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Tractatus Logico-Photographicus: o la fotografía explicada a los atunes
Tractatus Logico-Photographicus: o la fotografía explicada a los atunes
Tractatus Logico-Photographicus: o la fotografía explicada a los atunes
Libro electrónico323 páginas4 horas

Tractatus Logico-Photographicus: o la fotografía explicada a los atunes

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"Así, con el cuaderno de escudilla y la cámara fotográfica a modo de lanza, héroe de mi propio relato, me enfrento a las largas horas del día como un quijote descabalgado." Dávila dispara fotografías empeñado en atrapar el mundo en el rectángulo de su visor, al tiempo que salva del viento palabras y divagaciones sin fuste que transcribe en sus libretas. Construye así a empellones este tratado sobre la fotografía, una pandemia planetaria que ha provocado, a juicio del autor, la sobrepoblación de artistas visuales, "familia parásita de amplísimo espectro, en la que, se hace inevitable, debo incluirme yo". Por este caleidoscopio de apuntes y fotografías sin dueño, mezcla de ensayo libérrimo y de crónica personal, vemos desfilar los fantasmas de Dávila, y sus manías y obsesiones más personales. Atrapados en un laberinto sin salida, con el autor escondido entre las sombras, aparecen y desaparecen a capricho el fantasma de Remo Vilado, Schopenhauer, el fotógrafo Nadar, Houdini, el emperador Augusto, Bob Esponja, la asistenta Eloísa, Lucrecio, la luna misma o el santo Job.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jun 2020
ISBN9788418218118
Tractatus Logico-Photographicus: o la fotografía explicada a los atunes

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    Tractatus Logico-Photographicus - Ricky Dávila

    © Silvia J. Esteban

    Ricky Dávila Wood

    Nacido en Bilbao en 1964, fotógrafo en sustancia y escritor de corazón, Ricky Dávila lleva 25 años disparando su cámara por el mundo. Graduado en el ICP de Nueva York y tras dos décadas residiendo en Madrid, la fotografía de Dávila, abonada en los primeros años al reportaje y los viajes, ha evolucionado con el tiempo hacia una mirada más melancólica y brumosa. Cosas de la edad. En el retrovisor, una veintena de exposiciones individuales, dentro y fuera de España, y media docena de libros, entre los que se cuentan Manila, Ibérica, Nubes de un cielo que no cambia o Todas las cosas del mundo.

    El autor vive en la actualidad en Bilbao, donde dirige el Centro de Fotografía Contemporánea, escribe algún poemilla ocasional e ingenia proyectos artísticos como Los Cuadernos de Remo Vilado, el vademécum visual de su alterado ego.

    www.rickydavila.com

    «Así, con el cuaderno de escudilla y la cámara fotográfica a modo de lanza, héroe de mi propio relato, me enfrento a las largas horas del día como un quijote descabalgado.»

    Dávila dispara fotografías empeñado en atrapar el mundo en el rectángulo de su visor, al tiempo que salva del viento palabras y divagaciones sin fuste que transcribe en sus libretas. Construye así a empellones este tratado sobre la fotografía, una pandemia planetaria que ha provocado, a juicio del autor, la sobrepoblación de artistas visuales, «familia parásita de amplísimo espectro, en la que, se hace inevitable, debo incluirme yo».

    Por este caleidoscopio de apuntes y fotografías sin dueño, mezcla de ensayo libérrimo y de crónica personal, vemos desfilar los fantasmas de Dávila, y sus manías y obsesiones más personales. Atrapados en un laberinto sin salida, con el autor escondido entre las sombras, aparecen y desaparecen a capricho el fantasma de Remo Vilado, Schopenhauer, el fotógrafo Nadar, Houdini, el emperador Augusto, Bob Esponja, la asistenta Eloísa, Lucrecio, la luna misma o el santo Job.

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: mayo de 2020

    © Ricardo Dávila, 2020

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2020

    Imagen de portada: Erich Salomon, de Lore Feininger, 1929.

    Impresión sobre gelatina de plata,

    cm. 23.2 × 16.5. Colección Thomas Walther.

    Donación de Thomas Walther. Inv. n.: 1668.2001.

    Nueva York, Museum of Modern Art (MoMA).

    © Fotografía: The Museum of Modern Art,

    Nueva York/Scala, Florencia, 2020

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-18218-11-8

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    ¿Qué son las ideas de los pensadores para los ostentosos traficantes verbalistas sino peces sueltos? ¿Y qué eres tú lector, sino un pez suelto, y también un pez preso?

