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Pornografía para piromaníacos
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Libro electrónico378 páginas

Pornografía para piromaníacos

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Pedro Blaster, Charliee Sebastian y Jeff «Pliers» Peralta son los nombres de tres actores sumergidos en el estridente circuito del porno gay del Área de la Bahía, en San Francisco. Su aparente estabilidad de glamur exhicibi­cionista, seguridad económica o sexo al alcance de su antojo, se ve perturbada con la inesperada ola de suicidios que parece afectar como discreta epidemia a otros compañeros actores de la industria, de por sí tambaleante por los acelerados cambios generacionales y tecnológicos que suscitan nuevas formas de concebir las relaciones, la atracción, el poder, las drogas, el sexo y el amor entre hombres. En esta trepidante novela, Wenceslao Bruciaga nos conduce a las entrañas del submundo del porno gay de San Francisco, ofreciendo por contraste un cuestionamiento más amplio sobre aquello que entendemos como normalidad. Con una escritura tan precisa como desbordada, sacude las certezas morales (y de todo tipo) de los lectores, con esta divertida y pornográfica novela, que sin duda no dejará indemne a quien transite por las historias aquí narradas.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento18 jul 2023
ISBN9786078895199
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    Pornografía para piromaníacos - Bruciaga Wenceslao

    PRIMERA PARTE

    San Francisco, California,

    final del verano de 2019

    PLAY

    1

    No hablen sobre mi partida. Y por favor, no saquen fotografías. No las suban a sus tuiters ni especulen con ellas en los periódicos. De verdad se los pido. Sería desagradable y malagradecido de su parte después de mostrarme sin misterios frente a ustedes. Me conocen hasta el fondo. Literalmente. Los pocos videos en los que Pedro Blaster me metió el puño hasta el cerebro dan fe de ello. Fue divertido pero doloroso en un sentido destructivamente adictivo. Juré que no lo volvería a hacer, pero los músculos de mi trasero pedían más puño por su cuenta y fuera de mi voluntad. En fin. Que no habría necesidad después de todos los momentos que seguro pasamos juntos. Si quieren recordarme ahí están las 101 escenas que filmé, desde mis primeras actuaciones con condón en ¡DVD! hasta los encuentros en mi habitación transmitidos en tiempo real. Quién lo diría. En muy poco tiempo los compactos serían tan obsoletos como los condones mismos, como las cartas escritas a mano o las gomas de mascar de canela. Lo sé porque hace unos días no tenía nada qué hacer y me puse a contar todas mis escenas. 101 no es un número espectacular. Tengo colegas que están a punto de grabar su escena número 1000 o de plano perdieron la cuenta. Pero me gusta que mis escenas coincidan con el título del mejor disco en vivo de Depeche Mode. Mi banda favorita. No fue algo calculado. Siempre fui torpe en eso de las matemáticas. Estoy seguro de que sólo sobreviven los DVD de Sawyer Media porque son objeto de un sucio culto. Quizás por eso valen una fortuna. Tampoco culpen a nadie. Ni a examantes ni a exnovios. Tampoco a la industria. No me arrepiento de nada. Absolutamente nada. Me dio para vivir. Vivir bien. Me dio para conocer países impresionantes y saborear a sus hombres con los penes más hermosos del mundo. Si volviera a nacer volvería a hacer lo mismo. Si volviera a nacer hombre. Con genitales masculinos y una próstata capaz de hacerme sentir las estrellas sin despegar los pies de la alfombra, los sillones, las sábanas blancas. Porque no tengo la más remota idea de lo que tratan o significan las mujeres. Nunca estuve con una en la cama. Tuve amigas claro. Pocas. Pero cercanas. Con las que iba a desayunar bloody marys y paninis de salmón barato en las mesas exteriores del Café Flore para luego lamernos los labios con los traseros de los chicos latinos que pasaban enfrente de nosotros sobre la acera de Market o de la calle Noe. Pero excepto por las risas y las discusiones sobre si el tamaño importa, no supe nada de ellas, si tenían orgasmos, si lloraban después de la última penetración, si era cierto que la maternidad es un instinto. Nunca les pregunté si alguna vez lo habían probado por el ano cuando yo sólo hablaba de eso con ellas. Los hombres somos comodones por machista instinto. Me hubiera gustado hablar de eso con mis pocas amigas. Pero ya no podré. Estas decisiones tan irreversibles también son consecuencia de la tóxica condición masculina de la que es difícil escapar. Aunque nunca lo intenté. Lo que siempre me gustó de los hombres es esa palpitación que los hace tóxicos. Lo siento. Si las ven, díganles que les dejo todos mis casetes de Linda Ronstadt, Elton John y Culture Club. Mis amigos sabrán de quién hablo y a quiénes me refiero. Todo Depeche Mode se lo dejo a mi hermano. El único que nunca me juzgó por mi profesión. Porque digan lo que digan, esto es una profesión. Para la que se necesita entrega. Talento. Y lo más importante: vocación. Vocación de dejar que un semental te entregue toda su erecta hombría en el acto de excitación y misericordia más pródigo que se pueda experimentar. No vayas a ponerte triste, Tom. Los hombres no lloran. Recuerda cómo nos lo inculcó nuestro padrastro, a punta de cien lagartijas y doscientos abdominales. Cómo odiaba eso, obedecía con lágrimas en los ojos. Pero debo admitir que tuvo su lado benéfico, pues gracias a los cuadritos de mi abdomen tuve presentaciones estelares casi de inmediato tras grabar mi primera escena. Por cierto, diles a los viejos lo que quieras o creas más conveniente. No te compliques, Tom. No es para tanto. Créanme, no estoy triste o deprimido. Sólo cansado. Muy cansado. Merezco un descanso. Uno largo e infinito. No me extrañen. Pongan «World in My Eyes» de los Depeche cuando piensen en mí. Recuérdenme como aquella persona que le gustaba sonreír hasta por las cosas más tontas. Alguna vez, un fan me dijo que le gustaba masturbarse viendo cómo sonreía tiernamente cuando me penetraban. Es una buena forma de partir. Sonriendo. Y con la herramienta erecta apuntando a las estrellas.

