So Long Marianne: Una historia de amor
Por Kari Hesthamar y Ex Estudi
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'So Long, Marianne' es un relato íntimo y honesto de la historia de la vida de Marianne: desde su juventud en Oslo, su romance con Axel, hasta su vida en una colonia de artistas en Hidra en los años 60. Marianne Ihlen, protagonista de una de las canciones de amor más bellas de todos los tiempos, nos cuenta su vida como un viaje de autodescubrimiento, amor y dolor.
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So Long Marianne - Kari Hesthamar
1
Diecinueve
años y
enamorada
En la gran casa de madera junto al fiordo, una niña recién nacida es depositada en la mesa de la cocina. La mujer mayor mira a la niña –ha anhelado tanto abrazarla– y la levanta en el aire exclamando: «¡Por fin estás aquí, mi princesita!». Corre el año 1935 y es la primera vez que Marianne está en casa de su abuela materna, en Larkollen.
Cinco años después estalla la guerra y estar en el pueblo resulta más seguro que estar en Oslo. La anciana la ha estado esperando y la acoge como si fuera suya. La madre tiene bastante con el hijo pequeño y un marido enfermo, y Marianne vuelve a Larkollen con toda la infancia por delante. De vuelta adonde sintió que alguien la veía por primera vez.
La mujer mayor alimenta a los pájaros. Estos se posan cautelosos en su mano y comen. El tiempo transcurre a su propio ritmo, y la abuela habla de estar en armonía con uno mismo, de ser paciente. Los pájaros se aquietan en la mano de la abuela, pero Marianne mueve las manos con tanto entusiasmo que salen volando en todas direcciones. La anciana le dice a la pequeña lo que tiene que hacer para que se posen. Le dice que hace falta mucho tiempo para llegar a estar tan en silencio que puedas oír tu propia voz interior.
La abuela cuenta historias fantásticas y lleva a Marianne a vivir viajes llenos de aventuras lejos de la vida cotidiana. El coche que está en el garaje se convierte en un caballo, y la abuela enseña a Marianne a montar a sentadillas y la lleva donde están los príncipes, y nada en la vida es demasiado grande ni demasiado pequeño.
Cuando la abuela era pequeña, se subía en una caja de madera en el patio de la casa de Frogner, en Oslo, y cantaba para los vecinos. Más tarde, cuando comenzó a recibir clases de canto, el profesor se enamoró de la hermosa joven. Tenía 30 años más que ella. Se casaron y la música cesó. La abuela ya no cantaría más, sería esposa y madre de sus hijos. Pero sí canta para Marianne. Y sus ojos ven y tiene palabras para lo innombrable.
–Lo veo y lo sé –dice la abuela–. Encontrarás un hombre que habla con lengua de oro.
GENGHIS KHAN
Marianne tiene diecinueve años y acaba de graduarse en la Escuela Municipal de Negocios de Oslo. Sueña con salir de allí y escribe su diario en su cuarto de la calle Professor Dahl. Cuando era más joven, acostumbraba a leer sobre Genghis Khan en cuanto tenía un rato libre. Soñaba con el implacable guerrero mongol que conquistó un reino que se extendía desde el océano Pacífico hasta el mar Negro. Imaginaba escenas en las que Genghis se iba de viaje y se llevaba con él a toda su familia, y soñaba que la había elegido a ella como primera esposa y que tenían muchos hijos. Partían en estampida con caballos y bueyes, conquistaban nuevas tierras y erigían formidables campamentos cuando caía la noche. Marianne llegó a pensar que quizás era ella la que iba a su lado a caballo más de setecientos años atrás, vistiendo ropa colorida y vaporosa.
Todavía sueña que llegará un apuesto hombre que la arrancará de la insignificancia. Cuando se mira en el espejo, se ve los ojos rasgados y los pómulos altos. Marianne cierra los ojos y sueña. Sueña con ser conquistada y arrebatada.
Su padre quiere que sea médico o jurista, pero ella no sabe qué va a hacer con su vida. Ha estudiado comercio, y trabaja como secretaria y como chica-para-todo en el despacho de un abogado. Pero ahora, afortunadamente, es sábado y está libre. El sol todavía está alto en el cielo y es uno de esos días de finales de verano que parece que va a durar eternamente.
