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Te escribo una carta en mi cabeza
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Libro electrónico322 páginas4 horas

Te escribo una carta en mi cabeza

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"A sus tres años Isabel Coixet aprendió una lección: la pantalla y la vida son dos mundos que colindan aunque no se comuniquen. De ese temprano aprendizaje proceden los textos comprendidos en Te escribo una carta en mi cabeza. Porque podríamos decir que la niña crece, pero algo –o mucho– queda de ella, siempre alerta, sentada en esa butaca que ya nunca abandonará y desde ahí, todo oídos, los ojos bien abiertos, atraviesa la realidad de la mano de las cartas que le va escribiendo. Enamorarse del mundo tiene que ver con una renovada capacidad de sentir asombro, y es ese estado de permanente curiosidad el que hilvana estos textos en los que Coixet comparte su búsqueda de la singularidad –a veces llamada belleza– y la encuentra en las cosas aparentemente más corrientes: una buena comida, los cafés pendientes, su amor por las gafas, el vestido rosa de Greta Garbo, o la lluvia, que ya no es como la de antes. Son, pues, estos textos algo así como contraindicaciones, una invitación a cambiar de opinión, alejándonos de lo rotundo y del espejismo de las seguridades". _ Laura Ferrero
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 may 2024
ISBN9788412869217
Te escribo una carta en mi cabeza

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    Te escribo una carta en mi cabeza - Isabel Coixet

    Coixet_600.jpg

    © Círculo de Tiza

    © Del texto: Isabel Coixet

    © Del prólogo: Laura Ferrero

    © De la fotografía de la autora: Zoe Sala Coixet

    © De la ilustración: Isabel Coixet

    Primera edición: abril 2024

    Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

    Corrección: Alberto Honrado

    Maquetación: María Torre Sarmiento

    Impreso en España por Imprenta Kadmos

    ISBN: 978-84-127906-9-6

    E-ISBN:  978-84-127906-0-3

    Depósito legal: M-10560-2024

    Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

    Para Zoe,

    con amor, devoción, patatas y esperanza.

    Índice

    Un prólogo para alguien que odia los prólogos

    I. Detrás de la pantalla

    Abraza la niebla

    A los que aman

    Cinco películas

    Creadores, showrunners y demás fauna

    De qué no hablo cuando hablo de comedia

    Veinte lecciones de cine

    El arte de dejar de escribir

    El cine lo vio antes

    El exorcista

    En la habitación de Ava

    El vestido rosa de Greta Garbo

    El otro lado de la esperanza

    Holy Spider

    Murakami haciendo desaparecer el elefante

    Paraguas, calcetines, gafas

    Qué significa hoy ser director de cine

    La gavina y el barco

    La mancha humana

    La zona de interés

    Lotería

    Los humanos

    Los monstruos sagrados no existen

    No hay que exagerar con la verdad

    Películas que me hubiera gustado rodar

    Teloneros

    El triángulo de la tristeza

    Un amor en imágenes

    Un amor

    El cine y otras causas perdidas

    Vanessa

    II. Las protagonistas

    A mi hija

    Ada Blackjack, la tímida valiente

    Ahora soy Medea

    Callar

    ¿Cómo son de verdad las personas?

    Consentimiento

    Corre, Tristán

    Cupido es un cabrón

    Déjennos ser malas

    Días sin Nuria

    El espacio que no ocupas

    El miedo inútil

    El museo de las relaciones rotas

    El suicidio y el canto

    Dolores

    Gaslighting o el arte de silenciar

    La cara oculta del consentimiento

    La mano dorada

    La mujer del abrigo púrpura

    La mujer que desayuna con agua

    Las malditas gafas de Lolita

    Los diarios de Jane B

    Lavar el coche

    Madame Nadie

    Marguerite Duras cosiendo retales

    Maternidades

    Mazel Tov, Shoshanna Viaje al lugar más pobre de Norteamérica

    Mi madre, la incombustible

    Nat, la odiada

    No decir ¿te acuerdas?

    No pongas tus sucias manos sobre Jodie Foster

    Olvidar es sano

    ¿Por qué eres tan guapa?

