Sueño en Guadalajara
Por José Baroja
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Carolina Merino Risopatrón
Académica
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Sueño en Guadalajara - José Baroja
Prólogo
Resistir en la escritura
Por fortuna, ¡Dios!, yo aún escribo, me resisto y escribo.
Sueño en Guadalajara
Y he aquí, Baroja, que te encuentro muy asentado lejos de Chile. En tu nuevo rol de testigo de los dolores de esos asalariados que se aprisionan como rebaño dentro de los camiones para intentar llegar a la hora a sus pinches trabajos y no ser despedidos por jefes dueños de sus cuerpos y sus almas. Casi todas y todos ellos transeúntes de una o varias ciudades (¡PORQUE YA NO SÉ CUÁNTAS GUADALAJARAS HAY!), que te atraen aún con sus miserias y mezquindades. Dirás en Sueño en Guadalajara, suerte de ars poética que me permite cartografiar temas, motivos y personajes que recorrerán este volumen de 31 cuentos:
«Sobre la base de esta misma Guadalajara y, sobre todo, a partir de un México esculpido por contradicciones, que extrañamente me atraen so riesgo de arrebatarme la vida, la puedo imaginar a ella. Sí, cabrón, para que me entiendas, la imagino a ella y, por ende, la escribo…».
Dirás que es el síndrome de Estocolmo el que te ata a una ciudad que reconoces como propia en tu memoria, aunque, tal vez, solo sea esa la ficción. Salpicados por coloquialismos y jerga mexicana, y precedidos por epígrafes de escritores y filósofos que anticipan la lectura de cada relato, nos asomas a las vidas de muchas mujeres y algunos hombres que protagonizan o padecen «las cosas de Latinoamérica»: corrupción y narcotráfico, desapariciones, machismo, borracheras, hipocresía, explotación y pobreza. Continente donde no hay trabajo que haga posible cambiar los destinos, porque, cuando de verdad se realiza, se lo asume a lo godín hasta la locura y la muerte.
¡Tanta muerte, Baroja! ¿Es necesario exhibirla, te pregunto, como si no fuésemos conscientes de ella? Vidas segadas por la ceguera al cruzar las calles, o esfumadas en el recuerdo, o viniendo desde el más allá para advertir que las burocracias trascienden en el otro lado. Parecieras contarnos, sin embargo, que es posible vencer a la definitiva por el humor que recuperas de la mano de viejos entrañables: don Esteban bailando rumba a sus cojos ochenta y cuatro años; doña Julia riendo a carcajadas junto a San Pedro para no llorar de impotencia; o Isolda musitando en su lecho mortuorio obscenidades antiguas.
No serás creyente, pero casi no hay cuento sin que evoques —aunque no invoques— a la Virgen o los santos. Al punto de reconocer a Dios en la existencia de los niños. Aunque la infancia podrá ser Edad de oro, Paraíso perdido, como lo fue para la puta ¿chilena? que se murió acompañada de su mascota, o también un infierno de mierda. Entonces, Anita pasará de sonreír y agradecer por estar viva a morir a los cinco años a manos de su madre (Sueño en Guadalajara), o bien, a liberarse de la horrible bolsa-mundo (Pequeños pasos) al atravesar la avenida.
Continúo reconociendo en tu creación dos potentes motivos literarios que aquí se imbrican: el amor y la escritura. No por nada nos invitas a la lectura a través del epígrafe: «Tuve que perderme para encontrarnos en Guadalajara», dedicado a tu esposa Leyda, con quien te acompañas en el oficio.
El desafío de escribir se tematiza en la voz de un probablemente mismo narrador que rompiendo la cuarta pared le habla a sus personajes o al propio lector cuando le recuerda que todo cuento debe tener un conflicto o una desgracia. Algunas veces, Baroja, te muestras sarcásticamente en pleno proceso creativo. Así nos conminas a observar a Guarnieri, tu alter ego, quien ha optado por la literatura dejando atrás la seguridad de una vida convencional.