Desde una ventana abierta se oyen risas y voces llenas de vida. Marianne ha estado de fiesta de chicas en Bygdøy y ahora una amiga suya quiere ir a ver a su novio a Majorstua. Una de las del grupo tiene el carné de conducir y su padre le ha prestado el coche. La ciudad reposa indolente a la luz del atardecer. Las chicas se arremolinan riéndose y avanzan lentamente hacia Majorstuveien. Y allí, en mitad de la calle, hay cuatro jóvenes que se agarran las manos formando una cadena, impidiéndole el paso al coche. Un chico bronceado mete la cabeza por la ventanilla y mira directamente a Marianne:
–¿Quién eres tú?
–Me llamo Marianne.
–¡Tienes que venirte de fiesta!
Y Marianne va. ¡Por supuesto que va! Van a una fiesta que hay en un piso grande en St. Hanshaugen. Marianne lleva relleno en el sujetador, una falda cortada de fieltro verde y una chaqueta cárdigan que se compró cuando estuvo trabajando como au pair en Newcastle. El chico bronceado le dice que se llama Axel y que acaba de volver del Sahara. Parece mongol, tiene ojos rasgados y pómulos altos; y es masculino, y sexy, y rubio. Al cabo de un rato, Marianne acaba sentada sobre él, escuchando increíbles historias de su viaje al desierto. Jamás ha conocido a un hombre que tenga tantas cosas que contar y que sea tan entretenido. Habla de Theta y MEST, y de lo que sea que signifiquen, y todo son cuentos y fábulas.
Por la noche se separan y Marianne se va caminando con paso ligero a través de la noche de verano. Se siente aturdida. No ha entendido gran cosa de lo que ha dicho, pero ha emprendido un viaje. Sabe que, a partir de ahora, todo puede tomar otro rumbo.
***
Era el año 1954. Agnar Mykle acababa de publicar Lasso rundt fru Luna («Lasso alrededor de la Luna») y Axel Jensen todavía no era un nombre conocido en los círculos literarios. El Café del Teatro, Engebret y Lorry eran lugares de reunión de artistas donde modernistas y artistas tradicionales debatían acaloradamente entre ellos. La literatura comenzaba a abordar el tema de la crítica social y a tocar el consenso en la Noruega de la posguerra. Axel tenía veintidós años y era una de las nuevas voces que despuntaban, con ideas y pensamientos nuevos para la mayoría.
Marianne no conseguía sacarse de la cabeza a Axel tras su primer encuentro; había quedado embelesada con todo lo que contaba. Era fascinante, gratificante y apasionante a la hora de expresar sus pensamientos. Marianne apenas había oído hablar de los libros y los pensadores a los que Axel hacía referencia. El hogar del que ella venía, en el mejor de los casos podía calificarse como ‘burgués’. Desde luego, no era abierto ni inquieto, y Marianne se preguntaba si realmente la vida consistía en esa cotidianidad gris y aletargada. Ahora soñaba con esa aventura que, de forma inesperada, se había entreabierto delante de ella.
El día siguiente a la fiesta en St. Hanshaugen, Marianne viajó a Gotemburgo para asistir a la boda de una amiga. Le había escrito su teléfono a Axel en un papel y él había prometido llamarla cuando regresara. Pasaron unos días antes de que el teléfono finalmente sonara en la casa de ladrillo rojo de Vestkanttorget. Acordaron encontrarse en Dovrehallen, en la calle Storgata, un lugar de reunión para estudiantes que acogía clientes habituales de diferentes estratos sociales.
Marianne sentía mariposas en el estómago, y su cabello rebelde colgaba en suaves y ligeros mechones porque había dormido con rulos toda la noche. Cuando la gente le hacía halagos sobre su aspecto, ella no lo entendía. Pensaba que tenía la cara demasiado redonda y que toda la vida había destilado timidez. Su primer novio se le había acercado a la salida de la escuela femenina Berle y le había preguntado si buscaba algo.
–Hola, ¿has perdido algo? Me llamo Beppe y quiero ayudarte a buscar.
Ahora estaba en su pequeña habitación con la persiana azul y el escritorio tan lleno de fotos que no se veía la madera debajo del cristal. Su pasado resplandeciendo ante ella en pequeños destellos: el primer retrato familiar de mamá, papá, Marianne y su hermano Nils, la foto de clase del colegio Majorstuen, fotografías de sus amigas, de la casa de su abuela materna, y de su primer novio esquiando, deslizándose por la pendiente con un jersey azul oscuro de pico blanco.
