DE SAN DANIEL

    Varios días después tocaron a la puerta trasera de nuestra casa. Rosita volvió al salón corriendo con rubor de mejillas para anunciarnos una nueva que nos dejó sin habla.

    –Señorita, que ahí fuera hay una mujer que dice que viene de parte del señor Galdós.

    –Bien, Rosita, que entre. ¿A qué tanta bulla?

    –Que no, mi niña, que dice que viene a trabajar a esta casa. Que es la criada que envía el señor escritor.

    Delmira y yo nos miramos.

    –¿Una criada? Pero... Bien, bien, hazla pasar, nada perdemos.

    Nos pusimos en guardia, como leonas, quiero decir, como señoronas dispuestas a defender su casa y, si llegaba el caso, dar la apariencia de control.

    No tardamos mucho en oír el frufrú de unas faldas y en la puerta del salón apareció una muchacha, casi de mi edad, muy blanca, de ojos expresivos y de cabello negruzco. Sus movimientos eran toscos y vestía con indumentaria muy castiza. Le asomaban las enaguas por debajo del vestido y del corpiño semiabierto por el pecho sobresalía una blusa que debía haber sufrido ya muchas lavaduras. Sus botitas, que agobiaban solo de verlas por el calor que debían darle en esos días tan soleados, mostraban los pliegues de sus muchas caminatas, a punto de estallar.

    –Soy Carmela Cid, la dueña de la casa. ¿Con quién hablo?

    La muchacha no debía estar muy acostumbrada a un lenguaje tan retórico, porque se volvió para mirar a su espalda, por si me dirigía a otra persona, y luego, al convencerse de que era a ella, se sacudió los hombros y exclamó:

    –¡Pues conmigo! Con la Pili.

    La Pili, como ella decía, nos dejó algo confusas a Delmira y a mí. A Rosita mucho más, que tras las cortinas la observaba temiendo peligrar sus muchos años de servicio doméstico. Adiviné que de sus pupilas maduras resbalaban brillantes lágrimas de impotencia.

    –Me han dicho que te envía el señor Pérez Galdós, pero debe haber un malentendido, porque por ahora no tenemos previsto contratar a nadie más para el servicio.

    La muchacha se rascó la enredada melena.

    –Yo no sé nada de servicios, señora, yo solo vengo porque el escritor me dijo que a partir de hoy iba a trabajar en esta casa. Y como lo dijo el señor Galdós...

    Suspiré. ¡Qué laberinto! ¿Me habría expresado mal en algún momento ante don Benito haciéndole creer que necesitábamos ayuda doméstica?

    –Querida... Pili, es que no podemos pagar a ninguna criada... –me arriesgué a confesar–. Acabamos de instalarnos y no contamos con dinero para...

    –¡No, señora, no! –me interrumpió la muchacha–. Si el dinero ya me lo adelantó el señor Galdós, que lo llevo bien guardado entre mis pechos,...

    Diciendo esto, se tocó el escote y luego, muy sonriente, se sorbió la nariz, aunque por fortuna no necesitó de pañuelo, pues hubiera sido un contratiempo, ya que no usaba.

    Delmira me puso la mano en el brazo para evitar que dijera mi última palabra. Sabía que iba a rechazar la oferta de don Benito por encontrarla excesiva, pero, claro está, las madres son mucho más prácticas en estos asuntos.

    –Entonces no se hable más... –exclamó Delmira con su acento asturiano–. Que Mari Pili se quede, total, ella está de acuerdo y no vamos a hacerle el feo al señor Galdós. Rosita, ¿querrías enseñarle su cuarto? Más tarde convendremos las tareas que rea­lizará.

    Rosita apretó los labios por no protestar delante de la Pili, asintió sacando modestia de donde no la tenía y tomando del brazo a la muchacha le dijo:

    –¡Anda, venacapacá! Y que sepas que somos una casa muy decente y muy limpia. Aquí se trabaja de sol a sol y cuidadito con lo que tocas y miras. Que, si te veo echándole el guante a alguna cosa de las señoras, por la Virgen que sales de aquí por la ventana.

    –¡Pero si no he hecho na! –se lamentaba la muchacha, a la que oíamos alejarse entre los regaños de Rosita–. Oiga, que yo soy muy relimpia y muy honrá...

