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Fortuna (La saga de las mujeres heridas 4)
Fortuna (La saga de las mujeres heridas 4)
Fortuna (La saga de las mujeres heridas 4)
Libro electrónico268 páginas4 horas

Fortuna (La saga de las mujeres heridas 4)

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Información de este libro electrónico

Cuando llegues al último capítulo en la mascletá, ahí te faltará la respiración, lector/a.

Una chica joven, muy rica, maltratada por su marido que intentó matarla, se va con su madre Genoveva, que la lleva a esconder a una playa desierta de Valencia. Es invierno y han alquilado un piso en el paseo marítimo.

Esta chica es una de las niñas que a parecen en la novela Transición.

La madre se vuelve a Madrid y ella se queda sola en el pueblo, donde conoce a una escritora anciana de best sellers que también se ha refugiado allí para escribir.

Algunas veces va a verla Regina, amiga de su madre, y se queda con ella unos días. Regina, que es anticuaria, le está enseñando anticuariado. Ella, al igual que su hermana, no tienen estudios, han mal trabajado en diversos proyectos fracasados y solo tienen el barniz cultural de las gentes ricas.

En el pueblo vive un chico, sin un céntimo, solo en una casa de su abuela que está rehabilitando. El chico es hijo de funcionarios y tiene otro hermano que vive en Logroño. Esperan que muera su abuela, mujer de pasado tormentoso que él descubre en la playa; quieren heredar de una puta vez, como dicen. Ella y el chico empiezan a salir y a acostarse en una relación tranquila. Durante todo el tiempo ella cree que el marido va a venir a matarla.

Cuando llegan las Fallas, van a Valencia y en una mascletá que los ha engullido aparece el marido. El final es totalmente sorprendente e inesperado. Todos los capítulos de la novela están encabezados con reflexiones de Quevedo, versos sobre «la rueda de la Fortuna».

Novela de género negro.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 jun 2021
ISBN9788418832994
Fortuna (La saga de las mujeres heridas 4)
Autor

Tina Díaz

Tina Díaz nació en Logroño, donde pasó su niñez. Hizo la carrera de piano y luego fue a París, donde estudió en la Sorbona. En San Sebastián también estudió decoración, que no terminó; se casó con Enrique Múgica Herzog, importante dirigente socialista que después fue ministro de Justicia y defensor del pueblo, pero ella siempre se ha sentido al margen del trabajo de su marido, con el que vivió hasta este año 2020, en el que Enrique Múgica murió. Tiene tres hijos, David, Daniel y Débora. El matrimonio primero vivió en San Sebastián y después en Madrid. Tina trabajó en decoración, diseño y moda, materias que le siguen interesando. Y hacia los cuarenta años escribió Transición —le gusta profundamente el castellano—. Desde la infancia es una lectora compulsiva, habla francés, italiano —que aprendió de niña muy mal— y habla inglés regular. Toda su vida diariamente ha leído muchos periódicos y revistas. No le gusta la vida oficial y dado el trabajo de su marido la ha evitado todo lo que ha podido. En sus novelas, a través de personajes y visiones no convencionales, quiere reflejar las cosas que en España han ocurrido; en sus novelas quisiera haber conectado con la picaresca. Le gusta Madrid, le gusta España y los españoles. En la gente de letras en España echa en falta la crítica al poder, que ella cree siempre necesaria.

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    Fortuna (La saga de las mujeres heridas 4) - Tina Díaz

    FORTUNA

    la saga de las mujeres heridas 4

    Tina Díaz

    FORTUNA

    La saga de las mujeres heridas 4

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418608995

    ISBN ebook: 9788418832994

    © del texto:

    Tina Díaz

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    1

    En diciendo estas palabras, la Fortuna, como quien toca sinfonía, empezó a desbaratar su rueda, que, arrebatada en huracanes y vueltas, mezcló en nunca vista cocción todas las cosas del mundo.

    La Fortuna dio un grande aullido, diciendo:

    —Ande la rueda y coz con ella.

    Quevedo,

    La hora de todos y la fortuna con seso

    Octubre

    Cuando eran pequeños, los llevaba su madre a visitar a la abuela Rosario con mucho misterio. La abuela Rosario, tan denostada, se moría de risa viéndolos tan coitados. Siempre impone una persona que dicen que es tan rica. Su madre les decía:

    —Portaos bien.

    El padre torcía el morro y hacía gestos.

