Biografía de Jesús: según los evangelios
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Gianfranco Ravasi
Gianfranco Ravasi (Merate, Italia, 1942) es uno de los exegetas internacionales más destacados. Estudió en Roma en la Pontificia Universidad Gregoriana y en el Pontificio Instituto Bíblico. Expresidente del Consejo Pontificio para la Cultura y de las Comisiones Pontificias para el Patrimonio Cultural de la Iglesia y de Arqueología Sagrada. Entre sus últimas publicaciones en SAN PABLO destacan «Los rostros de la Biblia» (2008); «Los rostros de María en la Biblia» (2009); «El mes de María» (2009), «Sion» (2019), «El gran libro de la Creación» (2022) y «Biografía de Jesús» (2023).
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Vista previa del libro
Biografía de Jesús - Gianfranco Ravasi
Abreviaturas de los libros bíblicos
Introducción
En el origen de los evangelios
Corinto, Pascua del año 57 d.C.
Buscando pruebas imperiales
Buscando pruebas judías
El Jesús histórico y el Cristo de la fe
Los criterios de historicidad
Las raíces judías de Jesús
En la fuente de los orígenes cristianos
Hasta el delta final de la fe cristiana
Un género literario inédito, el «evangelio»
Bibliografía
Marcos, el primer evangelista
Un lluvioso marzo de 1928 en Perú
En el umbral del evangelio de Marcos
El león de san Marcos
¿Un evangelio desordenado?
Un lenguaje pobre pero vibrante
Un extraño «secreto»
La primera parte del evangelio
La partitura textual de Marcos
El primer camino narrativo
«Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
La segunda parte del evangelio
Tras las huellas de Jesús
No es el final, sino el fin del mundo y de la historia
En la colina de las ejecuciones, el Gólgota
Bibliografía
Mateo, el evangelio más popular
En el umbral del evangelio de Mateo
Mateo Leví, ¿escriba o recaudador de impuestos?
¿Para quién escribe Mateo?
El retrato de Cristo, de la Iglesia y de los fieles
El primer gran discurso de Jesús
La partitura textual del evangelio
El evangelio de un niño
La carta magna del cristianismo
Los grandes temas del «sermón de la montaña»
Los discursos de la misión y las parábolas
«Os envío como ovejas entre lobos»
Un sembrador y un campo de malas hierbas
Un discurso sobre la Iglesia
La piedra y las llaves del Reino
«No siete, sino setenta veces siete»
El discurso sobre el fin último de la historia
Velando en la noche de la espera
El grandioso fresco del juicio final
Pasión, muerte y gloria
El gobernador Poncio Pilato y su mujer
Las últimas palabras del Resucitado
Bibliografía
Lucas, el evangelista más refinado
En el umbral del evangelio de Lucas
Médico y evangelista
Un evangelio fruto de «investigarlo todo diligentemente»
La partitura textual del evangelio
De Nazaret a Jerusalén
Un discurso en la sinagoga de Nazaret
La larga marcha de Jesús
La pasión de Cristo según Lucas
«Quédate con nosotros, porque atardece»
Índice de los principales temas del evangelio de Lucas
Bibliografía
Juan, el último evangelio
Un pequeño fragmento de papiro
La compleja formación del evangelio: la primera etapa
La segunda etapa de la formación del evangelio
La tercera etapa: el evangelio
El primer movimiento del relato evangélico
La partitura textual del evangelio
Un rabino, una hereje, un funcionario
El pan, la luz, el agua
El grandioso «signo» de la tumba de Lázaro
El segundo movimiento del relato evangélico
«Era de noche»
El huerto de olivos cerca del torrente Cedrón
La sorprendente confusión de María de Magdala
Una segunda edición del evangelio de Juan
El glorioso retrato del Cristo joánico
Bibliografía
La infancia de Jesús
El anuncio del ángel
¿Anunciación a María o a José?
El censo del gobernador Quirino
La anunciación a los pastores
La anunciación-epifanía estelar de los Magos
Los cantos del alba mesiánica
Bibliografía
Sus palabras
Un orador fascinante
«Les habló muchas cosas en parábolas»
Una dramática historia familiar
Un episodio de crónicas negras
Las palabras fuertes de Jesús
Jesús y la política
La oración de Jesús
El «Padre-abbá» del evangelista Lucas
El «Padrenuestro» del evangelista Mateo
«¿No nos dejes caer en la tentación?»
