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Luz de noviembre, por la tarde: Narrativa autobiográfica
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Luz de noviembre, por la tarde: Narrativa autobiográfica
Libro electrónico141 páginas1 hora

Luz de noviembre, por la tarde: Narrativa autobiográfica

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¿Cómo aceptar la enfermedad y, sobre todo, la muerte de un ser querido?

Al igual que Diario del hombre pálido del también pamplonés Juan Gracia Armendáriz, libro con gran acogida en sus tres ediciones por el colectivo médico y sanitario y, lo más importante, los pacientes, Luz de noviembre, por la tarde resuelve con brillantez esos momentos tristes e intensos que a algunos nos toca vivir. Sin ninguna amargura, sólo con la melancolía que el lector es capaz de sonsacar, la prosa de Laporte nos conduce con gran valor por el último año de vida de su padre, con el añadido del reciente fallecimiento de su madre, sin manipulaciones sentimentales, limitándose a describir hechos y con las pausas de sus propias reflexiones, la mayoría de las veces desplazables a otros casos similares.

Una obra autobiográfica que merece la pena por su calidad literaria y porque más de uno encontrará en este libro la historia indirecta que le ayude a superar la propia

EXTRACTO

Mediodía de octubre. Sol fresco en Madrid. Como el protagonista de La noche del oráculo de Paul Auster busco mi propio «Palacio de Papel» para hacerme con uno de esos cuadernos que dan alas a la escritura. En una calle que desemboca en Tirso de Molina he encontrado el mejor soporte para estas letras, para este comienzo de curso: un cuaderno Clairefontaine con tapas color cartón, con arrugas como la piel de un sofá de cuero. Por dentro, blanco nuclear.

Ahora solo hace falta mancharlo de imágenes, más o menos bellas, reales, sinceras, quién sabe con qué grado de desnudez. Veo en los monitores del metro a un actor, Daniel Craig, al que le asignan el papel de su vida: serás el próximo James Bond (a pesar de lo rubio de tu pelo). Ya está decidido, Bond tiene cara, nuevo cuerpo, todo está preparado, el traje impecable, el vodka con Martini agitado pero no revuelto. Lo más difícil está hecho. Es el momento de asumir el personaje, sus andares, las formas, introducir nuevos gestos, darle carácter, interpretarlo. Ya tengo papel, ahora hay que llevarlo a escena.

LO QUE DICE LA CRÍTICA

El autor consigue mantener una equidistancia entre la trampa sentimental y la asepsia descriptiva que, tras el fatal desenlace, se desplaza notoriamente hacia la melancolía, una tristeza que va deslizándose lentamente, como el telón que siempre ha de caer al final de la función. - Gerardo Eloriaga, Diario Vasco

Luz de noviembre, por la tarde, una bella narración sobre la muerte de sus padres. El texto, una novela íntima, es un claro homenaje a las confesiones. El personaje principal es él, un joven que se encuentra en la soledad de lo que hasta ahora han sido sus pilares. La literatura, la escritura, el confrontarse consigo mismo y su destino es lo que le salvará. - Jacinta Cremades, El Imparcial

Eduardo Laporte ha volcado en Luz de noviembre, por la tarde los pormenores de un tiempo mortecino, como esa luz de brumario que da título al libro, y lo ha hecho con desenvoltura, con gracia, añadiendo momentos conmovedores, de buena literatura. - Juan Gracia Armendáriz, Diario de Navarra

SOBRE EL AUTOR

(Pamplona en 1979) De padre francés y madre navarra, Eduardo Laporte es periodista especializado en cultura y colabora en algunos de los suplementos culturales más leídos. Ha entrevistado a escritores como Carol Joyce Oates, Herta Müller o Julio Llamazares. Reside en Madrid desde 2005, donde escribió Luz de noviembre, por la tarde. Ha publicado además Postales del náufrago digital (Prames, 2008), una recopilación de las entradas de su blog, en el que se cuela con ingenio por los pliegues de lo cotidiano.
IdiomaEspañol
EditorialDemipage
Fecha de lanzamiento9 jul 2015
ISBN9788492719532
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    Luz de noviembre, por la tarde - Eduardo Laporte

    2006

    Autoexploración

    Empezar

    Mediodía de octubre. Sol fresco en Madrid. Como el protagonista de La noche del oráculo de Paul Auster busco mi propio «Palacio de Papel» para hacerme con uno de esos cuadernos que dan alas a la escritura. En una calle que desemboca en Tirso de Molina he encontrado el mejor soporte para estas letras, para este comienzo de curso: un cuaderno Clairefontaine con tapas color cartón, con arrugas como la piel de un sofá de cuero. Por dentro, blanco nuclear.

