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El hijo de míster playa
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Libro electrónico219 páginas2 horas

El hijo de míster playa

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Apoyada en una amplia documentación y en un tono íntimo, El hijo de Míster Playa traza la cartografía del recorrido vital de Roberto Bolaño (1953-2003) a través de las personas que lo conocieron y de las anécdotas que de él se atesoran. A partir de un collage de opiniones, recuerdos y voces, la autora nos relata su juventud en Ciudad de México, lugar en el que abandonaría definitivamente la educación formal para dedicarse de lleno a la literatura, sus años posteriores en Barcelona, Gerona y otras localidades españolas donde el autor de Los detectives salvajes deambuló durante varios años en empleos precarios y mal pagados en su largo camino para llegar a convertirse en un escritor reconocido. Hasta la última etapa de su vida en Blanes, el pequeño pueblo de la costa catalana donde se instaló definitivamente; el profundo amor por sus hijos, el dolor de la enfermedad y la escritura contra el tiempo de su obra cumbre, 2666. Un retrato de una figura contradictoria y genial hasta su muerte ocurrida en 2003 en plena madurez creativa, cuya obra sigue sorprendiendo por la potencia de su prosa cada vez más viva.
IdiomaEspañol
EditorialAlquimia
Fecha de lanzamiento1 ene 2017
ISBN9789569974328
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    El hijo de míster playa - Mónica Maristain

    Mónica Maristain

    El hijo de Míster Playa

    ISBN: 978-956-9974-32-8

    Este libro se ha creado con StreetLib Write

    http://write.streetlib.com

    El hijo de Míster Playa

    Mónica Maristain

    Una semblanza biográfica de Roberto Bolaño

    El hijo de Míster Playa

    Mónica Maristain

    De esta edición

    © Alquimia Ediciones, 2017

    Colección: Umbrales de memoria

    Edición y notas: Mónica Maristain

    Correcciones: Felipe Reyes

    Dirección de colección: Guido Arroyo González

    Diseño editorial e ilustración: Nicolás Sagredo

    Agradecimientos:

    A Martín Solares, por la confianza.

    A Guillermo Quijas, por la confianza y la paciencia.

    A Ricardo House, por las entrevistas, por la complicidad.

    A Melina Maristain, por las transcripciones y el amor.

    A Alejandro Páez Varela, él sabe por qué.

    A la memoria de Luis Alberto Spinetta,

    con todo respeto,

    con toda humildad,

    con todo el amor.

    hay como un ruido de campanas

    y una tormenta

    el viejo escalofrío viene a tocar las sienes

    es un hacha en el vientre bajo

    la mirada que se abre hacia una multitud

    me preguntaba si dormido en la escollera

    como un vagabundo

    fuiste desmesuradamente tierno

    o apabullante

    si cuando mojabas la punta del cigarro

    te hacías marrón o sin sentido

    todo esto es presagio

    pero en la almohada hay muros

    salitre

    verano de medias caídas hasta los tobillos

    redondeces

    tendrás ebre. punto. será así. dos puntos.

    como viudos nos dejarás

    y boquiabiertos

    Introducción

    Cada vez que pienso en Roberto Bolaño, me viene a la memoria un poema que sé, precisamente, de memoria: De finiciones para esperar mi muerte, del gran letrista de tango y poeta argentino, Homero Manzi: Sé que mi nombre resonará en oídos queridos/ con la perfección de una imagen./ Y también sé que a veces dejará de ser un nombre/ y será un par de palabras sin sentido.

    Resuena en mí sobre todo el verso con la perfección de una imagen, porque a tan pocos años de la pérdida irreparable de Roberto Bolaño, apenas una década en el tiempo in nito, casi un ayer nomás que nos tiene todavía alela- dos, su gura es perfecta en la evocación de tantas personas que lo quisieron.

    Es difícil que el escritor que cambió el rumbo de la literatura de nuestro continente sea alguna vez un par de palabras sin sentido, pero aun ese verso de Manzi, descolocado frente a un ser cuya sombra se agiganta con el paso del tiempo, cobra esencia al pensar que el autor de Los detectives salvajes se guardaba para sí la cumbre máxima del sinsentido, el clímax del mayor absurdo; acaso ese absurdo que tan bien practicaba Alfred Jarry, un autor que le gustaba mucho.

    Ay, Maristain:

    Aún respiro. Y ya soy el segundo de la cola. Besos,

    Bolaño

    PD: ¿Por qué no hacemos una entrevista, ligera, levísima, frívola incluso

    –son las que más me gustan– casi póstuma?

