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Dulce Bahía Y Otros Cuentos
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Libro electrónico97 páginas1 hora

Dulce Bahía Y Otros Cuentos

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Dulce Baha y otros Cuentos, es un libro que va dosificando su intensidad hasta atrapar al lector en el relato final: Dulce Baha. Ha sido escrito para perdurar y dejar en el lector una sensacin, una enseanza o una pregunta. Construido con personajes y lugares de ficcin se mezcla a la realidad del mundo latinoamericano que todos, aun quienes en l vivimos, quisiramos comprender.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento19 sept 2012
ISBN9781463337872
Dulce Bahía Y Otros Cuentos
Autor

Omero H. Sibaja

El autor, Omero H. Sibaja, es graduado en Comunicación. Escribe poesía y narrativa; además ha enseñado periodismo y guionismo en universidades mexicanas. Su vida alternativa y amor por la Humanidad le llevan de continuo a la caza de nuevo conocimiento y experiencias. La única constante de su vida es su pasión por la literatura, a la que quiso honrar al escribir Dulce bahía y otros cuentos.

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    Dulce Bahía Y Otros Cuentos - Omero H. Sibaja

    EL PROFESOR ZUWEN STRUKHAN WAHAN

    A Luis Antonio le gustaban las tardes de lluvia, ésas que le dan a la ciudad un olor a caca de perro mojada. Cuando llueve, -como si todos los santos hicieran, simultáneamente, del uno en interminables orinadas- me acuerdo de él.

    Luis Antonio era figura mítica. Venido del norte, como todos los bárbaros. Llegaba en los veranos a descansar de imaginarias travesías y trabajos forzados. En realidad, estudiaba en la Universidad de Disneylandia, u otra similar, alguna licenciatura relacionada con el tiempo libre, materia en la que podíamos considerarlo experto.

    Habíamos pasado la tarde en el Balneario Acapulco, bebimos tragos largos en Don Max, la cantina más impersonal de Antequera y ahora que los bares de clase estaban cerrando, decidimos bajar a la parte vieja de la ciudad.

    Mira tú que ocurrencia de meternos al Tiburón: a uno cincuenta la cerveza y a tres los tragos de ron Cagüey, lubricante esencial para establecer correspondencia de miradas chuecas con la mesera libidinosa, metida al talón por necesidá.

    Y entonces doña Vi, la cantinera, -en un bostezo digno del león de la Metro-Goldwing-Mayer- anunció con resignación fatal, la llegada de la hora del cierre. La hora maldita de disolver la cofradía de amigos de siempre: Carlos, Sergio, Alonso, Luis Antonio y yo.

    La mesera –sentada en las piernas del marqués de Antequera, el divino Luis Antonio-, propuso ir a un lugar donde nunca cierran y hay amigas.

    -Amigas de lo ajeno- bromeó Sergio.

    -Amigas de Satanás- replicó Carlos.

    -Amigas entre ellas- aclaró Chalía, que la mesera para entonces ya tenía nombre.

    -¿Llevamos el carro?- pregunté.

    -Déjalo aquí, está mas seguro- dijo la mesera del talón.

    Me daba escalofrío dejarlo ahí, entre vándalos, travestis y prostitutas.

    -Déjalo Javito- me dijo Luis Antonio.

    -Nico, mi Luis Antronio. Nomás mira que banda lo rodea.

    -No seas mamón, Javito. Ni modos que el patas de hule vaya a tomar malos ejemplos con la banda.

    Llegamos al nuevo lugar, una puerta de madera corroída. En la cabeza me flasheaba el sólo para locos del Lobo Estepario; en esos días estaba de moda leer a Hess.

    Si por fuera, la casa no inspiraba ninguna sensación, adentro me deslumbré aunque la luz roja de todo burdel que se respete no dañaba las pupilas; me deslumbré con las pupilas de doña Tranquilina.

    La vieja matrona, a su vez, se deslumbró con Chalía, nuestra acompañante y pronto la mesera yacía en los brazos de Morfeo y Tranquilina. Lo supimos porque Claudette nos lo dijo cuando la invitamos a la mesa para tomarnos algo.

    ¡Ay Claudette! Nos fascinaron tus tetas: grandes, grandísimas. Y tú estabas distante y profesional, sonriendo como miss de concurso. Veías nerviosa hacia la puerta y tu desinterés nos corroía el alma. Querías ver aparecer a alguien, verlo salir de entre las gabardinas talla treinta y oso de los guaruras que guardaban, ángeles caídos, las puertas de tu bizarro paraíso.