    Soy melancólica

    Sobrevivir

    Te escribo una carta en mi cabeza

    Una quieta desesperación

    Victoria y la corona británica

    III. El guión

    Alguien debería prohibir los domingos por la tarde

    Autoidentificación o fraude

    Bailad sobre mí

    Benidorm no se acaba nunca

    Cansinamiento

    Cisnes de toalla

    Comer de lujo (tranquilo)

    Conectados y solos

    Cosas que nunca te dije sobre Tokio

    Cuatro cosas

    De vuelta

    Días sin huella

    El mundo según los romanos

    El porqué de los suspiros

    En esos momentos

    Esquela

    Excusas

    La librera infiltrada

    La muerte en directo

    La peligrosa inutilidad de los gestos

    La rareza de lo normal

    La realidad sándwich

    La vida del cementerio

    Levantarse o caer

    Libros usados

    Lo que más me gusta de los vampiros

    Los días chicle

    Lugares comunes

    ¿Me subes el brillo?

    Mercado de sueños

    Mi aspiradora me mira raro

    Molinos de viento

    No soy un robot… creo

    Pastor de cabras viejas

    Pistolas de agua

    Portátil

    Romper el tiempo

    Setecientos millones de parpadeos

    Tímida defensa de la química

    Todo el mundo es un museo

    Todo va a salir bien

    Tóxico no es un sinónimo

    Tres caras (o mil) de Japón

    Tres pies al gato

    Una velada francesa y campestre

    Un toro es un toro es un toro

    Vladivostok

    Vuelve el Grinch

    Ya están ahí

    Ya no llueve como antes

    ¿Y qué pensaría Martin Luther King?

    IV. Bonus track

    Sonora

    Un prólogo para alguien que odia los prólogos

    A Isabel Coixet no le gusta la lana que pica. Su aversión a esa textura áspera procede, creo, de una tarde en la oscuridad de una sala de cine. De la primera tarde de cine, de ese momento fundacional en el que una niña de tres años –pelo corto, leotardos de lana que pica, abrigo de paño, caramelos Darlins de limón– arranca a llorar. Y no llora por la lana, o no solo, sino porque en la pantalla, Pinocho es engullido por una ballena y ella cree, desde esa anónima butaca, que podrá impedirlo. Por eso, a pesar de que sus padres intentan convencerla de que no ocurrirá nada –quizás le susurren el consabido hija, que es una película– ella no ceja en su empeño. Imagino que piensa que sus gritos serán útiles para disuadir a la ballena de comerse a Pinocho, pero para lo que resultan verdaderamente útiles es para que el acomodador invite a la familia a abandonar la sala. Sin embargo, al día siguiente, tenaz, convence a sus padres para que la lleven de nuevo a ver la historia de ese abuelo solitario llamado Gepetto que se inventa a un nieto para poder seguir agarrándose a la vida. Entonces, cuando aparece la ballena, la niña ya no grita. Aprieta con fuerza los puños. A sus tres años, ha aprendido una lección: la pantalla y la vida son dos mundos que colindan aunque no se comuniquen.

    De ese temprano aprendizaje, pero también de la amenaza de la ballena y de la incomodidad de los leotardos de lana, proceden los textos comprendidos en Te escribo una carta en mi cabeza, una selección de artículos de Isabel Coixet, la mayor parte de ellos aparecidos en XL Semanal, al que se suman algunos inéditos. Porque podríamos decir que la niña crece, pero algo –o mucho– queda de ella, siempre alerta, sentada en esa butaca que ya nunca abandonará y desde ahí, todo oídos, los ojos bien abiertos, atraviesa la realidad de la mano de las cartas que le va escribiendo. Esas cartas a veces se disfrazan de artículos, de columnas, aunque en ocasiones, la mayoría, toman forma de película y así, habita su filmografía un infinito amor por las posibilidades de la palabra. Cuenta Isabel Coixet en ‘El arte de dejar de escribir’, una de las columnas aquí comprendidas, que Marcel Broodthaers, poeta belga, amigo de Rene Magritte abandonó la escritura, convencido de que el abismo entre hacer, decir y contar era infranqueable. En 1964, llegó a la conclusión de que el lenguaje no tenía sentido, que era únicamente una máscara, un envoltorio, puro vacío. Coixet sabe que los fundamentos de la realidad hunden sus raíces en el no, en lo que casi, en aquello que después de todo no llegó a suceder. Justamente por esa razón, además de las cartas que escribe se encuentran aquellas que habitan los márgenes y se escriben en la cabeza, como si su vida estuviera marcada por una incesante pugna por esclarecer la verdad oculta de las cosas, que se escinde a menudo entre lo que no se ve, lo que no se dice y lo que no se explica.