Cuando estaba en casa siempre estaba metida en su cuarto. Sentada en su cama, escribía en su diario mientras comía biscotes suecos con queso de cabra y bebía leche fría. También llevaba en el pequeño libro sus cuentas y anotaba cuánto dinero se había gastado en el tranvía y en el cine. Había relatos sobre fiestas y pequeñas líneas apretujadas donde contaba de quién estaba enamorada o qué había hecho durante el día.
Desde la ventana alcanzaba a ver el estadio Frogner, donde había hecho patinaje artístico. Inspirándose en Sonja Henie, había aprendido a hacer ochos, el ángel y piruetas. Con una minúscula falda y el trasero helado, se deslizaba sobre el hielo con los patines marrones que había heredado de la abuela.
Después del entrenamiento, acostumbraba a calentarse en el vestuario mientras leía a escondidas la sutilmente erótica På hyttetur i Nittedal con el resto de las chicas de Frogner. Además de Victoria, de Hamsun, uno de los pocos libros de la biblioteca de sus padres que había conseguido despertar su interés era El manantial, de la autora rusoamericana Ayn Rand; era el libro más sexy que conocía. Lo había leído tantas veces que las tapas estaban totalmente gastadas. El protagonista, Howard Roark, decide tomar su propio camino y seguir sus convicciones interiores. ¿Al igual que Axel...?
La lámpara de techo color marfil desprendía un brillo tenue. Fuera, su madre y su padre alborotaban. Cuando era pequeña, solía meterse debajo de la pesada y vieja mesa de comedor con patas redondas cuando sus padres se peleaban. Se quedaba allí quieta y, aunque tuviera ganas de hacer pis, no se atrevía a salir. Ahora era una mujer joven con un corazón palpitante. Se puso lo más bonito que tenía y se colocó delante del espejo. Llevaba un abrigo rojo con cuello y puños de terciopelo negro, recién comprado en la tienda de segunda mano del barrio. Axel la esperaba en Dovrehallen, sentado en una pequeña mesa con mantel a cuadros rojos y blancos, también vestido de forma elegante. Pantalones de traje y camisa. Y ese brillo en sus ojos.
Hablaron durante un rato. Se besaron y se hicieron novios allí la segunda tarde que se vieron.
***
El padre de Marianne había asistido a la Escuela Catedralicia de Oslo y ejercía la abogacía de manera independiente. Entre sus amigos de la ciudad había armadores y artistas. Axel le parecía un joven interesante, pero eso no era suficiente, pues no tenía estudios, ni trabajo, ni un lugar propio donde vivir.
–No, Per Ditlev Simonsen, que es hijo de armador, es otra cosa –decía su padre–. Un hombre como tiene que ser, con una buena posición e ingresos seguros.
Marianne nunca había oído a sus padres hablar con autenticidad sobre la vida y el futuro, o sobre cómo se sentían. Se insultaban el uno al otro continuamente y los asuntos complicados se ocultaban. La madre de Marianne le había enseñado a soportar, a morderse los labios. Le decía que si tenía absoluta necesidad de romper un cristal que lo hiciera, pero que eligiera algo sin valor como un tarro de mostaza.
El matrimonio de sus padres se desmoronó cuando llegó la guerra, trayendo consigo sufrimiento y problemas económicos. El padre de Marianne enfermó de tuberculosis y pasó mucho tiempo ingresado en el hospital para tuberculosos de Mesnali. Allí le cauterizaron la parte superior del pulmón, pero luego, cuando se lo fueron a extirpar, sufrió una hemorragia y estuvo al borde de la muerte. Su hermano pequeño, Nils, que entonces tenía solo dos años, también estuvo enfermo de tuberculosis durante más de un año, y se debatía continuamente entre la vida y la muerte. La madre debía atender a su hijo y a su marido, y a Marianne la enviaron con su abuela materna a Larkollen.
Cuando la guerra terminó y todos se reunieron de nuevo, la familia ya no era la misma. La enfermedad era un tormento no solo para el padre, sino también para los que estaban cerca de él. Marianne pensaba que su padre decía en silencio todo el tiempo: «¡Siente lástima de mí!», «¡Sé amable conmigo!», «¡No discutas conmigo!». La enfermedad le hizo inestable y se enfurecía por la mínima cosa. Marianne era cada vez más reservada con su autoritario padre, cuya sonrisa, antes siempre preparada, la habían borrado los años de guerra y de enfermedad. Antes de la guerra, escribía bonitos poemas y era una persona activa, pero ahora estaba delgado y sin fuerzas. No quedaba mucho del hombre que una vez había sido. Le costaba tanto respirar que no conseguía correr hasta el tranvía cuando llegaba tarde. Aunque aquello le había salvado durante la guerra cuando los alemanes bombardearon Vika Terrassen y el tranvía que debió haber tomado fue alcanzado.
