Neko Café
Por Anna Sólyom
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La vida de Nagore ha sido una sucesión de calamidades desde que se separó de su pareja y fue despedida de su último trabajo. A punto de perder su piso por falta de pago, una vieja amiga le encuentra un empleo insólito: camarera del Neko Café, una cafetería donde siete gatos esperan encontrar un dueño entre los clientes que vienen a pasar la tarde. Con pánico a los felinos desde pequeña, tras su primera negativa, la desesperación hace que Nagore firme un contrato de prueba de un mes. Lo que al principio supondrá un caos con el paso de los días se convertirá en una experiencia transformadora. Cada uno de los siete maestros Neko («gato» en japonés) le enseñará una clave del arte de vivir, como la serenidad, la concentración, la flexibilidad o la autenticidad del corazón, entre otros valores que aplicará a su día a día hasta darle un vuelco a su vida.
Una novela que nos muestra que siempre es posible encontrar tu lugar en la vida, ambientada en uno de los cafés de gatos que tanto triunfan en las grandes ciudades.
Anna Sólyom
Nacida en Budapest y residente en Barcelona, Anna Sólyom es licenciada en filosofía y trabaja además de terapeuta. Tras publicar en su país Pillowsophia, su manual Pequeño curso de magia cotidiana ya se ha publicado en español, holandés y portugués.
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Neko Café - Anna Sólyom
1. Serenata nocturna
Los gatos tienen seis vidas en los países árabes y Turquía; siete en Hispanoamérica y Portugal; nueve donde se habla la lengua de Shakespeare. ¿Para qué necesita tantas vidas un gato?
Un viejo proverbio inglés lo explica así:
En las primeras tres juega.
En las tres siguientes vaga por las calles.
Y en las tres últimas se queda en casa.
Antes de entrar en el Neko Café, sin duda Nagore no sabía nada de gatos, pero sentía que no tenía ninguna vida. Ni una sola.
Todo empezó una noche de calor sofocante. Tras dar muchas vueltas a su cuerpo sudado, había conseguido dormirse. Llevaba apenas una hora de sueño cuando un chillido agudo y angustioso la despertó.
Al principio Nagore pensó que aquel grito había surgido del fondo de una pesadilla. Se dió la vuelta en la cama. Estaba demasiado agotada para regresar al mundo. Todavía no…
Entonces volvió a oírlo, ya plenamente despierta. Parecía el gemido de un niño que lloraba desconsoladamente, sin que nadie lo reconfortara.
Se tapó la cabeza con la almohada, intentando silenciar aquel ruido para volver a dormirse. Pero le resultó imposible, pues a la primera voz se unió una segunda más agresiva aún.
Entonces cayó en la cuenta: aquellos malditos gatos callejeros estaban librando una de sus reyertas justo debajo de su ventana, en el patio interior que amplificaba los sonidos como un altavoz.
«Cómo odio el verano…», se dijo, muerta de sueño. De tener aire acondicionado habría cerrado la ventana para ahorrarse aquella tortura, pero no era el caso. La necesitaba abierta para respirar en medio del bochorno.
La serenata nocturna siguió con un coro disonante que parecía formado por voces de bebés desamparados. Hasta que uno de los gatos lanzó un rugido y su contrincante respondió con un bufido amenazador.
Nagore se incorporó furiosa. Sentada en la cama, también ella habría aullado de desesperación, de no haber otros vecinos luchando contra el insomnio.
Un nuevo grito de guerra se le clavó en el oído como un puñal. Aquello era más de lo que ella podía soportar. Sin encender la luz de su cuarto, tomó el vaso lleno de agua de su mesita de noche y lo vació de golpe por la ventana.
Un maullido abrupto, seguido del crujido seco de una maceta derribada, le indicó que había dado en la diana.
Con los nervios consumidos, apoyó la espalda en el cabecero de la cama y encendió la lámpara verde oliva de la mesita de noche. Totalmente desvelada, cogió su smartphone para mirar la hora. La pantalla quebrada por una rotura mostraba las 3:05, junto con el sobrecito que indicaba la entrada de un mensaje de texto.
Era del banco.
Llena de inquietud, apagó la luz, como si así el personal del banco no pudiera verla. Un pensamiento estúpido, ya que seguro que dormían a pierna suelta con la habitación a 22 ºC por obra y gracia del aire acondicionado.