    Ése fue el origen de la entrevista que resultó ser la última de su vida y que tanto ha corrido por las redes sociales. No fue mérito de la periodista, sino voluntad del entrevistado. Y que haya sido publicada en el mes de su muerte, fue un privilegio que quiso darse el por entonces editor de Playboy México, Manuel Martínez Torres, sin dudas uno de los mejores periodistas de México y una de las mejores personas con las que me ha tocado trabajar.

    Por entonces no era fácil publicar una larga entrevista a Roberto Bolaño en una revista mexicana, pero en ese mes había una portada fuerte, con una chica muy conocida, cuyo nombre se me borra a cada instante, y Manolo me dijo: Rescatemos la entrevista a Bolaño, nos podemos dar ese lujo ya que vamos a vender muchos ejemplares.

    Todas las grandes cosas que pasan en la vida suelen ser fruto de gestos prosaicos y cotidianos, casuales, inesperados. También la muerte. También las entrevistas. No sé cómo fue que hubo un tiempo en México en que el correo con el remitente robertoba era estímulo para la felicidad, la alegría. Que cuide a mi madre, que salude a mi hermana, que no beba, no fume y publique, de ser posible, un cuento de Rodrigo Fresán en la revista. Que me desee suerte con la obra de teatro Sexo, drogas y rock and roll que estoy produciendo, pero que ni se me ocurra renunciar a Playboy.

    Un día me escribía a la madrugada:

    Querida Maristain:

    Son las tres y cuarto de la madrugada, mi hija de dos años ha tosido mucho, luego ha vomitado encima mío, yo he tenido que medio desnudarme (qué triste mi pobre cuerpo al lado del de mi hija) y vestirme otra vez, luego nos hemos puesto a ver el final de La dolce vita y ahora mi hija duerme y yo te escribo. La semana pasada estuve en Italia y una noche, mientras cenábamos en una calle de la parte vieja, me pareció que estaba dentro de una película de Fellini, que es algo que tarde o temprano sucede en Italia. Unos emigrantes tocaban el acordeón y otro instrumento improbable, puede que un timbal portátil, y la gente en las terrazas hablaba y se miraba con ese enorme amor a la vida, esa obstinación o feroz inocencia con que suelen mirar sólo los italianos (de origen o adopción). Al final se puso a llover, a cántaros, y aquello parecía el diluvio universal. Angelo Morino, que es escritor y que fue amigo de Puig, y que ha traducido algunos de mis libros, contó la historia de un amante suyo, allá por los setenta, que se fue a vivir con él y que se maravi- llaba de que en Turín había panaderías gay y hasta supermercados gay, lo que hablaba muy bien de la tolerancia turinesa. En realidad, este joven campesino feliz había confundido el apellido Gai o Gay (usual en el Piamonte, también en Cataluña, por otra parte) con los paraísos de San Francisco (California y también, quiero suponer, elsanto de Asís). No he vuelto a leer la entrevista. En Chile quieren publicarla, tienes que decirme cuándo sale en Playboy para que los chilenos no jodan la exclusiva. Por acá todo va bien. Sigo el tercero en la cola de espera. Y leo novelas policiales alemanas en donde a la tercera página descubro al asesino y a la décima me doy cuenta de que el detective es un idiota. Recibe el fuerte abrazo de rigor y, sobre todo, cuídate mucho, es decir no bebas, no fumes, dedica tu ocio a Bach y Vivaldi, a Leopardi y Döblin.

    Y a sabiendas de su enfermedad, lo regañaba por la hora (soy la mayor de 8 hermanos –como el famoso licor argentino–, me la paso regañando a todo el mundo).

    Querida Maristain:

    En efecto, me acuesto tarde y mis horarios son más bien los horariosde un alpinista joven y sano. Un alpinista gótico, claro está. Lector de Machen, Lovecraft, Stoker. En otra vida probablemente fui un deportista de alto riesgo. No sé cómo me las voy a arreglar cuando me cambien el hígado. Se supone que entonces tendré que tomar más de treinta pastillas diarias. ¿Cómo me acordaré? En fin, ya veremos. Tú no dejes de escribirme y contarme de vez en cuando cosas de México. Y hazme caso: menos fumar y menos beber. Y hablando de música, hay una especie de rockero brasileño que me gusta, se llama Lenine, ¿lo conoces?

