Rosie y las ardillas de St. James
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La gran aventura comienza justo a los pies de un gran roble. Allí, un mundo secreto se revela a los ojos de Rosie que se encuentra en medio de una batalla: zorros y ratas, originarios del parque, quieren expulsar de una vez por todas a los últimos llegados para reapropiarse de sus tierras, pero ardillas, pelícanos y loros están listos para resistir. A través de los ojos de Rosie, cabe preguntarse: ¿qué significa "hogar" para cada uno de nosotros? ¿Qué significa pertenecer a un país o a una ciudad, qué significa ser "originarios de un lugar"? ¿No venimos todos, de alguna manera, de otro lugar? Tal vez entonces, lo que cuenta es cómo podemos estar juntos, con nuestras diferencias, las que llevamos a la espalda como un caracol su caparazón y, sin embargo, con el deseo de compartir un país, una ciudad, un parque, una amistad.
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Rosie y las ardillas de St. James - Simonetta Agnello Hornby
Título original: Rosie e gli scoiattoli di St. James
© 2018 Giunti Editore S.p.A., Firenze-Milano, Italia
www.giunti.it
Autores: Simonetta Agnello Hornby, George Hornby
Ilustraciones: Mariolina Camilleri
Proyecto gráfico: Adria Villa
Traducción: Carmen Ternero Lorenzo
© 2020 Ediciones del Laberinto, S. L., para la edición mundial en castellano
ISBN: 978-84-1330-8999
IBIC: YFH / BISAC: JUV039250
www.edicioneslaberinto.es
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1. Rosie, «la parlanchina»
Rosie, «la parlanchina», así la llamaban sus compañeros de clase, y hasta los profesores escuchaban en silencio sus historias fantasiosas. En el St. Mungo de Peckham, a los alumnos se les pedía los primeros días de cada trimestre que se pusieran de pie al lado del profesor para contar lo que habían hecho durante las vacaciones.
Algunos relataban sus excursiones a la playa o la montaña, o hablaban de las visitas a los abuelos; otros, los más ricos, detallaban sus viajes al extranjero, y muchos otros contaban cómo habían sido los largos días transcurridos en los centros comerciales, las películas que habían visto, las tiendas en las que habían comprado y los restaurantes en los que habían comido.
Rosie se sentía un poco distinta. Su madre le decía que era «especial» y su padre la llamaba «la maravilla de la familia», pero a ella le bastaba con su nombre, Rosalia Giuffrida-Watson o, simplemente, Rosie.
Sus padres eran conductores de autobús y no se podían permitir muchas vacaciones. Un año sí y otro no, por Navidad, hacían un largo viaje para ir a ver a la abuela Maude y los hermanos y sobrinos de su madre, que vivían en Jamaica. Y todos los veranos, Rosie iba a ver a sus abuelos paternos a Sicilia. Estos viajes le daban para contar muchas cosas al principio del primer trimestre y, en años alternos, al principio del segundo, pero el resto del tiempo tenía que encontrar otras cosas que contar.
Durante las vacaciones que tocaban «en casa», sus padres intentaban turnarse en el trabajo para no dejarla sola.
Ninguno de los dos tenía familia en Inglaterra. Bruno era el único de la familia que había ido a Londres para aprender inglés y, como se había encontrado tan bien allí, no había vuelto a casa.
Cuando Bruno y Brenda se conocieron, ella se lo presentó a su numerosa familia. Sin embargo, cuando la abuela Maude se jubiló y decidió volver a su país natal, Jamaica, todos los hermanos la siguieron poco a poco; todos, menos Brenda.
2. Niña a bordo
Bruno se sentía muy orgulloso de su profesión de conductor. Era una gran responsabilidad transportar a nada menos que dos pisos de pasajeros. «Nosotros somos la sangre de la ciudad —le solía decir a su mujer—. Llevamos el oxígeno a los músculos de Londres para hacerla trabajar y crecer. Muy poca gente se da cuenta de nuestro valor, pero sin nosotros la ciudad no podría funcionar».
«Tan romántico como siempre —contestaba Brenda—. Pero, es verdad, los jefes dan nuestro trabajo por descontado y luego tenemos que ser los del sindicato los que luchemos para que no nos exploten. Eso es así».
El invierno anterior, a Brenda la habían elegido representante del sindicato de los conductores de la compañía de Peckham, el barrio de Londres en el que vivían, al sur del Támesis. Aquella Navidad hubo una helada fortísima que congeló el agua de las cañerías. En enero, cuando la temperatura empezó a subir lentamente por encima de cero, el hielo se derritió y las cañerías que pasaban por delante del St. Mungo resultaron seriamente dañadas, hasta el punto de que, a las pocas horas, un lago anegó la acera y la carretera y, pasando por los barrotes de la cancela del colegio, el patio y una gran parte de la planta baja del St. Mungo se inundó, lo que obligó a la directora a cerrar el colegio durante unos días. Como en aquel momento el sindicato le había pedido a Brenda que fuera a hacer un curso de formación fuera de Londres, Bruno tuvo que llevarse a Rosie con él y le explicó el juego que harían aquel día.
Mientras le metía en la mochila algo de fruta, unas cuantas zanahorias, un bocadillo improvisado y media tableta de chocolate amargo, le explicó las reglas del juego.
—Hoy vamos a hacer una visita turística a Londres. Yo haré de conductor y guía, y tú, Rosalía, harás de turista.
Al ver que la llamaba por su nombre completo, en lugar de decirle Rosie, la niña aguzó los oídos. El nombre completo quería decir que se estaba hablando de algo serio.
—Ahora