    Enamorarse del mundo tiene que ver con una renovada capacidad de sentir asombro, y es ese estado de permanente curiosidad el que hilvana estos textos en los que Coixet comparte su búsqueda de la singularidad –a veces llamada belleza– y la encuentra en las cosas aparentemente más corrientes: una buena comida, los cisnes de toalla sobre la colcha del hotel, los cafés pendientes, su amor por las gafas, el vestido rosa de Greta Garbo, la lluvia, que ya no es como la de antes, o en calcetines de lunares que alguien querido le regaló. También aquí se cuelan nostalgias, homenajes a los que amó y perdió, faros como es la impronta luminosa de Victoria, su madre, o la constante mirada hacia su hija, y son todos estos los elementos que componen algo así como un territorio en el que es preciso adentrarse sin guías o instrucciones que valgan. Porque las instrucciones, bien lo sabe Isabel Coixet, se encogen, caducan.

    En la columna ‘La rareza de lo normal’ recuerda que una vez, en un hotel, le ocurrió que no supo llegar a su habitación a pesar de seguir las indicaciones dispuestas en los pasillos. Arrastraba su maleta, volviendo sobre sus pasos una y otra vez. Pero no hubo manera. Una camarera la sacó del apuro desvelándole el secreto: esas indicaciones no servían ya. Recientemente se había renovado el hotel y la señalización antigua conducía a habitaciones que no existían. Valga esta anécdota como recordatorio de la falibilidad de las indicaciones, de la inutilidad de las instrucciones y recetas. Además, luego, en la vida, no suele aparecer una magnánima camarera que nos recuerda que aquello que antes servía ha dejado de hacerlo ya. Son, pues, estos textos algo así como contraindicaciones, una invitación a cambiar de opinión, alejándonos de lo rotundo y del espejismo de las seguridades. Escribe en ‘Lugares comunes’: Me sorprende siempre la vehemencia de muchas personas que son capaces de articular opiniones rotundas, sin vacilaciones. Yo, la vehemencia, la reservo para esas cosas de las que estoy absolutamente segura: alabar la calidad de unas anchoas que están en el punto justo de sal, la belleza de los vencejos cruzando el cielo en escuadrón, las notas de una melodía que me retrotraen a otro momento y otro tiempo, cómo la singular armonía de un rastro evoca un retrato menor de Rembrandt. Y pocas cosas mas. Y aún ésas pueden cambiar. Como Groucho Marx, estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros. Por decirlo de algún modo, sus únicas seguridades, y las que pueblan estos textos, son las no-seguridades. Y a estas las acompañan, claro, algunos amores inquebrantables. Agnès Varda es uno de ellos.

    Agnès Varda murió en 2019 y yo me la encontré dos años después, en 2021, en la oficina de Isabel Coixet. Al entrar, después de encender los farolillos rojos que cuelgan del techo, me quedé petrificada: detrás de la columna de la planta de arriba sobresalía una manga de chándal azul. Me detuve al pie de la escalera, sin atreverme a hacer ruido, y fui moviéndome hasta obtener un mejor ángulo de visión. Entonces me eché a reír. Era ella: pelo corto tipo tazón, bicolor – rojizo con una franja blanca que partía de la raíz–, sonrisa pícara. Agnès Varda. Seguí riendo. Isabel Coixet había comprado una figura de cartón a tamaño real de la cineasta belga y, no contenta con aquel primer susto que me dio, en los días sucesivos, como en un juego, la fue moviendo por distintos lugares de la oficina, desplazándola hasta los rincones menos obvios. Así que me sorprendía, día a día, tratando de imaginar en qué sitio amanecería Agnès. Fue así como me acostumbré a trabajar bajo la mirada de las dos, de Isabel y Agnès, hasta que llegó un punto en que no las distinguía, que eran casi la misma persona.

