El pirata Gorgo
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Gorgo se convierte en pirata porque no le gusta que le impongan normas estúpidas. Con un grifo por nariz y una capacidad increíble para lanzar palabrotas imposibles conseguirá que su tripulación sea la más temida de todos los mares.
Josep Lluís Badal
J.L. Badal es licenciado en Filología. Es profesor de lengua y literatura. Hace muchos años que vive y trabaja en Terrassa, aunque nació en Ripollet del Vallès. Ha publicado textos de crítica y creación literaria en revistas especializadas. Trabajó un tiempo como editor. Ha escrito novela, poesía y relatos para adultos. Ha publicado libros para niños y niñas: El pirata Gorgo, La orquesta Ursina, la colección Juan Plata y el magnífico Los libros de A.
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El pirata Gorgo - Josep Lluís Badal
mundo.
EL PIRATA GORGO
I
Cuando era pequeño, el señor Gorgo leía todos los cuentos de piratas que encontraba. Si alguien le preguntaba qué quería ser de mayor, el señor Gorgo siempre respondía de la misma manera:
—De mayor estudiaré para capitán pirata. —Y cerraba un ojo mientras cruzaba los brazos como los capitanes pirata para hacerse respetar. Tenéis que saber que, cuando no le oía nadie, el señor Gorgo se entrenaba a jurar como un verdadero pirata: «¡Rayos y truenos! ¡Rayos de pararrayos!»
Como que piratas quedaban muy pocos, el señor Gorgo, al crecer, tuvo que conformarse con trabajar en una fábrica de helados.
La fábrica se llamaba Deliciosísima Extraheladería Supermundial, y hacía unos helados buenísimos. Pero su propietario, el señor Jonatam Vainilla, odiaba los helados porque de pequeño su abuela lo bañaba cada noche en una bañera llena de helado de nata. ¡La buena mujer creía que así su nieto quedaría más blanco!
De forma que el señor Vainilla, harto de resfriarse en bañeras congeladas, había prometido que nunca más probaría el helado. Ni él ni sus trabajadores. Y, a la entrada de la fábrica, puso un gran cartel que decía:
-DELICIOSÍSIMA EXTRAHELADERÍA SUPERMUNDIAL
Aquí hacemos los mejores helados del mundo.
Si algún trabajador prueba ni que sea una gota, será expulsado de la fábrica al instante.
(Buen provecho.)
El pobre señor Gorgo, que se habría pasado la vida tomando helado, tenía que morderse la lengua mientras removía los exquisitos helados de chocolate, de vainilla, de coco y piña, de nata y fresa, biscuit, stracciatella, turrón, limón, kiwi o mandarina, leche merengada, caramelo con nueces y piñones...
Un día, desesperado y creyendo que no le veían, metió el meñique en el depósito del helado de crema. ¡Pobre Gorgo! Antes de que pudiese probar el helado, ya había sonado una sirena de alarma y había aparecido el señor Vainilla hecho una furia.
—¡Deténganlo! ¡Ah, miserable! ¡Traidor! ¡Matahelados! ¡Lávate ahora mismo las manos! ¡No pruebes mi helado o te echo de la fábrica ahora mismo! ¡Achís!
(Desde pequeño, el señor Jonatam Vainilla estornudaba cada vez que se enfadaba.)
Los otros trabajadores, atemorizados, habían dejado de remover el helado y miraban al señor Gorgo con compasión. ¡Pobre señor Gorgo!
En ese momento, el señor Gorgo recordó las historias de piratas que leía de niño. Cerró un ojo y cruzó los brazos (el meñique aún lleno de helado de crema). Y, con la postura de tigre que ponen los capitanes pirata cuando están a punto de gritar «¡Al abordaje!», dijo:
—¡Señor Vainilla, tiene usted un apellido precioso que no se merece!
Y se lamió el dedo cubierto de helado.
Y aún añadió:
—Mmmm... es tan bueno como pensaba.
Los otros trabajadores se relamieron los labios con cara de hambre. ¡Qué envidia les daba el señor Gorgo!
El señor Jonatam Vainilla se puso rojo como un tomate. Y después, amarillo como un limón. Y después, de un color marronoso como el helado de turrón. «Ay, ay, ay...», decían los trabajadores, «se está enfadando...»
De repente, el señor Vainilla exclamó:
—¡Fuera! ¡Fuera de mi fábrica! ¡Achís! ¡Está despedido, Gorgo! ¡Aaaachússs!
Y esta vez estornudó tan fuerte que tropezó con una silla.
—¡Pues buen provecho! —dijo Gorgo, que se sentía como un pirata de verdad—. ¡Y buenos días!
Se dio la vuelta y se fue poco a poco. Cojeaba un poco, como si tuviese una pata de palo.
II
Al día siguiente, el señor Gorgo fue a comprarse un sable.
Había decidido que, para ser pirata, había que empezar por el sable.
En la cuchillería le mostraron tres sables piratas, una espada española y un martillo vikingo. El señor Gorgo eligió el sable más largo.
El vendedor le avisó:
—Vaya con cuidado, es un verdadero sable pirata. ¡Puede cortar hasta el aliento!
—¡Pues es exactamente lo que necesito!
Después, con el sable bien envuelto en papel de diario, fue a la sastrería.
—¡Quiero un traje de pirata!
El sastre sonrió y le miró con pereza.
—Poco a poco, joven... Todos los que empiezan hacen lo mismo... Pero dígame... ¿desea un traje de grumete?, ¿de cocinero?, ¿de marinero?, ¿de cañonero?, ¿de bucanero? ¡Usted debe ser otro inexperto!
—¡Lo quiero de capitán! —dijo el señor Gorgo. Y añadió—: ¡Rayos de