    –Pues, entonces, no rechistes, ¿habe? –contestaba a su vez Rosita con su acento granadino.

    Delmira y yo hicimos por no reír, a fin de cuentas, la situación estaba a punto de desbordarnos. ¿Una nueva criada? ¿Y sin conocerla?... «Confiaremos en don Benito», nos decíamos.

    –A esto se refería Galdós cuando me decía que me enviaría «un refuerzo madrileño».

    –Pues aprovechémonos, querida Carmela. Ella nos enseñará a vivir en Madrid.

    Queriendo saber algo más de la vida de Mari Pili, le pedimos que nos sirviera de guía por el Madrid castizo, que Delmira y yo conocíamos prácticamente de oídas por ser nuestras estancias en Madrid cortas y disfrutadas en círculos más burgueses.

    Parece que estoy viendo ahora mismo a Delmira, sentada en el saloncito de entrada, esperando a que la muchacha saliera de las cocinas. Para ella resultaba una aventura dejar nuestra casa y pasear por rincones algo confusos de la ciudad, pues la muerte de mi padre la había sumido en un estado de aletargamiento que iba superando poco a poco gracias a su férreo carácter.

    Tenía mi madrastra una estatura similar a la mía y también era de carnes suficientes para mantener los vestidos, quiero decir que, sin ser ni ella ni yo de cuerpo obeso, tampoco podríamos pasar por flacas. Lo más asombroso del rostro de Delmira eran sus ojos, almendrados y limpios, sin una sola señal de rojez. Nunca vi una esclerótica más blanca en un adulto. Ni ojeras tenía. Eso le proporcionaba brillantez a una cara casi siempre sonriente. Era, como si dijéramos, una mujer que inspiraba confianza. Por eso siempre nos llevamos bien y gracias a ella pude superar la falta de mi padre, que fue, realmente, lo más duro a lo que tuve que enfrentarme nunca.

    Pero aquella tarde deseábamos sacudirnos los temores, incluso los remordimientos de mujeres viudas y huérfanas, porque la vida seguía y sabíamos que en un momento u otro deberíamos olvidarnos de nuestras penas y seguir hacia delante.

    Mari Pili nos hizo tomar un ómnibus, de los pocos que quedaban ya de tracción animal. Eran las delicias de los muchachos, sobre todo cada vez que las mujeres recogíamos nuestras faldas para subir sus escalerillas y dejábamos a la vista los tentadores tobillos. También de los raterillos que se aprovechaban de la lentitud de las mulas para subir y bajar sin ser vistos.

    Hacia 1900 comenzaron a circular los llamados grises, que eran tranvías urbanos de fabricación belga y decorados de ese color. Antes, nos contó Mari Pili que existieron los canarios, que eran de color amarillo y mucho más rudimentarios.

    El paso del tranvía de tracción animal al eléctrico estaba provocando en Madrid no pocas complicaciones. En las cocheras de los transportes sobraban ahora espacios que nadie limpiaba y cuya utilidad no dejaba de causar polémica. El alimento que antes se destinaba a las bestias y la paja que utilizaban para acomodarse se pudría siendo los dirigentes de las compañías incapaces de asimilar ese cambio profundo que se cernía sobre la sociedad española.

    Todavía se encontraba a madrileños que recelaban de subirse a un transporte eléctrico pensando en que serían trasladados a la velocidad de la luz con el riesgo consiguiente para su integridad física. Antes, decían, era más seguro controlar a un animal. El látigo aseguraba la frenada, pero ¿qué ocurría si un ómnibus descarrilaba? ¿Quién asumía la terrible responsabilidad de proteger a los heridos? Algunos madrileños de edad consideraban más peligroso subir a un tranvía que ir a la guerra. Todo esto lo contaba Mari Pili con mucha gracia y el viaje, ciertamente, se nos hizo corto.

    Con todo, llegamos a una calle cercana al arco de Cuchilleros, donde tenía el padre de Mari Pili, el señor Anselmo, una botillería a la que acudía Galdós a veces por mantener la rutina de haberse reunido allí, al llegar a Madrid, con algunos estudiantes. La chiquilla nos presentó orgullosa a su padre, que era de esos hombres rudos que apenas vocalizan y me fue penoso entenderle, salvo por los gestos.