    Cuando veo a Isabel Coixet, si llevo un jersey de lana y ella sospecha que pica, lo mira de reojo, desconfiada, y entonces regreso a esa niña que sigue en la butaca del cine. Esa niña que juega, sigue jugando, que ha empezado ya, aunque no lo sepa aún, a escribir cartas llenas de posibilidades, de hipótesis, de deseos. En ellas se cuela el quizás, el tal vez. Porque de lo único que podemos estar seguros al navegar la filmografía de Isabel Coixet o los textos comprendidos en Te escribo una carta en mi cabeza es de que existe el misterio y hacia él hay que caminar. Pero no para entenderlo, solo para abrazarlo.

    Laura Ferrero

    Barcelona, abril 2024

    I. Detrás de la pantalla

    Abraza la niebla

    Cosas que me hubiera gustado que alguien me contara antes de empezar en el cine (y en la vida)

    Muchísimas gracias a todas y a todos los que habéis decidido premiarme, a todos los que estáis aquí enmascarados, a los que no habéis podido venir, a los que por alguna razón que se me escapa habéis creído en mí siempre, tenéis mi eterna gratitud. Soy de esas personas imposibles que cuando no les dan un premio piensan que no se lo merecen, y cuando se lo dan, también.

    Me gustaría pronunciar unas palabras dedicadas a las personas que quieren hacer lo que yo hago. Voy a invertir el premio en echarles una mano y estaría bien que, antes de nada, escucharan las cosas que me hubiera gustado que alguien me contara cuando empecé.

    1/ Pregúntate por qué quieres hacer cine. ¿Querías ser pediatra y no sacaste bastante nota? ¿No eres un lince en matemáticas y crees que el cine será más fácil? ¿Te gustan las sillas de lona con tu nombre? ¿Piensas que las sillas de lona con tu nombre son cómodas? ¿Crees que si te sientas en una de esas sillas de repente todo el mundo te va a hacer caso? ¿Te han dicho que ligarás más? Si has contestado sí a alguna de estas preguntas, olvídate del cine y dedícate a otra cosa. Las granjas de pollos siempre necesitarán sexadores. Y los chihuahuas, veterinarios, algo que a mí me hubiera gustado ser. Veterinaria digo, no chihuahua.

    2/ Lee, pregunta, escucha, observa, mira. Y observa. Y observa. Y escucha. Y fíjate. Observa la sonrisa forzada de una anciana en el autobús cuando te agradece que le cedas el asiento. El gesto furtivo de un niño que se tira de las mangas del jersey que le pica y que una tía bienintencionada le ha regalado. Una pareja silenciosa en un café que se aferra a los planes con amigos para seguir juntos. Y en el camarero, angustiado por llegar a fin de mes, que les trae un cortado que no pidieron.

    Y cierra los ojos y en el pequeño cine de tu cabeza proyéctate el temblor en las manos de esa anciana, la exasperación del niño, la pasión desigual de la pareja, el sol deslumbrante reflejado en la cucharilla del cortado. Tienes derecho a inspirarte en todas esas cosas. Pero también si te vas a las quimbambas a hacer un documental sobre una tribu de cuya existencia nadie sabía nada o te inventas un planeta de dinosaurios zombis. Aunque antes, créeme, fíjate de verdad en cómo la vida se desenvuelve ante ti. Porque eso te servirá para rodar a tus amigos y conocidos o para filmar a la tribu que nunca ha visto a alguien como tú. O a los dinosaurios zombis. Eres una cámara. No le tengas nunca miedo a la cámara. Haz de ella tu prolongación. O haz de ti la suya. Construye incesantemente tu punto de vista. Viendo cine, leyendo, soñando, yendo a espectáculos de danza o entrando en un bar y escuchando a los parroquianos que comen anchoas mientras interpelan al televisor.

