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Leví el publicano I el plan secreto: Leví el publicano, #1
Leví el publicano I el plan secreto: Leví el publicano, #1
Leví el publicano I el plan secreto: Leví el publicano, #1
Libro electrónico609 páginas9 horas

Leví el publicano I el plan secreto: Leví el publicano, #1

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Síntesis: ¿Quién es el personaje de este libro? Leví de oficio publicano y linaje saduceo. Pero, es más conocido por su nombre griego: Mateo. No hay nadie en occidente, que crea en Dios o le sea indiferente, que no sepa de memoria o haya oído recitar alguna vez, uno de los párrafos más famosos, escrito por él: "El Padre Nuestro".

Esta ficción histórica, está dedicada a su persona, historia, familia, amigos y rabinos. Su formación académica, las profecías acerca del Mesías y su historia de amor con Rivka. Sus diálogos, reflexiones y aprendizajes, nos muestran la forma de pensar y concebir la realidad, del judaísmo del primer siglo, antes de la aparición del cristianismo. Los judíos, bajo las "garras" del Imperio romano y la irrefrenable influencia, de la cultura griega.

El nombre del Mesías en la Torá. Una descripción del Segundo Templo y sus ritos. Junto a la encrucijada, de ser sacerdote o publicano. Una paradoja existencial, que lo llevará a encontrar su verdadero destino y el amor de una mujer hermosa.

El nefasto futuro de Israel, debido a la destrucción del Templo y la diáspora, que él también vive, instalado ya anciano, en Tarsis. Un famoso y antiguo puerto al sur del Sefarad, la futura España, desde donde escribe sus memorias. También escribió un libro que tiene apenas veintiocho capítulos, "El Evangelio de Mateo". Que ha impactado a millones de personas los últimos siglos. "La ignorancia, querido Leví, es un lujo que no nos podemos dar, en estos tiempos que corren ni nunca"

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 feb 2021
ISBN9781005869496
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    Vista previa del libro

    Leví el publicano I el plan secreto - Eugenio Muñoz

    Con amor, a mi esposa, amiga y compañera: Chany

    Contenido

    Leví el publicano, el discípulo, el escritor

    Abram en Ur

    Leví en Bet Lejem

    Abram y su Amigo

    Leví en la yeshivá

    ¿Cómo está tu padre?

    Las dudas de Leví

    Un encuentro de amigos

    El descanso del pastor

    Abram el llamado

    La pesadilla de Leví

    Lo bueno de tener un amigo

    Te busca Leví

    Decididos a obedecer

    Un peligro todavía latente

    Los preparativos

    Meditando sobre la medición del tiempo

    Desde Ur hasta el Jordán

    Natanael el observador

    El constructor de altares

    El erudito y el saduceo

    Abraham en Egipto

    Introducción a la Gematría

    Miedo a la obscuridad

    De lo complejo a lo simple

    El momento de la despedida

    La palabra mano

    Un encuentro revelador

    Reflexiones sobre nuestra historia

    Esperando la promesa

    Un pacto de amigos

    Vayerá (y se le apareció)

    Un día en la yeshivá

    Hashem y Sara

    Inalcanzable Rivka

    El origen del miniam

    Me voy a Jerusalén

    Sustancias y tiempo

    Subimos a Jerusalén

    Destrucción total

    Leví en Jerusalén y conversación con su padre

    Conociendo el santuario y el secreto de Zacarías

    Leví aprende a ser un sacerdote

    Leví en el Lugar Santo

    Gamaliel y la profecía de las setenta semanas

    Anás nos revela su plan

    Una edificante conversación con Gamaliel y Nicodemo

    De regreso a Bet Léjem

    Le confieso a mi madre mi amor por Rivka

    Fabricamos con Natanael unas vasijas para los esenios

    Mi primer encuentro con Rivka en la sinagoga

    Zacarías y los cuatro rechazos

    Rivka y el efecto Rut

    Natanael mi amigo el sabio

    El nombre del Mashiaj en la Torá

    El mejor shabat de mi vida

    Leví el publicano, el discípulo, el escritor

    Estoy en mi cuarto, solo acompañado con una gata que, a esta hora de la mañana, solo se dedica a dormir. Desde la pequeña ventana de mi habitación, que deja entrar la luz y la briza del mar Grande, me ilusiono al pensar que solo con cruzarle y del otro lado, está mi tierra, Israel. No creo, que pueda verla de nuevo. A menos que uno de mis talmidín (discípulo, alumno), me lleve y acompañe, en un viaje que, sin duda, haría de buena gana. Pero sería extremadamente sacrificado, por mi cuerpo enfermo y el peso de tantos años, apilados como los manuscritos que me rodean. Tarsis, es una tierra hermosa y con variedad de dialectos e idiomas, en cada uno de sus mercados, en su puerto, como los que existen en oriente; cuando de todos los rincones del mundo, peregrinan nuestros paisanos a la ciudad de melej David, mi amada Jerusalén.

    Espero la muerte, que me llevará por fin, al seno de nuestro padre Abraham, de regreso al Gan Edén. Allí he de escuchar, los salmos cantados con melodías y voces celestiales. Los ángeles que nos han cuidado, como el ejército poderoso en la visión de Eliseo, se harán visibles y palpables. Me serán revelados los misterios de mi existencia y tal vez, el resultado potencial de las decisiones, que no me atreví a tomar.

    El tiempo dejará de ser...

    Y estaré por fin, caminando en la eternidad. Rodeado de una multitud de gente, que jamás conocí y de otros, a pesar de que vivieron mucho antes que yo naciera, leí y estudié sus vidas y sus proezas, sus obras y su legado. Hombres y mujeres, que inspiraron mi existencia y mis metas. Entonces los reconoceré, porque se llaman por sus nombres y usan el idioma, que aprendí en la primera infancia, de los labios de mi madre.

    Buscaré entre la multitud, al nabí (profeta) que más admiré, por su coraje, su mensaje y sabiduría. Realista y espiritual a la vez. Su profecía era una comisión ineludible, que no temía hablar con reyes o sacerdotes. Comunicando su mensaje profético y esperanzador, en primera persona. Un hombre en verdad sin igual. Allí le veré. Ahí estará: Amós.

