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En el umbral
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Libro electrónico112 páginas2 horas

En el umbral

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«Dos hermanos, un secreto, un reencuentro. La lluvia torrencial, el olor a tierra mojada, a rosas húmedas, a cementerio. Gaby y Luis son los protagonistas que, al mismo tiempo, devienen personajes de otra historia, la de la infancia, la del umbral. Van Cez escribe con imágenes potentes y una cadencia marcadamente poética, filosófica y cotidiana. La escritora de Sirena entre los dedos vuelve a mostrar el compromiso con la literatura, esta vez con su primera novela».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 may 2020
ISBN9789874674456
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    En el umbral - VAN CEZ

    palabra.

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    Ya pasó tiempo. Demasiado. Ahora, sólo puedo contarte qué vi, cuando me hiciste ancla para entrar a la casa del vecino por la ventanita.

    Llueve. Luis y Gaby salen a la puerta. Torrencialmente llueve. Se abrazan por la cintura. Miran la lluvia caer. Un grupo de chicos juega a la pelota: levantan la cara al cielo, abren la boca y sacan la lengua, atrapando algunas gotitas. De la vereda de enfrente sale un vecino en cuero, short y ojotas. Tiene los brazos en jarra. Mira la calle. La lluvia cae sobre su cuerpo.

    Escribiste que nunca me habías visto tan enojado, enojado al borde de las lágrimas, creo que escribiste. Y te dije que no había nada. Ningún fantasma. Eso te dije.

    Gaby asiente.

    Pasa gente caminando, dejándose mojar. Otros en bicicletas, en motos, en autos. Gaby siente piel de gallina. Ven un paraguas rojo acercarse a la puerta de su casa. Marta, con una sonrisa enorme de oreja a oreja, se queda parada frente a ellos. Le pasa la olla a Gaby.

    —Ni la lluvia iba a evitar que se chuparan los dedos con mis zapallitos —dice.

    —Gracias —responden.

    Marta se aleja, envuelta en el paraguas rojo. Gaby entra la olla y vuelve a la puerta. Luis sale a la vereda, abre los brazos y mira el cielo. La lluvia lo atraviesa.

    Pero te mentí. Por primera vez te mentí, no porque quisiera, sino porque me ordenaron que no dijera nada, que me lo iban a explicar.

    Luis se pasa las manos mojadas por la cara. —Está hermosa el agua —dice—. Tiene magia —dice—Una magia que rejuvenece y nos devuelve todo lo que perdimos —dice.

    Quería que me lo explicaran. De otro modo, ¿cómo contar lo que vi? ¿Quién iba a creerme? Además, lo que quería por sobre todo era desmentirlo, negarlo.

    Luis le hace un gesto a Gaby para que se anime a recibir la lluvia. Gaby sale. Siente frío. Busca su mano. La sostiene. Repasa en la cabeza las palabras de su hermano, abre los brazos, recibe la lluvia.

    No había ningún fantasma, en eso no te mentí. Había un hombre. Un hombre real, de carne y hueso, atado en una silla, amordazado. Cubierto de sangre. El vecino tenía un cuchillo en la mano.

    Mira al cielo. Deja que el agua caiga sobre su cuerpo. Alrededor, los vecinos en la vereda, recibiendo el agua y el olor a tierra mojada que impregna el barrio.

    El cuchillo presionaba un dedo de la mano del hombre. Por eso gritaba, por eso lloraba. Por eso pedía ayuda.

    Luis siente como si se hubiese liberado de un peso enorme, aplastante. Hace una pausa. Respira. Vuelve a hablar.

    La casa era oscura y sucia, estaba llena de baldes, de olor a pis, a mierda. A transpiración. Pero te estoy contando todo desordenado. Entré y no vi nada. Oscuridad. Penumbra. Una mesita, algunas sillas. Un anafe. Una heladera. Escuché gritos y caminé hacia adentro de la casa.

    —Sí —dice Gaby. —Tiene magia el agua de esta lluvia. Y ahora no le importa si sus ojos lloran o no porque sabe que hay veces en que los ojos se secan durante años, se endurecen y después, en un solo día, se ablandan y dejan escapar litros y litros de agua amontonada en el cuerpo.

    Piensan que es una bendición la lluvia que cae sobre la tierra donde descansa el cuerpo de la abuela. Piensan que a la abuela la lluvia siempre la ponía de un humor especial.