    Moby Dick, HERMAN MELVILLE

    Índice

    1. Una cuestión de tiempo

    2. Y la luz se hizo

    3. Focus Pocus

    4. El origen

    5. Los laureles del César

    6. Un mundo feliz

    Agradecimientos

    1

    Una cuestión de tiempo

    Para no ser esclavos torturados del

    tiempo, embriagaos, ¡embriagaos sin parar!

    Con vino, poesía o virtud a vuestro antojo.

    CHARLES BAUDELAIRE

    Mi misión es matar el tiempo y la de éste matarme a su vez.

    Mi misión es matar el tiempo y la de éste matarme a su vez.

    ¡Qué cómodo se encuentra uno entre asesinos!

    EMIL CIORAN

    Prietados ojos en la luz contralmada y suave calor de ropa junta debajo de mi controlo con codo y oscuro morado en los lados parala ropas. También en el perso hundido digo oscuro y sigo ambueltas y sigo mido y sigo porque ya mejor mesta escuro, aunque, vaya, iguala no y ayque o ayqueno. Parapies yastiempo, ocultito y arrugado, pero qué va desiempre bastabip y bueno bipbip sinostamos otrotiempobipbipbip…

    El martilleo inclemente del despertador forcejea con mis párpados…

    Preferiría no hacerlo, preferiría no hacerlo…

    Despierto contra mi voluntad, empujado a la arena de una jornada que adivino idéntica a la anterior, anticipo, a buen seguro, de otra igualmente indistinguible. El tiempo saltando a horcajadas sobre el tiempo.

    Desde el dormitorio puedo escuchar el siseo reptil de la asistenta Eloísa. Me la figuro desempolvando el rodapié o aplastando algún insecto imaginario. Son ya varias semanas en las que ambos pugnamos por el dormitorio. La lucha comienza con el timbrazo del despertador. Me veo, así, acorralado en mi propia habitación por una cromañón con delantal que me ataca a escobazos hasta echarme a la calle como un desvalido esclavo arrojado a las fauces de las horas. En estos momentos puedo adivinar la cadencia asesina de su respiración del otro lado de la puerta, su aviesa mirada en dirección a mi habitación, enmarañado el pelo y palmeándose el estómago en un gesto, estoy convencido, desafiante. Aprovechando un momento de distracción del enemigo me deslizo por la puerta sin ser visto, huyendo de la batalla doméstica.

    Arranco la mañana sentado en un banco cualquiera de un parque cualquiera, una mañana cualquiera de un día cualquiera. Estas semanas he añadido una libreta a mi mochila. Así, con el cuaderno de escudilla y la cámara fotográfica a modo de lanza, héroe de mi propio relato, me enfrento a las largas horas del día como un quijote descabalgado. En la libreta transcribo ocasionalmente el veneno de mis lecturas, mis divagaciones sin fuste y algún poemilla de inspiración propia…

    Un chucho gruñón y contrahecho va repartiendo orines con pausa y ceremonia por las plantas y jardineras que me rodean. Entre los arbustos asoma, de cuando en cuando, un pensionista ocioso, aferradas las dos manos al plástico arrugado de una bolsa de contenido impenetrable.

    En un esfuerzo titánico, me aventuro con los primeros disparos fotográficos del día, «que algo hay que hacer», pienso para mí, entumecido. ¡Click, click, click...! Parpadeos que en la milésima parte de un segundo reducen la caótica realidad a un efímero espectáculo de orden y concierto. Dispongo el cielo en el tercio superior y la tierra con todo su peso en la mitad inferior del visor. Así, en este paisaje hurtado al tiempo, la cosa queda, momentáneamente, equilibrada, con el vientecillo que agita las hojas del parque transmutado en una suave caricia; para cada pájaro y florecilla encuentro un propósito y lugar; hasta el cuasimodo canino, que se acerca ahora obsequioso y feliz, meneando su rabito pelado, tiene hueco en este cuadro de armonía. Voy pasando así la mañana, persiguiendo molinos de viento, alanceando la realidad con mi cámara y liberándola de tribulaciones y desarreglos. Lástima que este teatro improvisado tenga poca más extensión que el rectángulo de mi visor y tan sólo dure el fugaz destello de un disparo.