    En algún momento de esa inmensa eternidad, aparecerá Él. El Hombre Tav (última letra del abecedario hebreo). Aquel a quien he dedicado mi vida y mis estudios: El Mashíaj (Mesías). Y todo lo que está alrededor, todas las voces, todos los abrazos y los encuentros se detendrán; y quedaremos extasiados, por su hermosura y amor, que sentiremos con la fuerza y la intimidad, que, en ese momento por fin, será plena.

    Recordando mi pasado, no puedo dejar de reflexionar también, sobre el pasado de mi Pueblo: Israel. Tal vez, con el paso de los años, uno puede tener una perspectiva más realista de la historia. Y cómo, esa misma historia, nos ha marcado para siempre, tanto a mí, como a mis compañeros de este viaje, hermoso y a veces umbrío, que es la vida.

    Aunque, no puedo negar que fui testigo, de las cosas más asombrosas, que un ser humano haya podido presenciar y conocido, al hombre más extraordinario de todos los tiempos. Siempre presente, sensible a las necesidades de su pueblo.

    Se notaba en sus ojos, sus actos y sobre todo en sus palabras, un mensaje de amor entrañable.

    Tenía el más absoluto manejo de nuestra lengua, como si Él la hubiese inventado. Tanto los fonemas, como la estructura, las letras y su semántica. La construcción de las ideas de la forma más concreta, pero de una profundidad y una veracidad, que uno percibía lo espiritual en cada frase, acento y modulación estaba impregnada de espiritualidad y autoridad.

    Muchas veces, lo quisieron entrampar en cuestiones de todo tipo, que ya les contaré más adelante. Pero Él, sublime y profundo, pudo entender la celada y con su sola respuesta, dejaba una enseñanza o podía explicar una doctrina. Que, a su vez, fueron y seguirán siendo leyes, que regirán para siempre el universo, aunque no nos consagramos, a la solemne actividad y extensión del espíritu.

    Les quiero contar, para que no se pierdan todas estás vivencias, los hechos extraordinarios, que desde pequeño pude experimentar.

    Corría el año 3778 de nuestro calendario, contado a partir de la génesis del mundo.

    Yo tenía dieciocho años. Comenzaba a ser consciente, de lo importante de este tiempo que me tocaba vivir. Siempre hemos sido un pueblo único, pero no siempre hemos estado a la altura de nuestra vocación y mandato.

    Abram en Ur

    Todo empezó veinte siglos atrás, con nuestro primer patriarca, Abram.

    Él vivía junto con su esposa Saraí, en una ciudad llamada: Ur de los Caldeos. Era un centro de comercio, erudición y cultura. Había sido la capital de la Tercera Dinastía, de reyes que gobernaron, toda la Baja Mesopotamia.

    Allí era importante el culto a Nannar, diosa de la luna. Para el desarrollo de su culto, habían edificado en su honor, un impresionante templo que llamaban Zigurat, que tenía la forma de una pirámide escalonada.

    Toda la ciudad, con las típicas construcciones bajas de barro y paja, con techos de madera cortada en forma rústica; contrastaba con la armoniosa y delicada labor de los palacios y templos, con bajo relieves de figuras de animales fabulosos. Las puertas franqueadas por inmensos leones con cabezas de hombres, con la característica que, si uno los veía de frente, parecían esbeltos y señoriales, pero al verlos de perfil, semejaban felinos, caminando a paso seguro.

    Los mercaderes llegaban y salían todo el tiempo, con sus mercancías encaramadas sobre camellos inmensos y tranquilos, con la domesticación paciente de los beduinos del desierto.

    Ur se hallaba a 480 estadios, de la Antigua Babilonia y a la misma distancia del golfo Pérsico, a orillas del majestuoso río Éufrates, que, con el río Tigris, formaban la primera parte de la Medialuna Fértil de Oriente Medio; que llegaba hasta lo que en el futuro sería, nuestra Tierra Prometida.

    Abram, vivía en las afueras de la ciudad, en una residencia modesta pero amplia, que le daba albergue a la familia y sus los asalariados. Los pastores que le ayudaban a cuidar, el gran rebaño que poseía.

    Casado con su sobrina Saraí. Era la más hermosa de las mujeres. Nuestros ancestros decían que comparada con ella: las demás mujeres parecían monas. Era una estupenda cocinera y ama de casa, pero tenía la desgracia de ser estéril.

    La devoción y talento de Saraí como profetiza, hacía que Abram la llamara Mi Corona. Pero en secreto, el patriarca rogaba en su interior y se resistía a ir a los dioses de la fertilidad de los Caldeos, cuyos ritos y sacrificios no le agradaban. Es más, los aborrecía tanto, como amaba a Saraí.

    Cierto día, que Abram regresó cansado de lidiar con sus pastores, porque en el conteo del ganado faltaban algunos cabritos; cosa que ya se había convertido en una rutina. Su mayor alegría y descanso, era ver a su esposa siempre radiante. La había desposado muchos años antes, cuando ella tenía diecisiete años y seguía tan esplendorosa ahora más madura, más mujer a sus sesenta y cinco.

    La conversación, giraba alrededor de sus preocupaciones con el ganado y sus muchachos, como Abram les decía. Saraí intuyó que algo más profundo e importante, ocupaba la mente de su marido, que a los setenta y cinco conservaba la vitalidad y hombría de un joven emprendedor, en los negocios y el amor.

    Ella pensó que lo preocupaba, la maldición que significaba no tener descendencia. Todo lo que había trabajado, los desvelos, no habrían valido la pena, sin un hijo de su propia carne a quien dejárselo. Promediando la cena y sin ánimo de presionarlo, le pregunta Saraí a su esposo Abram.

    —: Señor mío ¿Hay algo, que me quiera contar? Lo veo más preocupado que de costumbre —dijo en tono suave, pero esperando una respuesta sincera y sin evasivas, que su esposo con los años, había aprendido a reconocer en su voz—. Y sé, no es por los muchachos —hizo una pausa esperando una respuesta y presintió que su marido, guardaba un secreto difícil de revelar, aún para su propia esposa.

    —Tengo algo que contarte —dijo él, en un suspiro, con un tono de expectación y alivio.

    Su esposa, por mujer y profetisa, tenía la costumbre de intuir cada uno de sus estados de ánimo. Así que él sabía, que no necesitaba actuar de forma extraña, para llamar su atención. Y sin preámbulos comenzó a tratar de ordenar sus ideas. A pesar de su inteligencia, siempre le había costado expresar con palabras, sus experiencias espirituales.