    3/ No pierdas el tiempo en criticar a los que están consiguiendo tu sueño antes que tú, no pierdas el tiempo en quejarte de lo difícil que es todo, en maldecir a los que no te contestan llamadas, e-mails, preguntas y ruegos. Quieres dirigir películas; en ningún lugar está escrito que fuera fácil, asúmelo. Cada segundo que pierdes en alimentar tu rencor te aleja de tu objetivo. Créeme: he pasado por ahí. He estado en ese limbo que no lleva a ningún sitio. Abandónalo cuanto antes. Ponte las pilas. Y si no te las pones, no te quejes. O quéjate sin que nadie te vea.

    4/ Festivales de cine: otra trampa. A pocos metros de aquí hay una cafetería en la que hace treinta años exactamente, una mañana como hoy, me senté con los periódicos que destrozaban mi primera película. Cada crítica era más sangrienta que la anterior. Estuve horas en esa cafetería en shock. Pasaron siete años hasta que pude dirigir la segunda. Y aún hoy al venir aquí y pasar por delante de ella no he podido evitar un escalofrío. Me hubiera gustado decirle a esa chica que se deshidrató llorando en la terraza que los festivales de cine, además de lugares donde descubrir películas, son las plazas de toros donde torean los egos de los directores, de los productores, de los actores y de los directores de festivales. Cuanto más elitistas, más arbitrarios. Así que si tienes un ego pequeño y frágil, como yo, tarde o temprano sufrirás. No es el fin del mundo, créeme. Escuece, pero nada que sumergirte en un nuevo proyecto no pueda curar. No te va a querer todo el mundo: grábate eso en la cabeza. Tatúatelo si hace falta.

    5/ Respeta a todos los miembros del equipo, desde el meritorio hasta los que se ocupan del cateringTodos están ahí para que tú puedas realizar tu sueño. Sé agradecido. No menosprecies la opinión de nadie ni emitas órdenes arbitrarias solo para demostrar quién manda. Un set de rodaje no es un lugar para volcar tus frustraciones. Ven llorado, meado y psicoanalizado de casa.

    6/ Que dirijas películas no quiere decir que seas un oráculo sobre política o historia o ética. Te preguntarán cosas de las que a veces no tienes ni idea o de las que ni siquiera te has formado una opinión. No tengas nunca miedo a decir lo que piensas o a decir que no sabes qué pensar. Los directores no somos gurús ni políticos ni mesías ni epidemiólogos ni politólogos. Tu discurso está en lo que haces. Tus películas, lo quieras o no, serán siempre productos de la historia, la política y la ética. Del mundo en el que te has criado. De tu mirada sobre él: sea amable, dura, rabiosa o inquisitiva.

    Y, como dijo uno de mis personajes, entenderlo todo hace a la mente perezosa.

    7/ Dirigir actores: algo por lo que siempre me preguntan. Para mí es fácil porque me enamoro de ellos. Así de simple. Si no te gustan los actores, si les temes, o son para ti un obstáculo inevitable, reconsidera lo de todos los pollos que necesitan sexador. O la animación. Pero incluso para la animación necesitas empatía, conocimiento de la naturaleza humana, paciencia, ternura, cariño. Piensa en Miyazaki.

    8/ Carteles, marketing, maneras de vender películas… créeme, nadie sabe nada. En estos treinta años de carrera, una de las pocas cosas que he aprendido es que todo el mundo a tu alrededor quiere poner la patita en tu película. Lo cual es estupendo si tienen buenas ideas. Raramente es así. Esfuérzate lo que puedas en la promoción, pero desengáñate: si, por lo que sea, la gente no quiere ver lo que has hecho no irán. Tu deber es hacer la mejor película que puedas y sientas. Quizás es para menos gente de lo que creías o deseabas. No pasa nada. Hay alguien allá afuera que conectará con ella. En el cine nunca, nunca, nunca hay garantías. Comete siempre tus propios errores.

