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Se acerca el fin del mundo
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Libro electrónico207 páginas2 horas

Se acerca el fin del mundo

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¿Alguna vez has tenido una premonición a la que nadie ha querido hacerle caso?

(A partir del guión "Mi búnker". Idea original, historia y personajes de Eduardo Rodrigo).

A veces llegas a un lugar en el peor momento. A veces llega un tiempo que lo destroza todo. Un hombre obsesionado con el fin del mundo te ofrece un búnker tranquilo, en el que el espeluznante e imprevisible misterio de la vida te golpeará con tus propios secretos. ¿Qué pasará dentro del búnker? ¿Por qué nadie es quien parece? ¿Y qué, o quienes, acechan fuera?Mira a tu alrededor... si puedes... Se acerca el fin del mundo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 jun 2020
ISBN9781672296496
Se acerca el fin del mundo
Autor

Rubén García Cebollero, Sr

Rubén García Cebollero (Barcelona, 1975) se licenció en Derecho en la UAB y en Humanidades en la UOC, y se postgraduó como Experto en Guión por la UCJC de Madrid.Rubén ha impartido talleres de escritura creativa, organizado jornadas literarias y dirigido el Club de Lectura de Sant Sadurní d’Anoia. Ha sido actor de teatro en Katharsis Teatre, y productor asociado del film CRUZ DEL SUR (2012), en el que actúa como el señor Gomàs. Escribió la novela de dicha película así como de Panzer Chocolate.Ha escrito el guión original y la novela Nadie gana una guerra, así como diversos guiones. Ha obtenido diversos premios y reconocimientos en narrativa breve, novela y poesía. Entre ellos, fue finalista del Premio Planeta de Novela 2004, ganó el XIX Premio de Poesía Divendres Culturals de Cerdanyola, el XXX Mossèn Ramon Muntanyola de Poesia, 2007, el XIII de Poesia Raimundo Ramirez Antón-Ciutat de Terrassa, y el premio de narrativa hiperbreve Universidad de Alicante 2006.Ha publicado las novelas breves La historia de Daniel, X y Z, La memoria del salmón, y La bala y la fosa; las novelas históricas Ebro 1938, Nadie gana una guerra, y la trilogía de Almogávares (Galípoli, Rocafort, Almyros), las novelas negras La voz del abogado, 9N Matar al President y Demasiado Peligroso (con Dani Feito), y las novelas de las películas Cruz del Sur, y Panzer Chocolate, así como diversos libros de relatos ( 25 cuentos, Todo el tiempo del mundo, Maneras de mirar, No puedes perder siempre) y diversos poemarios (La luz de nuestras vistas, La soledad del erizo, o Antes).También ha publicado diversas obras de no ficción, entre las que destacan el Manual Práctico de Escritura Creativa.1 (Barcelona, 2007), el Manual de narrativa breve, el Manual de novela, el Manual de novela negra, y el Manual de Poesía, entre otros.

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    Se acerca el fin del mundo - Rubén García Cebollero, Sr

    Chapter 1

    —Creemos que todo dura para siempre, y no todo dura para siempre.

    El fluorescente parpadeaba arañando la oscuridad. La reactancia ronroneaba como un estómago hambriento, con borborigmos persistentes que lo inundaban todo.

    La fábrica estaba en Barcelona, en la calle Bolivia. Hacia delante, la torre Glorias, la polla de Barcelona, el gran consolador. Hacia detrás, la comisaría de los Mossos, la de Sant Martí.

    El señor Rovira llamaba a la Torre Glorias, antigua torre Agbar, el supositorio, el puto pene, la mierda esa o la gran bala, según el día, según su humor cambiante, según con quien hablaba, y aunque había tenido una fábrica en la calle Pedro IV, en el número 345, donde estaba La escocesa, también en el Poblenou, Pueblo Nuevo, había querido construir su búnker en el distrito digital, el 22 arroba.

    El búnker estaba en el sótano. Se accedía a él por una trampilla, y al cerebro que lo controla todo lo bautizó con el nombre de Hal, en homenaje, por supuesto, a 2001 Odisea del espacio, de Stanley Kubrick.

    En el interior del búnker, el almacén despensa, aquel primer día, el señor Rovira pensaba que iba a ser un día como cualquier otro.

    Y se equivocaba.

    Como en tantas otras cosas.

    Una manzana podrida y muy madura caía al cubo de basura del compost, que estaba medio lleno y casi se deshacía al chocar contra los otros desperdicios. En la pequeña despensa del búnker de la fábrica del señor Rovira, la chica de la limpieza, Núria, a sus veinticinco años mantenía sus bellos rasgos mejicanos, aún siendo la chica de la limpieza, vestida con una bata verde que ocultaba una falda tan corta como dos cinturones.

    Tiró la fruta en el cubo del compost de la despensa que ya había empezado a madurar más de la cuenta. Alguna pera, algún melocotón, un mango mustio.

    Las manos pequeñas de su sobrino Lizano, de doce añitos, y aspecto frágil, le ayudaron a vaciar el gran frutero repleto de uvas, trozos de col, naranjas y mandarinas.

