Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero
Por Inma Luna
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Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero - Inma Luna
noche
LAS MUJERES NO TIENEN QUE MACHACAR CON AJOS SU CORAZÓN EN EL MORTERO
Los días amanecen dispuestos a cualquier catarsis, pero ya nos encargamos nosotros de amansarlos, de moldearlos hasta que se introduzcan en las vías rígidas, estrechas y falsas de la normalidad.
Adelita se levanta con ganas de cantar, pero se calla para no molestar a su vecino, que duerme hasta las tantas.
Adelita se acuesta con ganas de ser acariciada pero se calla para no molestar a su marido, que duerme desde hace rato.
Yo vivo justo enfrente de Adelita y la veo deshacerse de ganas de vivir todos los días mientras unta la mantequilla en la tostada o pela con ternura una naranja.
Un día la miré cuando me crucé con ella por la calle. Estaba lloviendo y Adelita no estaba llorando, pero lo parecía.
Soy un asesino.
Antes era un fotógrafo, pero un día acepté la catarsis y me dejé, por fin, llevar.
Maté a un gato.
El gato de mi vecina Adelita.
Él me lo pidió. Más bien, quiso apostar y yo acepté la apuesta.
Y la gané.
Vino hasta mi ventana cuando yo salía de la ducha y fumaba el primer cigarrillo de la mañana.
Lo vi pasar veloz y silencioso. Como un gato. Y al momento volvió a pasearse, esta vez altanero, por el alféizar de la ventana. Movió el rabo en un latigazo, el pelo levemente erizado, los ojos acuosos y obsesivos.
Hacía fotos a parejas de novios subidos en columpios adornados con flores de tela y hojas de plástico.
Hacía fotos a novios tímidos y a novias desinteresadas.
En aquel entonces ya había sentido alguna vez el deseo de acuchillar un corazón tembloroso y apocado, tan reseco y amargo como el de Adelita.
Podía calmar aquel deseo a base de hamburguesas. Tragaba doce o quince. La carne grasienta, roja y apelmazada, aliviaba el incipiente deseo. Llegaba así a la sesión de fotos de la tarde con una cierta calma, la que me proporcionaba el regusto a carnaza que me quedaba entre muelas.
Adelita bajó un día a comprar una barra de pan para la cena. Eran las siete y media de la tarde, una hora tranquila de luz esquiva, hora de merienda tardía y cena temprana. Olía a fuagrás. El gato hizo fu.
Vi a Adelita desde mi ventana. Tenía mucha hambre.
El gato era un gato.
Adelita quería comprar pan y cantar y ser acariciada.
Yo era un asesino y antes fui un fotógrafo.
La luz es muy importante. La luz, la sombra y el color. Intentar que el cutis de la novia no aparezca como es: impuro y grasiento.
Los gatos no deben, no pueden, ganar las apuestas.
Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero.
Desde que maté al gato no he vuelto a comer pero me encanta aspirar el aroma de los guisos y leer libros de cocina.
Frío pimientos verdes y sardinas y me siento junto a la cocina mientras se van recociendo a fuego lento.
El humo aromático y denso entra caliente por mi nariz. Me sacia y me reconforta.
Adelita tampoco puede comerse a su marido, aunque lo desea. Por eso ha aprendido a aspirarlo y él se encuentra cada día más débil, como si se le fuera achicando el alma.
El gato olisquea las mondas de naranja y lame los labios agrietados de Adelita.
Una novia inexpresiva, de pequeña sonrisa, se tapa la barriga puntiaguda con un enorme ramo de azahar.
Mientras hago la foto en el parque irreal del columpio rosa veo pasar a un gato de mentira. El gato me mira, hace una apuesta y corre veloz a refugiarse bajo la falda plumasuave y abultada del traje de novia.
La pequeña sonrisa de la virgen preñada mejora un grado y me obliga a cerrar un punto el diafragma de mi cámara.
La apuesta del gato no me ha pasado inadvertida.
Las sardinas y los pimientos hacen escapar su olor a bocanadas. El humo consistente rebosa mi cocina y se escapa, indiscreto y delator, buscando el cielo recuadrado del patio de vecinos.
Adelita se asoma a esnifar.
Tres gatos nuevos y suaves se alborotan abajo.
Al tiempo que suena el grito de una madre con la cena preparada, Adelita baja a comprar el pan, la novia embarazada pierde a su hijo por una infección de toxoplasmosis y yo lanzo las sardinas, los pimientos y el aceite hirviendo por la ventana.
Tanto aroma y tanto calor para los gatos.
Adelita mojó el pan toda la noche en el caldito de alma de su marido y eso la dejó satisfecha y jugosa. Al marido, muerto.
Bajé para recoger los tres cadáveres de los tres gatos escaldados. Les hice una foto, así que he vuelto a ser fotógrafo.
Como me entró de nuevo el apetito devoré sobre el suelo las sardinas y los pimientos verdes antes de entrar al portal y llamar a la puerta de Adelita feliz sin gato y sin marido.