    9/ No hagas películas pensando en el público o en los festivales o en los críticos o en tu madre. Bueno, en ti sí, mamá. Pero nunca les des la espalda. Una película es un encuentro de tu mirada con la del espectador… Una película no puede ser el espejo de tu vanidad. Es un espejo que compartir. Con dos. O con dos mil. O con doscientos mil. A veces, querer llegar a dos millones puede hacer que te quedes sin nadie. Y no hay nada más triste que hacer películas para nadie. Tú incluido.

    10/ Habrá gente que cuestione tu papel en la sociedad, te llamarán rata, lacayo, titiritero, farsante, inútil, pretencioso, idiota, pedirán tu cabeza públicamente. No es bonito, pero tampoco es el fin del mundo. Ojalá todas esas personas dedicaran sus bríos a mejorar la vida: viviríamos en un mundo notablemente mejor. Mientras tanto, aprieta los dientes y recuerda que haces cine y no eres un predicador, no sueltes sermones. Sé desobediente. Ríete de tu sombra. Ten presente siempre que, incluso para los que la desprecian, la cultura es el futuro. Y que se metan sus apelativos donde les quepan.

    11/ La falta de dinero, equipo, presupuesto nunca puede ser una excusa. Nunca. Crécete ante las limitaciones. Adáptate. Vivimos en una ola de incertidumbre como pocas veces se han visto en la historia de la humanidad. A falta de certezas, abraza la niebla. No queda otra. La niebla.

    12/ Este último punto está dedicado a las mujeres cineastas que empiezan. Todo lo que he dicho antes se aplica por supuesto a vosotras, pero tengo dos noticias: la mala noticia es que todo lo que he apuntado tendréis que multiplicarlo por mil, tendréis que observar mil veces más, tendréis que fijaros más, que esforzaros más, que ser mil veces más fuertes, estar mil veces más serenas, más centradas, más curtidas. Os insinuarán una y mil veces que todo lo que obtenéis es por ser mujeres y, perversamente, los obstáculos que os pondrán serán por serlo. La buena noticia, creedme, es que, por fin, en los últimos años siento que esto está cambiando, que hay un interés real por nuestra mirada, por nuestra manera de filmar y de estar en el mundo. Ha costado llegar hasta aquí. Recordad siempre a las que han abierto camino. Nunca os creáis la última Coca-Cola en el desierto, el último huevo duro del picnic. Si queréis rezar a alguien, rezad a Agnès Varda. Ayudaos todo lo que podáis entre vosotras, esa es hoy por hoy, nuestra mayor responsabilidad.

    Yo me esforzaré en apoyaros hasta que llegue un día en que no haga falta. Hasta ese día, abracemos juntas la niebla.

    Posdata: Respeto absoluto a los sexadores de pollos, a los veterinarios, y a los camareros. Y a los chihuahuas.

    A los que aman

    Escribo esto en un tren que me lleva a una ciudad que será mi hogar los próximos tres meses. Me acabo de acordar de todas las cosas que he olvidado poner en la maleta. Libros, gafas, champú, regalos y algo que me ronda la cabeza y que no acabo de recordar. Los periódicos vienen todavía llenos de comentarios a la presentación de Ricky Gervais en los Golden Globes. Que esta asociación de prensa extranjera que cuenta con apenas cien miembros haya conseguido que sus premios arrastren a la crème de la crème de Hollywood es una prueba más de la vanidad hueca del mundillo de la supuesta meca del cine, esa gente que hoy se viste de negro, mañana con transparencias y pasado, si hace falta, se encadenarán un rato a un koala disecado. A la prensa americana el discurso demoledor de Ricky le ha parecido cínico y sin fundamento, a la prensa inglesa, genial, mayormente porque cualquier cosa que chinche a los americanos hará relamerse a los británicos. El espectáculo de esa audiencia tuneada hasta las cejas (¡nunca mejor dicho en el caso de Stellan Skarsgard!) tragando sapos es algo impagable que el público no podrá agradecerle bastante al autor de The Office, Extras y After Life, tres grandes shows que demuestran que Gervais sí es un creador al que le importan las cosas fundamentales: narrar con humor e ingenio historias extraordinarias sobre gente normal.

    Todas las críticas a Gervais, me han hecho pensar en algo que un amable lector me mencionó

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