    Todo suyo,

    Lothar

    2

    Juró, por la Virgen María, que todos lo miraban. Con juicio criminal. Mientras arqueaba los hombros hacia delante o atrás. Según las indicaciones del fotógrafo. Los pectorales debían verse caldosos e imponentes. Como crucifijos al final de un templo ante los cuales arrodillarse. La única opción de certificar el fervor. El éxtasis. Le tomaban las fotos sobreactuadas que utilizarían para las cubiertas de los DVD, la página oficial de internet, promocionales en redes sociales y los pósters de la fiesta de lanzamiento, que seguramente sería en el Club 120 de Toronto. Hacía mucho que ese tipo de fiestas no sucedían en San Francisco, California y prácticamente en toda Norteamérica, que se había vuelto gris y aburrida en los últimos años. Asexuada.

    Llevaban una hora más de lo usual en ese tipo de sesiones fotográficas. Alguien había puesto a Ariana Grande. De unas pequeñas bocinas que no pertenecían al mobiliario del hotel sonaba «Greedy». Al menos la juventud de Ariana lo distraía un poco de ese dolor en el testículo izquierdo, que incrementaba su débil molestia en un grado fantasmagóricamente pulsátil. Llevaba lo que podría decirse cuatro semanas de ese piquete alámbrico que incomodaba casi al tacto. Reacio a desaparecer. Como un fantasma atormentando a los órganos vivos. Y de su paranoia.