A VECES ME QUIERE COMO JULIA Y OTRAS COMO BEGOÑA
Julia sale del edificio con el mismo sabor en la boca de todos los viernes en las últimas semanas. A magdalena y leche templada. El regusto le evoca su infancia aunque está segura de no haber tomado nunca magdalenas con leche para merendar cuando era una niña. Sin embargo le queda en el aliento un olor cálido, mecedor, un dulzor infantil. Así se siente ahora en cada extremo, acunada, guarecida, perfectamente amada.
Abre la puerta del coche con el mando y mira hacia su ventana. Le ve. Delgado, con el pijama azul, ojos de agua y una mano de huesos pegada en el cristal. Julia se da un beso en la punta de los dedos y lo sopla en dirección a la tercera planta, a la habitación 30. Él no se mueve y ella entra en el coche.
Quizá justo antes de coger la salida que la llevaría hasta su urbanización toma la decisión de contárselo todo a su marido, quizá un poco después, en la primera rotonda. No aparca el coche en el garaje. Lo estaciona en la puerta de la casa y mete la llave en la cerradura, intenta girarla pero no puede. Duda un momento. Voltea sólo la mitad de su cuerpo, huye de la cintura para arriba. Cambia de idea y mira de nuevo hacia la puerta. Pulsa el timbre. Le abre su marido.
—Te has dejado la llave puesta —un reproche—, así no se puede abrir por fuera.
—¿Por qué no has entrado por el garaje? —una pregunta que se pierde porque él ya se dirige hacia el salón.
—Tengo que hablar contigo —arriesga Julia.
—¿Qué pasa ahora? —a él le molesta, no le apetece, le aburre hablar.
Tras una caída de ojos resignada, a su marido, que se llama Gonzalo, le tiembla de repente el bolsillo de la camisa, justo encima del corazón, a ella le parece un pálpito pero él saca el móvil, que está vibrando, y contesta.
Julia aprovecha la interrupción para echar un vistazo a la habitación en la que se encuentran mientras se sienta en el brazo del sofá sin quitarse la chaqueta. Todo se vuelve absurdo. Piensa que nada tendrá sentido dentro de unos minutos, cuando ella, por fin, le cuente a su marido lo que está sucediendo. No tendrán sentido las cortinas de color crema, con detalles morados, ni el marco con la foto de ellos en el puente de Londres, ni los cuencos con flores disecadas, ni las auténticas reproducciones de relojes de bolsillo antiguos colocadas en fila de a dos en la vitrina. Casi puede observar cómo van deshaciéndose todos esos objetos, cómo comienzan a esfumarse, cómo se desvanecen.
Mira la lámpara del techo. Un finísimo hilo de telaraña se balancea entre dos de sus brazos y Julia siente vértigo. Por un momento se contempla sentada en ese sostén endeble, con el abismo de su vida bajo los pies. Tose una náusea y se sujeta la frente con ambas manos. Su marido sigue al teléfono, escucha y responde con frases cortas y átonas.
Julia se levanta y entra en el baño. Lavándose la cara se da cuenta de que contárselo a Gonzalo es una idea estúpida. Se va a la cama sin cenar. Nadie pregunta por ella.
El viernes a mediodía, en cuanto regresa del trabajo, fríe unas cáscaras de limón. Prepara una docena y media de magdalenas con esa esencia. Sale de casa preciosa y perfumada. Se las lleva a su amante. Toda la tarde hacen el amor. Luego meriendan leche templada y magdalenas, algunas migas se quedan en su ombligo, él se las lame, muy despacio, ella le besa y le limpia el bigotito de leche que hay sobre sus labios.
Ellos no son amantes porque quieran. O sí. La vida es complicada. Se sentían solos, especialmente él, en los últimos tiempos.
De regreso a casa, Julia vuelve a pensar en contárselo todo a su marido y rechaza la idea antes de entrar en la autovía.
Las cosas pasan porque tienen que pasar y llega un viernes, un día en el que Julia sube hasta el tercer piso y entra en el cuarto donde la espera el hombre que la quiere. Esa tarde se han besado despacio todo el cuerpo, Julia lleva la iniciativa, casi siempre es así. Él la recibe hechizado e incrédulo. A veces llora y le susurra verbos muy cariñosos que ella sabe recompensar. Se premian mutuamente, se conmueven.
Ese viernes ya han merendado. Están desnudos sobre la cama. Él se ha puesto la parte de arriba del pijama, se está durmiendo. Cuando se abre la puerta de la habitación 30 ninguno de los dos mira hacia ella. El marido de Julia está parado dentro del dormitorio. El amante se asusta y tira un vaso con un resto de leche al levantarse. Julia mira al marido, mira al amante y recoge los cristales del suelo para que él no se corte, está descalzo.
A Gonzalo, el marido de Julia, le tiembla la pierna a la altura de la ingle derecha. Julia piensa que es un espasmo, Gonzalo saca el móvil del bolsillo del pantalón, lo abre y lo vuelve a cerrar, colgando. Entonces Julia cree que ha llegado el momento de darle a su marido alguna explicación aunque sigue desnuda. Su amante balbucea, ella le tranquiliza, le arropa con la colcha y