    El silencio de la dama estaba amenazando con cortarnos el pedo y mandarnos a dormir, cuando Sergio tuvo la genial ocurrencia. Aprovechó al callado Alonso. Tomó la ventaja que le daba su aspecto de extranjero en el exilio y lo presentó:

    -EL PROFESOR ZUWEN STRUKHAN WAHAN.

    Me quedé mudo y casi me cago de risa contenida cuando el serio Alonso, con expresión estúpida, largó su primer – Ya- en lugar de sí.

    La putita se interesó. –Pregúntale si soy bonita- me dijo.

    -The bitch wants to know. How pretty is her ass? Traduje pronunciando lo más golpeado y aguardentoso posible.

    -. She’s a beatiful piece of ass.- Respondió Alonso animado.

    -¿A qué se dedica?- Insistió Claudette.

    -To-to-topo says. What a hell do you do for eating your soup?"-. Inquirí a Alonso, debo confesar que siempre tuve la misma curiosidad.

    -I am a philosopher, for now unemployed. But, please, tell her I work for United Nations.- Replicó Alonso que había prendido su imaginación con la fantasía de los grandes senos en el motel Delicias.

    -Es filósofo, trabaja para las Naciones Unidas.- Estas fueron las palabras mágicas.

    La zorrita voló. En una milésima de segundo lo estaba abrazando. Los vecinos voltearon a mirarnos. Llamaron al mesero y nos pagaron una ronda de Guacardí.

    -¿También para la dama?- Alcancé a oír.

    -También.

    Luego traduje inmensidad de temas, tópicos, comentarios obscenos, tamaños, olores y sabores. Ella accedió a irse con Alonso. Todos consentimos en terminar la parranda.

    Para cuando volvía de repartir en hoteles, villas y colonias a parroquianos y damas, me encontré a Claudette. Tal vez, la buena crianza de Alonso le metió temor a las enfermedades venerables y, por eso, la dejó en una esquina cualquiera con los pezones endurecidos por el frío y el cachondeo.

    La recogí y la llevé a casa, a la casa de mis padres; a la cama provinciana donde nací. Ahogado en alcohol y besos no pude ver por el retrovisor el automóvil de alquiler que nos siguió.

    Luego de otros imperdonables tragos y escarceos amorosos, Claudette arrojó su minivestido negro y sus mallones, del mismo color, en el vetusto portatrajes de mi querido padre.

    Debí dormir mucho, mi cuerpo hubiera admitido y hasta agradecido la resaca pero el despertar fue insoportable. Estaba inmóvil y rodeado de madera. El fuerte olor a cedro y piel, la oscuridad y la inmovilidad forzosa me hicieron pensar en lo peor.

    -¿Cómo es que he muerto?- Sollocé lleno de pena. Con los pies rascaba las paredes de mi ataúd.

    El recuerdo del ruido apagado del ir y venir de gente me llevó a imaginar mi velorio. Aquí, en Antequera, los dolientes toman chocolate; los de mis funerales tomaron ron. Lo sé porque el olor de sus alientos se me quedó pegado en las ventanas de la nariz.

    Pero nadie lloró y, si bien los movimientos de muebles que recordaba –como si fueran parte de un sueño- me indicaban que se preparó de prisa una capilla ardiente, faltaba en el recuerdo el olor de los cirios y el murmullo de los rezos.

    ¿Cómo sería el velorio?

    Mis amigos llorarían –o discretamente se tomaron una botella de brandy cada uno, mientras contaban, soto voce, el último chiste colorado-.

    La muerte se parece mucho a la cruda. Me sentía como dentro de un hoyo húmedo que olía a naftalina y mi boca reseca no podía producir ningún sonido. Tras el primer intento fallido, abandoné la empresa, también cerré, con fuerza, los ojos.

    -¡Vaya, que siquiera muerto he aprendido a comportarme!- Dije en silencio.

    Luego, la madera crujió…

    Alguien estaba abriendo mi cajón.

    -Son mis amigos- continué mi monólogo de muerto. -Pedirían verme por ultima vez- agregó mi imaginación.

    Yo también sentí curiosidad por verlos, así que abrí los ojos.

    -Cualquier rayo de luz es

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