    Todos se habían puesto de acuerdo en fingir que estaban en lo suyo, aunque sus miradas tuvieran el único propósito de inculparlo. Podría jurarlo. Por la Virgen María. Hasta el estúpido cojo parecía soltarle un repaso de indulgente soberbia. La misma perspectiva que ponen las pupilas de aquellos que sienten que están libres de actos que merecen amonestaciones, linchamientos o la inyección letal. A pesar de que era por culpa del cojo que la sesión fotográfica se había extendido. Tardaron mucho en encontrar poses que expusieran su invalidez de un modo excitante, respetuoso y nada grotesco. A excepción de los camarógrafos que ajustaban las perillas del volumen de las Sony PXW-X70, podía jurar que todos en el set lo escrudiñaban como si hubiera sido un cómplice remoto que camina plomizo rumbo a la silla eléctrica de una prisión de Texas. Casi como si él le hubiera puesto la soga en el cuello a Lothar, con la misma distancia con la que un titiritero opera a su marioneta desde lo alto, por encima del telón y la conciencia del muñeco. Poco a poco, su estadio altamente receptivo fue enmarañándose en su pecho hasta formar una bola de pelusa y nerviosismo que le producía la incapacidad de poder leer la mente de los demás. Su erección mermaba minutos antes de empezar a grabar. Sería un desastre.

    ¿Qué carajos estarían pensando de él?

    Cuando el fotógrafo, un tipo de barba medrosa y rizos genéricos dijo que estaba hecho, todo terminado, Pedro desapareció encerrándose en el baño aún con los jeans puestos y la pretina desabotonada sin lubricidad. Echó el seguro, sacó de su cartera la mitad de un Viagra negro que fabricaban en su país natal, según le decían sus contactos. Con eso y el Cialis entero que ya procesaba su hígado ingerido hora y media antes debía ser suficiente para partirle el ano al cojo como si estuviera excavando un canal a la mitad del asfalto de la calle Market. Se la puso en la lengua y la masticó con natural delicia hasta pulverizarla entre sus dientes. Le gustaba el amarguísimo e insidioso sabor del Viagra negro, que siempre brillaba similar al carbón recién descubierto. Preámbulo perfecto a los sabores de acidez masculina que le esperaban al momento de poseer a su compañero de grabación: besos y axilas agrias y tibias y anos salitrosos, que palpitaban como especímenes indefensos sacados del inframundo acuático y expuestos en el mundo exterior cada que su lengua cavaba en búsqueda de una razón de existir en los pliegues del canal anal. Antes de abrir la puerta del baño, sintió el vibrar de su teléfono. Lo revisó:

    No te olvides de tu foto para el IG

    CHXXX

    Cierto. Había que llenar la cuenta del Instagram. Generar tantos likes y tráfico como fuera posible. Ojalá toda esa pendejada digital se convirtiera en dinero, pensó. Pero obedeció al mensaje. Se tomó una foto rápida de frente al espejo y se la devolvió a su esposo para que la subiera a su cuenta y escribiera algo. Su esposo tenía las contraseñas de todas las redes sociales. Usualmente era Pedro quien se encargaba de sus propias selfies, escribir algo porno y subirlas. Pero ese día no tenía mucha concentración. Qué complicado se había vuelto todo. Mejor dicho, qué laborioso. Antes sólo era cuestión de bajarse los pantalones y empezar a meterla como un maldito perro callejero hambriento de trasero. Había tiempo para calentar motores con los fluffers y aprendices de porno, de esos que son muy estúpidos para comerse un tronco de hombre a tal grado que meten los dientes.

    Ahora había que dar santo y seña y selfie de la cartografía de los pasos antes de una grabación. Todo, para generar interacción, expectativa y publicidad. Básicamente, todo era más trabajo con eso del Facebook, Twitter e Instagram, por el que no recibía ni un jodido dólar. Charliee, su esposo, le había explicado las ventajas de monetizar sus perfiles digitales. Pero seguía sin entender. Ni él ni su cartera. Se detuvo frente al espejo. Repasó sus patillas con las yemas de los dedos para asegurarse de que estuvieran lo suficientemente cuadradas para hipnotizar a su compañero, al camarógrafo, a los de las lámparas, a los putos y drogados fluffers, a todos los cerdos que se masturbarían cuando vieran la escena final, posproducida, editada con música tormentosa. Lo mismo su copete, dándole unos últimos toques de inflexibilidad militar.