Desde lo alto del cielo hasta el fondo de la tierra
Bibliografía
Sus manos
Llagas, órganos paralizados, cuerpos deshechos o inertes
¿El Hamlet de Shakespeare sin el príncipe?
La historicidad de los milagros de Jesús: tres premisas
El criterio de la «discontinuidad» en la verificación histórica de los milagros
El criterio de la «continuidad» en la verificación histórica de los milagros
El diablo en la sinagoga
El loco endemoniado de Gerasa
El epiléptico al pie del Tabor
Satanás, la antropología, la teología
Bibliografía
El juicio y la condena
Entre los olivos de Getsemaní
La asamblea judicial ante el Sanedrín
La asamblea judicial ante el gobernador romano
La figura del gobernador Pilato en la tradición cristiana
Jesús torturado y vilipendiado
Hacia el Gólgota
La muerte de Cristo
Bibliografía
La resurrección
La Pascua de Cristo entre la historia y la fe
Dos lenguajes: resurrección y exaltación
Las «apariciones de reconocimiento»
Las «apariciones de misión»
Bibliografía
Los evangelios apócrifos
Un imponente horizonte literario y religioso
Judas y Pilato
Pilato convertido
Cristo resucitado se encuentra con su madre
El Evangelio de Tomás
Bibliografía
Πνεῦμα κυρίου ἐπ’ ἐμέ,
οὗ εἵνεκεν ἔχρισέν με,
εὐαγγελίσασθαι πτωχοῖς ἀπέσταλκέν με,
κηρύξαι αἰχμαλώτοις ἄφεσιν
καὶ τυφλοῖς ἀνάβλεψιν,
ἀποστεῖλαι τεθραυσμένους ἐν ἀφέσει,
κηρύξαι ἐνιαυτὸν κυρίου δεκτόν.
Spiritus Domini super me;
propter quod unxit me,
evangelizare pauperibus misit me,
sanare contritos corde,
praedicare captivis remissionem,
et caecis visum,
dimittere confractos in remissionem,
praedicare annum Domini acceptum
et diem retributionis.
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido.
Me ha enviado a evangelizar a los pobres,
a proclamar a los cautivos la libertad,
y a los ciegos, la vista;
a poner en libertad a los oprimidos;
a proclamar el año de gracia del Señor.
Lucas 4,18-19 (cf Isaías 61,1-2).
Abreviaturas de los libros bíblicos
Abd Abdías
Ag Ageo
Am Amós
Ap Apocalipsis
Bar Baruc
Cant Cantar de los Cantares
Col Carta a los Colosenses
1 2 Cor Cartas a los Corintios
1 2 Crón Crónicas
Dan Daniel
Dt Deuteronomio
Ecl Eclesiastés
Eclo Eclesiástico
Ef Carta a los Efesios
Esd Esdras
Est Ester
Éx Éxodo
Ez Ezequiel
Flm Carta a Filemón
Flp Carta a los Filipenses
Gál Carta a los Gálatas
Gén Génesis
Hab Habacuc
Hch Hechos de los Apóstoles
Heb Carta a los Hebreos
Is Isaías
Job Job
Jds Carta de Judas
Jdt Judit
Jer Jeremías
Jl Joel
Jn Juan
1 2 3 Jn Cartas de Juan
Jon Jonás
Jos Josué
Jue Jueces
Lam Lamentaciones
Lc Lucas
Lev Levítico
1 2 Mac Macabeos
Mal Malaquías
Mc Marcos
Miq Miqueas
Mt Mateo
Nah Nahún
Neh Nehemías
Núm Números
Os Oseas
1 2 Pe Cartas de Pedro
Prov Proverbios
1 2 Re Libros de los Reyes
Rom Carta a los Romanos
Rut Rut
Sab Sabiduría
Sal Salmos
1 2 Sam Libros de Samuel
Sant Santiago
Sof Sofonías
1 2 Tes Cartas a los Tesalonicenses
1 2 Tim Cartas a Timoteo
Tit Carta a Tito
Tob Tobías
Zac Zacarías
Introducción
El filósofo vienés Ludwig Wittgenstein escribió en su Diario: «El cristianismo no es una doctrina ni una teoría de lo que ha sido y será en el alma humana, sino la descripción de un hecho real en la vida del hombre». En esos mismos años, en un horizonte cultural diferente, un escritor francés, François Mauriac, Nobel de Literatura en 1952, en sus Nuevas memorias interiores (1965) afirmaba al mismo tiempo que «el cristianismo no es una filosofía ni un sistema o ritual; es una historia». Estas declaraciones uniformes apuntan a ese núcleo del cristianismo que es la afirmación que aparece en el evangelio de Juan: «El Lógos/Verbo/Palabra se hizo carne» (1,14), es decir: lo divino se hace historia, lo eterno se entrelaza con el tiempo, el infinito se comprime en el espacio. Esto es lo que la teología cristiana ha definido con el término «encarnación».