A finales de los años cincuenta, su padre ya no podía ejercer la abogacía igual que antes; la dificultad respiratoria le impedía pasar un día entero en un juzgado. Cuando el despacho empezó a ir cuesta abajo, su madre se tuvo que poner a trabajar. La madre de Marianne era hija del acaudalado cantante de ópera Wilhelm Cappelen Kloed. De joven la enviaron a París para aprender francés y había llevado medias de seda antes que todas las demás. Ahora era la responsable de la oficina de licencias de la Radiotelevisión Noruega (NRK) de la provincia de Nordland, al norte de Noruega.
El dialecto del norte no le sonaba nada bien, pero respondía lo más amablemente que podía cuando la gente llamaba desde allí para quejarse. Si hacía falta, se arrodillaba en el suelo y sacaba tarjetas de apertura metálicas, y volvía cansada a casa por las tardes. El padre se burlaba afablemente de ella por su falta de formación y la madre estallaba de ira cada vez que lo hacía. No soportaba esas bromas de su marido, las sentía como una derrota, y siempre conseguía molestarla cuando la pinchaba donde más le dolía. «¿Qué? Te has enfadado, ¿eh?», concluía él con una sonrisa.
***
Tras finalizar sus estudios en la Escuela de Comercio Municipal de Oslo, Marianne tuvo diversos trabajos y puestos temporales, entre ellos en la zapatería Kristiania Skotøimagasin y en el cine Norsk Bygdekino de la calle Prinsens gate. Pensaba continuamente que eso era temporal. Ella deseaba otra cosa, pero no sabía el qué. La vida estaba allí, en algún lugar. Si tan solo pudiera atraparla y encontrar una dirección...
Sin embargo, Axel era diferente. Él escribía sin descanso y sabía que eso era exactamente lo que quería hacer. Axel no tenía trabajo fijo, pero cogía cualquier cosa que le ofrecían con el fin de ahorrar dinero para hacer un viaje que tenía pensado. Por las tardes y por las noches se sentaba delante de la máquina de escribir. Enviaba novelas a periódicos y revistas, y probaba distintos estilos. Con un poco de Hamsun y un poco de Hemingway buscaba su propia voz en la escritura.
Cuando tenían tiempo libre, se veían en casa de uno o de otro. Normalmente en casa de Axel o de otros amigos. Ponían el tocadiscos y fumaban cigarrillos. Los días que hacía buen tiempo el padre de Axel les dejaba su velero y salían a navegar por el fiordo de Oslo. El viento acariciaba sus cabellos y sentían que algo desconocido les esperaba detrás de los montículos de tierra más lejanos.
Y mientras Marianne soñaba con la vida que la esperaba en algún sitio lejos de allí, el mundo llegó navegando en forma de pantalla de cine. Como todas las parejas, iban al cine y se besaban en la oscuridad. En el Colosseum vieron la película La sirena y el delfín, en la que Sofía Loren y Alan Ladd hacían el amor en un molino en la isla griega de Hidra. Marianne se acurrucó junto a Axel en la gran sala, mientras soñaba y se preguntaba si ella alguna vez iría a un lugar tan hermoso.
JOVEN E INSEGURA
Con el cambio de cadencia posterior a la guerra, llegó el jazz. Axel se había dejado seducir por el nuevo estilo musical. Tocaba un poco el piano y escuchaba todas las novedades que llegaban de EE. UU. A Marianne le ponía discos de vinilo. Duke Ellington. Charles Mingus. Eroll Garner. Charlie Parker. Él quería que el idioma tuviera ritmo, deseaba que lo que él escribiera fuera jazz.
Intentó llevar a Charlie Parker al papel, realizaba síncopas en oraciones largas y onduladas, mejor con una oración corta al final. Incluso había escrito a mano un librito sobre la historia del jazz que incluía dibujos y largas tablas para sistematizar músicos e instrumentos (1). El joven Axel escribió que el jazz, como el erotismo, era una emoción compuesta que consistía en una serie de estados de ánimo básicos primitivos donde la tristeza, el odio, la melancolía, el erotismo y la alegría se fusionaban en un estado de ánimo completamente nuevo.