    A la abuela Rosario se le va la cabeza, pero dicho sea todo, cuando Rodolfo se vino aquí a la playa, era tanto el tiempo que él y su hermano llevaban sin trabajar…

    Rodolfo mira el mar, que suele estar como una balsa, pero que a media mañana se pone furioso. Las corrientes lo enfurecen con olas grandes, con remolinos, con resacas que te llevan para adentro, que puedes ahogarte, Rodolfo antes de venir aquí a vivir conocía poco el mar, ahora, aunque nada mucho, cada vez le da más precaución.

    Suele bajar a la playa enorme, que sigue por la costa hasta donde no se ve, playa desierta, y se da unos baños disfrutando del mar y del sol.

    La gente se queja del frío, del calor, pero él no, su hermano y él se criaron en un ático sin acondicionar, que allí sí que te asfixiabas o te helabas. El cuerpo se acostumbra a todo.

    —Para que os endurezcáis —decía el padre—, que luego la vida es muy dura.

    Como en la urbanización eran los únicos niños con ese ático de clima extremo, ningún amigo quería venir a jugar con ellos.

    Rodolfo aquí en la playa no echa en falta la ciudad ni la vida de antes. Solo a veces echa en falta a su hermano.

    En Madrid vivían mejor en casa de su madre, pero un día su hermano y él se fueron de marcha, era un jueves.

    Tres días sin dormir y sin llamar. Fue entonces cuando su madre aprovechó para echarlos. Los mandó al piso de su padre. «Que ya está bien, que se ocupe él», dijo. Que estaba de ellos hasta el mismísimo coño, decía la madre. Que ya tenían treinta años cumplidos y que no podía más aguantar a esos vagos.

    En Madrid, en casa de su padre, habían estado trabajando a veces y cobrando el paro intermitentemente.

    Cuando empezó a bajar el dinero del paro hasta desaparecer, su hermano y él ya se habían acostumbrado a la vida de no hacer absolutamente nada y ni buscaban trabajo.

    Mansos como los toros toreados, los mandaron al psiquiatra sus padres; el psiquiatra dijo que estaban estupendos y que simplemente estaban muy desmotivados para trabajar y que eso… Que eso. Vaya usted a saber.

    Así que hasta se había corrido la voz de que eran drogatas. La gente en cuanto te ve tirado… Como si todos los parados fueran a ser drogatas.

    Por lo pronto había sido un año sabático, decían sus padres a sus amistades, pero durante los tres años posteriores y después sus padres ya no le hablaban a nadie de ellos, como si no existiesen, de vergüenza que les daba; en casa habían empezado a insultarlos, a llamarlos parásitos, idiotas, sinvergüenzas, vagos y hasta maleantes.

    Rodolfo tiene un televisor de plasma muy grande. Mirando al mar y a la tele, mira los desastres naturales que asolan a ese mundo, que parece tan lejos de aquí.

    El otoño va pasando, el otoño aquí es muy templado. Uno puede seguirse bañando en el mar.

    La abuela Rosario —siempre la trataban de usted ellos a ella, ella a ellos de tú— le encargó la reforma de esta casa de tres plantas.

    —Vete poco a poco, no hay prisa, gasta lo menos posible —le había dicho la abuela.

    De las obras sacó Rodolfo para la televisión de plasma, aunque el lujo, lo auténticamente lujoso aquí, sea la vista constante del mar. Tan cerca. Eso es el lujo mismo en este pueblo sin encanto.

    Las obras las hizo él mismo con dos moros que encontró tirados en la playa. Eran albañiles y no tenían papeles. Él les daba alojamiento y comida y les pagaba cada jornada que trabajaban.

    Rodolfo, desde que llegó, se subió al primer piso porque abajo los árboles y plantas del jardín, que han estado unos cincuenta años sin cuidar, impedían ver el mar que brama detrás de las dunas, dunas protegidas.

    Él arriba se quedó con la habitación más grande y abrió una ventana de pared a pared. El primer año tuvo el agujero tapado con tablas porque los materiales eran muy caros.

    Se hizo un baño todo blanco y, lo primero de todo, una cocina tabicada en otra habitación, donde metió un fregadero, una nevera pequeña y una cocinilla, que son una mierda, aunque esa habitación sea tan grande; para una esquina subió también una mesa y un par de sillas.

    Los moros arreglaron el váter de abajo para uso propio y añadieron una ducha y un lavabillo. Eso se lo hicieron gratis. Arreglaron también la cocina vieja.

    A la abuela Rosario le gustaron mucho las fotos que le mandó Rodolfo. «Monacal, la casa te ha quedado monacal, Rodolfo —le dijo—. Pero tienes que poner un bidet. ¿Por qué no has puesto un bidet?». Evitó Rodolfo que en las fotos saliese el ventanal. Como la abuela Rosario quería que se quedase aquí y que siguiese con las obras, la abuela no le pidió facturas.