    Ahora solo hace falta mancharlo de imágenes, más o menos bellas, reales, sinceras, quién sabe con qué grado de desnudez. Veo en los monitores del metro a un actor, Daniel Craig, al que le asignan el papel de su vida: serás el próximo James Bond (a pesar de lo rubio de tu pelo). Ya está decidido, Bond tiene cara, nuevo cuerpo, todo está preparado, el traje impecable, el vodka con Martini agitado pero no revuelto. Lo más difícil está hecho. Es el momento de asumir el personaje, sus andares, las formas, introducir nuevos gestos, darle carácter, interpretarlo. Ya tengo papel, ahora hay que llevarlo a escena.

    Entre las tareas cotidianas que uno se marca para sentirse ocupado, para rebajar esto de ser un poco náufrago, o vagabundo, o errante, o nómada, en fin, este rollo mío un tanto cansino, tengo anotada esta: empezar. Y luego estas otras: compras, almohada, mail al Correo de Bilbao, disco de Siwel, mail abuelo, mail Irene, ver saldo, transcribir diarios, comprar cuadernos y bolis buenos, empezar. Labor abstracta entre esos deberes concretos, empezar.

    Me gusta esa palabra, empezar. La prefiero a comenzar, que me suena a impostura microscópica, a ese hablar con propiedad que no es natural. Empezar tiene algo de emprender, de soltar amarras, de embarcarse en una empresa, qué difícil es empezar. Yo ya lo he hecho. Y me siento bien en este pupitre de libre elección, aquí, en la Cervecería Alemana, en la plaza Santa Ana, en este mediodía de sol serio. Soy un poco de todo: profesores, alumnos, timbre, recreo, bocadillo. La novelita que escribí antes, sin saber muy bien qué hacer con ella, me ayuda a sentirme menos virgen en esta cosa rara de trabajar solo, papel y boli, en una oficina cualquiera como puede ser esta cervecería de mañana.

    Una vez preparado para esta vuelta al cole, toca vaciar todo lo que he ido acumulando en mi caótica mochila, mochila salvaje, indómita mochila, mochila sin fondo, con migas, compartimentos secretos, rebeldes, agujeros, pelusas, bolas de papel de plata, virutillas de lápiz y cremalleras atascadas.

    La abriré a lo pandora, caja de los truenos, y verteré todo lo que salga sobre este papel absorbente. Me quitaré así este peso, ya descansaré cuando acabe el curso. Vaciaré la mochila, sí, una densa mochila que se empezó a llenar el 31 de diciembre de 1999 y que se cerró el 5 de diciembre de 2000. No puedo predecir cómo irán apareciendo las imágenes, los colores, el presagio de la muerte y del invierno, esa convivencia asfixiante, opresiva. Todo irá cayendo por su propio peso, sin que yo haga gran cosa por ordenar la exactitud de este azar de la memoria.

    Como aquella luz de noviembre, bella pero mortecina, que caía entre las cinco y las seis de la tarde, cuando estábamos solos él y yo, a menudo en silencio, mientras la ciudad iba a lo suyo, hasta que llegaba el cálido griterío de mis tías. Aparecían con las mejillas frescas de la calle, con sus sonrisas amplias, con sus novedades cotidianas, con su impagable trajín de los afectos. En esa hora previa, digo, en ese largo tránsito hacia la noche, evocador como ciertas pinturas de Salaberri, me consolaba con que algún día atraparía toda esa gama crepuscular en el papel. Congelaría toda esa intensidad de otoño, como el torreón ennegrecido de San Nicolás, para volver a ella en cualquier estación, como a una fotografía inmensa de aquellos días de encuentro y despedida.

    La canción

    «Eduardo…, ¿y mi canción?». Solía sorprenderme así en esos ratos inútiles del día en los que el tiempo se pone pesado antes de comer, a media tarde, o mientras se espera a que el resto de la familia termine de arreglarse antes de salir juntos a la calle. Tiempo vago en el que la guitarra se convierte en la mejor aliada.

    Con esa frase me pedía que hiciera una canción para él, así, tal cual. No sobre él, sino para él, un regalo musical, como quien regala un dibujo o una pequeña figurilla de yeso.

    Él era un ágrafo de la guitarra, rara vez la cogía y su repertorio se encogía por falta de uso, excepto con algunos grandes clásicos: Tous les garçons et les filles de mon age se promènent dans la rue deux par deux…, o Pendant que je dormais, pendant que je rêvais les aiguilles ont tourné, il est trop tard…

    Tuvo su pasado como hombre-guitarra, Londres, años setenta. A veces, en las grandes ciudades, me fijo en esos músicos que llenan de notas los tránsitos anodinos de la gente, entre casa y curro. Me cuesta imaginar a mi padre de esa guisa, de cantanoches serpeante entre los veladores de las cenitas londinenses. Hablé poco con mi padre, o me contó poco, de tantas cosas.