    Recibe todos los besos,

    Bolaño

    Cuando conocí a Lenine le conté que Bolaño me había hablado de él en un correo. Lenine es un tipo fantástico, también muy culto, que hubiera sido un amigo extraordinario de Roberto. Se hubieran llevado la mar de bien.

    Otras veces discutíamos: por Lula, por México, por los vinos argentinos, por los chilenos, que él –erróneamente– consideraba mejores que los argentinos. Y siempre cerraba las discusiones con alguna frase tierna, irresistible:

    Querida Maristain:

    Apostilla a la carta que te acabo de enviar.

    Los chilenos no son modestos.

    yo soy modesto. Humilde.

    Un pobre ermitaño lleno de llagas.

    Un río de lágrimas.

    Un árbol seco en medio del desierto.

    Besos,

    Roberto

    Pequeña Maristain:

    Es muy tarde, ya no puedo escribir cartas, sólo cuentos, buenasnoches,

    mañana te escribo, que duermas bien, que tengas hermosossueños, pero

    que tampoco sean tan hermosos como para hacerte llorar, buenas noches.

    Bolaño

    Me enteré de la muerte de Bolaño a través de internet y porque muy temprano llamó un amigo desde España, donde lmaba una película a las órdenes de Pedro Almodóvar. Moni, ¿ya sabes?, me dijo mi amigo, quien en un momento libre en el rodaje se fue a Blanes para traerme un poco de arena, agua y una postal que ahora luce enmarcada en la pared de mi estudio.

    Trajo dos postales, en realidad. Una de ellas la puse en el primer altar que hice en México. La foto de Bolaño al lado del Che. Vivía entonces con mi hermana Melina en un hermoso departamento en La Candelaria, Coyoacán. Al regresar a la casa, nos encontramos con que habían estado los bomberos, y que por poco no perdemos gran parte de nuestras pertenencias en el incendio que habían producido las velas puestas en el altar de Bolaño.

    Mis amigos decían: ¿Cómo se te ocurre poner a Bolaño y al Che juntos? Debo decir que esa costumbre tan mexicana de hacer altares todos los noviem- bres fue un hábito que adquirí y perdí casi en forma simultánea en aquella ocasión. Son menesteres que los naturales de este país fantástico realizan con precisión y alevosía. En una transterrada se convierten en gestos apócrifos e inútiles, además de complicados.

    Más allá de las coincidencias y los escándalos domésticos, ese punto minúsculo e imperceptible que fui en la rica y estrambótica vida de Bolaño, se sintió devastado con su muerte.

    Desde entonces, comencé a preguntarme: ¿cómo se sentirán los que realmente fueron sus amigos? Los que pudieron disfrutar largas charlas con él. Aquéllos que compartieron su juventud, su niñez, su madurez.

    Ése es un poco el germen de este trabajo. Conocer más a Bolaño, a través de las personas que fueron importantes en su vida.

    Imposible abarcarlas a todas. No era la intención. Muchas de las voces aquí proyectadas alcanzan sin embargo para certificar lo intuido: Roberto Bolaño era una persona extraordinaria, alguien capaz de tomarse el tiempo de escri- birle a una ignota periodista perdida en el océano oscuro del Distrito Federal y alguien capaz de nombrar, en su ya famoso Pregón de Blanes, al dueño del videoclub con quien discutía los lmes de Woody Allen y Alex Cox.

    De todas esas voces, me quedo con la del difunto y entrañable escritor chileno Rodrigo Quijada: Bolaño es una de esas personas que conoces en un momento determinado de tu vida y al que puedes recordar siempre con mucha facilidad y mucho cariño. Los que conocieron a Bolaño saben que lo que estoy diciendo es cierto. Es un hombre que se echaba de menos en una tertulia. ‘Aquí debería estar Bolaño’, decíamos cuando alguien se ponía muy insoportable.

    La gran tragedia de Bolaño no es que haya muerto, sino que haya amado tanto, tanto la vida.

    La gran tragedia de Bolaño es doble. Le tocó y nos toca a propios y extraños.

    En este mundo insoportable, a menudo diremos, muchas veces: Aquí debería estar Bolaño. Pero no está.