    Mientras decía lo mucho que admiraba al escritor salió de detrás de nosotros un hombre, de una edad aproximada a la de Galdós, y se presentó:

    –Disculpen, señoritas... Desde esa mesa sentado he podido oír que son amigas de don Benito. Hace muchos años que no sé de él salvo por sus novelas y me gustaría que pudieran enviarle mis gratos recuerdos. ¿Aceptarían ustedes, si no es impertinencia, un agua de cebada o refresco diferente?

    Delmira y yo nos miramos. Don Anselmo nos indicó con la cabeza que era de confianza mientras secaba algunos vasos tras el mostrador. Era un sitio público y a la vista de todos, así que no vimos inconveniente.

    Nos sentamos en una mesa de madera que Mari Pili, por ayudar a su padre, nos limpió con un paño, se lo echó luego al hombro y nos puso varios vasitos sobre el tablero todavía húmedo. De una jarra nos sirvió esa agua de cebada que a Delmira y a mí nos repugnó primeramente, pero que luego saboreamos con deleite.

    –Soy Melitón López. Creo yo que me recordará don Benito, porque coincidí con él en la casa de huéspedes de la calle del Olivo, que según me contó debió ser la segunda en la que vivió en Madrid. Creo recordar que vivió hasta entonces en las habitaciones alquiladas de una casa de la calle de las Fuentes, cosa habitual entre los estudiantes que llegaban para matricularse en la universidad. En la que coincidimos él y yo, la del Olivo, convivimos con unos cuantos de estos estudiantes, también algún cesante, que con los cambios de gobierno tenía que dejar su casa alquilada por falta de efectivo. Entonces, recuerdo que los miraba con cierta pena y, vaya por Dios, que ahora resulta que el cesante soy yo y me encuentro dando tumbos de pensión en pensión.

    –¡Cuánto lo siento, señor Melitón! –exclamé algo confundida.

    –No, no lo sienta usted. Así es la vida del funcionario de hoy. Dando traspiés continuamente, como el propio Gobierno... –entonces bajó la voz–. Es la idiosincrasia del español, en nada se centra. Yo todavía tengo esperanza de la inamovilidad del funcionario, que ya lo dijo Antonio Maura hace ya unos tres años, pero mientras tanto toca buscarse la vida descargando sacos de patatas si es menester.

    Sorbió del vaso del agua de cebada y Delmira y yo tuvimos que ocultar nuestra compasión.

    –Como les decía, por entonces también era estudiante. Llegué desde Valencia a hacerme abogado, tal como el señor Galdós. Pero nunca he sido de pararme demasiado en un mismo sitio y eso de estudiar no lo llevo bien. Benito también era otro culo inquieto (perdonen la expresión), se saltaba las clases y muchas de ellas las pasábamos él y yo en los cafetines. La casa de huéspedes era de lo más curiosa. Era un cuchitril situado en la segunda planta de una casa alta, creo recordar que de seis pisos, que pertenecía a un guipuzcoano de nombre Jerónimo, cuya esposa se llamaba Melitona. Imagínense la chanza. Todo el día entre los estudiantes allí alojados diciéndome: «Melitón, que te llama Melitona». Así todo el día cada vez que me requería para que le saldara mi cuenta cada final de mes.

    Nos reímos con las expresiones de aquel pobre hombre. Ciertamente lo único que debía mantenerlo en pie, teniendo en cuenta sus visibles pómulos, debían ser los recuerdos, porque me extrañaba mucho que fueran los alimentos.

    –Cuando uno es joven de todo se ríe. Benito y los tres o cuatro estudiantes que por allí parábamos convertíamos todo en una juerga. Allí escribía Galdós, sentado en una mesa derrengada, algunas de sus obrillas. Creo que una de ellas fue La sombra, luego comenzó por aquel tiempo La Fontana de Oro. Algunas me las contaba, pero, en general, era de carácter reservado. Cuando de todas ellas, pasado el tiempo y perdido el contacto, decidí leer la que se tituló El doctor Centeno, encontré en ella la descripción de esa pensión de doña Melitona, a la que tildó de «hermosa arpía»... –don Melitón se reía–. Lo de hermosa no lo recuerdo, pero lo de arpía... ¡Por mis barbas que sí que lo era!