    Mi abuelo León guerreó en el bando nacional, y perdió una pierna por el camino. Siempre me confundía, de niño, y en vez de un caramelo de eucalipto Reineta o una moneda de 25 pesetas prefería soltarme una estremecedora trola de abuelo.

    Recuerdo con fascinación aquel muñón, muesca de la historia, descomunal pedazo de carne con pliegues entre los pliegues, muslo truncado que se desbordaba a ambos lados de la taza del váter. La puerta abierta del cuarto de baño, las mañanas de domingo, me invitaba al morboso espectáculo de ver aquella pierna trasegada que yo miraba y no miraba desde la polvorienta alfombra del pasillo. «Íbamos en una avioneta que pilotaba tu tío Manolo. De repente, me entraron ganas de ir al baño pero me equivoqué de puerta, así que me caí. Tuve suerte, porque fui a caer encima de un rebaño de ovejas, que eran de tu padre, que entonces era pastor y me pudo llevar al hospital».

    Desde luego, no sé cuál de las dos versiones es más dramática, la de la herida por metralla de tanque, en el frente de Vizcaya, o esta historia maquillada por ese casting, tan familiar. La verdadera la cuenta él mismo en una especie de memorias que dejó escritas y que me encargué de transcribir, en la primavera de 2000. Las tituló, con humor, Las siete vidas del gato León, e incluyen pasajes como este:

    Fue una mañana del 27 de abril de 1937, fecha en que fui herido por metralla de tanque en la pierna derecha en el frente de Vizcaya en la toma de Durango. La posición era un camino natural que hacía de trinchera. Delante había un prado en el cual cayó una granada lanzada por un tanque. Al verlo mi amigo Jaurrieta, dijo que el cañonazo había levantado menos tierra que un «topo». El siguiente fue para mí.

    Una descarga perdida que se detuvo en seco en su pierna. Se la amputarían por el tercio superior a causa de una gangrena gaseosa provocada por la herida de metralla. Y si no se fue al otro barrio fue gracias a la aparición de un médico alemán, que experimentó con él los beneficios de un producto llamado Protosil. «Yo estoy seguro de que fue penicilina, que los alemanes ya la tenían», añade el abuelo León.

    Me creí la historia de la avioneta durante muchos años, puede que orgulloso de ver cómo esos malos trances se libraban en familia, cohesionando el clan. Me la creía un poco queriendo, digo yo, como se cree en los Reyes Magos, con ese velo de duda que perturba un poco, que no encaja bien pero que preferimos ignorar.

    Pero mi padre no tenía ningún conflicto encarnizado entre hermanos, ni ningún bando por el que tomar partido. Tampoco tenía ninguna herida de guerra que parchear con historietas blancas para nietos. Aunque alguna batallita sí contaba, pero sin recrearse mucho, como un descreído de la nostalgia. Un día me enteré de que vivía a dos casas de George Harrison, con el que a veces se cruzaba en su condición de vecino. También de que Cliff Richard solía acudir a menudo, a fumarse unos porros, al local en el que mi padre se ganaba unas libras, de mesa en mesa, con sus chansons. Pero esta información se me escurre por los dedos, no estoy seguro de si era Cliff Richard, Cat Stevens o Donovan. Tampoco puedo saber cuánto le pagaban por noche, qué canciones eran fijas en su repertorio, qué sintió la primera vez que se enfrentó al público íntimo de un pequeño restaurante, si con aquellas libras tan poco sólidas le daba para costearse sus estudios de diseño textil en la London Fashion School.

    Me temo que aquel desembarco londinense tuvo poco de romántica conquista de Ma liberté (longtemps je t’ai gardé comme une perle rare, Georges Moustaki), sino más bien de una soledad que me recuerda a la de J. M. Coetzee en su Juventud, también en Londres. Llegó con 17 años, casi como un exiliado y por la puerta de atrás: la unidad familiar se había desintegrado, había que intentar al menos caer de pie. «Fue duro, pasaba hambre», me dijo una noche, con su vaso de whisky con soda. Se lo contaba más bien a sí mismo: «Íbamos mucho al dentista, que era gratis. Me arreglé toda la boca».

    Puede que aquellos primeros años los recordara como su particular 27 de abril de 1937, no en ninguna trinchera vizcaína, sino vagando por Sloane Square. Quizá por eso no los sacara a pasear en ningún festejo

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