    —Algo muy extraño, pero a la vez, una sensación de plenitud —continuó diciendo Abram, ahora más calmado. Miró hacia un costado como si recordara cada detalle de su experiencia, pero todo al mismo tiempo—. La otra noche, cuando se enfermó el pequeño Abdul y lo tuve que reemplazar en la guardia al cuidado del rebaño; en un momento, me separé de los demás y lejos del fogón, se podían ver innumerables estrellas en el firmamento azabache.

    Una hermosa noche sin luna, ni Nannar, como si fuese un presagio. Sentí que mi más urgente oración, estuviese por ser contestada. Como una promesa, con seguro y tiempo de cumplimiento —hizo una leve pausa, como si lo mejor de la historia, estuviese por ser contada y continuó —: La experiencia más rara que he tenido en mi vida.

    Siempre guardando los mandamientos que fueron dados a nuestros padres, Adán, Matusalén, Noé, Sem y ahora nosotros la última generación. A menos que podamos tener descendencia, se perdería toda esta rica historia. Por eso, es tan importante para nuestra familia.

    Y la respuesta a la única y más grande petición, urgía en mi corazón, pues aún no ha sido contestada: por favor, Adonay, danos un hijo... Danos un hijo... Denos un hijo. Tantas veces repetida, que solo han quedado estas tres palabras. Pero mi confianza y la esperanza están intactas. Solo este pensamiento, en forma de plegaria, habitaba mi mente, que, sin darme cuenta, uno de los muchachos me había seguido...

    Eso es lo que pensé, pero cuando puso su mano sobre mi hombro, me sonó rara tanta familiaridad, no por desconfiado, si no porque los hombres de esta parte del mundo, no somos de tener estas muestras de afecto.

    Sin tiempo a darme vuelta para ver de quien se trataba, me acompañó guiándome un trecho cerca del río. Con una voz clara, firme y varonil, sincronizada con mi pensamiento. Repitiendo en voz alta las tres palabras, que hacía décadas venia orando, sin que nadie, ni siquiera usted mi amada esposa, lo supiera hasta ahora.

    Hizo una leve presión en mi hombro —prosiguió—, comprendí que quería que fuésemos caminando un poco más adelante, como dos amigos que deben conversar, de algo importante —Abram, hizo una leve pausa y conteniendo la emoción, miró a su esposa, que, con los ojos llenos de lágrimas, lo escuchaba con atención.

    Ella sabía, que él la consideraba su única y amada esposa. El hecho de no poder darle un hijo creaba entre ellos una tensión, pero a la vez, profundizaba su amor y su relación, haciéndola más fuerte y duradera.

    Pero esta oración, que su esposo había ocultado todos estos años, hasta ahora, y que ella presentía, eran parte de sus propios anhelos; fue más que una confesión, fue una revelación, que la emocionó, por la sinceridad; pero, sobre todo, por lo amoroso de esa actitud, de no reprocharle su condición de estéril, si no confiar en Aquel que es poderoso, para sanar cualquier anomalía.

    Miró a su esposo, con una nueva mirada de amor y esperó la pausa, que sus propios pensamientos le daban, para seguir escuchando el relato de su señor...

    Leví en Bet Lejem

    ––––––––

    Era una tarde calurosa, en el polvoriento desierto a orillas del Mar Muerto. Desde esa profunda depresión, única en la tierra, se elevaba un viento que traía hasta nuestro poblado, Bet Léjem, una brisa pegajosa y húmeda.

    De vez en cuando, entre los estudiantes de Torá, nos trabábamos en alguna discusión.

    Las opiniones siempre estaban encontradas, y por una cuestión pedagógica o vaya a saber que, los rabinos no daban una última palabra y hasta parecía que se divertían. Al mismo tiempo, prestaban mucha atención, a lo que cada uno aportaba al debate, esperando ver en este sentido, un crecimiento, profundidad y madurez en los alumnos.

    Los Justos nos enseñaban, todo lo que ellos habían llegado a conocer.

    En casa, mi madre me hacía repetir lo aprendido y muchas veces, no estaba de acuerdo con las opiniones de los rabinos, pero era un secreto entre ella y yo. Vivía en la pequeña ciudadela llamada Bet Léjem, que era el lugar donde había nacido el rey David y que siempre fue un bastión estratégico, para acceder a Jerusalén.

    A la entrada y la salida del pueblo, a orillas de los caminos, se podían ver las pequeñas torres fortificadas, que daban cuenta de la importancia defensiva que siempre ha tenido. Ahora, custodiada por unos guerreros romanos, que nos habían invadido mucho antes que yo naciera.

    Eran feroces con cualquiera que no respetara la Pax Romana, que era según tengo entendido, una especie de tranquilidad, que, por la fuerza, conservaba el orden en todo el Imperio. Celosos en hacer guardar las leyes romanas y despreciaban a cualquiera que hablase hebreo.

    Yo, en mi inconsciencia de adolescente y un poco de malicia, a propósito, los saludaba con mi mejor sonrisa, con un fuerte ¡Shalom! (paz) A lo que ellos, entre una mueca y una sonrisa, me seguían con la mirada desconfiada, que ya había percibido en su jefe, un tal Centurión, el más fiero y valiente de todos. Estos romanos eran gente rara, corpulentos y hábiles guerreros. Tenían cicatrices de mil batallas, de las que siempre habían salido victoriosos.

    Pero nosotros teníamos nuestros propios héroes, David el rey pastor y su grupo de valientes, que más adelante les contaré.

    Los romanos habían apoyado a Herodes, al que llamaban el Grande, que reinó en Israel, hasta hace unos años y después de su muerte, su reino se había repartido entre sus hijos.

    Nuestra tierra Israel, había sido reducida a unas cuantas provincias romanas. La provincia donde nosotros vivíamos, se llamaba de Judea.

    Herodes, que más adelante les contaré sobre él, según sabía, se había querido ganar la simpatía de mis paisanos, edificando un monumento grandioso que todos llamábamos; el Bet. Pero es más conocido como el Templo de Jerusalén o Segundo Templo. En el mismo lugar donde el rey Salomón, había construido el Templo de Salomón o Primer Templo en el pasado.