    Abrió la puerta. El aire empezaba a sentirse como una cámara de pimienta de tanto bufe masculino. Optó por distraerse viendo los tenis del resto de la producción, calculando cuáles serían costosos y qué otros provendrían de ofertas o de segunda mano de tiendas como Cross Roads. Los comparó con los suyos y se cercioró de que sus tenis comunicaran el mensaje de un desahogado poder adquisitivo. Aunque sólo fuera una máscara y él lo supiera mejor que nadie. Empezó a relajarse al ver que no sólo era el que llevaba el par de New Balance más refulgentes, los más rojos, como los hilillos de sangre que a veces lograba provocar en los traseros de sus pasivos, de su propio esposo. Los tenis más costosos. También era el más grande, el de la erección más potente. Podría sacarle los ojos a cualquier perdedor con su prepucio en forma de cíclope caído del cielo.

    En ese cuarto del deslucido hotel entre Jack London Square, el barrio chino de Oakland y el puerto frente a los rascacielos de San Francisco, cuyas puntas se perdían en la triste neblina de todos los veranos. Aunque el hotel en el que filmaban sólo tenía vista a edificios de concreto grises, grandes y vacíos y uno que otro restaurante con rollos primavera.

    A Pedro el primer cuadro de Oakland le producía una insondable sensación de vacío. Le recordaba a los afligidos edificios de Torreón. Parecía que habían sido construidos con el único propósito de dejarlos vacíos.

    Se juró a sí mismo, en silencio, que nada había tenido que ver con la tragedia Lothar. Penetrarlo antes de que se ahorcara había sido una coincidencia. Su única culpa fue no persignarse antes de grabar. Lothar Black se quitó la vida simplemente por ser una nena. Atrapada en el cuerpo de un guapo exmarine. Gay como tantos rebasados por su propio tormento. Pedro se acomodó en el sillón colocado entre la puerta principal de la habitación y la ventana, con vista a un ordinario estacionamiento con contenedores de basura grafiteados por alguna pandilla.

    Terminó por desflorar la bragueta detrás de una de las cajas de luz, moldeando su erección antes de la escena. Un fluffer pelirrojo con la musculatura propia del atletismo y la ketamina rebajada se arrastró por la alfombra carcomida por el tiempo y quemaduras de cigarros de otros huéspedes urgentes de sexo sin adhesión, hasta encontrar un punto de apoyo sobre las rodillas de Pedro. Empezó a lamerle el fierro, cubriéndolo de la suficiente cantidad de saliva para dejarlo cromado, maquillado de saliva de macho, listo y resplandeciente antes de saltar a escena y sobre la cintura del inválido.

    Conforme las lamidas del pelirrojo dieron paso a hambrientos bocados sin dientes, como un obrero oprimido por la absorción de su rutina, a la que se engullía con fervor marxista, Pedro volvió a recuperar la confianza en sí mismo. Le importó un bledo si pensaban que fuera culpable o no del suicidio de Lothar Black. En realidad, la tragedia había empezado antes, con Amazing Dustin, el actor que se hizo polémicamente reputado por esas largas escenas lanzadas en una edición doble en la que más de cincuenta hombres depositaban semen al interior de su esfínter y que levantó indignación y cientos de miles de depravados fanáticos por igual, llevando a la compañía de Sawyer Media a la estratósfera del planeta porno. Dustin se había ahorcado, igual que Lothar y Caliber Elvis. ¿Qué asquerosa fascinación tenían con las cuerdas?, se preguntó Pedro mientras el fluffer se lastimaba las amígdalas con su resbalosísimo fierro, parecía que iban a explotar como un tubo de TNT. Con las venas tensas como cables azules y rojos y hasta verdes. Otro actor, Karl Hunter, se había llenado el estómago de esos tranquilizantes baratos que prescriben los médicos con tal de deshacerse de ti en cuestión de segundos. Sargent «Wrench» Radcliff se aventó del Golden Gate. Aunque el que desencadenó la tragedia había sido el maniático de Tim Bullet y su repugnante forma de acabar consigo mismo. Todo en cuestión de oscuros nueves meses, como la llorona llevándose a sus hijos en un escalofriante sentido opuesto al de dar a luz.