No obstante, establecido este principio, si se afronta la tarea de describir y analizar ese hecho engendrador, hemos de observar que la documentación de la que disponemos revela una cualidad particular. Esta información está constituida esencialmente por los cuatro evangelios, pero estos no pertenecen, estrictamente hablando, al género historiográfico, dado que combinan datos/hechos/acontecimientos y la interpretación teológica de los mismos. Lo cierto es que, en sus páginas, la historia y la fe están inextricablemente entrelazadas. Desde esta perspectiva no es posible componer una biografía de Cristo en un sentido exclusiva y rigurosamente histórico.
Por eso, uno de los antiguos maestros de la exégesis católica, el dominico Marie-Joseph Lagrange (1855-1938), escribió en El evangelio de Jesucristo: «He renunciado a proponer al público una vida de Jesús en el sentido común de la expresión para dejar hablar más a los evangelios, por sí mismos insuficientes como documentos históricos, para hacer una historia de Jesucristo [...] Los evangelios son la única vida de Jesucristo que se puede escribir, siempre que seamos capaces de comprenderlos bien». Este es también el objetivo que nos planteamos con nuestra Biografía de Jesús según los evangelios.
Por su género literario específico, no son libros de historia, sino libros que se interesan por la historia de Jesús, leyendo sus palabras y los hechos ligados a su persona histórica a través del filtro interpretativo de la tradición de la fe. En la práctica, el perfil que resulta de un análisis cuidadoso de estos textos reúne muchos elementos del Jesús histórico entretejidos en las páginas evangélicas, pero la figura en su plenitud final es la de Jesucristo, donde está también insertada la presencia del Cristo Hijo de Dios. A la luz de esto comprendemos que sean muy escasas las «Vidas de Jesucristo» en sentido estrictamente historiográfico elaboradas por los exegetas (una excepción, de gran éxito en el pasado, pero ahora olvidada, es la que escribió el biblista Giuseppe Ricciotti en 1941).
Asimismo, las numerosas biografías de Jesús aparecidas a lo largo de los siglos llevan siempre una impronta que hace que esos retratos estén condicionados por interpretaciones, a menudo libres, empezando por la primera de todas, la del cartujo Ludolfo de Sajonia, que en 1474 publicó en Estrasburgo La Vida de Cristo, que fue reeditada 88 veces. Más libre aún fue la genealogía posterior de cientos de obras similares, algunas de ellas devocionales y otras críticas. También el joven Hegel en 1795 escribió una Vida de Jesús (que no fue publicada hasta 1907). Un éxito deslumbrante (con doce ediciones en 1863, el año de su publicación) tuvo la Vida de Jesús del entonces famoso erudito francés Ernest Renan, una curiosa mezcla de racionalismo y misticismo, de filología y poesía. En Italia, años después, fue la grandilocuente Historia de Cristo (1921), de Giovanni Papini, la que despertó interés y clamor, en parte porque supuso el punto de inflexión de la conversión del autor, que, a pesar de todo, estaba convencido de que «el odio, a veces, no es más que amor imperfecto», y la ofensa más grave hecha a Jesús de Nazaret no es la ofensa sino el olvido y la negligencia.
Posteriormente, llegando ya a nuestra época, y siempre a modo ilustrativo, pensemos en la Vida de Jesús que el citado Mauriac entregó a imprenta en 1936 y que fue traducida y reeditada muchas veces (la última, en italiano, en 2015¹), una obra muy emblemática en el tema del que trata y en su interpretación de esta frase: «No es un sentimiento, una pasión, sino una persona, alguien. ¿Un hombre? Exacto, un hombre, Dios. Él, que está aquí». Un planteamiento similar, marcado por una fe pura que observa los datos históricos, es el del texto del escritor Luigi Santucci en 1969, dedicado a una lacerante pregunta en el evangelio de Juan (6,67) que Jesús dirige a sus discípulos: «¿También vosotros queréis marcharos?». En las antípodas está el desconcertante y desmitificador El evangelio según Jesucristo (1991), del escritor portugués José Saramago, Nobel de Literatura en 1998.
