Palabras al azar
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Palabras al azar - Beatriz Eugenia Vallejo
Una caja de Pandora
Parece que va a llover. Cierro las persianas después de haber buscado en el cielo una señal para saber cómo vestirme hoy. Los últimos días han sido tan disparatados que necesito aferrarme a algo que aparente ser real para sustentar mis decisiones.
Desde que me bajé de ese tren congestionado, maloliente y habitado por la más variada muestra de la humanidad, tirando de mi maleta entre piernas y bultos, la vida no ha dejado de sacudirme. Lo primero que recibí de esta caótica ciudad fue el robo de mi cartera. En un dos por tres desaparecieron mi celular, mi pasaporte y mi tarjeta de crédito, los tesoros más preciados para cualquier viajero. Llegar al hotel se convirtió entonces en urgencia para hacer las llamadas de rigor e intentar solucionarlo.
Y lo logré de milagro, pues el papel en el que tenía anotada la dirección había sido doblado tantas veces, estrujado en mi mano y embutido sin mayores contemplaciones en el bolsillo, que las letras estaban ilegibles. Solo por acción divina pude dar con el lugar.
Luego de escuchar mis dificultosas conversaciones con el consulado y con el banco a través del teléfono de la recepción, en un acto de fe me dejaron quedar mientras recibía otra tarjeta de crédito por correo.
Y al fin, con una llave en la mano, encontré mi espacio en este nuevo mundo, la habitación 312. Dejé la maleta encima de la cama, me desnudé para darme una larga ducha y quitarme de encima tanto polvo y tanto agite. Unas vacaciones en un sitio exótico era lo que necesitaba después de un año de trabajo arduo en la compañía, con horarios absurdos y sin posibilidad de tener vida propia más allá de los cálculos y las finanzas, las reuniones y otra vez los cálculos. Al diablo con todo, me voy al otro lado del planeta. Pero en este momento estoy más desesperada que cuando me daban las diez de la noche sin poder cerrar el computador de la oficina.
Es que lo que me ha pasado es insólito. En ese eterno recorrido en tren, mientras yo miraba por la ventana intentando escapar mentalmente de la congestión que llenaba bancas y corredores, empezó a hablarme una señora de cierta edad, muy maquillada y con una boa de plumas en el cuello. Supe entonces que trabajaba en una compañía de teatro ambulante y que se dirigía, junto con otros cinco actores, a una audición para un gran director que les ofrecía mayor estabilidad. No se calló en todo el trayecto, que si esto y que si lo otro, como si a mí me importara un pepino. De tanto hablar me distrajo y casi me paso de la estación en la que debía bajarme. Cuando me di cuenta grité, agarré como pude mi equipaje y di codazos a diestra y siniestra hasta alcanzar la puerta.
Todo para llegar a este punto, envuelta en una toalla con la intención de buscar mi pijama en el fondo de la maleta. Pero el destino me tenía reservada una sorpresa que me hizo llevar las manos a la cabeza con toda la desesperación posible. Allí, en vez de blue jeans y camisetas perfectamente doblados, encontré, entrelazados como en lata de sardinas, sombreros de payaso, capas de bruja, faldas de hawaiana, túnicas de princesa romana. Incapaz de asimilarlo, me senté en la cama sintiendo que el mundo se me venía encima. Era evidente que me había traído la maleta de la actriz de teatro mientras ella se quedaba con la mía.
Al cabo de un rato de maldiciones, decidí volverme a poner mi pinta sucia y arrugada de día y medio de viaje y bajé al lobby del hotel a ver si encontraba una tienda donde pudieran cargarme las compras a la cuenta de la habitación. En una miscelánea me hice a tres mudas de ropa interior y un cepillo de dientes. Me dormí rezongando, para despertarme al otro día ante dos problemas evidentes: el primero era que el hotel solo cubría el desayuno, por lo que tendría que sobrevivir todo el día con lo que pudiera consumir en ese momento. El segundo era que no sabía con qué podría vestirme.
Después de revolcar varias veces la maleta logré pescar una falda larga y colorida con su blusa de volantes compañera, que traía envueltas unas candongas enormes, un collar de cuentas y un pañuelo para la cabeza. Me los puse resignada.
Luego del desayuno, del que guardé un par de panes extra en el bolsillo, me fui a recorrer la ciudad sintiéndome ridícula. Al cabo de un rato se me acercaron dos muchachas jóvenes y ruidosas pidiéndome… ¡que les leyera la mano! ¿Perdón? ¿Hablan conmigo? Sí, háganos el favor. Mi carrera de ingeniera no daba para tanto, pero ante tal necesidad en la que me había situado el destino, respiré profundo. Cerré los ojos, incorporé mi nueva identidad en el cuerpo y en el alma y les tomé la mano con decisión. Luego de recibir varias monedas que me servirían para el almuerzo, seguí con mi representación, cada vez más segura.
El otro día. Atuendo de monja, creo que de Carmelita Descalza, con el que, de limosna en limosna para unos supuestos damnificados, logré conseguir lo necesario para subsistir la siguiente jornada.
Y aquí estoy hoy, luego de cinco días en los que he interpretado diversos papeles, mirando si va a llover. Unas botas pantaneras, también en la maleta, me quedarían perfectas para el rol de mendiga. A ese le tengo mucha esperanza pues es con el que más dinero se obtiene, según he podido observar. La otra pinta posible es la de prostituta, pero hasta allá no llego por ahora, cruzo los dedos para que llegue primero mi tarjeta de crédito.
María
"Vamos a ver