    El San Francisco Chronicle publicó un reportaje sobre la «epidemia de suicidios en la industria porno gay de la Bay Area», como si no tuviera ya bastantes problemas con la Propuesta 60. El Bay Area Reporter había sido más ruin al referirse al suicidio de sus compañeros de trabajo como «la peste del porno gay». Pedro sintió que su castillo, que adoraba como sus propias costillas, empezaba a derrumbarse frente a sus ojos. Por si fuera poco, el periodista paisano suyo andaba persiguiéndolo para una entrevista sobre nuevas masculinidades o una cosa de esas. Sin mencionar al estúpido Jeff. El traidor seguía vivo. Estaba seguro de que dejaría las filas del porno para dedicarse a su carrera de cantante de baladas, afeminadas e insufriblemente lentas, como una regañona abuela de ochenta años queriendo atinar el dildo en su descarapelada vagina. Fue a su primer concierto en el Knockout por absoluto compromiso. Para callarles la boca a los metiches periodistas del San Francisco Chronicle que andaban reproduciendo chismes sobre la falta de solidaridad entre el gremio de los actores gays porno. Una de las causas por las que estaban quitándose la vida, decían. Y Jeff no estaba ayudando, con esas letras depresivas y sus gestos fruncidos tocando la guitarra con los ojos cerrados como si lo estuvieran fisteando. Dentro de unos meses estaría dando conciertos en el Fillmore, arrasado por olas de aplausos heterosexuales mientras él seguiría preñando traseros frente a las cámaras. Jeff tendría discos que firmaría en el vestíbulo de Amoeba Music mientras él apenas si tenía un canal en el OnlyFans.com

    —¿Listo, Pedro? –gritó el director.

    Pedro hizo algunos movimientos de nuca al fluffer para sacar el fierro de sus labios, que se resistían a soltar ese caramelo de piel agrietada y venas que también le producía arcadas y le robaba la respiración hasta dejarle los ojos morados y ciegos de lágrimas involuntarias.

    –¿Me siembras después de grabar? –preguntó el fluffer.

    Ante el silencio de Pedro, el fluffer susurró con los testículos en su nariz:

    —Eres un jodido Dios.

    Pedro le respondió con una maliciosa y caritativa sonrisa.

    Se vio por última vez en el espejo que colgaba arriba del escritorio frente a la cama king size, asegurándose de que sus patillas estuvieran perfectamente cuadradas y mexicanas. Puso la punta de los dedos de la mano derecha en su frente, luego en el pecho, de ahí al Espíritu Santo y amén. Listo. Una vez persignado nada podría salir mal.

    Max, el director, un hombre de barba sin bigote que solía dirigir las escenas con camisetas de tirantes, jeans y descalzo, empezó a dar las indicaciones del rumbo que tenía que seguir la escena, sin introducciones tiesas. Lo que le fascinaba a Pedro de trabajar con Sawyer Media era su determinación de ir directo al grano, sin ejercicios de excitación previa, como esas escenas pésimamente actuadas de una hora de duración, en la que el limpiador de albercas y el dueño de la casa malgastan buena parte de los sesenta minutos haciendo sexo oral, para que terminen poniéndose el condón al momento del sexo anal. Esto tenía una razón: a más sexo oral, más capacidad de mantener una erección con el látex sellándola al vacío, pero también menos tiempo de coito. Las escenas de penetración segura en látex no llegaban ni a los diez minutos.

    El condón era cosa del pasado. Sólo los más cobardes pagarían por jalársela por ver condones en 4k, pensaba Pedro.

    Apagaron la bocina. La política creativa de Sawyer Media era dejar la hombría en su estado más silenciosamente crudo. Como la escena debía arrancar con los dos hombres completamente desnudos, Pedro se quitó los pantalones mientras su compañero pasivo, Nick, se quitó la prótesis de la extremidad izquierda. Hacía ya varios años desde que Nick Sohl, su nombre verdadero, perdió la pierna en un accidente de carretera, cuando una camioneta se le metió en sentido contrario mientras conducía a una orgía en San José. Tras la amputación y los ejercicios para rehabilitarse, que lo llevarían de vuelta a la normalidad incompleta, descubrió que su musculatura endureció a falta de grasas, una alimentación estricta y entrenamientos de básquet y ping-pong. Nick escribió un correo a Sawyer Media pidiéndoles una oportunidad de salir en uno de sus videos como pasivo orgulloso de mostrar su cuerpo quirúrgicamente mutilado y asimétrico sin cobrar ni un centavo. Varios fueron los ojos que quedaron encandilados al leer aquel correo. Propusieron a Pedro y Nick se orinó de la excitación.

