Érase una vez yo, pero me perdí: (Novela)
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Paso horas viendo novelas, leyendo revistas de chismes o comiendo, y el resto del tiempo culpándome por ello. Mi entusiasmo por las cosas dura poco..."
Alicia sufre de sobrepeso, baja autoestima y la inmensa sensación de no pertenecer a nada ni nadie. El libro narra su historia con pinceladas de ironía, absurdo y elementos fantásticos que la hacen placentera y evitan que el lector salga corriendo a consumir antidepresivos; una novela que gira en torno a la depresión. Además del disfrute, ofrece la oportunidad de reflexionar críticamente sobre la sociedad y el consumo televisivo, y el modo en que este último nos conforma, pues según la protagonista pasamos de niñas que consumen películas de la Disney a adultas que consumen novelas de la Globo, cuestionando nuestra capacidad real de madurar.
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Érase una vez yo, pero me perdí - Laura Amelia Almaguer Mederos
I
E
l investigador a cargo del caso entra en la casa. Observa la sala. Hay un juego de muebles caro, pero descuidados. Pasa el dedo índice por la superficie del sofá y comprueba que posee una espesa capa de polvo. Saca un pañuelo y limpia la mano.
En la mesa de centro hay varias revistas de moda igual de polvorientas. De las paredes solo sobresale un calendario, de esos diseñados para arrancar las páginas, detenido en la fecha sábado 17 de noviembre de 2018; un reloj que no funciona y el retrato volteado de un señor de unos 60, con traje, corbata y grandes espejuelos cuadrados de armadura oscura.
El televisor es moderno y lleva conectado un dispositivo USB, lo enciende y busca el contenido en el menú. Elige al azar entre las grabaciones y se reproduce la escena de dos jóvenes asiáticos besándose ante una fuente que los empapa, ella intenta escabullirse, pero él la retiene con un segundo beso tan intenso que se le desprende el bolso de la mano. El dispositivo contiene,6 además, algunos episodios del concurso Belleza Latina y de un show de 12 Corazones.
Apaga el televisor y se dirige a la cocina. Hay platos sucios amontonados y latas de refresco vacías. La fuga en la llave del fregadero materializa la tristeza de la casa en un lagrimeo constante. Abre el refrigerador y descubre varios pomos, unos vacíos, otros con distintas cantidades de agua y un envase que anuncia:
Bim Bom. Helado en Crema.
Contenido neto: 450 cc
Ingredientes: Leche, Grasa vegetal, Azúcar, Pastas cremas,
Estabilizador E 401, E 407, E 410, E 412.
Emulsificante E 471, E 472 a, E 477.
Colorantes 102, 110, 124 y 132.
Consumir antes de 60 días.
Conservar a -20ºC.
Es de fresa, está a medio consumir y lleva una cucharilla plástica incrustada en el resto.
Continúa su recorrido por la casa, esquivando varios recipientes de diferentes tamaños con distintas cantidades de agua. Observa el techo, pero no hay señales de goteras. Entra en el baño, examina los diferentes productos de aseo y un extraño conjunto de pequeñas bolitas de masa de pan que se encuentra en el muro de la bañera, y dentro, cerca del desagüe, una estatuilla de hierro de Cristo crucificado. Después revisa la única habitación que parece haber sido habitada de las 3 que posee la casa. Inspecciona el escaparate atestado de ropa en desorden, tanto que se le hace difícil cerrar nuevamente las puertas. La cama tiene la apariencia de nunca ser tendida, envases y estuches de golosinas están acumulados en el lado derecho de la cama, enrollados con un montón de ropas, una zapatilla deportiva marca Adidas —la otra está debajo de la cama llena de telaraña— y utensilios para el aseo y entretenimiento de mascotas. Observa brevemente un gracioso huesito de goma. En el revoltijo de cosas halla una biblia, un libro de autoayuda y un manuscrito que llama su atención, entre la carátula y la primera página descubre un pequeño estuche de nailon que contiene lo que parece ser una escama de pescado. Comienza a leer.
II
S
i me hubiera propuesto escribir un libro que valiera la pena, mostraría una historia en la que mezclara ficción con crónica social, y hablaría de un pueblo gastado con mercado negro, pirámide invertida, destellos de oro en algunas sonrisas, rostros de angustia, vagos de parque, colas interminables, paradas repletas, motos eléctricas, carros de caballo, wifi, perros abandonados, prostitución, juegos de dominó en las esquinas, baches en las calles, basura… Pero no.