Dirás en Rumba: «He ahí el juego del escritor: todo trata sobre nosotros». Permíteme cuestionar esa afirmación. La literatura trata sobre todos y sobre todas cuando nos reconocemos en las miserias o temores que se vuelven paralizantes. Pero también cuando podemos celebrar la maravilla de vivir. Me das la razón cuando aceptas infructuosamente que has tratado de liberarte de los rostros de esos «otros» para construir tu ficción amorosa: «Los he vuelto a silenciar en mi cabeza; los he amordazado nuevamente en mi imaginación, pues yo mismo, cuando no escribo, me convierto en uno de ‘esos’» (Sueño en Guadalajara). Aunque no te lo hayas propuesto, tus cuentos les hacen un espacio a «esos» y «esas» que, como nos recuerda Sábato, en el encabezamiento de La ciudad de la furia: «Ya no se dice que son ‘los de abajo’ sino ‘los de fuera’».
Gracias al poder de la ficción, aunque solo sea por esta vez, tú los has hecho pasar.
Mg. Carolina Merino Risopatrón
Didacta de la lengua y la literatura
Universidad Católica del Maule
Talca, Chile
Viento y lluvia en Ciudad de México
Necesito, luego imagino.
Carlos Fuentes
El recuerdo se parece al viento, a veces cálido, gentil y proclive a una sonrisa, a veces violento, inmisericorde e inoportuno. El recuerdo se parece al viento, punto, y eso explica por qué el viento puede traer consigo el recuerdo. Quizá fuera el viento, pues me consta que Manuel solo pasaba frente al Palacio de Bellas Artes, cuando, repentinamente, una brisa helada, similar a otra del pasado, lo tocó. Entonces, involuntariamente, Manuel hizo el amago de quitarse la chamarra como en ese otro tiempo, aunque ahora, a su pesar, no encontró a nadie junto a él. «Faltas tú», pensó, justo antes de emprender una improvisada ruta hacia Reforma.
Casi a la misma hora, tal vez unos minutos después, Maia sintió un súbito escalofrío en Reforma. Me consta, una brisa helada, procedente desde el centro histórico de Ciudad de México, la tocó de un modo tan familiar que ella solo pudo sonreír. Entonces, Maia buscó instintivamente junto a ella esa chamarra que en otro tiempo solía estar ahí. «Faltas tú», pensó, al tiempo en que decidía desviar su camino, andar un poco más y encaminarse, sin razón aparente, hacia el Palacio de Bellas Artes. Como si fueran parte de un cuento, Maia y Manuel corrían el riesgo de reencontrarse.
Sin embargo, la resignación se parece a la lluvia de Ciudad de México, a veces triste, arbitraria e inoportuna. La resignación se parece a la lluvia, punto, y eso explica por qué la lluvia puede traer consigo la resignación. Quizá fuera eso, ya que mientras se dirigían hacia una impensada reunión en Balderas, el agua se dejó caer al modo de pesadas lágrimas, similares, cabrá decir, a las de ese melancólico adiós allá en Guadalajara. Entonces, me consta, ambos detuvieron sus pasos solo para colocar el punto y final a este cuento.
Sueño en Guadalajara
Los buenos terminan felices; los malos, desgraciados. Eso es la ficción.
Oscar Wilde
Aquí estoy. Sí, sin duda, aquí estoy; y aun así tú te atreves a preguntarme «qué hago aquí». ¡No seas culero! Escribo, cabrón, escribo; como bien lo sabes escribo cuando lo siento necesario; y, por si aposta lo has olvidado, te recordaré que siempre escribo sentado junto a ti. Junto a ti, cabrón. En especial, cuando percibo que «algo» se me ha extraviado dentro de este puto departamento en Guadalajara: una mínima «caja de zapatos» que me cuesta mil pesos al mes. Solo mil pesos, por obra y gracia de la santísima Virgen de Guadalupe, en la que, por supuesto, no creo. Pero a ti «eso» te debe dar igual: crea en Ella o no, nunca tengo esos mil pesos…
¿Que «cuánto debo» me preguntas? Aunque no tengo por qué contestarte, lo haré, ya que, cada vez que pongo mis dedos sobre este teclado, me cuesta un chingo callarme, casi como si se tratara de una enfermedad congénita; y esta noche no parece ser la excepción. En fin, ya son casi seis meses de renta.