    De todos modos, Bet Léjem era hermoso y estaba a una distancia de 50 estadios de Jerusalén. Nos encantaba subir a Jerusalén a celebrar las Fiestas del Señor. Los rabinos nos habían enseñado, que eran para prepararnos para la venida del Mesías Rey, y también eran una forma de profecía, para entender nuestra propia historia. En el pasado nuestros ancestros no lo habían entendido así. Y nos había significado, el Destierro en Babilonia y la destrucción del Primer Templo.

    Cada uno subía con su familia y de acuerdo con sus posibilidades llevaba algo que ofrendar, pues estaba escrito, que nadie se podía acercar a Hashem (El Nombre) con las manos vacías. Nosotros siempre llevábamos un cordero, como había enseñado Moshé Rabeinu (Moisés nuestro maestro).

    Como yo cuidaba de las ovejas, era el encargado de elegir el cordero de un año, que fuese perfecto. No podía estar enfermo, ni debía tener quebrado ningún hueso, ni manchas, ningún defecto, debía ser perfecto.

    Mi madre, me decía que ese cordero, representaba al Mesías que habría de venir. Este Mesías o El Ungido, como me gusta llamarlo, era alguien muy importante para todo nuestro pueblo. Y para mí, que soñaba con estar a su lado, cuando reconquistáramos nuestra amada Israel, de las garras romanas.

    Mi padre, que también formaba parte de la tribu de Leví, era muy amigo y pariente de mi moré o maestro. Con frecuencia debían ir a Jerusalén, para saber en qué mes les tocaba oficiar en el Templo, según su orden sacerdotal.

    Mi padre, siempre estaba de acuerdo, con mi elección del cordero para el sacrificio. Aunque no dijera mucho, de carácter afable y amoroso, estas cosas que eran mitzvot (mandamientos) de la Torá, se las tomaba muy en serio. Que no me reprochara o cuestionara la elección ya era todo un halago. Así podíamos confiar el uno en el otro. También eso me traía tranquilidad, en mi tan creciente e insatisfecha ansiedad, en llegar a ser en un futuro cercano un sacerdote, como él. Esta sería una de mis primeras responsabilidades en la familia, en una búsqueda más profunda, que todavía no podía identificar.

    Ese día amanecí raro. Parecía una madrugada como cualquiera, pera la sensación que tuve, fue como que sería un día distinto a los demás. Después de las oraciones de la mañana y de cada brajá (bendición), tomé mi copia de Bereshit, que la traducción al griego llama Génesis.

    Me fui corriendo a la yeshivá, la escuela donde aprendíamos a leer, escribir y obedecer la Torá. En el camino, peor y más retrasado que yo, me encontré con mi mejor amigo. Él era mi más encarnizado oponente en las opiniones y definiciones, acerca de tal o cual cosa de alguna clase, o de la raíz de alguna palabra. Cualquier excusa era buena para llamar su atención y ver que me decía. Esto habíamos adoptado como una dinámica de estudio y competencia, para ver quien estaba más cerca de la interpretación, que el rabino tenía y enseñaba.

    La lectura para la clase de hoy, no era nada fuera de lo común. Hablaba de nuestro padre Abraham, así que le había dado una leída rápida. Ya había llegado a la mitad del relato, pero algo me hizo volver al principio y prestar más atención. Continúe leyendo más despacio, palabra por palabra y me llamó la atención algo del relato, que me resultaba familiar; pero no sabía que era, donde estaba, ni porque me era tan conocido.

    Natanael, mi amigo, era muy astuto e inteligente y se destacaba sobre el resto de nosotros, porque las letras de nuestro idioma también son números. Pero no como el latín, el idioma de los opresores. Pues los romanos, también usan letras para los números. Pero ellos repiten unas pocas; y con eso han logrado un sistema bastante eficiente y facilísimo de memorizar.

    En nuestro caso usamos todas las letras del alefbet (alfabeto). Eso nos llevaba, aparte de no cometer errores cuando cumplamos en hacer una copia de la Torá, nos daba también la posibilidad, de tener una mente matemática; sumada a la memorización diaria de los mitzvot, se nos hace bastante fácil, dominar un estudio cada vez más profundo, de nuestro amado Libro.

    Como dije, él estaba siempre haciendo cuentas con las palabras, buscando e inventando parecidos, diferencias, proporcionalidades y desigualdades. Parecía que su cerebro funcionaba con oxígeno, miel y números. Cuando fuimos grandes y nuestra amistad se hizo más profunda. Me tuvo paciencia para mostrarme, porque amaba tanto unir las matemáticas a su estudio.

    En el futuro, esta forma de acercarse a nuestro idioma a se llamaría Gematría. La Gematría es un método y una metátesis como luego lo llamarían los griegos, la simple alternación del orden de las letras, en una palabra, que depende del hecho de que cada carácter hebreo tiene un valor numérico. Tenía toda una teoría, para buscar palabras que sumaran igual, o fueran múltiplos de otras. Qué cálculos complejos le ayudarían a entender, cuál era la relación entre una frase y otra. Aprender todas estas habilidades, me sirvió en el futuro, cuando tuve que ejercer una innoble tarea, que ya les contaré.

    Yo en cambio, era más literario. Buscaba el significado justo de cada palabra, desde la misma raíz, hasta el último de los significados, y su relación con las demás palabras. De qué forma se utilizaban en distintos momentos. Me fascinaba tanto como se enriquecía, de acuerdo a cómo se use, y de la manera que estaba construido el idioma, que nosotros llamamos: el Idioma de Dios. El más maravilloso, concreto y específico, para relacionarnos con nuestro amado Libro.

    Para nosotros, todo giraba alrededor de nuestros estudios. Hasta cuando estábamos realizando nuestras obligaciones para la familia, meditábamos, en algún comentario de los maestros o elaborábamos nuestras propias conclusiones. Ya fueran acertadas o no, siempre había un tiempo para discutir las posturas, hasta las más alocadas, tenían su oportunidad de ser revisadas y muchas de ellas formaron parte de lo que se llamó: la torá oral.

    Aunque siempre terminábamos estudiando las conclusiones, de las dos escuelas más importantes, de los dos rabinos más renombrados de nuestra época: Hillel y Shamai. Que, si bien eran antagónicos, ambos tenían un manejo de la Torá asombroso; y cada uno de nosotros, optábamos con que postura nos identificábamos más.