    En alguna parte leí que los animales, como los niños, no tienen conciencia del tiempo. Que la conciencia del tiempo es un atributo –⁠o una lacra, mejor pensado⁠– propia del hombre. Los griegos veían en el titán Cronos, devorador de sus hijos, una fuerza cruel y devastadora. Para muchos pensadores occidentales el tiempo ha sido desde siempre la causa principal de la neurosis del hombre frente al mundo, de su perpetua desazón ante una realidad con la que no acaba de conciliarse y que no acaba de comprender. «El tedio es el horror del tiempo, la conciencia del tiempo. Quien no es consciente del tiempo no siente tedio…» Transcrita en mi libreta, esta sentencia de Emil Cioran lleva días enredando sin tregua mis devaneos.

    Me siento exhausto en el banco, apoyando los codos en el respaldo con la satisfacción y el desacato de un cazador furtivo que hubiera apuntado su arma al sol, envanecido por esta osadía prometeica mía. Lo cierto es que algo tiene el juego creativo de acto irreverente, un acto que en sustancia pretende negar la realidad y reformularla a capricho. Prometeo robando el fuego a los dioses.

    «Vaya», me digo, mirando ahora por encima del hombro, culpable y apurado un tanto por mis devaneos. Y con la cámara descansando a un lado, el demiurgo Dávila vuelve paulatinamente a la desnuda realidad del parque, despojado ya de la protección de su visor. Cae a mi alrededor el telón de este teatro de armonía. El perrete, de nuevo bufando y malquistado, trota en mi dirección, reclamando con gruñidos el banco del que ahora me incorporo culpable. Vuelven los pajarillos a su vuelo incierto y un viento errático agita ramas y papeles por el suelo. De esta escena, sin orden ni concierto, huye su director entre las sombras…

    En la puerta de mi domicilio, ahora vacío, sin rastro alguno de la asistenta Eloísa (gracias, Señor), reconozco mi derrota, la futilidad de un asalto a la vida nuevamente frustrado. Un asalto sin otro logro que el halo de las imágenes que he visto parpadear en la pantalla de mi cámara, y que no sé bien si emplazar en el recuerdo o en la ilusión de mi imaginación, lo que bien podría ser lo mismo…

    *

    Adán y Eva fueron expulsados con cajas destempladas de un paraíso en el que el tiempo no existía, un maravilloso edén de eternidad que perdimos todos por culpa del fatal mordisco a una manzana. La pareja fue arrojada por Dios mismo al océano de la temporalidad y condenada, así, junto con su descendencia (nosotros, inocentes pecadores), al rodillo inclemente de las horas. Amplío en el ordenador la fatal expulsión pintada por Miguel Ángel en el sexto fresco de la Capilla Sixtina, el más llamativo de todos, en el que se ve a la pareja abandonando la escena desnuda y arrugada en un pathos de terror al recibir el castigo divino. La terrible infracción de nuestros padres bíblicos selló en el hombre el estigma del tiempo y de la muerte («volverás a la tierra porque de ella fuiste tomado»…), transmitidos ambos a las futuras generaciones como la maldición de una mala película de terror: una mácula imborrable, una tara del espíritu, vaya, inscrita en el hombre, tú y yo también, amable lector, en nuestra condición de naturaleza caída (Natura lapsa).

    Pero hete aquí que el hombre, poeta cavernario, espíritu inquieto y rebelde en esencia, se revolvió desde el origen de los tiempos (nunca mejor dicho) contra el castigo y el vértigo de la temporalidad, contra el «horror del tiempo», que diría Cioran. Comenzó, así, una pugna milenaria contra Cronos, en la que la especie ha recurrido, con testarudez inquebrantable, al hechizo de las ciencias y al conjuro de las artes por igual. Hemos momificado faraones y congelado celebrities para robar unos siglos al futuro. En Moscú la compañía Kriorus, empeñada en la futura resurrección de sus clientes, ofrece servicios de criogenización por 35.000 euros (¡18.000 si sólo es la cabeza!). Hace casi un siglo inventamos la penicilina, látigo de bacterias infecciosas; y hoy elaboramos afeites cosméticos que borran de un plumazo cualquier huella de arruga en nuestros rostros fatigados. También vamos liberando a la cadena genética de alelos pendencieros y secuencias cancerígenas, y el planeta aparece hoy sobrepoblado de ancianos centenarios que corren maratones y escalan cordilleras con fiebre adolescente.

    En cuanto al arte, el gran Arthur Schopenhauer, con cuyos extravíos (que apenas entiendo) llevo narcotizado varias semanas, defendía, pesimista entre los pesimistas, «el consuelo que procura el arte […] y el entusiasmo del artista al que le hace olvidar las fatigas de la vida. De este modo, el elogiado creador –⁠llevo anotado en mi libretilla⁠– contempla el espectáculo de la objetivación del mundo: se queda parado en él, no se cansa de contemplarlo y reproducirlo en su representación».