    Tiró una naranja al cubo, como si fuera un balón de básquet y cayó fuera. No todos podían ser Lebron James, o Michael Jordan, según decía su mamá.

    Nuria, no estaba enfadada con él, pero le miró como advirtiendole, no seas traviesillo, y Lizano estuvo ágil, recogió la naranja y la volvió a lanzar, de más cerca, dentro de la basura.

    Le sonrió.

    La despensa del búnker tenía unos treinta y cinco metros cuadrados, iluminados por tres pequeñas luces LED. Había varias estanterías de madera alrededor, repletas de comida diversa, aunque abundaban las latas en conserva. También había una estantería central, que separaba la estancia. Todo estaba un tanto desordenado, como la habitación de un adolescente maleducado. Una parte de la estantería estaba repleta de botellas de vino: Pere Punyetes, del Penedés, y caldos similares de diversas denominaciones de origen, porque el señor Rovira no le hacía ascos a nada que fuera bueno, viniera de donde viniera, o estuviese donde estuviese.

    También había agua embotellada, leche, arroz, legumbres y por último un interminable y maravilloso rincón con abundantes galletas. Algunas de chocolate. Mientras Lizano seguía con la uva, Nuria comprobó la fecha de caducidad de las latas de alubias. Lizano vio como Nuria colocaba varias latas en una bolsa de basura.

    Nuria trabajaba con unos croks de plástico, con una suela de un dedo de alto, violetas y blancos, que estaban descubiertos por el tobillo y que agradecía a la hora de limpiar. Usaba una bata verde, bajo la cual llevaba una camiseta de AC/DC y la falda corta como dos cinturones, aunque hubiera preferido llevar unos tejanos desgastados.

    Pensaba en lo agradable que había sido poder dormir bien, o medio bien, porque el capullo del vecino de arriba aquella noche no había bebido, ni había discutido con la parienta. Cuando te acostumbras a que alguien insulte a alguien hasta te puede parecer normal, pero ni lo es ni se parece en nada a lo que es el amor, y el respeto. No sabe ni imagina ya no que hay otros mundos, sino otras vidas posibles.

    Cualquiera, mejor.

    Así que haber dormido la tenía tan contenta como poder compartir algún momento más con su sobrino.

    Lizanito debería estar en la escuela, pero su mamá, Teresa, y su tía, Nuria, saben que sufre bulling y que está mejor sin ir durante una temporada. Quizá el búnker no era el mejor escondite del mundo, pero era menos conflictivo que el barrio y mucho más seguro. Teresa no podía esconderlo en el trabajo, pero Nuria sí.

    De momento, lo había conseguido.

    —¿Y por qué no la dejamos fuera? Como hacen en el súper del barrio. Hay gente que la cogería —dijo Lizano.

    —En este barrio, no hay gente de ese tipo —dijo Nuria.

    —¿Tita, y nosotros de qué tipo somos?

    Nuria lo miró, no supo qué decir. Se limitó a sonreírle, y le tocó el pelo. Siguió mirando las botellas de leche. A Lizano solo le quedan unos plátanos muy maduros en el frutero, Nuria, se comió uno que más o menos se podía comer y le ofreció otro a Lizanito, que no quiso, y puso cara de asco, con una mueca que imitaba un posible vómito.

    —Pues tíralos, y luego pásame los huevos— dijo Nuria, señalando a una bolsa de cartón, donde se veían unos huevos.

    Lizanito cogió los plátanos que casi se le deshacían en las manos, y con cara de asco los dejó caer en el cubo de compost entonces ya casi repleto.

    No sabía que pronto iba a pensar en las cosas que saltaron por los aires, los cristales, las monturas de gafas derretidas que luego formaban pastas pegajosas, o los hierros retorcidos como restos de dibujos sobre la arena ahogada por las aguas.

    Restos carbonizados. Restos esparcidos. Restos que parecían salidos de oscuras pesadillas.

    Restos de un mundo en descomposición.

    Chapter 2

    El sol empezaba a salir tras el mar, y Elena retenía en las retinas la vista de las islas Canareas, el famoso monte donde había las tres piedras, que a su padre, el señor Rovira, se la traería tan floja como tantas otras cosas.

    Después recordaba un desierto, que quizá era el aragonés de los Monegros, quizá el andaluz de Tabernas, aún más desierto desde que no se rodaban películas del oeste, o quizá cualquier otro desierto del mundo.

    Después volvía a ver al mar, para luego recordar Montjuich, quizá cuando los íberos tenían allí sus enormes silos para el grano, y la huella del ser humano empezaba a estar presente.

    Aquellos íberos de Barkeno.

    Después, pensaba en nubes, que luego se confundían con el humo de una chimenea de las fábricas, lo mismo era de alguna textil del Pueblo Nuevo, de la Coats de San Andrés, o de la Canadiense, si es que tenía, y se mezclaban con los instrumentos en el interior de un laboratorio, y luego con lo que parecía una central nuclear, una como ésas en la que trabajaba Homer Simpson, aunque fuera un dibujo animado, aunque Elena nunca hubiera estado en una de ellas, pero sí entendía el alarmante significado de una luz roja que se enciende en una computadora, como la bombilla ardiente que reclama clientes en el burdel nocturno.