    Yo por mi parte, tenía la tendencia a sacar mis propias conclusiones, sobre todo, con las cosas referidas al Mesías, que era el tema de más discusiones e interpretaciones. Cómo sería a partir de lo que los Neviím (profetas) y los Ketubim (escritos) nos decían, todo absolutamente contextualizado con la Torá. Con el mayor de los respetos, por quienes nos enseñaban, con la devoción y firmeza de cualquier rabí.

    Abram y su Amigo

    —En ese momento me giré para ver quién era. Vi la mirada más profunda y amorosa de toda mi existencia. Comprendí que era Adonay en persona, mis rodillas se doblaron y mis piernas perdieron fuerzas. Él no dejó que me arrodillara, en vez de pronunciar mi nombre, me llamó: amigo —la voz de su marido quebrada por la emoción, era algo que Saraí no recordaba haber presenciado, ni la evidente emoción de su rostro, en toda su vida juntos—. No salía de mi asombro. Yo que siempre tengo algo para decir, me había quedado sin palabras. Solo mi espíritu podía darme testimonio, que no era un sueño o una visión, era tan real como esta mesa o el amor que nos une.

    Me preguntó por usted —dijo Abram, un poco más calmado—. No porque Él no supiera, si no para darme tiempo a reponerme y empezar a conversar como dos amigos, que hace mucho no se ven y necesitan ponerse al día. Pero toda esa contención hacia mí, que nos soy nadie; que no me puedo ni asemejar a los ángeles, sin embargo, Adonay mismo en forma humana, estaba parado frente a mí.

    En ese momento pensé: pero... si el Señor es Espíritu, ¿Cómo es que está frente a mí en forma material? Pero a la vez ¿Por qué tiene que ser como yo lo concibo? Él es el Creador de todo. Él es Eterno. Él es soberano. Él puede hacer lo que quiera, no lo que a mí me parece. Sería muy irreverente de mi parte esperar de Él, que es Omnipotente, actuara como a mí me parece —cerró su reflexión el maduro patriarca—. Fue un momento desconcertante. En cualquier otra circunstancia, me hubiera sido difícil de aceptar, pero es tan larga nuestra relación, que verlo ahí junto a mí, fue como una esperanza realizada, que finalmente ha sido cumplida en toda su magnificencia.

    Leví en la yeshivá

    Después de rezar las brajot (bendición), para empezar la clase que correspondía para hoy, el moré (maestro de niños) pidió el más profundo silencio para leer la porción, que nos tocaba estudiar.

    Traté de leer, frunciendo el ceño para ver si me podía concentrar. No lo pude lograr.

    Comencé a divagar en mi mente, y con una mirada oblicua determiné la posición del moré, que se llamaba: Zacarías. Él era en realidad, un sacerdote, que estaba esperando su turno para oficiar en el Templo. Era un hombre santo, alto y con una barba muy larga, que le daba a pesar de su bondad, un aspecto temible. Aunque estábamos acostumbrados a ver los paisanos del pueblo, con la misma apariencia, Zacarías tenía un aura de sabiduría y majestuosidad, mezclada con experiencia y humildad, que me inspiraba un profundo respeto. Vestía una larga túnica color ocre y su Talít el manto, que se usa para hacer los rezos, era el más original que yo haya visto. Me parece, que comentó fuera del salón de clase, que lo confeccionó su esposa; y con un gesto de satisfacción lo había alisado con la palma de la mano izquierda. Su esposa, también era de la tribu de Leví y al parecer, siguiendo su genealogía, era una descendiente directa de Sadoc, de quien descendemos, nosotros los saduceos.

    Mi admiración por Zacarías se basaba en su temor reverente al enseñar. Se notaba que elegía con cuidado cada palabra. No fuera, que tratando de explicar algo, lo terminara complicando más. Su erudición, lo llevaba a respetar cada porción de la Torá, con la reverencia y la sencillez que bien nos enseñó a internalizar.

    No es otro libro más. No es cualquier libro. Es un poder, que hay que respetar, guardar, amar y obedecer. Nos decía, como si nuestra supervivencia individual y como pueblo dependiera de ello.

    Con los años comprendí y valoré esa enseñanza, tal vez, la más profunda y veraz, sin poder dimensionarlo en ese momento. No obedecer a sus mandatos tuvo consecuencias dramáticas, para nuestro pueblo.

    Una lección que nos había dejado una época histórica triste y cercana, que llamamos: cautividad. De la cual, nunca nos terminamos de recuperar. De hecho, muchos de los nuestros se quedaron allá en Babilonia hasta hoy. A pesar de su sabiduría, jamás quisieron regresar con nuestros ancestros, a la tierra que Adonay nos dio en heredad. Por esto, recuerdo esa clase, de esta época específica, que me hizo reflexionar acerca de la supervivencia.  Fue de las más importantes, para mi futuro y el de mis compañeros.

    ¿Cómo está tu padre?

    —También, me preguntó por mi padre —comentó Abram—¿Cómo está el viejo y querido Tare? —dijo, necesitando saber mi respuesta— ¿De dónde conocía a mi padre? Me pregunté en silencio. A mi mirada de curiosidad, la percibió, como un gesto de poca perspicacia de mi parte. Porque era evidente, que Él sabe todo, es Omnipresente.

    Abram hizo una pausa en su relato, tratando de ordenar sus ideas, para poder seguir contando este encuentro increíble.  Su amada Saraí reconocía en la narración de su esposo, algo más que una simple experiencia. Pero no apuró el momento, tenían toda la noche. El sol, apenas hacía un momento que se había ocultado en el horizonte. Ella, previsora y diligente, ya había encendido una lámpara sobre la mesa, que le daba al ambiente, una movediza luminosidad; ya que la briza del verano entraba serenamente a la tienda, que les daba el refugio suficiente, para sobrellevar el calor de la noche.

    Mi padre está muy bien pese a su edad. Sigue gruñón pero sabio, recto, aunque amoroso con sus esposas, rodeado del bullicio de sus nietos, que disfruta más de lo que pudo, y se permitió gozar de nosotros. Él dice que se siente sano y fuerte, pero sus rodillas por ahí, le juegan una mala pasada y le cuesta levantarse, después que ha estado un tiempo en la misma posición —detuvo su relato, se humedeció los labios, como era su costumbre, con un breve sorbo de agua, que Saraí siempre le tenía preparada, en su copa de plata preferida; y por un instante dejó de mirar los ojos amables de su esposa, porque lo mejor del relato no había comenzado...