    Los días pasan, los meses se pasan sin sentir. También instaló Rodolfo en su reducto un aire acondicionado de esos de frío y calor, aunque no lo usa apenas.

    «Es muy sano trabajar con las manos si es que se es joven», le decía Rosario. Añadía que su hermano el mayor, que ninguno conoció, se había ido con seis añitos o siete, eso sí, sabiendo ya las cuatro reglas y leer y escribir, montado en un burra solito a trabajar por La Rioja, etcétera, etcétera, etcétera. Había llegado a ser muy rico, etcétera, etcétera.

    «Es muy fuerte, muy fuerte —le decía Rodolfo a su hermano—, muy fuerte». Su abuela debía de querer que él se pusiera de albañil por las casas por la comida, como ese albañilito niño había hecho.

    Esta casa en medio de la nada está justo detrás de las dunas protegidas. No se puede recalificar. Por eso lo mandó aquí Rosario, que, sin embargo, no sabe que en las costas los promotores recalifican sin parar y que no hay nada, no existe nada que no sea recalificable.

    La construcción va como un tiro y se lleva todo por delante.

    La casa llevaba abandonada más de cincuenta años, la maraña del jardín, lleno de palmeras, era como la selva, de la choza-casa derruida de los guardeses al fondo del jardín quedan dos paredes. El mar se come todo, el mar todo lo pudre.

    El porqué de dejar esta casa tantos años en el abandono nunca lo ha dicho la abuela Rosario. Y de esta casa ni había hablado ni había traído a nadie a ella.

    En Madrid, la última época que Rodolfo y su hermano vivieron con su padre, lo único que hacían su hermano y él era ver la tele y meterse en Internet, dependía de los días. Hasta les daba pereza ir al cine.

    Ahí tuvo este Rodolfo una churri estupenda, una porterita que siempre estaba estudiando en su garita, tan modernas y de diseño las dos, la garita y ella, porterita jovencita y maravillosa que le duró poco y que lo dejó, que no lo quería, le dijo, porque no tenía porvenir y la distraía, ella seguro que porvenir sí tenía, sí, eso seguro.

    Cuando lo de la porterita hacía tiempo ya que las novias habían dejado a los hermanos parados, y mucho más tiempo todavía de cuando sus padres se habían divorciado.

    En casa de su padre solía aparecer su madre casi todos los días hacia las diez de la mañana, que estaban durmiendo.

    Su vieja les hacía café, traía subrayados los anuncios de trabajo. Al día siguiente, solía encontrar esos periódicos donde los había dejado.

    Su madre también les daba tabaco y algo de dinero, y así por la noche solían quedarse viendo la tele hasta las cinco o las seis de la mañana en un horario de parados enfermos.

    El padre no les daba nada porque bastante hacía con mantenerlos, decía que él mismo hacía la compra, y así se iba pasando el tiempo.

    Ahora Rodolfo aquí, en la playa, además de sacar la obra de la casa adelante lentamente, de vez en cuando hace suplencias en el supermercado y carga palieres o, si es verano, hace de camarero eventual en el bar de Carlos o en la heladería.

    Cuando hay tormentas, Rodolfo pone la tele sin voz, los truenos y los relámpagos sobre el mar. A Rodolfo las tormentas en el mar le parecen maravillosas.

    ¡Tanta preocupación que tuvo por el futuro y ahora que no tiene ya no se preocupa!

    Los periódicos los lee en Internet y los de papel se los trae de tarde en tarde la asistenta de Catalina, la escritora, que también vive sola, sola, en el paseo marítimo.

    Catalina contesta al teléfono diciendo: «Yo soy la abuela», que es el título de su best seller. Pero dice que antes de la fama ya contestaba así Catalina. «Yo soy la abuela», dice.

    Tan tocada la ha dejado su familia antes de su huida a la playa, tocada también del éxito de su primer libro, publicado a los sesenta y nueve años, manda huevos, casi setenta tenía Catalina ya. Una carrera literaria fulgurante y algo tardía la de Catalina.

    La asistenta de Catalina, que viene a trabajar conduciendo su coche —Rodolfo no tiene coche—, le deja los periódicos y alguna revista en un recodo, detrás de la verja. Nadie los toca. ¿Quién los va a tocar si aquí si no es verano no hay nadie?

    Todos los que fuera del verano estamos en esta playa y que no somos de aquí somos huidos.