    Pedro nunca se quitó el par de New Balance en refulgente rojo. Le daban seguridad. Quien lo viera pensaría que no es cualquier actor porno.

    Ahora Nick temblaba como flan tibio sobre la mesa a punto de ser devorado. Pedro lo cargó con troglodita bondad para luego aventarlo sobre la cama, el cuerpo blanco y definido cayó y rebotó como un costal de papas a punto de ponerse negras.

    –¡Ahí! ¡Empieza a grabar! –gritó Max.

    Pedro levantó a su compañero por la cintura, acomodándola frente a sus labios rasurados para jugar con su ano, hacerle cosquillas, morderlo, encajarle los dientes hasta dejarle marcas moradas a punto de sangrar a un lado de las cicatrices heredadas del accidente. Pequeños baches de piel blanca que se retorcían cada que Nick tenía espasmos de placer cuando la dentadura de Pedro pellizcaba los pliegues rosados y peludos que albergaban el ojo de ese volcán hambriento. Pedro sentía pervertidamente extraño el desbalance entre la pierna completa y la amputada, recubierta por la punta de un protector de látex negro. Soltó porquerías que sólo tenían sentido en la sexualidad mexicana, pues sabía que eso incendiaba el set y ponía locos a sus compañeros pasivos. Si fuera vieja ya estuvieran chingando con eso de la humillación y los discapacitados, pensó. Nunca antes había sido mejor momento para ser gay.

    Lo acomodó boca abajo, de tal forma que su peso cayera sobre el muñón izquierdo. Una vez que Nick parecía encontrar el balance entre la inmovilidad y una rendición cómoda, Pedro le jaló los cabellos de su casquete corto castaño para enchufarle su garrote prieto con Nick de a perrito mirando el cielo. Su orgullosa y oscura herramienta de nueve pulgadas exactas hecha en el norte de México, trágate este pinche trozo, putito. Nick obedeció con el hambre de quien lleva varios días sin probar bocado. Las palabras de Pedro, pronunciadas en el slang mexicano tan masculino, le llegaban como esas descargas eléctricas que le propinaron en el pecho para resucitarlo cuando llegó la ambulancia minutos después de que el tablero de su propio auto se le incrustara justo en la rodilla izquierda. La broca venuda de Pedro excavaba el esfínter de Nick a una velocidad devastadora.

    Lothar Black y la culpa se habían ido al carajo.

    Tienen razón: soy un Dios. Su pinche Dios Mexicano, bola de gringos pendejos, pensó Pedro, apretando los labios para no decirlo en voz alta mientras la lente de la Sony pasaba del close up de su rostro atravesado por venas a punto de estallar al encuadre de su pene entrando y saliendo del pobre Nick.

    3

    Charliee se detuvo en la esquina de Castro y la 18 para desbloquear su celular y echar un ojo a las redes de su esposo. El WhatsApp decía que Pedro había estado en línea apenas hacía diez minutos. Luego repasó Instagram, Twitter y por último Facebook. Entonces, un retortijón le acuchilló los intestinos al corroborar que Pedro había borrado unos comentarios suyos bajo algunas notas referentes a la delicia de la testosterona. ¿Por qué diablos los había borrado? ¿O nunca los escribió? No. Definitivamente los escribió y Pedro los quitó. ¿Por qué? ¿Con qué derecho borraba los comentarios de quien se supone es su marido? Y en un tema tan importante y vital como la masculinidad tóxica. Cambió de red para checar si también había borrado sus opiniones de Twitter pero al parecer ahí nunca escribió nada.

    Un sutil ataque de pánico empezó a invadirlo. Charliee llevaba un par de semanas inspeccionando las páginas de Pedro, buscando afirmar su sospecha de que el fin de su matrimonio podría estar cerca.

    ¿Por qué había borrado sus comentarios?