Escribo estas páginas sin grandes pretensiones, a falta del resultado concreto de alguna habilidad, un talento o la simple voluntad para llevar a cabo cualquier cosa, o tal vez a modo de testimonio, no lo sé. ¿De dónde surge esta necesidad de darme a conocer a otros, de mostrar mis opiniones, ideas, sentimientos? No tengo claro el origen de este deseo de narrar mi cotidianidad, tal vez es un intento de lidiar con la soledad imaginando un testigo, un posible lector al que mostrarme. Es muy triste haber existido sin revelarse a alguien. Ese alguien puedes ser tú… ¿Estás ahí?... ¿Estás leyendo?
Me llamo Alicia y mi vida no es una maravilla. Nací un 5 de noviembre de 1989 y hoy sufro los temidos 30. Soy soltera crónica y obesa. No trabajo y habito una casa amueblada con trofeos familiares rapiñados en fallecimientos y emigraciones de parientes. Tengo una perra llamada Akira, con la que comparto la cama y la comida chatarra que compro todos los días porque no sé cocinar.
Paso horas viendo novelas, leyendo revistas de chismes o comiendo, y el resto del tiempo culpándome por ello. Mi entusiasmo por las cosas dura poco. Hay ideas que iluminan mi mente como fuegos artificiales, pero se desvanecen pronto porque no acabo de entender el sentido de la vida.
Estoy perdida. Me perdí en alguna parte, en algún tiempo que no recuerdo o no quiero recordar. Soy el reverso malogrado de una Alicia mejor y totalmente realizada que debe existir en otra realidad paralela, una especie de fantasma obeso y abúlico de la joven gordita y alegre que me gustaría haber sido. He perdido todas las ilusiones. Todas.
Tengo la extraña costumbre de causarme dolor. A veces me descubro lastimando alguna herida accidental, estirando la yema de mis dedos hasta que la carne se separe levemente de la uña o reviviendo algún recuerdo humillante o doloroso de mi vida. A veces recuerdo a cierto hombre.
Cierto hombre era moreno, de aspecto un tanto árabe. Disfrutaba la música de Vivaldi y los deportes de combate. Yo odiaba la música clásica y los deportes, pero lo amaba a él. Decía que su existencia era un alegato a la libertad, y edificaba su filosofía de vida personal sobre los cimientos de una psicología urbana mal argumentada. Fumábamos cigarros Hollywood, comíamos y jugábamos con Akira. Yo no fregaba y a él no le importaba. Él no se afeitaba y nunca me molestó. Pensé que nada podía separarnos.
En una ocasión salió a comprar pizzas y lo detuve en la puerta para arreglar los botones mal puestos de su camisa, enderecé el cuello torcido, pasé mis manos sobre sus hombros para dar aspecto de mejor acabado y le acaricié el rostro. Palideció. Cualquier hombre por tonto que sea, sabe que si una mujer, así, toda cariñosa, le arregla la ropa antes de marcharse, está completamente jodido, y en su subconsciente tu imagen se trastoca con la de su madre limpiando sus catarros, humedeciendo con saliva sus dedos para quitar sus legañas, y un irracional miedo a la castración o al incesto le enfría las vísceras.
Cuando un hombre se sabe amado por una mujer, identifica este afecto como una amenaza de la que tiene que huir prontamente, porque una mujer enamorada no solo es capaz de ofrecer las mejores atenciones y placeres, sino también de cometer los peores desvaríos, y cierto hombre huyó de mí lo más rápido que pudo.
Lo esperé por meses. Nadie tenía noticias suyas. La mitad de las amistades comunes se habían marchado del pueblo y el resto estaba muy ocupado planeando marcharse. A veces pensaba que había tenido un accidente y estaba en coma sin identificación en algún hospital, o que había muerto, y en los momentos más delirantes de mi imaginación, lo veía abducido por alienígenas. Un 20 de enero a las 6 de la tarde, asomada a la ventana, me di cuenta de que en realidad era mucho peor que todo eso: me había olvidado. Suspiré profundo y me tragué el invierno.