Detengámonos aquí y definamos, pues, nuestra «biografía» de Jesús, que se realiza caminando, en un delicado equilibrio, en la cima que separa fe e historia. Después de un marco preliminar para identificar las coordenadas histórico-culturales y geopolíticas dentro de las cuales florece la tétrada de los evangelios, se inicia el recorrido de sus páginas, que –repetimos– no pretenden reconstruir académicamente un personaje y su historia, sino que desean recomponer retratos desde diferentes ángulos. Este es el núcleo de nuestra investigación, realizada con las herramientas exegéticas histórico-críticas y teológicas y de la que, en cierto sentido, se exprime el jugo. Por esta razón, es esencial que el lector mantenga siempre a su lado el texto de los cuatro evangelios, en el original griego, si ha realizado estudios clásicos, o, en su defecto, en una traducción italiana, a partir de la versión oficial de la Conferencia Episcopal Italiana².
Tras recorrer brevemente los 89 capítulos en que ahora está dividida la tetralogía evangélica, tratamos de elaborar el perfil resultante de Jesucristo, siguiendo algunos rasgos fundamentales. En primer lugar hacemos hincapié en sus orígenes, ligados a coordenadas temporales y topográficas de contornos fluidos y que figuran en los «evangelios de la infancia» presentes en Mateo y Lucas, textos de características bastante peculiares que abren bien el portal a la breve pero intensa vida pública de este niño que creció en la marginalidad del pueblo de Nazaret. Hay dos rasgos fundamentales: por un lado, sus palabras, que normalmente se agrupan en discursos y en parábolas; por otro lado, sus manos, que realizan gestos sorprendentes, definidos como «milagros». Finalmente, entra en escena el acto supremo, el de su muerte por ejecución capital avalada por el poder romano, tras un doble juicio ante el Sanedrín judío y el gobernador imperial Poncio Pilato.
Pero es precisamente cuando cae el telón de su vida terrena cuando comienza un aspecto diferente de su vida respecto a la que llevó en los lugares de Galilea y Judea y que está dirigido a los testigos de su tiempo. Un elemento diferenciador inédito, definido como «resurrección» pero también como «glorificación-exaltación», genera una nueva presencia. Para trazarla es necesario y esencial otro cauce descriptivo, conectado a alguna pista histórica, pero encomendado sustancialmente a un conocimiento trascendente: es la llamada «fe pascual».
Al comienzo del itinerario que proponemos, hemos introducido un marco externo; al final, haremos un fresco o, si se quiere, un lienzo pictórico muy colorido que sirva de culminación libre y creativa a la biografía histórico-teológica de los evangelistas canónicos. Para ello entran en escena los «evangelios apócrifos», que dejaron una profunda huella en los siglos siguientes, especialmente en cuanto a la representación artística de la figura de Jesucristo.
Para terminar, retomando el hilo de las «Vidas de Jesús» mencionadas anteriormente, podría resonar en el oído del lector otra frase interpelante que Cristo planteó a sus discípulos en Cesarea de Filipo, en Galilea (Mt 16,15). Esta frase sella el Quinto evangelio, que el escritor Mario Pomilio publicó en 1975: «Cristo nos puso frente al misterio, nos puso definitivamente en la situación de sus discípulos ante la pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»³.
¹ F.
Mauriac
, Vida de Jesús, Edibesa, Madrid 2016 (NdT).
² Aquí hemos utilizado la versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (NdT).
³ Pensando en español, una de las «Vidas de Jesús» más apreciadas y difundidas durante las últimas cuatro décadas ha sido Vida y misterio de Jesús de Nazaret, del padre Martín Descalzo (1930-1991), sacerdote, periodista y escritor, que comienza su amplia obra con la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29). Difundida inicialmente en tres tomos: Los comienzos (1986), El mensaje (1987) y La cruz y la gloria (1987), se publicó en un único volumen en 1989 y desde entonces ha sido ampliamente reeditada: J. L.
Martín Descalzo
, Vida y misterio de Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 2021 (NdT).
1
En el origen de los evangelios
Corinto, Pascua del año 57 d.C.