    Aquí nadie pregunta nada, ni siquiera quiénes son o de dónde despegan los tipos voladores que vuelan raudos a poca altura sobre la playa, sentados en el asientito a motor, con el aspa en la espalda, colgados de sus arcos de tela naranja o verde.

    También alguien alquila algún caballo que trota a veces por la orilla del mar, en la playa vacía, pocas veces.

    Rodolfo no pregunta nada, para qué va a preguntar si le da igual.

    En otoño este pueblo está vacío.

    En agosto solo hay dos filas de sombrillas, como mucho, y eso solo en el trozo de enfrente del pueblo.

    Los que tienen casa aquí para venir en verano no llegan a conectar con los huidos del invierno.

    Este pueblo está muy pintadito, cuidadísimo. Las plantas del paseo marítimo todas recortaditas.

    Hay varias urbanizaciones. Ahora han construido unas moles en el fondo del pueblo, pero esos pisos son también para el veraneo y están completamente cerrados, con todas las persianas bajadas. La gente compra pisos y compra de todo, compra la gente, compra. Pero Rodolfo no compra nada, es tan pobre Rodolfo.

    Cuando llegó, Rodolfo encendía una chimenea abajo. Le volvía loco el olor de la leña. Ese olor y mirar el fuego era como una droga, escarbaba en los troncos enrojecidos por el fuego, los troncos que chisporroteaban, se pasaba el día con eso. No se cansaba de mirar el fuego.

    Nunca había tenido una chimenea y ese fuego tan cambiante, casi como el mar, lo dejaba en paz.

    Pero un día se aburrió y ya no la enciende nunca porque, aunque fuese poco, la chimenea había que limpiarla todos los días para volverla a encender, y había que cuidar el fuego.

    Su vieja, que tiene tanto miedo a la locura, le mandó un traje de bucear de neopreno y un arpón, porque decía que enfrente del mar sin hacer nada y mirando el fuego Rodolfo se iba a volver majara. ¡Qué ocurrencia!

    Los moros usaron alguna vez ese traje, les divertía mucho, se reían, se hicieron fotos. Pero luego, ya cuando se fueron, envolvió Rodolfo el traje cuidadosamente, por si tuviese que hacerle un regalo a alguien o por si vuelven aquí los mismos moros que prometieron volver u otros.

    De todas formas, él debe seguir con las obras de esta casa, porque de eso vive, aunque, si fuera por él, una vez remozadas sus habitaciones, lo dejaría todo como está. Le da igual.

    Ha ido gastando su ropa Rodolfo. Aparte de lo que lleva a diario, tiene un par de camisas con sus corbatas y dos trajes, uno de verano y otro de invierno, y unos zapatos de cordones ingleses, porque, eso sí, a las entrevistas en las que no le daban trabajo por exceso de calificación había que ir muy bien vestido. Su madre mandó los trajes a la tintorería antes de que viniese al pueblo y metiditos en plástico se los trajo aquí por si acaso.

    Rodolfo sabe francés y bastante inglés y tiene tres años de letras, más algunas asignaturas de cuarto. Dejó esa carrera. Decían sus padres y conocidos que las letras no tenían salida. Y todos los de letras, absolutamente todos y todas, se iban al paro para toda la eternidad, y a la puta mierda, decían.

    Así que Rodolfo había dejado sus estudios de letras para hacerse aparejador, carrera que terminó felizmente, aunque nunca llegara a ganarse bien la vida.

    Al final, ocioso y desesperado, Rodolfo se vino a la playa desierta.

    Le crecía la barba, que no se afeitaba, y bebía Rodolfo. Se emporraba bastante, se iba a Valencia y se tiraba a todo lo que se movía y se dejaba, pero con los marroquíes puso orden en su vida.

    Ahora, en otoño, en una bicicleta vieja que tiene, va a comprar las frutas y las verduras directamente a las huertas.

    Su hermano y él, tan de Madrid, han acabado en tierras de verduras, así que a veces en los e-mails hablan de alcachofas, de pimientos y de naranjas que, por cierto, aquí ya no valen nada y la mayoría ni las recogen siquiera.

    Aquí los días pasan sin que pase nada. Solo pasan cosas en la tele.

    En Madrid, bastante antes de que su madre los echara, había vivido Rodolfo un año o así con una novia, que era una chica supertrabajadora.

    La piba quería que comprasen un piso, que se metiesen en las letras, Rodolfo se negaba a dar ese paso sin retorno. Su novia tenía un contrato tolerable, aunque no era fija. Además, hacía alguna hora extra y tenía una salud de hierro. Venga a trabajar, y luego a acudir a fiestecitas, cenitas en las casas de los otros o en su pisillo alquilado de Tetuán.