    Las dudas de Leví

    De regreso a mi casa, todavía pensando lo callado que había estado en la yeshivá, porque me sentía disperso y raro. Tal vez, porque no terminaba de entender, como era que Adonay mismo, en persona y en forma corporal, se había presentado a Abram; primero en Ur de los caldeos y después ya instalado en la Tierra Prometida.

    Siempre nos han enseñado los sabios que Adonay es Espíritu, no tiene cuerpo, no se puede corporizar, hacerse materia como nosotros. Sin embargo, para Él que todo lo puede, que creó los pájaros, el resto de los animales, las montañas, los mares, ¡el universo!...  

    ¿Por qué no me terminaba de cerrar la explicación de nuestro prestigioso rabí Zacarías? Tal vez, él tenía las mismas dudas que yo, pero no nos podía decir toda la verdad o por lo menos, no lo que él creía ¿Hashem no puede tomar forma humana, para hablar con nuestro mayor patriarca? O ¿Soy yo el que, por estar adoctrinado de esta forma, no entiendo cómo puede ocurrir esto? ¿Puedo creer lo que dice la Torá con respecto a este tema y no ir contra lo que me enseñaron los rabinos? ¿Cómo puede ser que esté escrito así, como dice la Torá en Bereshit? ¿Solo será un permiso literario, que se dio Moisés cuando escribió la Torá?

    Eran demasiadas preguntas juntas.

    En el futuro, me acontecerían cosas extraordinarias, que me ayudarían a tener las respuestas a estas preguntas, que me tenían en una crisis tal, que no lo podía compartir con nadie, ni siquiera con mi rabí, mi padre y menos con mi madre, por ahora.

    Esa noche era mi turno de cuidar el rebaño de la familia. Las llamas del fogón se movían con una cadencia lánguida y luminosa. Miles de chispas saltaban cuando agregaba un nuevo madero de sicómoro, tan abundantes en esta parte del país, que mantenía vivas las llamas. Al amanecer tomaba por fin el desayuno, que mi madre me preparaba, con el más exquisito queso de cabra y una tortilla, amasada por sus propias manos para mí, que con tanto gusto devoraba.

    Pero esta noche no podía pensar en otra cosa. Todo lo que creía, tambaleaba por esta duda y la falta de resolución, que tenía en mi mente; me daba vueltas y vueltas en mi pensamiento, sin poder resolverlo, pero era tan importante para mí, que me gustan tanto las palabras como ya les conté. Fue la primera, de muchas noches que medité sobre este pasaje de Bereshit.

    Las ovejas y los cabritos recortaban sus siluetas obscuras, contra las barrancas cerca del estanque. Allí surgía un hermoso y fresco manantial, que nos daba su agua tranquila. Y me estimulaba a reflexionar: cuánto dependemos, tanto los animales como nosotros, de lo que nos provee la naturaleza.

    Un encuentro de amigos

    —Es tan extraño y a la vez... –Abram hizo un gesto con la mano y el rostro tratando de buscar la mejor palabra para describir la experiencia, hasta que, por fin, dijo—: Glorioso. Mi corazón saltaba en mi pecho, al escuchar cada palabra, mandato y cada promesa. ¿Quién soy yo para recibir, amada esposa, semejante revelación? Toda mi vida he tratado de ser reverente y respetar los mitzvot de Adonay ¡Tanto gozo junto y perfecto! Seguro lo necesitaba, como una respuesta a mis plegarias. Cuando le respondí la pregunta acerca de mi padre, esperó unos segundos. Me soltó el hombro y de inmediato, me di vuelta para observar mejor a quien hablaba conmigo. ¡Cómo describir lo que vi! ¡Cómo describir a Adonay! Bendito sea su Nombre —dijo Abram, haciendo una reverencia con su cabeza, como si otra vez lo tuviera en frente y prosiguió—. Era más alto que yo, por lo menos por un palmo y medio, su cabello con ondas, castaño obscuro y largo. Su tez, como la nuestra, tostada por el sol y la briza marina, cuando se mezcla con la bruma del Éufrates. Su nariz recta pero grande, como todas las gentes de nuestro pueblo. Me llamó la atención y fue lo primero que vi, su mirada... profunda, amistosa, sabia. Pude ver en ella y sentir el amor, que siempre percibí que el Señor siente por mí. No pude apartar mis ojos de los suyos como, si con solo parpadear, pudiese desaparecer, tan de repente como apareció. Pero tenía la seguridad que eso no pasaría, porque por algo había venido, había bajado, se había acercado a mí. Su voz. Era la primera vez que escuchaba un timbre hermoso, culto y con un tono grave, pero sereno y profundo. Me hablaba en un hebreo perfecto, que era el idioma de mis ancestros y a diferencia del arameo que hablamos en Ur, todavía no lo hemos podido empezar a escribir. Agachado levemente para hablarme, me dijo en un tono afectuoso, pero solemne —: Abram...

    El descanso del pastor

    Ya había amanecido. Mi hermano dos años mayor Baruc, me había venido a reemplazar en el cuidado del rebaño. Le dimos de beber a los animales el agua del manantial, que en esta época del año fluía incansable. No debíamos bajar por las escaleras talladas en las paredes, para subir de a un cántaro a la vez. Era un alivio, pues no dejaba de ser una tarea agotadora, después de pasar toda la noche despierto. Lo hacía de buena gana, porque era mejor que arar la tierra, lo que hacían mis hermanos mayores y mi padre.

    De camino a casa me encontré con mi madre, que ya venía del mercado, cargaba una pequeña bolsa de sal, una vasija con aceite y un cuarto de gomer de harina de trigo. Después de un hermoso beso, que solo las madres saben dar cuando uno tiene dieciocho años, le ayudé con su carga, mientras le contaba cómo había pasado la noche.

    Al llegar a casa dejamos todo en la mesa del patio anterior, donde transcurría la mayor parte de las actividades de mi madre. Yo me fui a recostar, hasta la hora sexta, en la tienda que con mis hermanos usábamos para estudiar y descansar.