    El ataque cedió cuando detectó un altercado. No sabía de qué se trataba todo ese borlote mientras bajaba por la calle Castro. Pero Charliee supo de inmediato que debía sacar el dispositivo. Grabar la situación cuanto antes. Transmitirla. En vivo. Era parte de su misión. Había desarrollado un consciente instinto para ello. Apresuró el paso. Conforme se acercaba al alboroto, los gritos se hacían más fuertes y coléricos y otros curiosos, como el mismo Charliee, se aproximaron unos pasos a la redonda, como protones atraídos por el núcleo del morbo.

    La tensión se acumulaba en el 516 de la calle Castro. Frente al escaparate de la Phantom Sex Shop. Famosa por vender un catálogo casi único de lubricantes y poppers que sólo podían encontrarse ahí.

    Antes de transmitir, Charliee oteó el escenario. La ansiedad por transmitir en vivo le calcinaba el pecho en un arrebato de éxtasis desconocido.

    La situación era la siguiente: una pareja, heterosexual, asiática, discutía a gritos con dos hombres, calvo uno y rapado el otro, ambos con tirantes de cuero y camisetas de algodón blancas y Dr. Martens de ocho puntos con agujetas rojas y amarillas. La pareja asiática empujaba una carriola de colores metálicos y espaciales que por la posición de las ruedas, dos en el soporte trasero y una en la punta, parecía haber sido diseñada por alguna división infantil de la NASA.

    —¡Quita eso, por el amor de Dios! ¡Mi hijo no tiene por qué ver esas bazofias! —gritaba la mujer.

    A pesar de sus gafas oscuras de montura de carey y diseño felino, se podía deducir su origen oriental. Lo mismo el hombre a su lado bajo las gafas cuadradas. Las bermudas de lino celeste y la blusa a rayas blanco y negro tipo Chanel de ella parecían sacudirse al mismo ritmo que su rabia. Tenía una mano en la empuñadura de la carriola mientras con la otra apuntaba, fúrica, al escaparate de Phantom, que exhibía la escultura de un pene gigante siendo devorado por una cabeza con una gorra de motociclista y un bigote a la usanza del porno setentero, poco antes de la irrupción del SIDA.

    —O al menos podrían taparla, es que no es apto para mi niño —decía el hombre altísimo y erguido al lado de la chica histérica en un tono más nervioso pero conciliatorio, vestido según la planicie estandarizada de quienes se ganan la vida en los cubículos de un edificio de informática.

    —Nunca he tapado nada en mi tienda en más de treinta años, ¿crees que voy a hacerlo ahora sólo por tu hijo? —gritaba el calvo, que portaba una gruesa arracada en la oreja izquierda, mientras el rapado trataba de contenerlo con sus manos salpicadas de manchas seniles empujándole el pecho, evitando que algún golpe saliera disparado en cualquier momento. Lo cierto es que el niño estaba más bien absorto en su propia lucha por quitarse los cinturones de seguridad y respirar con libertad.

    —¡Esta no es tu calle! ¡No te pertenece! ¡Vivo aquí y tienes que tener respeto por las familias! —continuaba gritando la mujer asiática.

    —Esta no es una calle familiar, chica —le respondió el rapado usando un sarcasmo adusto como filtro para evitar que el odio se le subiera al juicio—. Nunca lo ha sido. Y te diré algo más, querida: sí es mi calle, me pertenece después de treinta años. ¿Es que sabes a qué calle te has mudado?

    Otra pareja de hombres que venían del Mollie, el costoso supermercado, se acercó al tumulto. Los dos con sandalias, shorts de mezclilla y camisetas con las mangas extirpadas a tijeretazos se unieron al barullo. Uno de ellos, de rizos canosos y barba esponjada y dispareja llevaba una bolsa de estraza con croissants dentro. El otro, que portaba una bolsa reciclable verde ecológica al hombro con leche de almendras, jugos de arándanos y huevos orgánicos, y usaba un corte de cabello tusado, aretes en las orejas y barba, gritó a la pareja con la cara roja como tomate hervido:

    —¿Dónde estabas cuando gente como tú quería que nos tapáramos y volviéramos al clóset? ¿Acaso crees que porque puedes pagar un departamento remodelado de nuestro vecindario puedes imponer tus odiosas reglas heterosexuales? ¡Si no te gusta lo que ves por aquí, lárgate a Berverly Hills, estúpida! ¡En Castro no se tapa nada! —dijo el hombre con las venas del cuello a punto de reventar. En los brazos se veía una ruta de máculas moradas. Las clásicas cicatrices de quien tuvo Sarcoma de Kaposi tras sobrevivir una baja de linfocitos CD4 a causa del SIDA.