    Las cenitas consistían en ensaladas, pasta o tortilla de patata o una ensaladilla rusa y, sobre todo, que no faltasen las patatas bravas. Cada uno llevaba un plato de baratillo, siempre de cosas guisadas.

    No recuerda Rodolfo haber cenado nunca en esas cenas unas buenas chuletas.

    Al principio daba gusto, ponían música, se reían, hablaban, hacían planes.

    Pero al cabo del tiempo se quitaban las ganas de las cenitas, porque todas las conversaciones giraban en torno a las letras del piso; las conversaciones giraban sobre los bancos, los alquileres que subían y subían y los embotellamientos camino del trabajo. De lo carísimo que estaba todo, muchos de sus amigos habían dejado de fumar ya antes de la ley antitabaco.

    En esas cenitas, eso sí, se hablaba mal de todos los Gobiernos: «Yo cotizo», y etcétera, etcétera, «y yo cotizo».

    Sus amigos ya no destinaban el sueldo a nada de lo que habían hecho de jovencitos. No se podía, a los treinta y dos o así, se habían comprado un piso en Móstoles, en Leganés, en cualquier ciudad dormitorio. Entonces solían tener un hijo, uno solo, como en China.

    Una vez finalizada la baja maternal, debía organizarse para tener dónde dejar al niño, que era uno solamente, como en China.

    Los precios de las guarderías eran de escándalo y en las guarderías municipales nunca hay sitio, los emigrantes tienen prioridad. Y cotizan, nosotros cotizamos, nosotros cotizamos.

    La letra del piso y el niño y su guardería lo engullían todo.

    La novia de Rodolfo, aunque era divorciada, no tenía ningún niño, pero al final el alquiler… En algún sitio tenían que vivir.

    En el barrio de Tetuán había mucha delincuencia, pero era una zona mucho más céntrica que la periferia del niño único.

    Su chica quería comprar un piso porque pagar el alquiler, decía coreada por los amigos de la letra, era tirar el dinero, la novia de Rodolfo era una angustias, siempre angustiada por el porvenir. Lo presionaba, lo presionaba. Que si no la quería, que si tal y que si cual. Lo obligaba a trabajar, a trabajar.

    Rodolfo por entonces tenía un cochecillo que ya daba las últimas boqueadas, y por las mañanas, en los embotellamientos, se sentía como una hormiga de las que van en fila a su hormiguero y que cualquiera aplasta con el pie.

    Por entonces, su viejo, las pocas veces que lo veían, miraba a la novia por encima del hombro, porque la novia era de familia muy humilde y no era guapa, era fea y con cuerpazo. Y la madre de Rodolfo, que se empeñaba en visitarlos, se hacía la simpática, y entonces era peor. La madre los llevaba a un restaurante.

    A la novia se le cerraban los ojos de sueño, se le cerraban los ojos y daba cabezadas. Llegaba a los viernes hecha una mierda.

    —Tu novia siempre tiene sueño y te tiene… —decía la madre.

    Del año y medio que vivió Rodolfo con su novia tiene Rodolfo un recuerdo agridulce. Las vacaciones o algún domingo por la mañana; le llevaba a ella el desayuno a la cama, como en las películas, en una bandeja muy chula, y se quedaban tirados hasta el anochecer, o salían a dar un paseo, o iban al cine.

    Incluso estaban bien algunas de esas cenitas de cada uno trae un plato, cuando se producía el milagro de que nadie hablara de la letra maldita del piso y del niño único de China. La música y el vino los volvían más niños y más gamberros.

    Pero él sabía que esa etapa con la novia de las angustias era un callejón sin salida.

    Al final vio que la empresa en la que trabajaban se estaba yendo a la mierda, Rodolfo se fue antes de la suspensión de pagos, de la empresa y de su casa, pero vamos, cuando se fue una paz interna…

    Aquí, en el pueblo, en octubre, no hay chicas libres ni tampoco presas. Solo abre el restaurante caro de la playa y uno que da comidas a los obreros de las moles del fondo también, el bar Ruiz, fuera ya del pueblo, en la playa. Y la heladería, excepto en enero, y el bar de Carlos.

    Las persianas de los edificios están echadas y comercios no hay. Hasta el único chino del todo a cien también suele cerrar en invierno.

    En invierno, Rodolfo se va dejando más y ya no se cambia ni las bachas. El dedo gordo de un pie le asoma por la tela. Qué más da, le da igual.

    El hermano de la limpiadora de Catalina, un guardia civil que está de baja psiquiátrica, anda mucho por el pueblo, da vueltas a ver si se encuentra

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