19 cartas a Sabina y 500 páginas sin leer. Y una canción desangelada
Por Lucena Fernández
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Lucena Fernández
Lucena Fernández nace en Madrid el 4 de febrero de 1967 y se cría en Sevilla. Amante de la poesía, que recita desde los siete años, descubre el mundo del microrrelato al leer a Isabel Clara Simó. De la mano de Flavia Company y Toritaka Tokumei se adentra en este género y se atreve con él. Autora del libro de relatos breves El color del azafrán primera y segunda edición, que incluye doce relatos nuevos. Las 19 cartas a Sabina y las 500 páginas sin leer, y una canción desangelada es sin duda una apuesta diferente y sorprendente nacida de la admiración por el maestro y la pasión por lograr alguna de sus letras. Un libro con alma para un alma de poeta.
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19 cartas a Sabina y 500 páginas sin leer. Y una canción desangelada - Lucena Fernández
Yo me bajo en Atocha
No llevaba boina calada
ni guantes de seda
, pero puse mis pies en Atocha dispuesta a encender un fuego en Madrid.
Dejé las maletas y salí a la calle para encontrarme con la ciudad hospitalaria que dice Joaquín que es. Recorrí las calles hasta el hotel como una niña que cree en los Reyes Magos. Observé las luces de las farolas a media tarde, cuando todo se muestra majestuoso y deslumbrante. Los edificios de la capital que me vio nacer tenían la apariencia de gigantes de brazos largos, como de dos leguas
. Paseé por Las Letras y agaché la cabeza para leer las frases que se encuentran en el suelo de los mejores escritores y poetas españoles: Cervantes, Quevedo, Góngora y muchos más.
Madrid huele diferente. Me recuerda a mi niñez y las magdalenas de la Bella Easo mojadas en café con leche. Los portales refugian a los amantes, deseosos de que no se les acabe el tiempo para quitarse la ropa.
Todo me parece interesante. Me gusta Madrid.
Dos únicos latidos en mi corazón de viaje
: dejar a mi hijo, que empezaba a trabajar en la capital, y encontrar a Joaquín.
Fui a comer a todo un clásico: Casa Alberto
. Probé las albóndigas, las carrilladas de ternera, el bacalao a la madrileña y, por supuesto, los callos. Degustar en una taberna centenaria, ¡de 1827, nada menos!, fundada sobre el edificio donde vivió no otro que Miguel de Cervantes.
A la hora del café solo tenía una idea en mi cabeza: ir a casa de Sabina.
No logré dormir en toda una noche, en la que sólo cerraba los ojos para imaginar mis propias historias y vivirlas reales. Como que Joaquín me llamaba y me preguntaba si me había gustado su prólogo. El pulso mucho más acelerado que los segundos.
Imaginé mi rosa en el pelo y mi encuentro con Sabina y tuve que tirar de minibar para tomar un agua bien fría que refrescase mis labios, rotos de tanto hablar conmigo misma.
Sí, me dije. Claro que sí.
Deseaba con toda mi alma que llegase la mañana y volver a esa calle, a esa puerta, a ese número. Y, como no podía ser de otra manera, la luz del alba despertó mis ansias de ducha tempranera.
Sonrío porque creo.
El tic tac del reloj me hace recordar vagamente el que colgaba en la pared de la habitación del hotel Amura, de Alcobendas, una noche en que la tampoco logré pegar ojo. Vagamente recuerdo el hotel Amura de Alcobendas. Las imágenes están borrosas en mi mente como una niebla espesa que empieza a disiparse con el calor veraniego de mis propios sentimientos. Lo único que veo con fuerza en mi memoria es aquel escritorio de madera de la habitación donde, a las tres de la madrugada, me senté a escribir mi primera carta al señor Joaquín Ramón Martínez Sabina.
Me preguntaba quién habría escrito allí algo antes que yo. Quizás una carta de amor o desamor, una nota de agradecimiento, una de despedida o cualquier otra cosa dirigida a cualquier otra persona. Imaginé a un marido cansado de sus treinta años de aburrido matrimonio, que coge la mochila con el pijama y el cepillo de dientes, y reserva la habitación del hotel Amura donde yo me encontraba en esos momentos. Allí, libre de gritos y malas caras, dibuja un corazón en la esquina derecha del escritorio. Un corazón roto por lo que pudo haber sido y el desastre que fue. Y respira hondo y descansa. Mañana será otro día y entonces decidirá si habrá más hoteles, más corazones, más cosas en la mochila, más lugares donde ir o volverá al frío invierno de la primavera sin amor.
Imagino al piloto de avión que pasará los próximos tres días en Madrid. Atlanta le queda lejos y su castellano no es muy fluido. Le han dicho que pruebe los bocatas de calamares y los callos, y que pasee por el Retiro y vea el museo del Prado, pero él solo quiere escribir a su amada. Se sienta en el escritorio y, como las palabras no fluyen al ritmo del corazón, comienza a rayar la parte izquierda sin darse cuenta de que las líneas son cada vez más profundas. Tanto como el deseo de verla a ella. Le dan igual los bocatas y los paseos. Su mente se alimenta de la boca que desea besar y su recorrido es la cintura de la niña que lo tiene medio