    Abrí una puerta y vi a un hombre atado. Su mano extendida sobre la mesa. El vecino se acercó a la mano, con un cuchillo. Preparó el dedo. Había alguien más sosteniéndolo. Me vio y lo soltó. El hombre gritó, intentó liberarse. El vecino lo golpeó varias veces, hasta que dejó de luchar.

    Piensan, sobre todo, que si llueve, es porque la abuela, desde donde sea que se encuentre, les envía esa lluvia sanadora.

    Se escucha una explosión. Se sobresaltan. Se apagan las luces del barrio.

    Papá me dijo que me fuera. Que todo tenía una explicación. Que no te dijera nada ni a vos ni a mamá. Que él iba a explicármelo y que todo se iba a solucionar.

    En la oscuridad total, algunas siluetas y los sonidos del grupo de chicos que juega a la pelota en la esquina.

    Entran a la casa.

    El hombre atado me miraba suplicándome ayuda con los ojos. Pero yo salí y lo dejé. Lo abandoné.

    Gaby enciende el culito de una vela. Busca toallas y le da una a Luis. Se secan. Se cambian de ropa. Van encendiendo culitos de velas por toda la casa, pequeñas luces amarillas que iluminan y reflejan sus cuerpos; que proyectan sus sombras. Después te dije que no había ningún fantasma.

    Mientras Luis pone la mesa, Gaby calienta los zapallitos y el puré; de vez en cuando mira, de reojo, al igual que Luis, sus sombras separadas proyectadas por las luces amarillentas. Ningún fantasma. Que no había nada. Sus sombras que se cruzan y se alargan, se ensanchan, aumentan, disminuyen, se vuelven a cruzar, ¿a unir?, como antes, como cuando éramos uno.

    *

    La vieja estaba de pie junto al alambrado. Nunca había visto soñado ni imaginado una vieja tan fea, le dije al Pitu al oído. Él se rió. Se acercó todavía más a mí. Ni en las pelis de terror, dijo.

    Reímos, agachados, escarbando la tierra con unas ramas cortas y gruesas. A un costado tenemos la lata de leche Nido con lombrices y tierra.

    Mirá a Mamá, dije dándole un codazo en las costillas. El Pitu se refriega el costado y mira: sentada en la silla de madera, un pie en el piso y el otro sobre la mesita cuadrada, se pasa un pincelito sobre las uñas; abre exageradamente los deditos gordos y blancos, tararea la canción que pasan por la radio.

    ¡Subí la radio, Má!, grita el Pitu. Y me mira. Me gusta esa canción, dice. Y vuelve a cavar.

    Mamá sube el volumen. La antena larguísima se apoya en diagonal sobre las rejas azules de la ventana de la cocina y forma rombos del tamaño de dos manos abiertas. Contra las rejas, el vidrio translúcido distorsiona las formas de los objetos de la cocina.

    Mamá detiene el ir y venir del pincelito sobre la uña cuando ve una mariposa grande, amarilla, con manchas negras. Fíjense si le pueden ver el número, dice.

    Nos levantamos de un salto y corremos detrás de la mariposa, que da vueltas hasta pasar al otro lado del alambrado. La vieja sonríe. La miramos: mueve la boca, como si masticara algo y escupe un líquido negro.

    Volvemos a sentarnos, a cavar y a buscar lombrices.

    Miro de reojo. Los pelos blancos y largos en la cara y el cuello de la vieja. La nariz grande y doblada. Las piernas lilas, vendadas. Los labios delgados y pálidos. Las orejas inmensas. El pelo tirante en un rodete gris.

    ¿Nos mira?, susurra el Pitu.

    Le digo que sí, con la cabeza.

    Mamá empieza con el otro pie. El sol proyecta su sombra contra la pared. Miramos extasiados el perfil de aquella sombra, mientras que el sol cálido del atardecer cae. A un costado de la mesa hay un libro, una novela que Mamá lee, una taza de té por la mitad y galletitas en un plato.

    Mamá gira la perilla y sintoniza diferentes radios. Escucha unos segundos hasta que reconoce la canción y pasa a otra y después a otra. Aprieta el botón: cassette. Pitu, traeme por favor el cassette que está en la repisa del comedor, dice.

    Tengo las manos sucias Má, grita el Pitu enarbolando una lombriz gorda que se retuerce entre sus dedos.

    Mamá hace un gesto de asco y

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