Pablo, el apóstol de Jesucristo, había recibido recientemente en la espléndida ciudad de Éfeso, en la costa de Asia Menor, una comunicación proveniente de la ciudad griega de Corinto. Se la habían hecho llegar unos enviados de una mujer de negocios, Cloe, una cristiana de Corinto, que también tenía una delegación de su empresa en Éfeso. Las noticias eran bastante alarmantes: la comunidad de Corinto se estaba rompiendo y dividiendo en siete facciones opuestas entre sí. Era la Pascua del año 57 d.C. y Pablo decidió dictar inmediatamente una larga carta, la que se convertiría en la Primera Carta a los Corintios, firmada por su propia mano (16,21). Pues bien, casi al final de esas páginas, el apóstol quiso evocar un Credo cristiano, que es en realidad la más antigua profesión de fe del cristianismo.
En la base estaba la figura de Jesucristo en su vida humana y en su cualidad divina. Unos quince años antes, alrededor del año 40, Pablo, recién convertido a la nueva religión, había aprendido de sus maestros el primer Credo cristiano. Él mismo lo afirma escribiendo así a los Corintios (15,3-5): «Porque yo os transmití en primer lugar, lo que también yo recibí»:
que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció.
En estas dos líneas se recoge el núcleo de todo el Nuevo Testamento, sobre el que se tejerán las 138.020 palabras griegas que componen los 27 escritos «canónicos» del cristianismo. Por su parte, los evangelios suman 64.327 palabras. Tratemos ahora de desgajar sus componentes, teniendo presente que las profesiones (o símbolos) de fe son, por su naturaleza, esenciales y se expresan en términos precisos y concisos.
El primer tema es la muerte de Cristo, una muerte real, sellada por una piedra en el sepulcro. Este es un dato importante para afirmar que Cristo no fue una figura mítica, símbolo de un mensaje o de una ideología, sino un hombre marcado por ese destino que nos une a todos: la muerte. Pero para el semita, evocar el extremo final del hilo de la vida es como aferrarse a todo el desarrollo anterior, por tanto también a la existencia histórica de Jesús de Nazaret desde sus orígenes.
Esa muerte se interpreta como un signo de redención («murió por nuestros pecados»), a la luz de aquellas Escrituras –es decir, del Antiguo Testamento– que el cristianismo considerará siempre como un único discurso divino, coherente con el del Nuevo Testamento. Pero Cristo, en la visión de ese primer Credo, no es solo un personaje con una muerte heroica: de hecho, aquí está inmediatamente después, un segundo artículo de fe, la resurrección. Así como la muerte tiene su sello en la sepultura, del mismo modo la resurrección tiene su raíz en la tumba vacía y su sello en las «apariciones», es decir, en aquellos encuentros misteriosos del Resucitado con los apóstoles y con algunos de los primeros creyentes.
Al igual que la muerte, también la resurrección está iluminada por las Escrituras. El hecho de que tenga lugar en el «tercer día» –algo problemático desde el punto de vista histórico si Jesús muere el viernes y las mujeres descubren la piedra de la tumba ya quitada en la madrugada del domingo (aunque ya se sabe que los judíos calculaban también las fracciones de un día como una unidad entera)– ha de entenderse según el simbolismo numérico bíblico de los «tres días», que quiere indicar un acontecimiento capital y trascendente.
En estos dos pilares de la vida terrena y de la gloria pascual de Jesús de Nazaret se comprende la trama sustancial de los evangelios: narrar e interpretar la historia de Jesucristo a la luz del misterio de su resurrección, esbozar el sentido que todo esto tiene para la historia de la humanidad y para la existencia de cada creyente y de la comunidad, la Iglesia. Es este anuncio cristiano –que los estudiosos todavía llaman con el término griego kérygma, el «anuncio» de un heraldo– el que moverá la fe de los creyentes en Cristo a lo largo de los siglos y también la curiosidad o la esperanza de los demás.
Insertados en las páginas del Nuevo Testamento hay otros Credos o kérygma de los orígenes cristianos. Pedro, el apóstol, en un caluroso mediodía en la terraza de una casa en Jafa, el puerto de la moderna Tel Aviv, había oído la misteriosa invitación de ir a Cesarea Marítima, una hermosa ciudad costera de estilo grecorromano, sede del procurador imperial. Allí le esperaba Cornelio, centurión romano de la cohorte itálica. Era simpatizante de la fe judía, pero quería dar un paso más hacia la nueva religión.
Pedro le había resumido todo el mensaje cristiano recurriendo también a un kérygma, en este caso un «anuncio» bastante extenso, en el que se vislumbraba la trama evangélica. Leámoslo en el relato que nos ofrece Lucas en su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles (10,37-41):
Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios.