Le notificamos que en el próximo día laborable está previsto el cobro de una factura que supera su saldo actual. Para cualquier aclaración, rogamos se ponga en contacto con el personal de su oficina.
Nagore trasteó el teclado nerviosamente para ir a su cuenta bancaria y comprobar el grado de la catástrofe. La cantidad que encontró allí le encogió el corazón: veintitrés euros solitarios contra los más de cien que pretendían cobrarle por el teléfono.
«¡Mierda!», se le escapó en la oscuridad mientras pensaba en cómo podía haberse acumulado aquel cargo. Su tarifa de internet y llamadas era de cincuenta y cinco euros. Había hecho una llamada corta a una amiga de viaje por Marruecos, pero jamás hubiera imaginado que le caería aquel mazazo.
Indignada, habría llamado de inmediato a la compañía telefónica de no saber que tendría que tratar con máquinas o con operadores en la otra punta del mundo, lo cual no haría más que empeorar su humor.
Tras dejar el móvil en la mesita, se abrazó las rodillas y escrutó la oscuridad mientras intentaba calmar su mente. Llevaba media docena de entrevistas de trabajo sin resultado alguno. Desde que había dejado la agencia de comunicación donde había sufrido acoso, nada le salía bien.
Sin darse cuenta, las lágrimas empezaron a descender por sus mejillas.
Podía pedir ayuda a sus padres, pero eso sería una derrota demasiado dura de encajar. «Aquí estoy: sin trabajo, sin dinero, sin pareja… solo deudas y esos gatos horribles en el patio que no me dejan dormir», se dijo mientras calculaba que solo le faltaban cinco meses para cumplir los cuarenta.
Nagore se sentía en medio de un agujero negro existencial que la arrastraba sin remedio hacia su vacío centro.
Para tratar de animarse, se transportó con el recuerdo a un verano ya muy lejano, cuando había ido de acampada con Lucía, su compañera en la facultad. Dos chifladas estudiantes de diseño gráfico recorriendo Somerset, al sur de Inglaterra, en busca del grial.
Justo en aquel momento, el smartphone vibró dos veces mientras la pantalla se iluminaba en la oscuridad.
Tras desconectar el teléfono en su enésimo intento de dormir, Nagore se preguntó quién diablos le escribía un mensaje en mitad de la noche.
2. Gato por liebre
El timbre estridente del teléfono fijo despertó a Nagore con un sobresalto. Hacía apenas un par de horas que había logrado dormirse, así que volvió a enterrar la cabeza bajo la almohada, esperando a que colgaran. Lo tenía en el salón porque por allí solo llamaban para venderle tarifas milagrosas.
Cuando por fin calló, suspiró aliviada. Parecía que la inercia del sueño volvía a llevársela cuando una nueva tanda de timbrazos dinamitó el descanso.
Entendiendo que el comercial de turno no se daría por vencido fácilmente, salió de la habitación sintiendo mareos a cada paso, como si caminara por la cubierta de un barco.
Su primer impulso fue desconectar el aparato y volver a la cama, pero la sombra de una duda hizo que antes levantara el auricular.
—¡Nagore! ¿Estás ahí?
Hacía más de dos años que no escuchaba aquella voz fresca y enérgica, que le hizo perdonar enseguida que llamara a las ocho y media de la mañana.
—Lucía… Justo ayer me acordaba de ti.
—¿Leíste mi WhatsApp?
—No… Todavía no. Estaba durmiendo. Bueno, intentaba dormir. ¿Qué ha pasado? —preguntó alarmada—. ¿Se ha muerto alguien?
Una risa cristalina al otro lado del teléfono reveló que su vieja amiga seguía siendo la de siempre.
—Seguro que se ha muerto alguien, cada día se muere gente —dijo, filosófica—. Pero yo te llamo para darte buenas noticias… Hace unos días me escribió Amanda desde un refugio del Atlas. Estuvimos recordando anécdotas de la facultad y poniéndonos al día… Sé que he estado muy out últimamente, perdona la desconexión. Tener un bebé se traga todo el tiempo como un agujero negro.
—Lo imagino —dijo Nagore con súbita tristeza—. Tengo muchas ganas de ver