    De modo que toda esta pulsión atávica y ancestral que el hombre ha empleado durante siglos en el juego de la creación artística, desde los bisontes delineados en la penumbra de una gruta en Altamira hasta las pirámides de Gizeh, pasando por un cuadro de Bacon, una fotografía de Hill y Adamson o los lobos disecados de Guo-Quiang, todo, incluso mis fotografías timoratas, puede entenderse como un intento desesperado de frenar la rueda del tiempo y devolver a la humanidad toda al cobijo de la eternidad edénica perdida.

    Lo cierto es que el mismísimo Miguel Ángel, en la época en que esculpía su primera Piedad y reinventaba el cielo de la Capilla Sixtina, Adán y Eva incluidos, declaraba en uno de sus sonetos de juventud, con una arrogancia y una osadía prometeicas que asustan, la irreductibilidad de sus esculturas frente al embate del tiempo: «La causa al efecto cede y se inclina / por lo que el arte vence a la natura. / Bien lo sé, en hermosa escultura compruebo / que muerte y tiempo no afligen a la obra»…

    *

    El dolor nace en la base del espinazo, en un punto indeterminado entre la columna y la pelvis. Desde este epicentro se expande por todo el cuerpo en ondas concéntricas hasta asomar palpitante en las sienes y en los dedos ahora entumecidos. Encuentro alivio inclinando el torso hacia adelante y distrayendo el calambre con alguna lectura ocasional. En esta postura oferente, con las manos encogidas sobre el codo como un cirujano en espera de sus guantes, continúo mis pesquisas internáuticas y la transcripción de mis notas, un punto obsesionado, debo reconocerlo, con esta idea del aparataje temporal como una ilusión tramposa, un artefacto imaginario perpetrado por el hombre, sapiens resabiado, que lograría con este ardid chusco la caducidad de todo dolor, pero sacrificaría, en su enfrentamiento con el mundo, la eternidad de todo placer. El odio y las contingencias todas, ahora episódicas, arrastrarían por contrato al amor, ya nunca eterno.

    En este acuerdo del diablo, tan humano, las palabras de Cioran se convierten en un verdadero acto de fe, en la justa ofensa de quien encuentra inaceptables las reglas de este juego impuesto, en el que, sin previa consulta, nos es negada la felicidad indeleble. En mis lecturas de estos días he descubierto, sorprendido, la misma indignación en Marcel Proust, a quien, por cierto, Cioran detestaba y que, en sus excursiones por Balbec, culpaba indignado al ferrocarril de nuestra conciencia del tiempo: «Desde que existe el ferrocarril, la necesidad de no perder el tren nos ha obligado a tener en cuenta los minutos».

    Desde el prodigio de su inmersión literaria, sin embargo, el escritor francés encontró en la evocación el cauce perfecto para su huida hacia adelante, su particular liberación del aparataje temporal: «[…] pues a los trastornos de la memoria van unidas las intermitencias del corazón» escribe, denostando el olvido. Cioran, enemigo de toda nostalgia, utilizó la misma expresión, «intermitencias del corazón», en un sentido completamente opuesto, entendidas éstas como una flaqueza que facultara el regreso de las odiosas reminiscencias, ya que, para el pensador rumano, «se hace impensable vivir instalados en el recuerdo».

    Para Cioran, el reparto de cartas en esta mano fatal que es la vida sólo resultaba aceptable gracias al recurso del suicidio –⁠al abandono voluntario de la mesa⁠–⁠, del que se vanagloriaba y exhibía como un derecho innegociable. Proust, en cambio, acorralado por su frágil salud, encamado en un apartamento sellado al mundo con láminas de corcho, desgranó su obra catedralicia a lo largo de una década con la urgencia de quien anticipa el final de la partida y la determinación de imponer una moratoria al tiempo: «He puesto la palabra fin. Ahora ya puedo morir», anunció con dramática satisfacción a su secretaria Celeste.

    En el teatro de una batalla similar, soneto en mano, Shakespeare desafía al tiempo con estas palabras:

    No, Tiempo, no te jactes de que cambio: […]

    Te desafío a ti y a tus archivos:

    recelo del pasado y del presente

    pues corres a tal ritmo enloquecido

    que tu visión y lo que vemos mienten.

    Ni tu hoz ni tú, te lo juro, impedirán

    que siga siendo fiel a la verdad.