    Decía Galdós en su novela refiriéndose a la casa de huéspedes de doña Melitona: «... Aquel largo pasillo, con tres vueltas, parecido a una conciencia llena de malicias y traiciones; aquella estera rota, tan peligrosa para el que andaba un poco deprisa; aquellos cuartos que al angosto pasillo se abrían, aquella sala y gabinete donde se aposentaban los huéspedes de campanillas; aquel olor de fritanga que desde la cocina se esparcía por toda la casa, saliendo hasta la escalera para dar el quién vive a todo el que entraba».

    La conversación con el cesante dio para mucho. Ciertamente que nos ofreció una parte de la juventud de Galdós que no hubiéramos podido conocer de haber confiado en la sinceridad del escritor, pues todos sabíamos que era la discreción personificada.

    Pero don Melitón no paraba de contarnos, y poco después de varios vasos de agua de cebada y uno de vino de garrafa nos invitó a oír otra de las experiencias únicas del canario, si es que eso es posible por esta narradora humilde.

    Todos los que a la escritura se dedican, inician sus escritos literarios con algún hecho histórico que les marca para siempre. El de Galdós fue ser testigo de la famosa Noche de San Daniel. Lo que ocurrió entonces se impregnó en su memoria con tinta indeleble y solo salió de ella para escarmiento de quienes la produjeron, plasmándose en sus novelas y en sus propias memorias.

    * * *

    No llevaba Galdós en Madrid ni dos años y ya se conocía al dedillo sus rincones más castizos, porque una de sus aficiones era la de deambular por las calles acompañado por un plano. Para un escritor de ciudades, como luego lo fue él, que describía los acontecimientos que se desarrollaban en sus vías, casas y solares vacíos, era fundamental memorizar Madrid y saberse dueño de sus misterios, gracias a los cuales definiría sus personajes convirtiéndolos en humanos o quizá trasladando la humanidad ya existente de sus parroquianos a sus héroes de literatura.

    Como Melitón confesó, tanto él como don Benito se pasaron muchas tardes en los cafés, conversando de esto y de aquello, posiblemente pensando en resolver los grandes problemas de España, que eran muchos y acuciantes.Mientras esto hacía, me imagino al curioso canario observando con sus ojillos inteligentes a las clases humildes madrileñas, a la huevera y al cordelero, al panadero y a la planchadora, a la madre de cinco hijos con señales evidentes de traer a otro madrileño al mundo. Todo ese universo humano era para Galdós un diamante en bruto, más preciado que cualquier clase en la universidad.

    Pero también, según nos aseguró don Melitón, se hicieron asiduos del Ateneo, que por entonces tenía su prestigiosa casa en la calle de la Montera, estratégicamente situada entre la Puerta del Sol y la Red de San Luis, lugar privilegiado para todo aquel que quisiera vivir lo madrileño, y en donde, además, se congregaban algunas cabezas pensantes (no sabemos si bien pensantes), pero que luego habrían de ir al Congreso a trabajar.

    Decía don Melitón, corroborando los recuerdos que luego serían de Galdós, que el Ateneo poseía una casa en la acera izquierda de la calle Montera, según se caminaba hacia la susodicha Red de San Luis, con un amplio portal que no era del todo ostentoso porque bien podría pasar por casa de la Cava Baja.

    A esta calle daban los balcones de la sala del Senado, dando a otros lugares la sala de lectura y la sala de sesiones. Allí coincidían don Benito y don Melitón con los políticos Antonio Ríos Rosas y Antonio Alcalá Galiano o con José Moreno Nieto, que, habiendo sido catedrático de la Universidad de Granada y de Madrid, también fue presidente del propio Ateneo.

    Así las cosas, los jóvenes estudiantes de Derecho, sirviéndose de ciertas prebendas burguesas, acudían al lugar para relacionarse y, en mucha más medida, ser testigos de los movimientos que surgían por aquellas fechas con cierta asiduidad dentro del orbe político. Y fueron a suceder dos novedades que

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