¿Conforme? ¿Estás conforme? ¡Seis meses, cabrón! Y, válgame, lo raro es que yo sigo aquí. La verdad es que no entiendo por qué el casero aún no nos echa; por lo menos, a mí. No importa, cabrón. En lo que se decide a hacerlo u ocurre algún milagro de la Virgen, escribo y…
No te hagas el pendejo: ya vi cómo mirabas de reojo mi pantalla. Seguramente querrás saber acerca de qué chingados escribo ahora; si no por qué seguirías aquí aguantando mis quejas y malos modales; por qué mierda seguirías vigilándome de «ese modo» si no fuera porque… ¿Sabes qué? ¡A la verga! Te lo diré: redacto «algo» que podría parecer una minúscula e insignificante ficción para ti; no para mí. Escribo «algo» acerca de una chica. Escribo una «cosa poca» sobre una chava que vive en algún punto de un Guadalajara similar a este; tal vez, en Zapopan, por Santa Margarita; a lo mejor, cerca del Periférico… Lo hago, sí; al mismo tiempo en que intento no escuchar cómo la lluvia cae violenta sobre las desabrigas calles de allá afuera; porque, ambos lo sabemos: esta tierra tapatía aprovecha muy bien el agua cuando se trata de ahogar sus numerosísimos problemas…
¡No mames! ¿Por qué quieres malinterpretar mi comentario? Tú bien sabes que, pese a todo, pese a TODO, yo amo esta Guadalajara; que la amo desde que tengo memoria y uso de mi razón; aunque… Sí, es verdad, si hemos de ser sinceros, más de alguna vez he pensado que este amor mío, tal vez y solo tal vez, se trate más bien de una especie de síndrome de Estocolmo, uno que nos chingaron a la fuerza antes siquiera de abrir los ojos. Probablemente sea eso; cuestión que no resta al hecho de que, la de acá afuera, se trata de una ciudad atorada en la abultada cartera de algún político, de uno que otro burócrata o del mismísimo Chapo de turno, ya acostumbrados todos a «hacerse la América» cuando consiguen un tantito de poder; o lo heredan. Quizá hasta sea razonable decir que es una ciudad que se ha hecho enorme a fuerza de «plata y recorte»; quién sabe, posiblemente ya se ha hecho demasiado grande como para albergarnos a todos y, por eso, y por otras cosas que callo cuando no escribo, por muy fundadas y aterradoras razones, ahoga deliberadamente a quienes ya madreados vagan por sus calles durante una noche de tempestad como esta. Sí, tienes razón: excepto a esos entes de la «reverenda chingada» que pululan allá en el Congreso… O en el Narco, que acá en México es lo mismo. ¡Chingada madre!...
¡Y aun así! Sobre la base de esta misma Guadalajara y, sobre todo, a partir de un México esculpido por contradicciones, que extrañamente me atraen so riesgo de arrebatarme la vida, la puedo imaginar a ella. Sí, cabrón, para que me entiendas, la imagino a ella y, por ende, la escribo, viviendo en una Guadalajara que, aunque similar a esta, no es la misma que observo desde mi departamento; en palabras simples, es otra Guadalajara, otra pinche Guadalajara. Una en la que puedo imaginarla, a ella o a cualquiera, saliendo desde una casita acogedora, asentada en un tranquilo barrio popular, con la certeza, con la absoluta certeza, de que podrá regresar sin contrariedades a su hogar. Sí, a partir de esta Guadalajara, la puedo imaginar en esa otra, viviendo en un hogar constituido al modo en que lo haría cualquier familia mexicana de acá; pero, al mismo tiempo, distinto. ¿Distinto? ¡Va! Para que me comprendas: padre, madre, abuelos, tal vez, hermanos, todos juntos, todos dentro de una familia mexicana «feliz»; pero feliz «de veritas». No, no digo que se trate de un hogar perfecto; no obstante, sí es una familia que, contraria a la tradición que se dibuja como nata por «estos lados», cotidianamente desafía los machismos, los lugares comunes, las sonrisas falsas y las amabilidades forzadas; incluso cuestiona los compromisos de sangre, «esos» que ocultan bajo la cama la mugre de