    Mónica Maristain

    Distrito Federal, agosto de 2012

    Cuando su padre le compró un caballo

    El sabor de la salsa pebre y del charquicán

    – Lo bonito que era todo en Quilpué

    En los años cincuenta, Santiago de Chile era una ciudad helada. No había calefacción en las casas y nadie había plantado los hermosos árboles que hoy enverdecen la capital sudamericana. El mundo iba en picada hacia hondas transformaciones sociales y políticas, pero en Santiago el tiempo parecía detenido. Los muchachos usaban traje y corbata, muy circunspectos, con una formalidad que, según Daniel Bitrán, economista de la cepal radicado en México, tardó años en abandonar la sociedad chilena. Santiago en los cincuenta era una ciudad gris.

    En ese paisaje de cemento y bruma nació Roberto Bolaño, el 28 de abril de 1953. Hijo del camionero y boxeador profesional León Bolaño y de la profesora de primaria Victoria Ávalos, vio la luz en una clínica del Seguro Social, a unas cuadras de la avenida Recoleta, donde vivían sus abuelos paternos.

    Fueron pocos los días que el primogénito de Victoria y León pasó en la capital de Chile. Al poco tiempo de nacer fue llevado a Valparaíso, donde transcurrió su infancia.

    Bueno, la porción de infierno chilena es mi infancia y mi adolescencia. Y luego el golpe de estado. Pero me gusta la comida chilena. No sé si tú la has probado: es una comida bastante buena. Las empanadas, el pastel de choclo, las humitas, la cazuela chilena, los mariscos, que tal vez son los mejores que he comido jamás, esa salsa que allí llaman pebre y que es muy sencilla pero tam- bién muy e caz, el charquicán, que es un plato que viene de antes de la guerra de independencia y que dicen era el plato preferido de Manuel Rodríguez.

    Yo nací en Santiago pero nunca viví en Santiago. Viví en Valparaíso, luego en Quilpué; en Viña; en Cauquenes, una zona llena de alcohólicos y de espi- ritistas. Bio Bio es la tierra de mis mayores, como diría Serrat, y es el lugar a donde llegó al menos la parte paterna de mi familia, a Mulchén, porque yo viví en Los Ángeles.

    La familia vivió primero en el cerro Los Placeres y luego se fue a Quilpué, a una casa de campo donde un peón contratado por el padre cultivaba una quinta que daba pimientos. Fue allí donde Roberto, que por entonces tenía unos siete años, tuvo un caballo al que bautizó Poncho Roto y que evoca en el cuento Últimos atardeceres en la Tierra, aunque con otro nombre: Cuando tenía siete años su padre le compró un caballo. ‘¿De dónde era mi caballo?’, dice B. Su padre, que no sabe de qué habla, se sobresalta. ‘¿Qué caballo?’, dice. ‘El que me compraste cuando yo era chico’, dice B, ‘en Chile’. ‘Ah, el Zafarrancho’, dice su padre y sonríe. ‘Era un caballo chilote, de Chiloé’, dice...

    El cuento narra un viaje que hicieron padre e hijo a Acapulco, según cuenta León Bolaño: Los dos estábamos solos en la casa, pescamos el coche y nos fuimos. A Roberto nunca le gustó manejar. El coche del cuento era un Dodge, después me compré un Mercedes y le di las llaves del Dodge, pero él no las quiso. Me dijo: ‘Papá, tome las llaves, en la India la gente se está muriendo de hambre y usted me quiere regalar un coche’...

    La infancia del escritor en Chile parece haber sido idílica. Eran los primeros años de un matrimonio que después se haría pedazos y que transcurrieron entre mucho trabajo y nes de semana con la reunión familiar, cuando llegaba el padre de Victoria Ávalos a comer unos pollos al horno de barro fabricado por León en la quinta de Quilpué. Todo eso era muy bonito, muy bonito, evoca León.

    El asma de mamá

    Una canción de The Who – El silencio lleno de Bolaño

    – Papá deportista – Antes culto que sencillo

    La familia Bolaño llegó a México en 1968, cuando Roberto tenía quince años. Los motivos fueron la mala salud de Victoria, su madre, que sufría de asma. "Por recomendación de un médico mexicano comenzaron a tratarla aquí. Yo me quedaba con los dos hijos en Chile, la mandaba para acá unos meses y ella regresaba bien. Así me la pasaba yo: chingado. Pagando el viaje y el hotel y el médico. Pero al final no servía de nada porque al año de que regresaba comenzaba otra vez con la enfermedad de los bronquios. Un amigo, doctor, me dijo que si ella se reponía siempre en México, nos viniéramos a vivir aquí o de otro modo mis hijos se iban a quedar sin madre. Vendí todo lo

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