Tanto Marianne como Axel habían crecido en la acomodada zona del oeste de Oslo. Pertenecían al mismo estrato social y su entorno estaba allí. La ciudad estaba dividida por clases e intereses, y casi resultaba extraño que no se hubieran cruzado antes. En aquella zona era habitual que los jóvenes organizaran fiestas en sus casas cuando sus padres no estaban. Años más tarde, Axel escribiría sobre ello en su libro Line, cuando relata cómo su personaje Jacob entra en la villa Bop Island codeándose con la gente más acomodada.
Llegamos a la parte delantera de la casa. Alrededor de una superficie circular de césped con una fuente en medio, se agrupaba desordenadamente un grupo de coches. Relucientes y silenciosos animales con hocicos plateados y fríos ojos. Desde el salón del sótano, llegaba amortiguado el sonido del jazz de cámara, del vibráfono, de la guitarra eléctrica; y se deslizaba entre abrigos y gabanes que colgaban en costosas y apretadas filas dentro del armario.
Marianne estaba enamorada, pero al mismo tiempo, cuando estaba con Axel, se sentía insegura de sí misma. Eran diferentes. Él era intenso y locuaz, Marianne más indulgente y taciturna. Axel era el erudito y el intelectual, mientras que ella había tropezado con un universo de pensamientos que le resultaba completamente desconocido. Ella sentía que no era suficiente para él y decidió empaparse de los libros que Axel pensaba que debía leer. Decía que la liberarían de las reglas y las normas de su familia y de la sociedad, y que le mostrarían el camino hacia su interior.
Sus padres no eran muy diferentes del resto de padres de los años cincuenta, pero Axel, que venía de un hogar desestructurado, pensaba que eran demasiado conservadores y estrictos. Elegía libros para ella y le anotaba obras que pensaba podrían imbuirle una nueva forma de pensar, distinta de la que contenía su equipaje burgués. Y Marianne leía. Ouspensky, Nietzsche, Jung. Leía una página y otra página, pero leía solo por leer, palabra tras palabra, en un lenguaje que no era suyo y no la atrapaba, como sí hacía con Axel. Los libros no ejercían sobre ella el mismo impacto vital que sobre él. Comprender a Axel se convirtió en una obsesión, un asunto de vida o muerte. No sabía exactamente lo que era, pero había algo de él que resonaba profundamente en ella. Y si los libros y las palabras llegaran a tener sentido para ella, ¿quizás Axel y ella estarían más igualados?
Axel era diferente de todas las personas que ella conocía. Quería ser escritor y recorrer el mundo. Era su propio dueño, libre de una forma que ella nunca antes había visto, buscando continuamente en su interior.
El Café del Teatro era el lugar que más frecuentaban. Axel hablaba con profunda fascinación de nombres como Gurdjieff, Ouspensky, Jung o John Starre Cooke, y se convertía en el centro de atención de la mesa. Marianne escuchaba y hacía todo lo que podía para seguir sus grandilocuentes pensamientos, pero no conseguía entender sus palabras. Se ponía tan nerviosa de pensar que no podía seguirle que en ocasiones sufría migrañas y tenía que ir corriendo al baño del sótano a vomitar. En el primer piso, Axel dogmatizaba sobre filosofía. El resto del grupo tampoco leía mucho ese tipo de libros, así que sus amigos se reían y decían: «Ya se ha ido Axel otra vez a la galaxia de Andrómeda».
***
Axel había completado tres años de estudios en el instituto de Frogner y quiso ir a la universidad. Pero su cita con la universidad fue una aventura que duró solo dos o tres días. Axel siguió las clases de Arne Næss para el examen de ingreso preliminar, y se encontró en un aula con gente que permanecía sentada sin moverse y levantaba educadamente la mano. Ese no era su estilo, así que decidió alejarse de todo aquello y hacer lo que su padre siempre había pensado que era lo mejor: entrar en el negocio familiar y aprender el oficio de charcutero.
Axel descargaba latas y acarreaba pesados sacos de sal, lavaba tripas y llevaba alimentos a restaurantes. Pero uno de los muchos días estériles en la cocina de vapor de Torggata, pisó con los zuecos algunas entrañas y se tropezó, cayendo por las escaleras hasta el sótano donde colgaban en canal los