Suena el timbre. Es Claudia, la única amiga capaz de escuchar la misma historia de mi vida todos los cumpleaños desde que teníamos 15. Lleva un pantalón de mezclilla oscura y un camisero de hilo blanco ligeramente ancho, el pelo recogido hacia arriba con un palillo chino y unos espejuelos de armadura sencilla que asientan muy bien a sus facciones. Por su naturaleza no se puede afirmar que sea una mujer sexi, pero es absolutamente hermosa, pensar que tenemos la misma edad me perturba, y saber que aún permanece soltera, como yo, me hace sentir menos fracasada. Me trae un regalo. Lo abro y descubro un libro. Apenas reparo en el título.
—Es un libro de autoayuda.
—¿Por qué?
—¿Por qué crees?... Al menos dime que te lo vas a leer.
—No sé. ¿Me trajiste algo rico?
—No. ¿Te han llamado tus padres?
—No.
Nos sentamos juntas un rato. Me pregunta si quiero llorar y le respondo un firme NO, seguido de un sollozo inevitable. Lloro. Ella en un gesto casi caballeresco me ofrece un pañuelo para los mocos. Tiene la facilidad de ver impasiblemente el llanto de los otros y de comprender perfectamente sus orígenes. A veces he llorado sin saber por qué y ella me ha dado todas las razones. Es psicóloga.
Después del llanto, Claudia me lanza la misma charla motivacional para que haga algo con mi vida. Que me busque un trabajo. Que me vaya con mis padres. Que debo ir a terapia con un colega suyo para reparar mi autoestima. Lo dice así mismo: reparar, como si se tratase de un artículo electrodoméstico con desperfectos técnicos.
Se marcha Claudia y como en una carrera de relevo, aparece Yeny. Ella es cristiana, se casó con un cristiano y tuvieron dos cristianitos. Andan todos bien vestidos y sonrientes, como quienes han descubierto el secreto de la felicidad. Su casa está siempre impecable, con olor a mermelada de guayaba y al cedro de los muebles. Nunca la he visto molesta.
Me trae un regalo. Lo abro. Otro libro.
—Es una biblia.
—¿Por qué?
—¿Por qué crees?... Al menos dime que la vas a leer.
—No sé. ¿Me trajiste algo rico?
—No. ¿Te han llamado tus padres?
—No.
Esta vez no lloro, pero me gano otra charla motivacional.
—Tienes que buscar a Dios. Él tiene un plan maravilloso para tu vida…
Me esfuerzo en conectarme con su discurso, pero de forma involuntaria mi mente se escapa a pensar otras cosas como, ¿por cuál capítulo de Los Herederos me quedé?… ¿se hará en este pueblo la cirugía de reducción de estómago?… ¿a qué velocidad se expande el universo?… ¿cuál es la receta para cocinar arroz imperial?… ¡¿pero qué estoy pensando si yo no sé cocinar?! Muevo la cabeza en forma negativa para despejar mis ideas en el justo instante que Yeny pregunta emocionada:
—¡¿Quieres llevar una vida llena de pecados e ir al infierno?!
Interpreta mi gesto como un acierto en su prédica y sonríe complacida consigo misma. Me invita al culto del domingo en su iglesia. La acompaño a la puerta. Ella insiste. Le digo que sí, miento. Siempre le miento.
Creo en Dios a mi manera. Me cuesta trabajo digerir la historia de los siete días, la creación del hombre, la resurrección y todo eso. Para mí, Dios es química, matemática, física, el Big Bang y la teoría de la evolución. No me gusta ir a las iglesias. No me gustan los intermediarios entre Dios y yo, ni que intenten encerrar mi pensamiento y mi conducta en un cajón fuera de cuyos límites no pueda razonar y actuar sin sentirme culpable. Él me ha dado libre albedrío y pienso disfrutarlo. No me congrego por nada de este mundo, pero tengo una fe a prueba de frustraciones, pues nunca obtengo lo que pido, mas continúo insistiendo porque estoy convencida de que el altísimo es sensible a la persistencia, o a la impertinencia. Todos los días antes de bañarme me arrodillo desnuda en el suelo del baño y pido el cuerpo descomunal de una bailarina de samba.
Paso el resto de la tarde viendo Amor bajo la lluvia. A la hora de la comida salgo y regreso con dos raciones de espaguetis. Apenas saboreo lo que como, engullo todo rápidamente. Así me pasa