    *

    Últimamente mis paseos acaban en el mismo banco, con la cámara fotográfica rendida en el regazo y la tapa sellando su óptica como quien echa la persiana al negocio. El aventurero Ulises cegando al cíclope. A mi lado se ha sentado la figura ya familiar del pensionista, la camisa recién planchada y embutida en unos pantalones de tergal que sujeta con una cuerda; lo acompaña su inseparable bolsa de plástico. «Nadie es mi nombre», exhorto a mi compañero de asiento, que se mantiene inmutable.

    En estos lapsos interminables, en los que el tedio de siempre se adueña de todo el parque, evoco, por momentos, con falsa nostalgia, los días pasados de acción y aventura. Podría desempolvar mi chaleco fotográfico ultraprofesional poblado de credenciales periodísticas, que exhibía como un sargentillo timorato, con mil bolsillos (en los que nunca encontraba nada), color verde camuflaje (no fuera a ser que me vieran). O podría viajar nuevamente a alguna geografía exótica, descalabrada por alguna guerra o algún tifón, disfrazando, una vez más, mis veleidades de autor con el compromiso por los demás. «Todo por el prójimo y al de al lado pisarlo, tan católico», balbuceo ensimismado. El Coronel Tapioca acariciando tigres y conjurando terremotos por todo el orbe. Occidente al rescate del Tercer Mundo. Superhéroe de tebeo, dejad que se acerquen a mí y a mi cámara multipixelada, látigo de infelicidad y archivo del dolor ahora eliminado por imposición de la casa Canon. En fin, la inmodestia de pensar en ajustes planetarios cuando la acción poética no tiene más alcance que la extensión de nuestros brazos, el fugaz consuelo de una caricia, que diría el poeta. Y repaso mis notas desnortadas hasta encontrar un breve apunte que me ha venido a la cabeza, una transcripción del proteico Shakespeare, al que recurro con frecuencia como espejo y bálsamo a mis cuitas existenciales:

    –Sé bienvenido. ¿A qué distancia están tus fuerzas? –⁠le pregunta un Ricardo II al fiel Salisbury, cuya soldadesca ha huido cobardemente a manos de Bolingbroke.

    –Ni más cerca ni más lejos que este débil brazo… –⁠responde, contrito, el galés.

    Creo que llevo un buen rato hablando y gesticulando al viento. Un monólogo hamletiano sin otro público que el tarado sentado a mi lado en el banco. Incómodo por todo este devaneo, escarbo en mis recuerdos sin encontrar en la memoria de estos últimos días un abrazo redentor. Ojeo de soslayo a mi compañero de banco –⁠la mirada al frente y pegadas las rodillas⁠–⁠, que ha dispuesto entre los dos el misterioso hatillo, poblado, descubro con sorpresa, de relucientes manzanas rojas. Por poco me tiro al cuello del misterioso Forrest Gump. Un gesto de afecto que he congelado en el último instante y que bien podría haber arruinado este primer acercamiento. Alargo, eso sí, el brazo con cautela, lo justo para alcanzar la fruta prohibida, que voy mordiendo con delicadeza femenina. Así, a bocados, con calma edénica, liquidamos ambos, una a una, todas las manzanas de la bolsa. Confío a mi libreta este episodio con la excitación de un antropólogo consignando su primer encuentro con un bosquimano. En el aire, debo reconocerlo, la duda de quién estudia a quién.

    *

    Me abandono con pompa y majestad a una pequeña siesta. Las manos sobre el vientre, con la quietud funeraria de un mármol medieval. Me distraigo, medio aturdido, con las nubes que desfilan por la ventana de mi dormitorio. En el alféizar, una mosca con la que compartía palco ha caído fulminada al suelo. Hace un segundo se frotaba las patuelas con fruición, contemplando el espectáculo del mundo desde su mirador. El colapso ha sido instantáneo. Visto y no visto. De la animada vitalidad del insecto feliz al trompazo fulminante y fatal. El bicho ha dibujado en su caída una recta perfecta: la distancia más corta entre dos puntos. En un extremo la vida en todo su esplendor; en el otro, la fúnebre muerte con su manto de sombra. Ahí queda el moscardón, arrugado en el parqué del suelo con las patas recogidas sobre el vientre, como disculpándose por el lapso de su breve (y osada) existencia: una motilla insignificante devorada por el rodillo del tiempo.

    *

    Llevo un tiempo entregado al estudio de la fotografía y de su historia; voy hurgando en los orígenes fáusticos de este invento del demonio que se coló en mi vida hace ya tres décadas y

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