Mientras espero
Por Roberto Appratto
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Mientras espero - Roberto Appratto
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Créditos
Contratapa
1
Empecemos por el principio. Hay algo en todo esto que no es normal. Lo normal, lo que creo que es normal, es dejar que las cosas pasen, que fluyan, que sigan su curso, que duren lo que tengan que durar. O sea, que la medida del tiempo, el tiempo necesario para que los procesos lleguen a su punto, para que se pase de una etapa a otra, no tiene que ser de una determinada manera, no tiene que ajustarse a una regla en función de la cual las cosas puedan llegar a durar demasiado, y por lo tanto desesperar.
Pero esa normalidad no es lo mío, nunca lo fue. Me he pasado mi larga vida intrigado por la duración de las cosas. Esa es una parte de mi locura. Cómo puede ser que alguien converse tanto rato en la playa, de qué pueden estar hablando; cómo puede ser que haya tres ventanillas del local de pagos ocupadas, y cada una en un proceso en apariencia difícil, sin cambios. Pero esto es solo el principio. Esperar que termine una parte de un trámite y empiece otro y después otro, y sentir una especie de ahogo, también es parte de mi locura, pero no la esencial.
La esencial es esta, la que se da en uno de esos lugares donde hay que esperar. Por ejemplo, un cajero automático. Hace rato que llegué y la cola no se mueve. Mientras tanto, miro a la gente. Hay alguien dentro del cajero, que demora mucho. Se le ven solo los pies. No sé qué hace. Los pies cambian de lugar, aparentemente distendidos, como si contemplara la pantalla. No sé porque no le veo la cara, lo peor para estas esperas es no ver las caras. Por lo tanto no sé si es un hombre o una mujer. Al mismo tiempo, escucho el ruido de la calle. Supongo la expresión del cliente de adentro, de duda tal vez, o de incomprensión. Qué tiene que digitar o apretar, si estará bien así. Pasa el tiempo y no sale. Más bien se acomoda delante de la pantalla. Lo otro que me pone nervioso es no escuchar nada, a lo sumo el deslizamiento de los pies o el ruido, indescifrable, de los botones que aprieta. Hace una pausa prolongada y vuelve a empezar.
El misterio continúa. Me pregunto por qué demora tanto y el conteo de los segundos es como la banda sonora del espectáculo que los otros de la cola (que ha ido creciendo, entre tanto) y yo presenciamos. Si se me ocurre preguntar en voz alta a alguien qué está pasando, ya sé que no voy a tener respuesta alguna, a lo sumo una expresión de molestia por haber osado hablar. Ya lo sé porque me ha pasado antes. A nadie le importa la demora, o la ven como algo normal. Aparte de eso, nadie habla con nadie en la cola. Por lo tanto me quedo callado y clavo la vista en eso mínimo que puedo ver a través del vidrio del cajero. Unos championes, tal vez. Extrañamente, algo en mí piensa que al clavar la vista ahí estoy apurando el proceso, pero no es verdad.
El tiempo transcurrido aumenta el desconcierto. Es el misterio del tiempo perdido. No tengo nada importante que hacer enseguida (si lo tuviera, sería algo que merecería un capítulo entero), pero es una situación de espera de las que me cuestan, porque no las entiendo. Eso es lo que me parece raro en todo esto, el tener que entender, pero dejémoslo de lado. Solo si pongo distancia puedo ver con claridad esa zona de lo real que la locura, este tipo de locura, me permite percibir. Vale decir que hay algo más que la espera en la cola del cajero automático, algo que puede cambiar absolutamente la situación.
Lo mismo sucede cuando hay un mostrador y un funcionario. Un cliente habla, pero no se escucha nada. ¿De qué están hablando? ¿Qué es lo que le cuesta aclarar al funcionario, que el tipo sigue ahí? ¿Por qué demoran tanto? Esas preguntas son retóricas. Mientras tanto, le miro la nuca. Veo si es un hombre o una mujer, joven o viejo. No sé lo que dice, ni con qué voz, pero se toma su tiempo y parece decidido a emplearlo. La nuca se convierte en lo único que puedo tener en cuenta, por consiguiente el lugar donde caen las preguntas por las acciones; es, también, el hueco por donde mi pensamiento sale y empieza a moverse. A partir de las preguntas sin respuesta, del rebote de las preguntas contra las nucas, empieza una segunda historia a la que le doy mi voz. Así como cuando leo imagino una voz, un tono, alguien que habla de lo que está viendo o sintiendo, así me paro delante de esta realidad. Ese tono es lo que puede, o no, interesarme y arrastrarme al mundo escrito.
Por otra parte, inventar algo, una ficción