Con estas palabras, Pedro retoma y amplía el antiguo Credo que Pablo pronunció ante los corintios, y el mismo Pablo lo reelaborará de otra forma más figurativa, dando comienzo a su obra maestra teológica, la Carta a los Romanos: «Nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos: Jesucristo nuestro Señor» (1,3-4).
Por ahora quedan claros dos elementos de estos textos citados, que servirán en parte como dos estrellas de referencia para definir el núcleo de los evangelios. Dos líneas se entrelazan en la persona de Jesucristo. La primera es horizontal y se prolonga en la historia: incluye el nacimiento en una fecha más o menos precisa y en un territorio reconocible en los mapas de nuestro planeta; habla de su vida, que se expresa en gestos y palabras, y considera su trágica muerte, que tuvo lugar con una ejecución capital sobre un espolón rocoso de pocos metros de altura, en la ciudad de Jerusalén.
Pero hay también otra línea vertical, que tiende hacia arriba, hacia el más allá, lo infinito y lo eterno, y es la que se manifiesta sobre todo en la resurrección y en la cualidad divina de Cristo, escondida bajo la apariencia mortal de un predicador itinerante y sanador galileo. Caminar sobre la cresta que discurre entre la historia y la fe no es fácil. Hay quienes han preferido leer solo históricamente la figura de Jesús de Nazaret y hay quienes, por el contrario, lo han convertido en un icono divino que solo aparentemente tocó la historia y que, tal como se afirma en algunos textos apócrifos y en el mismo Corán (basándose en ellos), fue «sustituido» en la cruz por cualquier judío anónimo.
Sin querer reconstruir el complejo cuadro del Jesús histórico, objeto de una incesante investigación crítica, que mencionaremos más adelante, trataremos ahora de identificar algunos testimonios externos en ese trasfondo histórico-geográfico que se despliega en el siglo I, es decir, en el horizonte imperial romano y en la pequeña provincia palestina, como decíamos al principio. En realidad, la única biografía histórica posible de Jesús es la que surgirá de los evangelios, pero en ellos los dos hilos de la historia y la fe están tan entrelazados que no se pueden distinguir y aislar fácilmente.
Buscando pruebas imperiales
En otras palabras, los evangelios no son libros históricos en sentido académico: utilizarlos con un enfoque estrictamente historiográfico es –como veremos– posible, pero no permite elaborar un perfil biográfico completo y riguroso de Jesucristo. Antes de abordar las páginas del evangelio, intentemos situar, casi en el umbral, algunas huellas dejadas por el acontecimiento cristiano en el exterior. Comencemos con las cartas imperiales romanas. Es una fuente bastante escasa.
El texto más antiguo es una célebre carta (catalogada como X, 96) que Plinio el Joven, nieto del naturalista Plinio el Viejo (cuya trágica muerte en la erupción del Vesubio en agosto del año 79 recogerá en unos escritos), dirigió al emperador Trajano, informándole del peligro que representaba el surgimiento de una secta relacionada con Cristo y que tildaba de «una superstición perversa y desenfrenada». De la denuncia, bastante articulada, y del consejo solicitado al emperador sobre el procedimiento judicial a adoptar (Plinio había sido designado hacía poco –estamos alrededor del año 110-111– para ocupar el cargo de gobernador del Ponto y de Bitinia, en el actual noroeste de Turquía) elegimos un fragmento que nos interesa.
Según el autor latino, los miembros de esta comunidad tenían «la costumbre de reunirse antes del amanecer en un día señalado [el domingo], para recitar un himno a Cristo por turnos como si fuera un dios y de comprometerse con un juramento a no cometer delito alguno, así como a no cometer hurtos, rapiñas o adulterios, a no traicionar la palabra dada y no rehusar la devolución de una fianza si se les hubiera pedido. Al terminar estas ceremonias salían y se reunían para disfrutar de una comida normal e inofensiva».
Por lo tanto, ya se había consolidado una práctica litúrgica cristiana específica que incluía una himnología, diversamente interpretada por los estudiosos (¿antifonal, responsorial, bautismal?), y sobre todo un banquete comunitario, el ágape eucarístico. A la dimensión cultual, Plinio añade también la ética, que convierte a la primitiva comunidad cristiana en ejemplar incluso a los ojos de un pagano. Este alegato es particularmente relevante porque es el primer testimonio externo de la existencia del cristianismo estructurado.
Este alegato precede en unos diez años al famoso pasaje de los Anales de Tácito (XV, 44) en