    En ese momento, Charliee volteó la cámara del celular hacia su rostro y empezó a trasmitir en vivo desde la aplicación de Instagram:


    Hola, seguidores. Ustedes ya me conocen, soy Charliee Sebastian. Como pueden ver, estoy transmitiendo desde afuera de Phantom, en Castro. Y todos estos gritos que están escuchando detrás se deben a que una pareja hetero quiere que la escultura de un pene expuesta al público sea retirada, o por lo menos cubierta, porque puede ser inapropiada para los niños. Y quiero comentarles algo. Lo que estamos viendo es el resultado de nuestra cultura del adultocentrismo, ese sistema de costumbres de la sociedad patriarcal que nos hace creer que tenemos poder sobre los niños y obedecer todo lo que el adulto ordena por el simple hecho de tener más años. Tenemos que recordar que el adultocentrismo también discrimina y destruye. Y que el patriarcado nos ha metido en la cabeza la idea de que por ser adultos podemos hacer lo que queramos. Debemos entender que el patriarcado ha dominado hasta la homosexualidad, haciéndonos creer que lo masculino está por encima de quien sea. Incluso de las familias. Definitivamente, tenemos que reflexionar sobre los vicios homonormados que tenemos muy arraigados, heredados de la cultura patriarcal. Yo creo que no sólo la escultura es ofensiva y perjudicial para el niño, sino que puede afectar en su libertad para la identidad. Quiero decir, ¿qué tal si el niño es no binario? Esta escultura puede inducirlo a pensar que lo más importante es la cultura fálica y así se empieza a normalizar la masculinidad tóxica. Urge deconstruirnos para comprender la auténtica diversidad, y mejorar como sociedad. Déjenme sus comentarios para saber qué opinan y empezar a hacer un circuito contra la masculinidad tóxica y hacerles ver que las cosas están cambiando.


    Antes de despedirse se despeinó su cabello rosa y dio un par de besos tronados. Charliee presionó el botón rojo interrumpiendo la transmisión. De todas las personas reunidas alrededor de los asiáticos y los dueños de la Phantom Sex Shop, al parecer, Charliee era el único que tomaba partido por los padres heterosexuales. Aunque la discusión se incendiaba con los gritos como gasolina y cada vez más hombres se sumaban en apoyo a los dueños de la Phantom Sex Shop, fue como si el tumulto se desfragmentara del plano real de la vista de Charliee, porque toda su concentración visual apuntó al número de likes y la lluvia digital de comentarios bajo su reciente transmisión.

    Y a su repaso por las redes sociales de Pedro.

    4

    Lo asaltó una dolorosa punzada en el pecho: no sé cómo saldré de esta

    Jeff dio el último trago al vaso de café antes de seguirse con la cerveza, sin interés en limpiarse la espuma de los pelos del bigote que le cubrían todo el labio superior.

    Hace casi cuatro meses que habían «terminado». Si es que alguna vez empezó algo con David.

    —Lo único que me queda de David es esto, pensó.

    Casi mil pulgadas desde el montículo hasta las últimas filas de la sección 317. Hasta el último asiento del nivel panorámico del Estadio AT&T. Un par de escalones más arriba y podría tocar el borde del coliseo y las espesas nubes del verano y aprovechar un momento de distracción del resto de los aficionados para saltar por sobre el chaflán de cemento. Lanzándose al vacío del estacionamiento. Después de todo ahí estaba, el final del estadio, detrás suyo, esperando un batazo, un jonrón fuera de lugar, tan fuerte y tan sin esperanzas como para anotar una carrera que vaya que a los Giants les hacía

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