    Y de ahí pasaba a un árbol entre la gente, que camina frenética para ir a su trabajo. Gente que había sobrevivido a las guerras, a las crisis económicas, a las políticas de austeridad, y que ya no creía en nada salvo en sí mismos, y había quien ni en eso, o en las mentiras de los reyes magos, la tradición o alguna religión que aseguraba que gracias a este valle de lágrimas en el otro mundo se vivirá mejor, y gracias a eso el señor Rovira en este mundo vivía mucho mejor de lo que nadie podría vivir en el otro, y era un hombre firme, como ese árbol, con raíces que se preguntaban si se podía querer al árbol, sin amar a sus raíces, si se podía dejar de formar parte del árbol porque lo que hacía, pensaba o decía nada tenía que ver con el mundo que Elena esperaba dejar, construir o reconstruir.

    Ella no estaba obsesionada con el fin del mundo.

    Aunque a veces parecía que el mundo fuera a acabarse. Como si llegaran las rebajas, la navidad, las vacaciones, una especie de ritos que a la gente del mundo antiguo le habrían parecido una locura, a esa gente capaz de sacrificar cabras a un número creciente de dioses, con la misma sonrisa que ahora se paseaban imágenes pidiendo, porque siempre se pedía, tantas cosas que costaba creer que algún Dios, con oídos normales, no hubiera enloquecido al contemplar el mundo.

    —¿Esto lo he hecho yo? —se diría—.¡Vaya mierda!

    Caravanas de coches que querían entran en la ciudad. En esa ciudad que podría ser cualquier ciudad, pero tú sabes lo que es intentar entrar en Barcelona, a las nueve de la mañana, por las Rondas, con esas enormes y largas butifarras, que acaban pareciendo procesiones, laicas, pero procesiones, de una semana santa interminable, y que convierten trayectos de minutos en odiseas de horas, estrés, angustia y mala leche.

    La mala leche que no tenían las cristianas viejas, pensaría el señor Rovira, pero sí las judías y las musulmanas, que no podían ser nodrizas, darles el pecho, a los hijos de los señores, pensaría Aurelio, durante la Edad Media, no fuera a ser que les traspasaran esa mala leche, esos malos pensamientos, que cualquiera tendría conduciendo de entrada al gran Consolador, hacia la zona de la fábrica, hacia el barrio que podría ser cualquier barrio, pero que iba a ser testigo lejano del Desastre.

    Testigo, al fin y al cabo, como las ruedas del coche que giran, más o menos infladas, los rostros de la Inspección Técnica de Vehículos, o el precio de las gasolinas y del diésel, que no gira, pero sube, asciende, rapiña los bolsillos para ir a parar, en forma de impuestos, y en parte, a la gran tragaperras que son los presupuestos.

    Y en esas caravanas de coches a intervalos suceden los conciertos de cláxones, y los insultos, de todo tipo, porque la gente tiene prisa, siempre tiene prisa, aunque no se den cuenta que el humo de los tubos de escape se confunde, de nuevo, con las nubes.

    Aunque no les importe la contaminación atmosférica.

    Dentro del búnker, Núria escuchaba música con unos auriculares. Escuchaba al grupo argentino Flema interpretar Nunca nos fuimos.

    Fuera, las injusticias del pasado seguían siendo injustas en el presente. Pero la memoria de Barcelona se había construido con pasados y olvidos, con un mapa loco y una ruta falsificados.

    El barrio era un barrio de gente de fábrica, que se había convertido en gente de playa. Un lugar quebrado por el turismo como las teselas de un mosaico, que con la Villa Olímpica, el Fórum y el 22@ había perdido la vida de la calle en beneficio de bares, hoteles, restaurantes y terrazas.

    Un escaparate para turistas, con el faro de la Torre Glorias, aunque aún quedaban algunas fábricas y algunos recuerdos sobre el que fuera el Manchester catalán, que para el señor Rovira eran

    bussiness are bussiness, la pela es la pela.

    Y si hay que venderle el alma al diablo, se le saca un buen precio.

    Chapter 3

    Iba a ser un día más como todos los días que no lo son.

    En la sala del Búnker, presidida por una puerta principal blindada de color blanco, junto a una columna a cada lado, había una pantalla a la que Nuria le pasaba un trapo verde, una especie de balleta, luego cogía una escoba y barría mientras, en medio de la fría sala, Lizanito observaba su camión tráiler clásico de coleccionista, que transportaba en su interior varios coches más. Encima había colgado un cuadro, de un tablero de ajedrez, pero de color naranja y blanco. Justo en la mitad de la sala había una encimera de mármol con la pica del agua y una mesa con varias sillas, la mesa estaba tapada por un hule azul. En un rincón casi al descubierto

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