    Tomé un sorbo de agua de la vasija que el padre de mi amigo Natanael, que es el alfarero del pueblo, me había ayudado a modelar. A pesar, de no ser perfecta, me servía para la función que precisaba; andar siempre con un poco de agua, ya sea para tomar, refrescarme la cabeza o el rostro. Apenas me recosté, me quedé dormido. Y de repente me vi en un sueño...

    Abram el llamado

    Vine a decirte que estamos muy felices con tú carácter, tu familia y la relación que tienen con Saraí. Como te considero mi amigo, he venido en persona a comunicarte mi Voluntad —me informó Hashem con voz solemne—: "Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que Yo te mostraré. Pensarás: ¿Por qué te pido esto? En esta tierra de idólatras, no podremos lograr una verdadera comunidad, sin que se contamine con las prácticas y cultos que aborrezco. Todos los integrantes de tu parentela, que no se han mantenido en mis mitzvot, no son dignos de ir contigo. La tierra donde necesito que vayas, es muy importante para Mí, lo será para ti y todos tus descendientes. Será una tierra santa, por todas las generaciones".

    —¡Que sublime desafío! —expresó Saraí con un estremecimiento que le recorrió la espalda.

    —¡Cómo poder resistirse a semejante privilegio y mandato querida esposa! —dijo Abram y prosiguió con su relato—. Con el mismo tono de soberanía absoluta, Adonay me continúo halagando, contándome sus planes en persona. A mí se da cuenta yo que no soy nadie, para merecer semejante privilegio. Él me dijo también

    —: Y haré de ti una nación grande y te bendeciré y engrandeceré tu nombre y serás bendición. Si he oído tu oración y a su tiempo será contestada, pero ahora quiero que obedezcas a lo que te mando, lo antes posible. Has todos los arreglos para irte con tu amada esposa y tus rebaños, a esta tierra hermosa que te voy a dar a ti y a tu descendencia. Te voy a bendecir de todas las formas posibles. Es mi mayor compromiso querido amigo. Donde quiera que se te nombre, una señal de reverencia estará implícita, por ser el más grande de todos los patriarcas y fundador de una nación. Y a la vez, serás bendición, porque también me comprometo a darte la Torá, mis mandamientos, estatutos y ordenanzas, para todo mi pueblo. Por último, serás bendición, porque de tu descendencia, naceré como: el Mesías. Yo mismo vendré y salvaré a mi Pueblo. Pero ya te iré revelando todos los detalles de mi plan eterno y absoluto. El resultado de tu obediencia será el cumplimiento, de cada una de mis palabras, amigo mío. Por eso, te prometo y me comprometo a lo siguiente: Bendeciré a los que te bendijeren y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti, todas las familias de la tierra. Abram, necesito que seas consciente de una cosa: pase lo que pase con tu descendencia, si me obedecen o no, si me aman o no; mis dones y mis promesas serán eternas contigo. Me interesa que sepas, que tanto la Torá, como el Mesías, Soy Yo mismo en dos lenguajes diferentes, pero subordinados uno del otro. Porque siempre Soy Yo mismo, hecho materia, si no puedes creer esto o alguno de tus hijos, estarán en graves problemas, por no confiar en Mí. Pero por ahora me interesa que tú, querido amigo, lo sepas y lo declares, primero a Saraí y luego al hijo que te daré, por ser obediente y para que seas feliz.

    La pesadilla de Leví

    Estaba caminando descalzo, por la ladera occidental del Mar Muerto, que nosotros llamamos Yam Hamelaj. Mis pies se hundían en el asfalto derretido, por el tórrido clima del estío. Tenía que cruzar a la otra ribera para encontrarme con mis padres. Pero me resultaba cada vez más difícil dar un paso tras otro. Cuando por fin llegué al agua que, por su densidad, no podía hacer más que flotar. Muchos años después, con un químico amigo mío, de origen griego, me sacaría de mi duda, porque eran tan raras y distintas, a todas las demás aguas de la tierra.

    Las aguas de este mar —me dijo con tono profundo y no muy seguro que fuera así —, son ricas en calcio —continuó—, magnesio, potasio y bromo. Pobres en sodio, sulfatos y carbonatos, una composición diferente de la del agua de mar —hizo un ademán con la mano señalando al Mar Grande—. Estrictamente hablando, la definición usual de salinidad no es aplicable —añadió con un tono de satisfacción en la voz y cruzo los brazos como para sentenciar la frase.

    Traté de nadar con todas mis fuerzas, pero cuanto más nadaba, menos me acercaba a mis padres, que giraban para mirarme y seguían caminando, como si yo no les importara. Me desesperaba tanto, que sentía que empezaba a hundirme en esta agua negra, pegajosa y profunda.

    Bañado en sudor me desperté, jadeando y sin saber qué hora del día era. Fue la segunda vez, que esta pesadilla me ocurría, en menos de un año. Me estaré por morir, recuerdo que pensé, o peor aún, se estarán por morir mis padres. Lo que me causó una gran angustia y miedo, de no poder hacer nada para evitarlo. La gente se muere de muchas cosas en esta época: de insolación, diversas fiebres, picaduras de insectos, gangrenas y también por crucifixión. No hay ninguna forma de eludir la muerte, tarde o temprano nos llega a todos. Me había dicho un día un viejo rabino, que siempre estaba sentado en la puerta de la yeshivá. Sin que yo le hubiera preguntado nada.

    Lo bueno de tener un amigo

    ––––––––

    Abram se cruzó las manos en la nuca. Elevó la mirada, por esa rendija, que dejaba pasar el aire fresco del atardecer. Por ahí podía ver más allá del techo de la carpa, que le gustaba usar en verano en lugar de la casa. Dio un suspiro de alivio, cuando terminó de contarle a su esposa, semejante experiencia, sin haberse quebrado en un llanto. Emocionado por tanta felicidad, respuestas concedidas y desafíos por cumplir.

    —Cuando se despidió de mí —continuó—, me miró fijo a los ojos, como si quisiera sellar un pacto entre dos amigos inseparables y unidos por esa simbiosis inexplicable, que hace de la amistad, uno de los lazos más estrechos, que uno puede cultivar.

    Luego, me dio el más fuerte abrazo que haya recibido en la vida, me besó la mejilla y con un último apretón de sus brazos fuertes y seguros, como si se dedicase a tareas que requieren de un gran esfuerzo físico, me agarró con ambas manos de los hombros y se despidió con una enigmática frase—. Nos volveremos a ver querido amigo, pero no en tan serenas circunstancias. Y se fue. Lo vi alejarse, hasta que la noche, lo cubrió de mi vista. Cuando me quedé solo, me temblaban las piernas y caí de rodillas. No sé cuánto tiempo estuve, quizás horas, con esta sensación de regocijo, de una felicidad absoluta. Con todo mi ser sentía que flotaba en un mar profundo y luminoso, en un estado de sobria embriaguez, que no puedo explicar, ni quiero, por miedo de romper, lo indescriptible e inefable de la experiencia. Todavía me dura la sensación de plenitud y de sosiego. Aún siento este hormigueo y temblor en las manos, como un rezago físico de tantas vivencias juntas.

    Te busca Leví

    No sé por qué, pero al levantarme cada mañana, hacia mis brajot obligatorias, pero giraba, para mirar hacia Jerusalén, nuestra ciudad sagrada, que melej David, había conquistado a los Jebuseos, hacía ya como novecientos años. Allí se yergue, como les he contado el fastuoso Templo, construido por mandato de Herodes el Grande.

    Uno de mis sueños es poder, cuando sea grande, ministrar como mi padre y antes mi abuelo.

    ¡Tantas generaciones de sacerdotes del linaje de Sadoc! Más adelante les contaré, como fue que la línea sacerdotal recayó en nuestra familia. Amo mí ciudad natal Bet Léjem, pero amo mucho más Jerusalén.

    En una ciudad donde han pasado historias extraordinarias, como cuando Adonay le pidió a nuestro padre Abraham, que sacrificara a su hijo Isaac. Lo guio hasta ahí, para probar su obediencia y fidelidad. O cuando nuestro patriarca se encontró, con el mayor de todos los sacerdotes del mundo: Melquisedec Rey de Salem y Sacerdote del Dios Altísimo. Y ahí también reinará eternamente el Mesías. Será por eso, que nuestra ciudad sagrada, ejerce esta rara y hermosa fascinación sobre mí.

    Era el primer día de la semana y la sinagoga, que usábamos también para nuestras clases de Torá, estaba reluciente después de la celebración del abdalá, que es la ceremonia del cierre o despedida de nuestra amada fiesta: el shabat. Pasé por la casa de Natanael, para ir a clases y me atendió su madre.

    —¡Shalom, Leví! ¿Cómo amaneciste, está bien tu madre? —dijo alegre e interesada por mi respuesta. Ella, era una mujer fuerte y valiente, como todas las mujeres de nuestro sufrido pueblo. Había perdido a su abuelo en las guerras contra los ocupantes helenos, durante la resistencia de Judas Macabeo. Su tez, bronceada por el sol de Judea, resaltaba sus ojos color verde obscuro. Sus cabellos cepillados con cuidado, hacía que su aspecto fuera elegante y distinguido, como la mayoría de las descendientes, de la tribu de Benjamín.

    —Si señora está muy bien, gracias por preguntar —tenía una hija, que era igual a ella: Rut. Sería muy importante para mi futuro. Por debajo del brazo y corriendo suave la túnica de su madre, apareció mi amigo y compañero de estudios, la besó rápido y sin saludarnos, nos encaminamos juntos, a la clase de Torá.

    —No te vi en el kabalá shabat —me reprochó, con una amplia sonrisa— ¿O te fuiste a sentar al fondo, para estar cerca de tú amada? —sabía, lo incómodo que me ponía que me hiciera bromas sobre eso, porque no le había contado. Pero todo lo que yo hacía, estaba bajo su atención. Nunca se le escapaba nada y me debe haber visto, mirándola de reojo.

    Rivka tenía nuestra edad. Era la más hermosa joven de nuestro pueblo, por lo menos para mi gusto. Ya su nombre era hermoso una cuerda con nudo corredizo, es decir: una mujer joven y bella, capaz de enlazarte con suavidad. Como había dicho Isaac ben Abraham.

    Con solo decirlo, me venían a la mente imágenes de su rostro hermoso y lejano. Lo miré con un rictus de furia fingida y de repente, nos topamos con un par de soldados romanos, que andaban de patrulla. Derechito y con paso ligero, nos encaminamos a nuestra clase sin hablar el resto del camino.

    Decididos a obedecer

    Abram, todavía mirándose las manos temblorosas puestas en su regazo, ni se dio cuenta de que Saraí, se había levantado y acercándose suave, lo abrazó por detrás, con afecto y con ánimo de tranquilizarlo.

    —¿Todo va a estar bien, mi señor? —cómo llamaba a su esposo. Con el tono amoroso y decidido de siempre— Lo que tú decidas se hará y lo que Adonay mande seguro será para nuestro bien y bendición —agregó, descansando el mentón sobre la cabeza de Abram.

    Saraí necesitaba hacerle saber que ella lo apoyaría en todo momento, como lo había hecho siempre. Abram notó, que, como él, su esposa también temblaba y presintió, era por este viaje, que debían emprender en un futuro cercano. Nada los detendría, ni los haría cambiar de opinión.

    El mandato era demasiado denso y justificado para ser desoído. Pero no obedecer, nunca fue una opción, para el fundador de la nación. Abram se paró, giró sobre sus talones y abrazó a su esposa como si fuera la primera vez. Un largo abrazo. Así estuvieron un momento, sintiéndose el uno al otro, como recobrando fuerzas para enfrentar el desafío, que tenían por delante. Esto solo era el principio de una nueva vida, con una perspectiva novedosa y cuyos alcances, ellos desconocían.

    Si cada persona pudiera saber el futuro al detalle, que fácil sería la vida. Poder decidir sabiendo los resultados, de aquí a cinco o a cincuenta años, seguro se evitarían muchos yerros y dolores. El margen de error sería muy pequeño. Tener la certeza, que elegimos bien a la persona que amaremos toda la vida, nuestra actividad comercial o ser solo nómadas toda la existencia. Si pudiéramos saber, cuántos hijos tendremos y como criarlos a cada uno, de la mejor forma, sabiendo cómo será el resultado de esa educación, sería una ventaja inconmensurable; y a la vez que horrorosa, la posibilidad que se abre, al conocer el día de la propia muerte; o de la esposa, los hijos, los nietos, los amigos. Los sufrimientos a los que serán sometidos y los accidentes a los que estarán expuestos; o, por el contrario, si morirán en una batalla, por defender

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